PRIMERA TRAVESÍA DEL PASO DEL MOMING-ZERMATT

Un líder osado es siempre un peligro.

EURÍPIDES

El 1 de julio, Croz y yo fuimos a Sierre, en el Valais, pasando por el Col de Balme, el Col de Forclaz y Martigny. El lado suizo del Forclaz no honra a Suiza. El camino desde Martigny a la cumbre ha mejorado en los últimos años, pero la presencia de mendigos lo desfiguran.

Pasamos junto a muchos cansados viandantes que subían con aquel calor perseguidos por grupos de niños mendicantes. Esos niños pululan como gusanos en un queso podrido. Llevan cestas de frutas con las que atosigan al turista, revoloteando a su alrededor como moscas, poniéndole la fruta en la cara y agobiándole con su insistencia. Hay que tener cuidado con ellos y no conviene tocar ni probar su fruta. A ojos de esos niños, cada albaricoque y cada uva valen su peso en oro. Es tan inútil enfadarse con ellos como con un enjambre de avispas: sólo se consigue que zumben más. Da igual lo que se haga o lo que se diga, el final es siempre el mismo: «Deme algo»; es el alfa y el omega de sus discursos. Se dice que aprenden la frase antes que el alfabeto. Está en boca de todos. Desde el pequeñajo hasta la muchacha de dieciséis años, sólo se escucha ese coro universal: «Deme algo. Tenga la bondad de darme algo».

Desde Sierre subimos por Val d’Anniviers hasta Zinal para reunimos con nuestros compañeros Moore[51] y Almer. Moore aspiraba a descubrir una ruta más corta que la conocida entre Zinal y Zermatt[52]. Me había mostrado, sobre el mapa de Dufour, que una línea directa entre ambos lugares pasaba exactamente sobre la depresión entre el Zinal-Rothorn y el Schallhorn. Confiaba en encontrar un paso sobre esta depresión y creía que, al ser directo, resultaría una ruta más rápida que la que, mediante rodeos, cruzaba Triftjoch y el Col Durand.

Nos estaba esperando y en seguida comenzamos a subir el valle. Franqueando el pie del glaciar Zinal, nos dirigimos al Arpitetta Alp, donde se suponía que había un chalé en el que podríamos pasar la noche. Al final lo encontramos[53], pero defraudó nuestras expectativas. No era uno de esos hermosos chalés de madera, con salientes aleros cubiertos de sentencias pías grabadas en caracteres ininteligibles. Era una choza que parecía brotar de la ladera, techada con toscos fragmentos de pizarra, sin puerta ni ventanas, y rodeada por montones de excrementos y porquería de toda clase.

Un sucio individuo nos invitó a entrar. El interior estaba oscuro, pero cuando nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad, vimos que nuestro «palacio» medía unos cinco metros por seis. Uno de sus lados tenía apenas metro y medio de altura, y el otro, dos. En ese lado había una plataforma de 1,80 metros de ancho, cubierta de sucia paja y pieles de oveja aún más sucias. Éste era el dormitorio. El resto de la estancia era el salón y a la vez la fábrica, porque allí se elaboraba queso, y el hombre estaba ocupado en esa labor. Para ello, soplaba repetidamente sobre una tina y luego se sentaba de nuevo en una banqueta de un solo pie, para tomar aliento y dar unas chupadas a una pipa corta, tras lo cual, repetía la operación. Nos dijo que este procedimiento era necesario, aunque a nosotros nos pareció desagradable. Tal vez eso explique el olor de algunos quesos suizos.

Grandes y oscuras nubes plomizas ascendían desde Zinal y se encontraban sobre el glaciar Moming con otras que procedían del Rothorn. Llovía a torrentes y retumbaban los truenos. Los pastores corrieron a buscar refugio, porque el ganado, sin necesidad de ser conducido, rompió a correr ladera abajo como disputando una carrera. Hombres, vacas, cerdos, ovejas y cabras olvidaron sus animosidades y se precipitaron hacia el único refugio de la montaña. Se había roto el hechizo que retuviera a los elementos durante algunas semanas y el anfiteatro que se extiende desde el Weisshorn hasta Lo Besso era el escenario donde exhibían su furia.

Una sombría mañana sucedió a una noche desagradable. Debatíamos entre nosotros si avanzar o regresar valle abajo. Pensamos que el bien vencería al mal, así que a las seis menos veinte de la mañana salimos del chalé para dirigirnos hacia nuestro paso (entre los ánimos que nos daban los alpinos para que no nos preocupáramos por el tiempo, ya que no era posible lograr a nuestro objetivo)[54].

