PRIMERA ESCALADA DEL RUINETTE. EL CERVINO

En casi todas las artes,

la experiencia vale más que los preceptos.

QUINTILIANO

Todas las excursiones que yo tenía en mi programa habían sido llevadas a cabo, con la excepción del ascenso al Cervino, y, por tanto, nos dirigimos hacia allí; pero, en vez de ir por el Val Tournanche, tomamos una ruta campo a través y de camino decidí escalar la cumbre del Ruinette.

Pasamos la noche del 4 de julio en Aosta, bajo el techo del genial Tairraz, y el día 5 fuimos por el Val d’Ollomont y el Col de la Fenêtre (2786 metros) hasta Chermontane. Aquella noche dormimos en los chalés de Chanrion (abominable lugar que debe ser evitado). Salimos a las cuatro menos diez de la madrugada y, después de una corta escalada de la ladera inmediata y un recorrido por el glaciar de Breney, cruzamos al Ruinette (3789 metros) y lo ascendimos casi directamente. Creo que no hay en los Alpes otra montaña con la misma altura que se pueda subir tan fácilmente. Basta caminar hacia adelante, pues su ladera meridional no presenta apenas obstáculos.

Aunque hable con tal ligereza de un pico tan respetable, no haré lo mismo con las vistas que ofrece. Está situado en un lugar privilegiado con respecto al resto de los Alpes Peninos y, como mirador, hay pocos que le aventajen. Desde allí se ven montañas, sólo montañas. Es una vista solemne —algunos la llamarían tétrica—, pero grandiosa. El Combin (4317 metros), con toda la cordillera del Mont Blanc al fondo, nunca parece tan grande como vista desde aquí. En la dirección contraria, el Cervino sobrepasa todo lo demás. El Dent d’Hérens, aunque más cercano, resulta insignificante junto a su gran vecino, y las nieves del Monte Rosa parecen dispuestas para dar más relieve a los riscos que tienen delante. Hacia el sur hay un incesante despliegue de becs y beccas contra el fondo de los grandes picos italianos, mientras el Mont Plureur (3706 metros), hacia el norte, resalta sobre el más distante Wildstrubel.

Alcanzamos la cima a las nueve y cuarto[62] y permanecimos allí hora y media. Mis fieles guías me advirtieron entonces que el Prerayén, hacia donde nos dirigíamos, seguía lejos, y que aún nos faltaba cruzar dos vertientes importantes. Recogimos el material y partimos, no sin antes levantar un gran hito con los bloques de piedra que salpicaban la cumbre. Bajamos por las laderas del Ruinette, cruzamos el glaciar de Breney y un paso, al que llamé Col des Portons por estar junto a esos picos. Después teníamos que cruzar el gran glaciar de Otemma para dirigirnos al Col d’Olen.

La parte del glaciar que atravesábamos estaba cubierta de nieve, lo que ocultaba por completo sus numerosas grietas. Marchábamos en fila y encordados. De pronto, Almer cayó en una grieta hundiéndose hasta los hombros. Tiré de la cuerda inmediatamente, pero la nieve empezó a ceder y tuve que separar los brazos para detener mi descenso. Biener tiró con fuerza, pero después nos dijo que también se le habían hundido los pies, así que por un momento los tres estuvimos en las fauces de la grieta. Decidimos alterar ligeramente el rumbo para cruzar las fisuras transversalmente, y después de pasar el centro del glaciar, giramos de nuevo para dirigirnos directamente hacia la cima del Col d’Oren.

Apenas es necesario advertir que tengo por norma usar la cuerda cuando atravieso un glaciar cubierto de nieve. Muchos guías, incluso entre los mejores, rehúsan encordarse, sobre todo a primera hora del día, cuando la nieve está dura. A veces les parece una medida innecesaria. Las grietas cubiertas de nieve suelen ser más o menos perceptibles por las ondulaciones en la superficie que marcan su curso. Un guía experimentado observa las más leves ondulaciones, vira hacia un lado u otro según sea necesario, y rara vez atraviesa una grieta sin advertirlo. Los guías consideran superflua la cuerda porque no creen en la posibilidad de sufrir una sorpresa. Michel Croz era de esta opinión, y solía decir que sólo los imbéciles y los niños necesitaban encordarse por la mañana. Le dije que, en este punto en concreto, yo era un niño respecto a él. «Usted ve esas cosas, mi buen Croz, y las evita. Yo no, salvo que usted me las señale. Por tanto, lo que no es un peligro para usted, sí lo es para mí». Cuanto más experta sea la mirada, menos necesaria es la cuerda para protegerse contra estas grietas ocultas, pero, según mi experiencia, una mirada nunca llega a ser tan experta que las evite infaliblemente, y he comentado lo que ocurrió en el glaciar Otemma para ilustrarlo.

