¡Oh, dioses inmortales!,
¿dónde nos encontramos?
CICERÓN
Habríamos salido hacia Zermatt a las siete de la mañana del día 18 si Biener no hubiera pedido permiso para asistir a misa en Evolène, una aldea situada a dos horas y media de Abricolla. Lo obtuvo con la condición de que no volviera más tarde de mediodía, pero no llegó hasta las dos y media, desbaratando nuestros planes.
El paso que íbamos a cruzar y que nos llevaría hasta Zermatt, el Col d’Hérens, es una de las pocas rutas glaciares de la región que se conocen desde tiempos inmemoriales. Se utiliza frecuentemente en verano y es una ruta muy fácil, a pesar de que su cima se encuentra a 3480 metros sobre el nivel del mar.
Desde Abricolla hasta lo alto del paso, el camino transcurre por encima del glaciar de Ferpècle. El glaciar asciende con suaves ondulaciones, sus grietas son pequeñas y pueden sortearse con facilidad, y lo único que hay que hacer después de llegar al hielo es seguir hacia el sur lo más directamente posible. De esta manera se alcanza la cima del paso en unas dos horas.
Naturalmente, al llegar al glaciar nos encordamos y Biener se situó a la cabeza, ya que él había cruzado el paso con frecuencia. Suponíamos que su experiencia nos ahorraría tiempo. Habíamos cubierto aproximadamente la mitad de la ascensión cuando una pequeña nube se cernió sobre nosotros. Era tan tenue y ligera que no pensamos que nos pudiera ocasionar ningún problema, así que en aquel momento no tomé la precaución de estimar el camino que debíamos seguir, es decir, de observar nuestra situación exacta en relación con la cima del paso.
Durante un rato Biener progresó siguiendo una trayectoria más o menos recta, pero, al final, comenzó a desviarse, a veces hacia la derecha y a veces hacia la izquierda. Cuando Croz se percató de ello, se adelantó inmediatamente y, sacudiendo al pobre joven por los hombros, le dijo que era un imbécil, que se desatara y que se pusiera atrás. Biener parecía medio asustado y obedeció sin rechistar. Croz empezó a guiarnos vigorosamente y mantuvo una línea recta durante algunos minutos. Luego, a mi parecer, comenzó a desviarse hacia la izquierda. Miré hacia atrás, pero la niebla era ya demasiado densa como para ver nuestras huellas, así que seguimos a nuestro guía. Al final, los demás (que iban atrás y en mejor posición para juzgar) pensaron igual que yo, y llamamos a Croz para expresarle nuestra opinión. Recibió nuestras críticas sin molestarse, pero cuando Biener abrió la boca, aquello le pareció excesivo y volvió a decir al joven:
—Eres un imbécil. Te apuesto veinte francos contra uno a que mi ruta es mejor que la tuya. Veinte francos, imbécil.
Almer se puso al frente. Nos hizo volver atrás unos cien metros y luego empezó a trazar una tangente respecto a la curva de Croz. Seguimos ese curso durante media hora y entonces estuvimos seguros de que no nos encontrábamos en la ruta correcta, porque la ladera nevada era cada vez más empinada. Fuimos derivando cada vez más hacia la derecha para evitarla, pero al final me rebelé, ya que llevábamos bastante tiempo marchando casi hacia el suroeste, en una dirección completamente equivocada. Tras una larga discusión, volvimos sobre nuestros pasos y giramos hacia el suroeste, pero continuamente encontrábamos empinadas pendientes y, para evitarlas, caminábamos hacia la derecha o la izquierda, según fuera necesario.
Estábamos muy confusos y no sabíamos si nos encontrábamos demasiado cerca del Dent Blanche o demasiado cerca de la Tête Blanche. La nube se había hecho más densa y era ya como una moderada niebla londinense. No había rocas ni ecos para orientarnos y la guía de la brújula nos llevaba invariablemente hacia esas laderas empinadas. Los hombres estaban muy cansados. Todos habían intentado dirigir una o varias veces y, al final, renunciaron y preguntaron qué podíamos hacer. Eran las siete y media y sólo quedaba una hora de luz. Empezábamos a sentirnos agotados porque llevábamos tres horas y media avanzando a buen paso, así que dije:
—Mi consejo es éste: volvamos sobre nuestros pasos y descendamos lo más rápido posible sin perder el rastro ni por un momento.