Nuestra ruta nos condujo al principio sobre laderas comunes y luego sobre una lisa superficie de glaciar. Antes de abandonarla era necesario determinar la ruta exacta que íbamos a seguir. Nuestras opiniones estaban divididas. Yo propuse marchar hacia el sur y alcanzar la parte alta del glaciar Moming dando un gran rodeo hacia la derecha. Mi sugerencia fue rechazada unánimemente. Almer quería dirigirse hacia unas rocas al suroeste del Schallhorn y llegar sobre ellas a la parte superior del glaciar. Croz aconsejaba una ruta intermedia, escalando una zona muy empinada y abrupta del glaciar. La ruta de Croz parecía impracticable porque hubiera requerido practicar muchos cortes en el hielo. Las rocas de Almer no tenían buen aspecto y probablemente no eran escalables. Yo pensaba que ambas rutas eran malas y me negué a votar por ninguna de ellas. Moore vaciló, Almer cedió y se adoptó la ruta de Croz.

Sin embargo, no avanzamos mucho y el propio Croz descubrió pronto que la empresa era excesiva y, después de mirarnos de reojo para ver qué pensábamos, sugirió que, después de todo, tal vez sería más sensato escalar las rocas del Schallhorn. Es decir, proponía abandonar su ruta y adoptar la de Almer. Nadie se opuso al cambio de planes y, en ausencia de instrucciones contrarias, se dispuso a tallar escalones en la ladera de hielo que conducía a aquellas rocas.

Michael Croz, el guía de Whymper que abrió la puerta hacia la cima del Cervino.

Si el lector consulta el mapa del valle de Zermatt, verá que, al abandonar las laderas del Arpitetta Alp, tomamos un derrotero hacia el sureste sobre el glaciar del Moming. Poco después de llegar al hielo, nos detuvimos para perfilar el plan de ataque. Las rocas del Schallhorn, cuya escalada recomendaba Almer, se encontraban entonces a nuestro sureste. La ruta propuesta por Croz pasaba por el suroeste de las rocas y llevaba hasta el lado sur del glaciar, muy empinado y quebrado[55]. La parte que se proponía atravesar era sin duda practicable. La abandonó porque requería mucho trabajo en el hielo. Pero la zona del glaciar que se interponía entre su ruta y las rocas de Almer era impracticable en toda la extensión de la palabra. Pasaba sobre una prolongación de las rocas y quedaba partida por ellas. La parte superior estaba separada de la inferior por una larga ladera de hielo construida por los bloques del glaciar que habían caído desde arriba. La base de esta ladera aparecía rodeada de cantidades inmensas de enormes bloques precipitados por los aludes. Los bordeamos cautelosamente y, cuando Croz se detuvo, los habíamos dejado muy abajo y nos encontrábamos a medio camino de la gran ladera que conducía a la base del paredón de hielo.

Croz comenzó a cortar peldaños en esa ladera. Era como hacer un movimiento de flanco ante un enemigo que podía atacarnos en cualquier momento. El peligro era evidente. Era una locura monstruosa. Lo prudente hubiera sido retirarse[56].

«No me avergüenza confesar», escribió Moore en su diario, «que, durante todo el tiempo que estuvimos cruzando esa ladera, sentía mi corazón en la garganta, y nunca me he sentido tan aliviado de una preocupación como cuando, tras un pasaje de unos veinte minutos, llegamos a la seguridad de las rocas… Nunca había oído un juramento en boca de Almer, pero el lenguaje en el que iba haciendo comentarios, más para sí mismo que para mí, mientras avanzaba, era más fuerte de lo que pudiera haber imaginado en él. Su sentimiento predominante parecía ser el de indignación por encontrarnos en tal situación, y de culpabilidad por participar en ella. El énfasis con el que exclamaba a intervalos “¡Rápido, rápido!”, demostraba suficientemente su alarma».

No era necesario meter prisa a Croz. Él era tan consciente del peligro como los demás. Después me dijo que ese lugar era el más peligroso que había cruzado jamás y que bajo ninguna circunstancia volvería a pasarlo. Croz se esforzó virilmente por escapar de la inminente destrucción. Su cabeza, inclinada sobre su trabajo, no se volvía nunca a derecha ni a izquierda. Su piolet golpeaba una, dos, tres veces… y entonces pisaba en el lugar donde había estado tallando: ¡Cuán inseguros habríamos considerado esos peldaños en otro momento! Pero ahora sólo pensábamos en las rocas que teníamos enfrente y en los traicioneros pináculos de hielo que acechaban encima, dispuestos a precipitarse en cualquier momento.

