NUESTRO SEXTO INTENTO DE ASCENDER EL CERVINO[44]

Pero el poderoso Júpiter corta con justo desdén

las miras exageradas del hombre pobre y astuto.

HOMERO

Carrel tenía carta blanca en cuestión de contratar guías, y su elección recayó en su pariente César, en Luc Meynet y en otros dos cuyos nombres no recuerdo. Estos hombres se reunieron para completar nuestros preparativos mientras el tiempo iba clareando.

Descansamos el domingo 9 de agosto observando con ansiedad cómo disminuían las nieblas en torno a la cumbre del Cervino y nos pusimos en marcha el día 19, antes del amanecer, en una mañana apacible y sin nubes que parecía augurar un final feliz a nuestra empresa.

Caminando sin cesar, aunque sin prisa, llegamos al Col du Lion antes de las nueve en punto. Había cambios evidentes. Salientes muy familiares habían desaparecido. La plataforma donde habíamos puesto la tienda tenía un aspecto desolado, con sus piedras dispersas por el viento y el hielo y reducidas a la mitad, y la misma parte superior del Col, que en 1862 era bastante ancha y cubierta de nieve, se había vuelto más angosta que el caballete del tejado de una iglesia y tenía hielo duro. Antes de eso, habíamos visto que el mal tiempo de la semana anterior había causado estragos. Desde varios cientos de metros debajo del Col, las rocas estaban cubiertas de hielo. Los lechos más viejos y duros estaban cubiertos de nieve suelta y estuvimos a punto de perder a nuestro guía, víctima de aquella nieve traidora. Había pisado nieve que parecía firme y levantaba su piolet para golpear, cuando la cresta de la pendiente cedió y se vino abajo en repentinos surcos que brillaban bajo el sol, porque eran de hielo puro. Con admirable presteza, Carrel saltó de la roca a la que se había subido y así se salvó. Entonces se limitó a observar: «Ha llegado el momento de encordarnos», y después continuó como si nada hubiera pasado.

Durante las siguientes dos horas tuvimos abundantes pruebas de la utilidad de una cuerda para los escaladores. Íbamos encordados con bastante amplitud y solíamos avanzar en parejas. Carrel, que abría la marcha, iba seguido de cerca por otro hombre que le ayudaba prestando su hombro o el hierro de su piolet cuando era necesario, y cuando esta pareja estaba asegurada, avanzaba la siguiente de manera semejante. Los de arriba tiraban de la cuerda y los de abajo la soltaban gradualmente. Luego avanzaba de nuevo la pareja en vanguardia o la tercera. Esta manera de progresar era lenta pero segura. Sólo un hombre se movía cada vez, y si resbalaba, como sucedía con frecuencia, no llegaba a desviarse medio metro antes de que los demás le detuvieran. La seguridad de ese método daba confianza al que se desplazaba y no sólo le infundía ánimo para desarrollar todas sus facultades, sino valor en los pasos más duros, porque esas rocas (que, como se ha dicho, eran fáciles de superar en otras ocasiones) ofrecían ahora mucha dificultad. El aguanieve que cayera durante muchos días por la ladera en pequeños arroyos había tomado naturalmente el mismo camino que empleábamos para ascender y, al helarse de nuevo durante la noche, cubría las piedras que pisábamos con una capa a veces tan fina como la hoja de un papel y otras tan gruesa que teníamos que cortar peldaños en ella. El tiempo era soberbio, los hombres se tomaban con buen ánimo el trabajo y gritaban para despertar ecos en el Dent d’Hérens.

Seguimos con alegría, rebasamos nuestro segundo campamento, La Chimenea y otros puntos conocidos y confiábamos en dormir aquella noche en lo alto de El Hombro. Pero antes de llegar al pie de la Grand Tour, una repentina ráfaga de aire frío nos hizo mirar hacia arriba.

Resultaba difícil adivinar de dónde venía el aire. No soplaba como viento, sino que descendía más bien como el agua en una ducha. Todo quedó en calma otra vez y no se veía ni una nube. Pero aquello no duró. La ráfaga de aire frío volvió de nuevo, y esta vez parecía proceder de todas partes a la vez. Nos encasquetamos los sombreros porque el viento golpeaba contra la arista y aullaba entre los peñascos. Antes de llegar al pie de la Grand Tour, se había condensado niebla arriba y abajo. Al principio apareció en varios sitios al mismo tiempo, en forma de jirones aislados que bailaban y se fragmentaban por el viento, pero fueron aumentando de tamaño. Se reunían y se quebraban de nuevo mostrándonos por un momento el cielo azul y ocultándolo otra vez, y aumentaron incesantemente hasta que nos encontramos rodeados de nubes espesas y arremolinadas. Antes de que pudiéramos quitarnos las mochilas y buscar algún refugio, un huracán de nieve nos asaltó desde el este. En pocos minutos el dorso de la montaña se había cubierto de una espesa capa blanca.

—¿Qué hacemos? —grité a Carrel.

—Señor —dijo—, el tiempo ha cambiado, el viento es malo y llevamos mucha carga. Aquí hay algún refugio. Detengámonos. Si seguimos, nos helaremos. Ésa es mi opinión.