Todos aceptaron mi consejo, pero, cuando comenzábamos a descender, las nubes se levantaron un poco y nos pareció ver el Col. Estaba a nuestra derecha y nos dirigimos rápidamente hacia allí. Antes de que hubiéramos dado cien pasos volvió a caer la niebla. A pesar de ello, seguimos avanzando unos veinte minutos más y entonces, como la noche llegaba rápidamente y seguíamos encontrando laderas empinadas, nos dimos la vuelta y, casi a la carrera, conseguimos salir del glaciar Ferpècle justo cuando la oscuridad se hacía completa. Llegamos por fin a nuestro triste chalet y nos acostamos sin cenar porque se había acabado la comida. Todos estábamos muy enfadados, por no decir encolerizados, y sólo había acuerdo en quejarse de Biener.
A las siete de la mañana del día 19 nos pusimos en marcha por tercera vez hacia el Col d’Hérens. Hacía buen tiempo y fuimos recuperando el buen humor cuando vimos las torpezas cometidas el día anterior. El itinerario oscilante de Biener no estaba tan errado, pero Croz se había alejado de la ruta correcta desde el primer momento y había trazado un semicírculo completo, de modo que, cuando le detuvimos, estábamos orientados hacia Abricolla, de donde habíamos salido. Almer había comenzado con mucho acierto, pero siguió durante demasiado tiempo y había cruzado la ruta correcta. Cuando yo les detuve (porque íbamos hacia el suroeste), nos encontrábamos bastante cerca de Tête Blanche. Nuestro último intento fue en dirección correcta, estábamos a punto de alcanzar la cima del paso y cincuenta metros más adelante habríamos comenzado a descender. No hace falta decir que de haber consultado la brújula en el momento adecuado —cuando cayó la niebla— nos habríamos evitado todos esos problemas. Después ya servía para poco, excepto para decirnos cuándo estábamos mal orientados.
Llegamos a Zermatt en seis horas y media desde Abricolla, y la hospitalidad de Séller nos resultó muy reconfortante. El día 20 subimos al paso Théodule y ascendimos desde su cima al Théodulhorn (3472 metros) con el fin de examinar una ruta que yo había sugerido para el Cervino. Antes de continuar con la descripción de nuestras actividades debo detenerme un instante para explicar por qué propuse esta nueva ruta en lugar de la de la arista suroeste.
El Cervino puede ser dividido en tres partes. La primera está orientada hacia el glaciar Z’Mutt y parece completamente inaccesible. La segunda, que mira hacia el este, es también inexpugnable. La tercera, orientada hacia Breuil, era la única que ofrecía ciertas esperanzas. Desde esta última dirección había realizado todos mis intentos previos. Se recordará que también Hawkins, Tyndall y los guías de Val Tournanche intentaron el ascenso por ese lado. ¿Por qué abandonar entonces una ruta que había demostrado ser factible hasta cierto punto?
La abandoné por cuatro razones. 1.ª Debido a mi creciente aversión por la escalada en aristas y mi preferencia por las laderas nevadas y rocosas. 2.ª Porque estaba convencido de que los cambios meteorológicos (que nos habían derrotado varias veces) podían ocurrir una y otra vez. 3.ª Porque descubrí que la pendiente de la cara este era engañosa. Parecía casi perpendicular, cuando, de hecho, su ángulo apenas superaba los 40 grados. 4.ª Porque observé por mí mismo que los estratos de la montaña se inclinaban hacia el oeste-suroeste. No es necesario añadir nada más de lo dicho sobre los dos primeros puntos, pero sobre los dos últimos resultan indispensables algunas palabras. Consideremos en primer lugar por qué la mayoría de la gente recibe una impresión tan exagerada de la inclinación de la cara oriental.
Cuando se contempla el Cervino desde Zermatt, se está observando la montaña casi desde el noreste. Por tanto, la cara orientada hacia el este no se ve de perfil ni de frente, sino desde un punto de vista intermedio, lo que hace que parezca más inclinada de lo que realmente es. La mayoría de los visitantes de Zermatt suben hasta Riffelberg o Gornergrat y, desde esos lugares, la montaña parece aún más vertical, porque su cara oriental (que es prácticamente lo único que se ve) aparece directamente de frente. Desde el hotel Riffel, la pendiente parece presentar un ángulo de 70 grados. Si el turista continúa hacia el sur y cruza el paso Théodule, llega a estar enfrente de la cara oriental, que entonces parece absolutamente perpendicular. Pocas personas corrigen la errónea impresión que se obtiene desde esos miradores estudiando el perfil de la ladera y la mayoría abandonan el lugar con una idea inexacta y exagerada de la verticalidad de ese lado de la montaña, porque han considerado la cuestión desde un único punto de vista.
