PRIMERA ASCENSIÓN AL CERVINO

De haber alcanzado el éxito,

habríamos sido incluidos entre los sabios.

Así juzgan nuestras mentes los sucesos.

EURÍPIDES

Es una costumbre injusta, pero habitual, ensalzar o censurar propósitos (que en sí mismos pueden ser buenos o malos) según resulten bien o mal. De aquí que las mismas acciones sean a veces atribuidas al mérito y otras a la vanidad.

PLINIO «EL JOVEN»

Salimos de Zermatt el 13 de julio de 1865 a las cinco y media, en una mañana despejada y sin una sola nube. Éramos ocho en total: Croz, Peter el Viejo y sus dos hijos[72], lord F. Douglas, Hadow, Hudson[73] y yo. Para asegurar un buen ritmo de marcha, un extranjero y un montañés caminaban juntos. El joven Taugwalder fue mi compañero y andaba bien, orgulloso de participar en la expedición y de demostrar sus facultades. Las botas de vino también quedaron entre las cosas que yo transportaba y, durante el día, después de cada trago, las rellenaba en secreto con agua, de manera que en la siguiente parada parecían más llenas que antes. Esto se consideraba un buen presagio y poco menos que un milagro.

El primer día no pretendíamos ascender mucho, y fuimos subiendo tranquilamente. Recogimos las cosas que quedaban en la capilla del Schwarzsee a las ocho y veinte de la mañana y seguimos a lo largo del escarpe que une el Hörnli con el Cervino[74]. A las once y media llegamos a la base del pico, entonces abandonamos el escarpe y trepamos algunos salientes hacia la ladera oriental. Ya estábamos a buena altura en la montaña y nos asombró descubrir que algunos lugares que desde el Riffel o incluso desde el glaciar Furggen parecían enteramente impracticables, eran tan fáciles que podíamos «correr» por ellos.

Antes de las doce habíamos encontrado un buen sitio para la tienda, a una altura de 3350 metros[75]. Croz y el joven Peter se adelantaron para ver qué había más arriba, con el fin de ahorrar tiempo a la mañana siguiente. Atravesaron las cabeceras de las pendientes de nieve que descienden hacia el glaciar Furggen y desaparecieron tras un recodo, pero poco después los vimos subiendo rápidamente por la ladera. Al final, antes de las tres, les vimos regresar muy animados. «¿Qué dicen, Peter?». «Caballeros, dicen que no traen buenas noticias». Pero cuando se acercaron escuchamos una historia distinta. «Todo bien, sin dificultad, sin una sola dificultad. Podríamos haber llegado a la cima y regresado hoy mismo sin problemas».

Pasamos las restantes horas del día tumbados al sol, haciendo dibujos y recogiendo muestras y, cuando el sol se puso, ofreciendo en su despedida una promesa gloriosa para el día siguiente, volvimos a la tienda para prepararnos para la noche. Hudson hizo té, yo café, y luego nos retiramos cada uno a su saco de dormir. Los Taugwalder, lord Francis, Douglas y yo ocupábamos la tienda, los demás prefirieron quedarse fuera. Mucho tiempo después de cerrar la noche, los riscos resonaban con nuestras risas y con las canciones de los guías, porque nos sentíamos felices en aquel campamento y no preveíamos mal alguno.

Antes del amanecer del día 14 nos reunimos fuera de la tienda y nos pusimos en marcha inmediatamente, en cuanto hubo suficiente luz para moverse. El joven Peter vino con nosotros como guía y su hermano regresó a Zermatt[76]. Seguimos la ruta que había sido adoptada el día anterior y en pocos minutos doblamos el largo saliente que impedía la vista de la cara oriental desde la plataforma de nuestra tienda. Ante nosotros apareció toda esa gran ladera, elevándose unos 900 metros en forma de una enorme escalinata natural[77]. Algunas partes eran más fáciles y otras menos, pero no tuvimos que detenernos ni una sola vez ante un impedimento serio, porque, cuando encontrábamos un obstáculo delante, siempre podíamos superarlo por la derecha o la izquierda. Durante la mayor parte del camino no hubo necesidad de usar la cuerda y a veces guiaba Hudson y otras yo. A las seis y veinte habíamos alcanzado una altura de 3900 metros y nos detuvimos media hora. Luego continuamos el ascenso sin pausas hasta las diez menos cinco, cuando paramos cincuenta minutos a 4267 metros de altura. En dos ocasiones probamos a seguir el crestón del lomo noreste de la montaña sin obtener ventaja, ya que normalmente era más abrupto y empinado y siempre más difícil que la ladera. Sin embargo, nos mantuvimos cerca de él por si caían piedras[78].