Recuerdo bien la primera vez que pasé el Col Théodule, el más fácil de los altos pasos alpinos. Teníamos una cuerda y mi guía dijo que no era necesario usarla, ya que conocía todas las grietas. Sin embargo no había avanzado ni trescientos metros cuando se hundió hasta el cuello en la nieve de una grieta. Era un hombre pesado y difícilmente habría conseguido salir solo. En cualquier caso se alegró mucho de contar con mi ayuda. Después de salir dijo: «¡Vaya! ¡No tenía ni idea de que hubiera una grieta ahí!». No puso más objeciones al uso de la cuerda y proseguimos. Yo, por mi parte, me sentía mucho más tranquilo que antes. He cruzado el paso dieciocho veces desde entonces y siempre he insistido en que nos encordáramos.

Los guías prefieren no encordarse en un glaciar cubierto de nieve porque temen ser objeto de burla por parte de sus compañeros, y ésta es tal vez la razón más frecuente. A este respecto citaré otra experiencia en el Théodule. Habíamos llegado al borde del hielo y propuse encordarnos. Mi guía, un hombre de Zermatt y de buena reputación, dijo que nadie usaba cuerdas para cruzar el paso. Yo me negué a discutir el asunto y nos encordamos, aunque en contra de la voluntad del guía, que se quejaba de que tendría que sufrir las burlas si nos encontrábamos con alguno de sus conocidos. No habíamos llegado muy lejos cuando vimos venir un grupo en dirección contraria. «¡Ah!», exclamó mi guía, «Ése es Ritz» (un guía que solía trabajar en el hotel Riffel para el ascenso del Monte Rosa). «Lo que he dicho, ya me puedo ir preparando». El guía que nos encontramos iba seguido por un grupo de novatos, todos sin encordar y llevaba la cara cubierta por una máscara para evitar quemarse. Cuando hubieron pasado, dije: «Si Ritz se burla de usted, pregúntele por qué toma tantas precauciones para protegerse la piel de la cara, que se curaría en una semana, y rechaza una medida tan obvia como proteger su vida, que sólo puede perder una vez». Esto era una idea novedosa para mi guía y no volvió a protestar contra el uso de la cuerda mientras estuvimos juntos.

Creo que el rechazo que exhiben frecuentemente los hombres de montaña a usar la cuerda en glaciares cubiertos de nieve se debe, en primer lugar, cuando se trata de hombres expertos, a la conciencia de que ellos mismos corren poco peligro. En segundo lugar, en hombres inferiores, al temor al ridículo. Y en tercero, a pura ignorancia o pereza. Pero, en cualquier caso, levanto mi voz contra el olvido de una medida tan simple y efectiva. En mi opinión, lo primero que necesita quien atraviesa un glaciar es la seguridad de una buena cuerda.

En cuanto a la manera de utilizarla, hay un modo acertado y otros erróneos de hacerlo. A menudo me he encontrado, en pasos glaciares, personas elegantemente vestidas que se encuentran claramente fuera de su elemento y que siguen a un guía que no atiende en absoluto a los infelices que están a su cargo. Van encordados por una cuestión de forma, pero evidentemente no tienen ni idea de por qué están atados, ya que caminan unos al lado de otros o juntos, con la cuerda arrastrándose por la nieve. Si alguno cae en una grieta, los demás miran y dicen: «¡Vaya! ¿Qué le pasa a Smith?», a no ser, como es más probable, que todos caigan juntos. Ésta es la manera errónea de usar una cuerda. Es el abuso de la cuerda.