Cervino desde Riffelberg
Tuvieron que pasar varios años antes de que yo abandonara mis primeras y falsas impresiones sobre la pendiente de ese lado del Cervino. En primer lugar, vi que había lugares en esa cara oriental donde la nieve era permanente durante todo el año. No me refiero a neveros protegidos, sino a las amplias laderas que se ven a media altura de la montaña. Tales laderas nevadas no podrían mantenerse durante todo el verano a no ser que la nieve pudiera acumularse en gran cantidad durante el invierno, y la nieve no puede acumularse de esa forma en ángulos que superen los 45 grados[59]. Así llegué a la conclusión de que la pendiente de la cara oriental estaba lejos de ser perpendicular, y, para asegurarme, fui hasta las laderas entre los glaciares Z’Mutt y Cervino, por encima de los chalets de Staffel, desde donde se podía contemplar la cara de perfil. El aspecto que presentaba desde allí asombraría a quien sólo la hubiera visto desde el este. Tiene una apariencia tan distinta al precipicio aparentemente liso e inexpugnable que se ve desde Riffelberg que cuesta creer que sea la misma pendiente. Su ángulo apenas supera los 40 grados.
Cuando lo comprendimos, dimos un gran paso adelante. Sin embargo, esta observación no me habría llevado por sí sola a intentar la ascensión por la cara oriental en vez de hacerlo por la suroccidental. Cuarenta grados tal vez no parezca una inclinación formidable para el lector y no lo es en un tramo pequeño. Pero es poco frecuente encontrar un declive tan pronunciado y sostenido como el ángulo de la pendiente de una gran montaña, y en los Alpes se encuentran muy pocos ejemplos de un ángulo así con una caída de 900 metros.
No creo que la inclinación ni la altura de esta ladera hubieran desanimado a los escaladores, de no haber parecido, además, tan completamente lisa. A primera vista no había lugar donde agarrarse. Algunas de las dificultades de la ladera suroccidental procedían de la lisura de las rocas, aunque incluso desde lejos parecía bastante fragmentada. Por tanto, se podía esperar una dificultad mucho mayor aún en la escalada de una pared que, observada de cerca, parecía lisa y continua.
Un problema más serio para la escalada de la cara suroccidental se encuentra en los salientes rocosos que presenta. La gran masa del Cervino está compuesta de estratos rocosos regulares que se alzan hacia el este. En el texto se ha mencionado en más de una ocasión que las rocas de algunas partes de la ladera que va desde el Col du Lion hasta la cima presentan salientes pronunciados. Es fácil entender que se trata de obstáculos importantes para los escaladores y que la posibilidad de superarlos depende en gran medida de la frecuencia de grietas y fisuras. Las rocas de la cara suroeste presentan numerosas grietas, pero, de no ser así, su textura y disposición las harían inexpugnables[60].
No es posible pasar una sola vez sobre las rocas de la ladera suroccidental, desde el Col du Lion hasta la base de la Gran Torre, sin ver estos salientes que cuelgan sobre el vacío, ni se puede dejar de observar que esta característica es lo que provoca que los fragmentos rotos por las heladas no permanezcan in situ sino que se precipiten hacia abajo. Cada día los desprendimientos barren la ladera y apenas se ve otra cosa que roca firme[61].
Hace mucho que se señaló que la montaña está compuesta por series de estratos. De Saussure observó esta característica, y en su libro Viajes por los Alpes comenta de forma explícita que los estratos «se alzan hacia el noreste con un ángulo de unos 45 grados». Forbes también recoge el dato, aunque opina que los estratos están «casi horizontales». En mi opinión, la realidad se encuentra a mitad de camino entre ambas apreciaciones.
Yo conocía las dos descripciones mencionadas, pero ese conocimiento no me resultó de utilidad práctica alguna hasta que lo observé por mí mismo. No fue hasta mi fracaso en 1863 cuando relacioné las especiales dificultades de la cara suroeste con los estratos salientes, pero una vez convencido de que el obstáculo principal era la estructura y no la textura, era razonable suponer que la cara opuesta —es decir, la oriental— podía ser comparativamente más fácil. Esta deducción trivial fue la clave del ascenso al Cervino.
La cuestión era si los estratos mantenían una inclinación similar en toda la montaña. De ser así, en vez de ser absolutamente impracticable, esa gran cara oriental sería todo lo contrario. De hecho, formaría una gran escalinata natural, con escalones inclinados hacia dentro, y su aspecto liso podría no tener importancia, ya que esa inclinación ofrecería buen apoyo para los pasos.