Habíamos llegado al pie del paraje que, visto desde Riffelberg o desde Zermatt, parece perpendicular o incluso saliente, y no podíamos continuar ya en la falda oriental. Durante un breve trecho seguimos sobre la nieve de la arista que desciende hacia Zermatt, y luego, de común acuerdo, giramos hacia la derecha o lado septentrional. Antes de eso, realizamos un cambio en el orden de ascenso. Croz iría el primero, yo detrás, Hudson en tercer lugar y por último Hadow y Peter el Viejo. «Ahora», dijo Croz, «vamos a por algo diferente». El avance se hizo difícil y requería atención. En algunos tramos había pocos agarraderos, y era deseable que los que iban delante fueran los hombres más seguros. La pendiente general de la montaña en esa parte era de menos de 40 grados y la nieve se había acumulado rellenando los intersticios de las rocas, dejando sólo ocasionalmente algunos salientes. Éstos estaban a veces cubiertos de una fina capa de hielo producida por el deshielo y posterior congelación de la nieve. Era la contrapartida, a menor escala, de los últimos doscientos metros de la Pointe des Ecrins, con la diferencia de que esa punta presentaba un ángulo de 50 grados, si no mayor, y la del Cervino no llegaba a los 40 grados[79]. Era un tramo en el que cualquier montañero experimentado podría moverse con seguridad, y Hudson la superó, igual que el resto de la montaña, sin precisar asistencia en ninguna ocasión. A veces, después de aferrarme a la mano de Croz o recibir su impulso, me volvía para ofrecerle lo mismo a Hudson, pero él invariablemente lo declinaba diciendo que no era necesario. Hadow, sin embargo, no estaba acostumbrado a este tipo de escalada y necesitaba ayuda constante. Es justo decir que la dificultad que encontró en ese tramo se debía simplemente a su falta de experiencia.

El único tramo difícil no era demasiado largo[80]. Caminamos por él, al principio casi horizontalmente, durante unos 120 metros, luego ascendimos directamente hacia la cumbre unos veinte metros y después volvimos hacia la arista que baja a Zermatt. Un recodo bastante enojoso nos llevó de nuevo hasta la nieve. La última duda se había desvanecido. ¡El Cervino era nuestro! Sólo nos quedaban sesenta metros de nieve fácil.

Tenemos que volver ahora a los siete italianos que habían salido de Breuil el 11 de julio. Habían pasado cuatro días desde su partida y nos atormentaba la posibilidad de que pudieran alcanzar la cima antes que nosotros. Durante todo el camino habíamos estado hablando de ellos e incluso varias veces había surgido la falsa alarma a la voz de «¡Hombres en la cima!». Cuanto más subíamos, mayor se hacía nuestro nerviosismo. ¿Y si éramos vencidos en el último momento? La pendiente se suavizó, pudimos desencordarnos por fin, y Croz y yo nos adelantamos corriendo alocadamente hasta sofocarnos. A las dos menos veinte de la tarde el mundo estaba a nuestros pies y el Cervino era conquistado. ¡Hurra! No se veía ni una sola pisada.

Aún no estábamos seguros de no haber sido vencidos. La cima del Cervino estaba formada por una cresta larga y lisa de unos cien metros de longitud[81], y los italianos podían encontrarse al otro extremo. Corrí hasta el extremo meridional escudriñando con afán la nieve a derecha e izquierda. ¡Hurra de nuevo! La nieve no había sido hollada. «¿Dónde están los hombres?». Me asomé al borde, entre esperanzado y dudoso, y los vi enseguida, como simples puntos en la arista del monte, a una distancia inmensa. Alcé los brazos y el sombrero y grité:

—¡Croz, Croz! ¡Venga!

—¿Dónde están, monsieur?

—Allí, ¿no los ve? Allí.

—¡Ah! ¡Qué abajo están!

—Croz, tenemos que conseguir que nos oigan.

«¡Croz! ¡Croz! ¡Venga!». En la cumbre del Cervino.

Gritamos hasta quedarnos roncos. Los italianos parecían vernos, pero no estábamos seguros.

—Croz, tienen que oírnos. Es preciso.