Es extremadamente importante mantener la tensión de la cuerda entre hombre y hombre. Si no se hace así, la cuerda no proporciona seguridad alguna, incluso los riesgos se ven considerablemente aumentados. No es difícil sacar a un hombre que ha caído en una grieta si la cuerda está tensa, pero el caso puede ser muy distinto si dos hombres caen a la vez, juntos, y sólo hay dos más para ayudar, o incluso uno. Es más, la cuerda no debe arrastrarse en ningún caso sobre nieve, hielo o rocas, pues el material sufre y puede ponerse en peligro la vida de todo el grupo. Aparte de esto, es muy molesto tener una cuerda golpeando los talones. Si las circunstancias hacen imposible que la cuerda se mantenga tensa por sí misma, el que va a atrás debe recogerla con las manos y no permitir que incomode a los que le preceden[63]. Un hombre tiene que ser incompetente, descuidado o egoísta para permitir que la cuerda se enrede en los pies de la persona que marcha delante de él.

La distancia entre hombre y hombre no debe ser demasiado grande ni demasiado pequeña. Bastan unos cuatro metros entre cada uno. Si sólo hay dos o tres personas, es prudente permitir un poco más, digamos cinco metros. Más de esto es innecesario, y menos de tres no es conveniente.

Es esencial revisar la cuerda de vez en cuando, para comprobar que se encuentra en buenas condiciones, y no se hará mal en hacer esto diariamente. En los últimos tiempos he examinado cada noche mi cuerda, pulgada a pulgada, y en más de una ocasión he hallado el cáñamo medio cortado a causa de roces accidentales.

Hasta ahora hemos comentado el uso de la cuerda en glaciares cubiertos de nieve para evitar el riesgo de grietas ocultas. En rocas y pendientes se usa para otro propósito, el de prevenir resbalones y, en estos casos, es igualmente importante mantenerla tensa y guardar una distancia razonable. Es mucho más difícil mantener la tensión de la cuerda en una pendiente que en llano, y sobre rocas difíciles es completamente imposible, salvo que se adopte el plan de que los montañeros se muevan alternativamente y no conjuntamente.

No hay ninguna buena razón para usar una cuerda en rocas fáciles, y creo que su uso innecesario puede aumentar la negligencia. En rocas difíciles y pendientes de nieve (que impropiamente suelen llamarse pendientes de hielo) es una gran ventaja estar encordado, siempre que la cuerda se maneje adecuadamente, pero en verdaderas pendientes de hielo, como las del Col Dolent, o en pendientes donde el hielo se mezcla con piedras pequeñas y sueltas, como la parte superior del Pointe des Ecrins, es casi inútil, porque el resbalón de una sola persona puede desequilibrar a todo el grupo[64]. No quiero decir que no haya que encordarse en pendientes así. Estar atado da confianza normalmente, y la confianza ayuda al equilibrio. La cuestión es si los hombres deben estar en un lugar así. Si un hombre sabe mantenerse sobre escalones cortados en una pendiente de hielo, no veo por qué privarle de que use esa forma particular de escalada. Si no sabe, que no se acerque a esos lugares.

No sería provechoso extenderse en detalle sobre el uso de la cuerda. Un solo día en la ladera de una montaña dará una idea más clara sobre el uso ele una buena cuerda y sobre sus numerosas utilidades que la que se pueda extraer de la lectura de cuanto se ha escrito sobre el tema, pero nadie será un buen conocedor de su manejo sin mucha experiencia.

Desde el Col d’Olen[65] descendimos por el Combe del mismo nombre hasta los chalés de Prarayé (Prerayén) y pasamos la noche del día 6 bajo el techo de nuestro antiguo amigo, el rico pastor. El día 7 cruzamos el paso de Valcournera (Va Cornère) en ruta hacia Breuil. Mis pensamientos se centraban en el Cervino y mis guías sabían que yo deseaba que me acompañaran. Sentían aversión por la montaña y expresaron repetidamente su opinión de que era inútil intentar escalarlo. «Cualquier cosa menos el Cervino, señor», decía Almer, «cualquier cosa menos el Cervino». No hablaba de dificultad ni de peligro, ni huía del trabajo. Se ofrecía a ir a cualquier sitio, pero proponía abandonar el Cervino. Ambos hombres hablaban con franqueza. No creían que pudiera realizarse dicha ascensión y, tanto por su propio crédito como por mi bien, no deseaban acometer una empresa que, en su opinión, sólo supondría una pérdida de tiempo y de dinero.