Llegamos a salvo hasta las rocas y, aunque hubieran sido el doble de difíciles, habríamos quedado satisfechos. Nos sentamos para tranquilizar nuestro ánimo con la mirada fija en los pináculos de hielo bajo los cuales habíamos pasado. Sin un sonido de aviso previo, uno de los más grandes, alto como el monumento del Puente de Londres, se precipitó ladera abajo. La imponente masa pareció balancearse como si girara sobre un gozne (manteniéndose unida hasta los treinta grados de inclinación), luego se quebró por la base y, dividida en miles de fragmentos, cayó verticalmente sobre la ladera que acabábamos de cruzar. Hasta el último vestigio del camino que habíamos hecho quedó borrado, toda la nieve reciente fue arrastrada y una ancha sábana de hielo cristalino mostró la irresistible fuerza con la que había caído.

Resultaba inexcusable haber seguido una ruta tan peligrosa, pero es fácil comprender por qué se tomó. Habernos retirado desde el lugar donde Croz sugirió un cambio de plan, haber descendido por debajo del alcance del peligro y haber remontado de nuevo por la ruta sugerida por Almer, hubiera sido tanto como renunciar a la expedición, porque nadie hubiera estado dispuesto a pasar otra noche en la cabaña de Arpitetta Alp. «Muchos», dice Tucídices, «ven los peligros que les esperan, pero se ven obligados a afrontarlos por miedo al deshonor, como el mundo lo llama, con lo cual, vencidos por una palabra, caen en calamidades irremediables». Tal fue prácticamente nuestro caso. Nadie podía justificar el camino seguido y todos sabíamos bien el peligro que corríamos; sin embargo, asumimos deliberadamente —aunque a regañadientes— un grave riesgo, antes de admitir, mediante la retirada de una posición insostenible, que se había cometido un error de cálculo.

Tras un laborioso avance sobre muchas clases de nieve y diversidad de vapores —desde los propios de una niebla escocesa a los de una bruma londinense—, llegamos por fin a la depresión entre el Rothorn y el Schallhorn[57]. Por el lado correspondiente a Zinal había una empinada ladera de nieve, pero no sabíamos cómo sería el descenso por el otro lado, ya que nos impedía la visión una cornisa de nieve empujada sobre la cresta por los vientos del oeste y suspendida sobre Zermatt como una ola marina congelada en el momento de romperse[58].

Croz, sujeto por los demás, que permanecían en el lado de Zinal, echó hacia atrás los hombros, se acercó a la masa de nieve y cortó la cornisa donde ésta se unía a la cresta. Luego saltó atrevidamente y nos llamó para que le siguiéramos.

Moming Pass, en 1864.

Éramos afortunados al contar con un hombre así como guía. Otro inferior o menos atrevido hubiera vacilado en iniciar el descenso en medio de una niebla espesa, y el propio Croz habría hecho bien en detenerse de no hallarse en tan buena forma física. Su actuación parecía decir: «Por donde hay nieve espesa, pueden pasar hombres. Donde hay hielo se puede abrir camino. Es cuestión de voluntad y yo la tengo. Sólo tienen que seguirme». Lo cierto es que no escatimó esfuerzos y, de haber realizado sobre el escenario de un teatro las hazañas que ejecutó en esta ocasión, habría provocado atronadores aplausos. Esto es lo que Moore escribió en su diario:

«El descenso se asemejaba mucho al del Col de Pilatte, pero era mucho más empinado y más difícil, lo que ya es decir mucho. Croz se encontraba en su elemento y escogía el camino con maravillosa sagacidad, mientras Almer mantenía una posición igual de honorable y quizás de más responsabilidad en la retaguardia, donde cumplía con su habitual firmeza… Un paso en concreto se ha impreso en mi memoria como uno de los más difíciles que he superado nunca. Teníamos que pasar por una cresta de hielo afilada como un cuchillo. A nuestra izquierda se abría un profundo abismo cuyo fondo se perdía en una neblina azul y, a nuestra derecha, a un ángulo de 70 grados o más, caía una pendiente hacia un precipicio similar. A medida que Croz avanzaba por el borde, iba practicando pequeñas hendiduras en el hielo, donde nosotros colocábamos los pies, con los dedos hacia fuera, haciendo todo lo posible por conservar el equilibro. Mientras pasaba de uno de esos precarios asideros a otro, me tambaleé por un momento. No había llegado a perder pie, pero la angustiada voz con la que Almer, detrás de mí, exclamó al verme tropezar, “¡No resbale, señor!”, nos dio una impresión aún más clara de la inseguridad de nuestra posición. Una gran grieta, cuyo borde superior estaba bastante más alto que el inferior, y que no podía saltarse ni rodearse, amenazaba con convertirse en una barrera insuperable. Pero Croz demostró estar a la altura de las circunstancias. Sostenido por el resto del grupo, cavó una serie de agujeros para los pies a lo largo de la pared de hielo casi perpendicular que formaba el lado superior del cortado. Bajamos por esa resbaladiza escalera, cara a la pared, hasta un punto donde la anchura de la grieta no era tanta que impidiera saltarla. Antes nos habíamos acostumbrado ya a saltar sobre las grietas. Para resumir la historia, tras una lucha desesperada y emocionante y un trabajo sobre el hielo tan difícil como quepa imaginar, llegamos a la parte superior del glaciar Hohlicht».

Las perspectivas que habíamos obtenido de la parte inferior de dicho glaciar eran desalentadoras, así que decidimos cruzar el crestón comprendido entre ella y el glaciar Rothorn, lo que conseguimos tras mucho esfuerzo. De nuevo alcanzamos una altura de más de 3600 metros. Al final seguimos la ruta del menospreciado Triftjoch y descendimos por el camino áspero pero conocido que lleva a ese paso, llegando al hotel Monte Rosa de Zermatt a las siete y veinte de la tarde. Habíamos empleado casi doce horas de caminata desde el chalet de Arpitetta Alp (que estaba a dos horas y media por encima de Zinal) y, por tanto, descubrimos que el paso de Moming no era la ruta más breve entre Zinal y Zermatt, aunque fuera la más directa.

Es muy común ver, junto a la fachada del hotel Monte Rosa, hasta dos docenas de guías entre buenos, medianos y malos, tanto franceses como italianos o suizos, esperando ser contratados, mirando a los recién llegados y especulando sobre el número de francos que podrán sacarles. Los messieurs —vestidos a veces de manera extraña y estrafalaria— se encuentran de pie, en grupos, sentados en sillas o recostados en los bancos junto a la puerta. Llevan botas extraordinarias y sombreros más extraordinarios aún. Sus rostros, pelados, curtidos e hinchados, merecen estudio. Algunos, con mucha atención y continuo cuidado, han conseguido un color siena uniforme, pero la mayoría no han sido tan afortunados. Se han despellejado en las rocas y se han abrasado en los glaciares. Sus mejillas, primero hinchadas y luego agrietadas, han exudado una materia semejante a la trementina, que ha corrido por su cara secándose en algunos puntos, como la resina de los troncos de los pinos. Al quitársela, se han llevado también grandes trozos de piel. Su caso ha ido de mal en peor, haciéndose irremediable. Han recurrido a cuchillos y tijeras, y esmerada y cuidadosamente han intentado reducir sus mejillas a un matiz uniforme. No ha de hacerse, pero ellos han proseguido fascinados, y al final han llevado sus felices semblantes a un estado de completa y desesperada ruina. Sus labios están agrietados, sus mejillas hinchadas, sus ojos enrojecidos y sus narices peladas e indescriptibles.

Tales son los «placeres» del montañero. Despectivo y burlón, el recién llegado compara el espectáculo con su propio rostro terso y sus manos cuidadas, sin darse cuenta de que él también puede figurar pronto entre aquellos a quienes ahora ridiculiza.

Hay un talante de franqueza entre estos hombres de singular rostro y extraños atavíos que no recuerda a los salones de la vida urbana. Es grato ver, en el Club Alpino de Zermatt, cómo nuestros compatriotas, a menudo demasiado fríos, se deshielan en ese ambiente, y también resulta agradable contemplar la calurosa bienvenida que el hostelero y su excelente esposa dan a los recién llegados.

Dejé aquella alegre compañía para recoger cartas en la oficina de correos. Las noticias que traían eran pésimas y mis vacaciones terminaron repentinamente. Esperé la llegada de Reilly (que estaba haciendo los preparativos para el ataque del Cervino) sólo para informarle de que nuestros planes se habían trastocado, y luego viajé hacia Inglaterra de día y noche tan deprisa como podían llevarme los expresos.