Cogí un bloque de roca, lo empuje por la ladera y animé a mi compañero, en nombre de la amistad, a hacer lo mismo. Introdujimos nuestros palos entre los peñascos y pronto un torrente de piedras cayó por la pendiente. Esta vez no hubo duda. Los italianos dieron la vuelta y se retiraron[82].

Sin embargo, me hubiera gustado que el jefe de ese grupo estuviera con nosotros en ese momento, porque nuestros gritos de victoria significaban privarle de la ilusión de su vida. De cuantos intentaron subir al Cervino, él era el más merecedor de ser el primero en la cumbre. Fue el primero en dudar de su inaccesibilidad y fue el único hombre que siguió creyendo que el ascenso se conseguiría. El objetivo de su vida había sido subir desde el lado de Italia, por el honor de su valle natal. Durante algún tiempo la partida fue suya y la jugó como quiso, pero realizó un movimiento en falso y la perdió.

Los demás habían llegado, así que volvimos al extremo septentrional de la cresta. Croz sacó el palo de la tienda[83] y lo plantó en el punto más alto.

—Sí —dijimos—. Aquí está el mástil, ¿pero dónde está la bandera?

—Aquí —contestó, quitándose la camisa y atándola al palo.

La bandera era bastante mezquina y no había viento que la hiciera ondear, pero la vieron desde todas partes. La vieron en Zermatt, en Rieffel, en Val Tournanche… En Breuil gritaron: «¡La victoria es nuestra!». Prorrumpieron en bravos a Carrel y en vivas a Italia, y se apresuraron a festejar el «éxito». A la mañana siguiente supieron la verdad. Todo cambió cuando los exploradores volvieron tristes, descorazonados, confusos y sombríos, diciendo: «Es cierto. Lo hemos visto nosotros mismos. Nos arrojaron piedras. Las viejas tradiciones son ciertas, hay espíritus en la cima del Cervino[84]».

Volvimos al extremo meridional de la cumbre para levantar un hito y luego rendimos homenaje al panorama[85]. El día era uno de ésos de calma y claridad superlativas que suelen preceder al mal tiempo. La atmósfera estaba en completa tranquilidad y sin una sola nube ni vapores. Las montañas, a cincuenta o incluso cien millas, parecían cercanas y se recortaban nítidamente. Todos sus detalles de aristas, riscos, nieves y glaciares aparecían perfectamente definidos. Gratos pensamientos de antiguos días felices acudían a la memoria mientras reconocíamos viejas formas familiares. Ni uno sólo de los principales picos de los Alpes quedaba oculto. Todavía veo claramente el gran círculo interior de cumbres gigantes, con un fondo de cordilleras, sierras y macizos. Primero el Dent Blanche, alto y grande, el Gabelhorn y el agudo Rothorn; el Weisshorn, el majestuoso Mischabelhörner, flanqueado por el Allaleinhorn, el Strahlhorn y el Rimpfischhorn; luego el Monte Rosa, el Lyskamm y el Breithorn. Detrás estaba el Oberland bearnés, dominado por el Finsteraarhorn; los grupos del Simplon y el macizo de San Gotardo; el Disgrazia y el Orteler. Hacia el sur, divisábamos Chivasso, en la llanura piamontesa, y más allá el Viso, que a cien millas de distancia parecía cerca, los Alpes Marítimos, a ciento treinta millas, resaltaban libres de neblina. Luego venía mi primer amor, el Pelvoux, los Écrins y el Meije, el grupo de los Graianos y por último, hacia el oeste, reluciendo bajo el sol, el monarca de todos, el Mont Blanc. A tres mil metros bajo nosotros se extendían los verdes valles de Zermatt, salpicados de chalés, de los que brotaban perezosos humos azules. Por el otro lado se veían los prados de Breuil. Había bosques oscuros y siniestros, y praderas brillantes y vivaces, bulliciosas cataratas y lagos tranquilos, tierras fértiles y páramos desolados, llanuras soleadas y mesetas heladas. Había formas muy abruptas y perfiles delicados, audaces precipicios perpendiculares y suaves pendientes onduladas, montañas rocosas y montañas nevadas, sombrías y solemnes o brillantes bajo la nieve blanca con muros, torretas, pináculos, pirámides, conos y espiras. Había todas las combinaciones que el mundo puede ofrecer y todo el contraste que un corazón puede desear.

Permanecimos más una hora en la cumbre…

Una hora pletórica de gloriosa vida.

Transcurrió rápidamente y comenzamos a preparar el descenso.