Les envié por un atajo a Breuil y llegaron hasta Val Tournanche para buscar a Jean-Antoine Carrel. No estaba allí. Los vecinos dijeron que había salido el día 6 con otros tres hombres para intentar por su propia cuenta el Cervino siguiendo la ruta antigua. Pensé que no tendrían suerte, porque las nubes estaban bajas en las montañas, y fui hasta Breuil esperando encontrármelos. No me equivocaba. A medio camino encontré un grupo de hombres reunido en un chalet al otro lado del torrente y, al cruzarlo, descubrí que la expedición había regresado. Allí estaban Jean-Antoine y César, C. E. Gorret y J.-J. Maquignaz. No habían tenido éxito. Dijeron que el tiempo había sido horrible y que apenas habían alcanzado el Glacier du Lion.

Expliqué la situación a Carrel y le propuse que, junto con César y otro hombre, cruzáramos el Théodule a la luz de la luna el día 9 para acampar el día 10 lo más alto posible sobre la cara oriental. Él se mostraba reticente a abandonar la vieja ruta y me animó a intentarla otra vez. Le prometí hacerlo si la nueva fracasaba. Esto le pareció satisfactorio y aceptó mi propuesta. Entonces subí a Breuil y despedí a Almer y Biener, con gran pesar, porque nunca dos hombres me habían servicio más fiel y voluntariosamente[66]. Al día siguiente cruzaron a Zermatt.

Dedicamos el día 8 a los preparativos. El tiempo era tormentoso y negros vapores de lluvia oscurecían las montañas. Al atardecer llegó un joven desde Val Tournanche e informó de que allí había un inglés muy enfermo. Recordé el voto que había hecho en su día y en la mañana del domingo 9 bajé al valle para cuidar del enfermo. De camino, me crucé con un desconocido que llevaba una mula y varios porteadores cargados de equipaje. Entre esos hombres se encontraban Jean-Antoine y César, transportando unos barómetros.

—¡Hola! —dije—. ¿Qué hacen?

Me explicaron que aquel hombre había llegado cuando se disponían a salir y que estaban ayudando a sus porteadores.

—Muy bien. Sigan hasta Breuil y espérenme allí. Saldremos a medianoche, como acordamos.

Jean Antoine dijo entonces que no podría venir conmigo después del martes 11 ya que estaba comprometido para guiar «a una familia distinguida» por el valle de Aosta.

—¿Y César? —pregunté.

—César también.

—¿Por qué no me lo dijeron antes?

—Porque no era seguro. El compromiso se adoptó hace tiempo, pero el día no estaba fijado. Cuando regresé a Val Tournanche el viernes por la noche, después de dejarle, recibí una carta con el día.

No pude replicar a la respuesta, pero la perspectiva de quedarme sin guías me indignaba. Ellos siguieron valle arriba y yo hacia abajo.

El enfermo declaró que se encontraba mejor, aunque el simple esfuerzo de decirlo le hizo tambalearse con un desmayo. Necesitaba urgentemente medicinas, y bajé a Châtillon para conseguirlas. Volví tarde a Val Tournanche, porque el tiempo era pésimo y llovía torrencialmente. Una figura pasó a mi lado junto al pórtico de la iglesia.

—¿Quién vive? —pregunté.

—Jean-Antoine.

—Le creía en Breuil.

No, señor. Cuando llegó la tormenta comprendí que no podíamos salir esta noche, así que he bajado a dormir aquí.

—Vaya, Carrel —dije—. Esto es un fastidio. Si mañana no hace buen tiempo, no podremos hacer nada juntos. He despedido a mis guías confiando en usted y ahora me abandona para viajar con un grupo de mujeres. Ese trabajo no es digno de usted —sonrió, lo que yo atribuí al cumplido implícito—. ¿No podría enviarme a alguien en su lugar?