Tal parecía ser el caso, al menos por lo que se podía juzgar desde la distancia. Cuando nevaba en verano, aparecían largas líneas de terrazas en la montaña, más o menos paralelas entre sí, y en esas ocasiones la cara oriental quedaba a menudo completamente blanca, mientras que las otras permanecían oscuras, ya que la nieve no se depositaba en ellas.
El propio perfil de la montaña confirmaba también la suposición de que su estructura sería una ayuda en el ascenso por la cara oriental, aunque dificultara la escalada por las demás. Si miramos una fotografía del pico tomada desde el noreste veremos que, hacia la derecha (la parte orientada al glaciar Z’Mutt), hay una frecuente repetición de salientes rocosos orientados hacia abajo, y que, en la ladera de la izquierda (sureste) las formas son precisamente las contrarias. No cabe duda de que los contornos de la montaña, vistos desde esa dirección, se ven afectados por la inclinación de los estratos.
Por tanto, no fue por capricho que invité a Reilly a unirse a un ataque de la cara oriental, sino por la creciente convicción de que podía tratarse de la ruta más fácil hasta la cumbre. De no habernos visto obligados a separarnos, la montaña habría sido sin duda conquistada en 1864.
En cuanto mis guías pudieron contemplar el perfil de la cara este, mientras descendíamos el glaciar Z’Mutt hacia Zermatt, admitieron enseguida que se habían engañado respecto a la pendiente que presentaba. Sin embargo no creían que fuera fácil escalarla, y Almer y Biener se declararon decididamente contrarios a intentarlo. Yo cedí de momento ante su falta de entusiasmo y ascendimos el Théodulhorn para examinar una ruta alternativa, confiando en que les pareciera más fácil ya que gran parte de la misma transcurría sobre nieve.
En el Cervino hay una grieta inmensa que sube desde el glaciar del mismo nombre hasta un punto bastante elevado sobre la cara sureste. Propuse subir por ella hasta el final y luego cruzar por la arista sureste hasta la cara oriental. Esto nos llevaría al final de la gran ladera nevada en el centro de la cara oriental. Esta ladera podría cruzarse en diagonal para llegar a la nieve sobre la arista noreste, muy cerca de la cima. El resto de la escalada podría desarrollarse sobre las rocas fragmentadas y mezcladas con nieve del lado norte de la montaña. Croz captó la idea inmediatamente y consideró factible el plan. Perfilamos los detalles y descendimos a Breuil. Convocamos a Luc Meynet, el jorobado, quien se mostró muy contento de recuperar su antiguo puesto de porteador de la tienda. Poco después, la cocina de Favre estaba ajetreada preparando raciones para tres días, porque ésa era la duración prevista para la escalada. La primera noche dormiríamos sobre las rocas en lo alto de la grieta, al día siguiente intentaríamos hacer cumbre y regresar a la tienda; y el tercer día volveríamos a Breuil.
Salimos a las seis menos cuarto de la mañana del 21 de junio, y durante tres horas seguimos la ruta del Breuiljoch. Llegamos así a un punto desde el que teníamos una perspectiva completa de la grieta. Cuanto más nos acercábamos, más favorable parecía a nuestro propósito. Contenía gran cantidad de nieve, depositada sobre una inclinación pequeña y parecía que, al menos la tercera parte de la ascensión, sería muy sencilla. Algunas marcas en la nieve de la base sugerían que por allí caían piedras, y como medida de precaución ascendimos al principio por uno de sus lados, al amparo de los salientes. Nada cayó, así que continuamos subiendo por el lado de la derecha, a veces hollando la nieve y otras, trepando por las rocas. Poco después de las diez de la mañana llegábamos a un lugar conveniente para hacer un alto y nos detuvimos a descansar sobre unas rocas cercanas a la nieve, desde las cuales teníamos una excelente perspectiva de la grieta.
Mientras los hombres sacaban la comida, trepé a un pequeño promontorio para examinar con más detenimiento la ruta propuesta, y para admirar nuestro noble collado, que se adentraba trescientos metros casi en línea recta hasta el corazón de la montaña. Luego giraba hacia el norte y subía hasta la cresta de la arista sureste. Sentí curiosidad por saber qué había tras esa curva y, mientras seguía con la mirada los delicados surcos que presentaba la nieve y que convergían en un nervio central, vi unas piedrecitas que caían rodando. Me consolé pensando que no nos molestarían si seguíamos evitando el centro. Pero entonces se desprendió una piedra más grande, solitaria, cayendo a 90 kilómetros por hora, y luego otra y otra más. No quise alarmar a los hombres innecesariamente y no dije nada. Ellos no oyeron las piedras. Almer estaba sentado sobre una roca, cortando grandes rodajas de una pierna de cordero y los demás charlaban. La primera señal que tuvieron de peligro fue un terrible estruendo repentino que resonó entre los riscos y, al mirar hacia arriba, vieron una masa de rocas y piedras que aparecían por la curva a unos veinticinco metros por encima de nosotros, golpeaban contra la pared opuesta y caían estrepitosamente. Algunas piedras rebotaban de una pared a otra, otras daban saltos de treinta metros o más sobre la nieve y otras bajaban rodando en una masa confusa, mezcladas con nieve y hielo, haciendo más profundos los surcos que un momento antes provocaban mi admiración.