—No, señor. Lo siento, pero me he comprometido. Me gustaría acompañarle, pero no puedo romper el trato.

Habíamos llegado ya a la puerta de la posada, y le dije:

—Bueno, la culpa no es suya. Venga con César y beberemos algo de vino.

Vinieron y permanecimos hasta medianoche en la posada de Val Tournanche, recordando nuestras viejas aventuras.

El día 10 persistía el mal tiempo y volví a Breuil. Los dos Carrel estaban de nuevo en el chalet antes mencionado y me despedí de ellos. Al atardecer llegó el enfermo sintiéndose mucho mejor, pero no llegó ninguna otra persona. La multitud de turistas que solía congregarse los domingos en Zermatt para cruzar el Théodule no se presentó el lunes a causa de la gran tormenta[67]. La posada estaba solitaria. Me acosté pronto y me despertaron al día siguiente: era el enfermo, que preguntaba si me había enterado de la noticia.

—No, ¿qué noticia?

—Que una gran partida de guías ha salido esta mañana para escalar el Cervino, llevando una mula cargada de provisiones.

Fui a la puerta y, con un catalejo, divisé al grupo en las laderas bajas de la montaña. Favre, el posadero se reunió conmigo.

—¿Qué es esto? —le pregunté—. ¿Quién guía esa partida?

—Carrel.

—¿Cómo? ¿Jean-Antoine?

—Sí, Jean-Antoine.

—¿Y va César con él?

—Sí.

Entonces comprendí que había sido estafado y burlado. Y poco a poco averigüé que el asunto se había urdido con antelación. El ensayo del día 6 había sido sólo un reconocimiento preliminar, la mula con que me había cruzado llevaba provisiones para el ataque, y «la familia distinguida» era el signor F. Giordano. Éste había despachado la partida para preparar la ruta a la cima, adonde él, una vez facilitado todo, sería llevado con el señor Sella[68].

Me sentí muy mal. Mis planes quedaban trastocados. Los italianos me llevaban una jornada de ventaja y, además, veía que el astuto Favre se reía de mi decepción, ya que, de alcanzar éxito la ruta oriental, su posada no se vería beneficiada. ¿Qué podía hacer? Me retiré a mi habitación y, tranquilizado por el tabaco, volví a estudiar mis planes para ver si era posible ganar la mano a los italianos. «Se han llevado una mula cargada de provisiones. Eso es un punto a mi favor, porque tardarán dos o tres días en acumularlas y, entre tanto, no podrán hacer nada. ¿Cómo está el tiempo?». Me acerqué a la ventana. «Otro punto a mi favor. Tienen que facilitar el camino. Bueno, si lo hacen a conciencia tendrán mucho trabajo». En resumen, calculé que no podrían subir la montaña y volver a Breuil en menos de siete días. Me calmé porque era evidente que ellos también podrían ser burlados. Había tiempo suficiente para ir a Zermatt, intentar la cara oriental y, si resultaba impracticable, volver a Breuil antes del regreso de los hombres. Y, entonces, como la montaña no era propiedad de nadie, también podría salir al mismo tiempo que los signores y llegar a la cima antes que ellos.

Lo primero era ir a Zermatt. Era más fácil decirlo que hacerlo. Los siete guías en la montaña incluían a los mejores del valle, y ninguno de los muleros comunes se hallaba en Breuil. Necesitaba al menos dos hombres para mi equipaje y no podía encontrar ni un porteador. Uno estaba con Carrel, el otro estaba enfermo, el siguiente se encontraba en Châtillon, y así sucesivamente. Ni siquiera logré convencer a Meynet, el jorobado, pues estaba dedicado a importantes operaciones de elaboración de queso. Me encontraba en la situación de un general sin ejército. Podía hacer planes, pero no tenía a nadie para llevarlos a cabo. Esto no me preocupaba demasiado porque era evidente que mientras el mal tiempo impidiera el paso por el Théodule, también retrasaría a los hombres en el Cervino.

Hacia el mediodía del martes 11, apareció viniendo de Zermatt un grupo numeroso precedido por un ágil joven inglés y uno de los hijos de Peter Taugwalder, el Viejo[69]. Me dirigí al joven inglés para preguntarle si podía prescindir de Taugwalder. Dijo que no, porque debían regresar a Zermatt al día siguiente, pero que el muchacho podía ayudarme a transportar mi equipaje porque no llevaba nada. Tras esto, entablamos conversación. Le conté mi historia y él me dijo que el joven inglés era lord Francis Douglas[70], cuya reciente hazaña —el ascenso del Gabelhorn— había despertado en mí viva admiración. Traía buenas noticias. Peter el Viejo había estado últimamente más allá del Hörnli y le parecía posible ascender al Cervino por ese lado. Almer se había ido de Zermatt y era imposible recuperarle, así que decidí buscar a Peter el Viejo. Lord Francis Douglas expresó un vehemente deseo de subir a la montaña y pronto convinimos que se uniría a la expedición.

Como Favre ya no podía dificultar nuestra marcha, nos facilitó a uno de sus hombres. En la mañana del miércoles 12 de julio cruzamos el Col Théodule, rodeamos la base del glaciar Ober Théodule, atravesamos el de Furggen y depositamos la tienda, las mantas, las cuerdas y otros efectos en la capillita del Schwarzsee. Los cuatro íbamos muy cargados porque habíamos recogido todos mis enseres de Breuil. Sólo en cuerda, llevábamos 180 metros: 65 metros de cuerda de cáñamo, luego 45 de una más gruesa que la anterior y, por último, más de 70 de una más débil y ligera que la primera, del tipo que yo utilizaba antes.

Descendimos a Zermatt para buscar y contratar al Peter el Viejo y le dimos permiso para escoger otro guía. Cuando volvimos al hotel Monte Rosa vimos nada menos que a mi antiguo jefe guía, Michel Croz. Pensé que había venido con el señor B… pero luego supe que ese caballero había llegado enfermo a Chamonix y regresó a Inglaterra. Croz, una vez libre, fue contratado por el reverendo Charles Hudson y habían llegado a Zermatt con el mismo objetivo que nosotros: intentar el ascenso al Cervino.

Lord Francis Douglas y yo cenamos en el hotel Monte Rosa y ya habíamos acabado cuando Hudson y un amigo entraron en el comedor. Venían de inspeccionar la montaña y algunos desocupados les preguntaron sus intenciones. Oímos una confirmación de lo que había dicho Croz y supimos que Hudson se disponía a salir al amanecer a la misma hora que nosotros. Salimos del comedor para mantener consejo y decidimos que no era conveniente que dos grupos independientes se encontraran en la montaña al mismo tiempo y con el mismo objetivo. Invitamos a Hudson a unirse a nosotros y aceptó nuestra propuesta. Antes de admitir a su amigo —Hadow— tuve la precaución de preguntar qué había hecho en los Alpes, y Hudson contestó: «El señor Hadow ha subido al Mont Blanc en menos tiempo que la mayoría[71]». Luego mencionó otras varias excursiones que me eran desconocidas y añadió en respuesta a una pregunta más: «Creo que es lo suficientemente bueno como para venir con nosotros». Hadow fue admitido sin más, y luego pasamos a la cuestión de los guías. Hudson pensaba que Croz y Peter el Viejo serían suficientes. Se planteó el asunto a los propios guías y no pusieron objeción alguna.

De esta forma, Croz y yo volvíamos a ser camaradas y, cuando me acosté en la cama para procurar dormir, pensé en la extraña serie de sucesos que nos habían separado al principio y que nos reunían de nuevo. Recordé el error de Croz al aceptar el contrato del señor B…, en su desconfianza para aceptar mi ruta, en sus recomendaciones para concentrar nuestras energías en la cadena del Mont Blanc, en el despido de Almer y Biener, en la deserción de Carrel, en la llegada de lord Francis Douglas y por último, en nuestro casual encuentro en Zermatt. Meditando sobre esas cosas, no pude menos que preguntarme: «¿Qué más sucederá?». Si tan sólo uno de los eslabones de esa cadena de circunstancias hubiera fallado, ¡qué historia tan diferente tendría que contar!