Los hombres buscaron con ansiedad a su alrededor, tratando de hallar protección, y, abandonando la comida, corrieron en todas direcciones para ponerse a cubierto. El cordero quedó a un lado y el odre de vino cayó al suelo, donde empezó a derramarse su contenido, mientras los cuatro se agazapaban cuanto les era posible bajo rocas salientes. No quiero dar la impresión de que su temor era infundado o que yo estaba libre de él. Yo también tomé la precaución de refugiarme y me acurruqué en una grieta hasta que pasó la tormenta. Pero su estampida para ponerse a cubierto fue indescriptiblemente cómica. Nunca había visto tal exhibición de pánico en la ladera de una montaña.
Este extraño fenómeno era nuevo para mí. Surgía, naturalmente, de la curva que formaba el collado y de la velocidad que traían las rocas al llegar a ella. En desfiladeros rectos probablemente nunca ocurrirá nada semejante. La regla es, como ya he comentado, que las piedras, al caer, se mantienen en el centro del desfiladero y uno puede evitarlas siguiendo los laterales.
No habría sido cómico y sí muy peligroso continuar ascendiendo por la grieta, así que decidimos unánimemente abandonarla. Entonces surgió la pregunta: «¿Qué hacemos?». Sugerí escalar las rocas que teníamos encima, pero todos lo consideraron imposible. Pensé que tenían razón, pero no quise rendirme sin asegurarme y comencé a trepar para resolver la cuestión. Unos minutos después me vi obligado a detenerme. Mis fuerzas flaqueaban y sólo me seguía el pequeño jorobado, con una amplia sonrisa en la cara y la tienda sobre sus hombros. Croz, más atrás, seguía vigilando a su patrón. Almer, treinta metros más abajo, permanecía sentado sobre una roca con la cara oculta entre las manos y Biener no estaba a la vista.
—¡Baje! —gritó Croz—. ¡Es inútil!
Al final, desistí, convencido de que era así. Mi plan quedó trastocado y nos vimos forzados a retomar a la idea original.
Inmediatamente nos pusimos en marcha hacia el paso Morshead (la ruta más directa para llegar a Hörnli, donde queríamos dormir y preparar el ataque de la cara oriental), y llegamos a su cima a las doce y media de la tarde. Entonces tuvimos una sorpresa inesperada. ¡El paso había desaparecido! Nos encontramos separados del glaciar Furggen por una pared vertical de roca. El glaciar se había reducido tanto que el descenso era impracticable. Durante la última hora habían estado llegando nubes desde el sur, nos rodeaban ya y empezó a soplar un viento fuerte. Los hombres se acurrucaron juntos y exigieron abandonar la montaña. Almer preguntó con cierta brusquedad:
—¿Por qué no intenta subir una montaña que pueda escalarse?
—Ésta es imposible —dijo Biener.
—Señor —dijo Croz—, si cruzamos al otro lado, perderemos tres días y con toda probabilidad no conseguiremos nuestro propósito. Usted quiere realizar ascensiones en la cadena del Mont Blanc y creo que podemos hacerlas. Pero no podré acompañarle si paso tres días aquí, ya que debo estar en Chamonix el día 27.
Había fuerza en sus argumentos y sus palabras me hicieron vacilar. Confiaba en sus fuertes brazos para ciertos tramos que se vaticinaban especialmente difíciles. Comenzó a nevar, aquello resolvió la cuestión y di la orden de regresar. Volvimos a Breuil y seguimos hasta la aldea de Val Tournanche, donde dormimos. Al día siguiente continuamos hasta Châtillon, y desde allí subimos por el valle de Aosta hasta Courmayeur.
No puedo sino lamentar que prevaleciera el consejo de los guías. De no haber pronunciado Croz sus palabras bien intencionadas, tal vez seguiría con vida. Se despidió de nosotros en Chamonix en la fecha prevista, pero, por una extraña casualidad, volvimos a encontrarnos en Zermatt tres semanas después, y dos días más tarde pereció ante mis ojos en la misma montaña que abandonamos, siguiendo su consejo, el 21 de junio.