Nadie se opuso, así que nos dispusimos a preparar un lugar para la tienda y, en un par de horas, completamos la plataforma que habíamos comenzado en 1862. Las nubes se habían vuelto más oscuras y, apenas habíamos terminado nuestra tarea, cuando una tormenta se abatió sobre nosotros con inusitada furia. Los rayos caían sobre los pináculos y los riscos por encima y por debajo de nosotros. Estaban tan próximos que nos estremecíamos con cada uno, porque nos encontrábamos en el foco mismo de la tormenta. Los truenos eran simultáneos a los relámpagos, cortos e intensos, como un portazo mil veces multiplicado.

Al decir que truenos y relámpagos eran simultáneos incurro en inexactitud. Quiero decir que el tiempo transcurrido entre relámpago y trueno me parecía inapreciable. Deseo hablar con toda precisión posible y hay dos puntos respecto a la tormenta sobre los que puedo ser preciso. El primero es respecto a la distancia entre los rayos y nuestro grupo. Podríamos estar a 350 metros de ellos si pasaba un segundo entre la visión del rayo y el trueno, y un segundo no es apreciable por personas poco exactas. Lo cierto es que, a veces, esa distancia era menor, porque veía pasar los rayos, por encima y por debajo de nosotros, ante conocidos puntos de la cresta que se encontraban a menor distancia (a veces considerablemente menor) que trescientos metros.

El segundo punto trata de la dificultad de distinguir el trueno en sí de sus ecos. En sus Ensayos meteorológicos, Arago estudia con alguna extensión este tema y parece dudar de la posibilidad de determinar si los ecos son siempre la causa de los ruidos que normalmente denominamos truenos[45]. No intentaré demostrar si esos ruidos deben ser considerados como verdaderos truenos, sólo afirmo que, durante esta tormenta, en el Cervino era posible distinguir el trueno en sí de los sonidos que eran simplemente los ecos del ruido original.

En el lugar donde acampamos existía un eco tan notable que si se oyera en Inglaterra atraería multitudes sólo para oírlo. Creo que procedía de las paredes del Dent d’Hérens. Para nosotros constituía una diversión habitual gritar para despertarlo y oír cómo repetía nuestro grito de manera clara después de un intervalo de unos doce segundos. La tormenta duró casi dos horas, a veces arreciando con gran furia. Los prolongados ecos de los truenos que, tras cada relámpago, devolvían las montañas del contorno no cesaban hasta que otro conjunto de ecos retomaba el discurso, y las reverberaciones continuaban sin interrupción. En ocasiones se producía una pausa, interrumpida por una descarga, y después yo podía reconocer los ecos del Dent d’Hérens por sus peculiares repeticiones, y por el lapso de tiempo que transcurría.

De haber desconocido la existencia de este eco, habría supuesto que las resonancias eran el sonido original de explosiones no advertidas, ya que en intensidad eran difícilmente distinguibles de los truenos verdaderos. Durante toda la noche me pareció que éstos consistían en un solo sonido, crujiente e instantáneo[46].

Si en vez de estar a menos de trescientos metros de los puntos de explosión (oyendo por tanto el trueno casi al mismo tiempo que veíamos el rayo y los ecos bastante tiempo después), nuestra situación hubiera sido tal que el ruido original nos llegase a la par que sus ecos, habríamos considerado que los ecos eran truenos de sucesivas explosiones.

De las numerosas tormentas que he presenciado en los Alpes, ésta es la única en la que pude hallar la prueba de que los ruidos posteriores al trueno proceden de los ecos y no necesariamente de descargas sucesivas ocurridas a distinta distancia, y cuyo sonido no llegara por tanto al mismo tiempo[47].

Durante todo este tiempo el viento parecía soplar continuamente desde el este. Zarandeaba con tanta fuerza la tienda, a pesar estar parcialmente protegida por rocas, que llegamos a temer que pudiera ser arrastrada con nosotros en su interior, por lo cual, en los momentos de calma, salíamos para construir una muralla a barlovento. A las tres y media el viento viró hacia el noroeste y las nubes desaparecieron. Aprovechamos inmediatamente la oportunidad para hacer descender a uno de los porteadores (bajo la protección de algunos de los otros, hasta algo más allá del Col du Lion) porque la tienda no podía acomodar a más de cinco personas. Desde este momento hasta la salida del sol, el tiempo fue variable. A veces hacía mucho viento y nevaba, y otras estaba en calma total. El tiempo inestable estaba evidentemente confinado al Cervino, pues cuando las nubes se alzaban veíamos todo el panorama que dominaba nuestro campamento. El Monte Viso, a 150 kilómetros de distancia, aparecía despejado, y el sol se puso gloriosamente tras las laderas del Mont Blanc. Pasamos la noche tranquila, e incluso cómodamente, en nuestros sacos, pero resultaba difícil dormir entre el ruido del viento, los truenos y las rocas cayendo. Mas perdoné al trueno a cambio del rayo. No creo que vea jamás un espectáculo más grandioso que aquella iluminación del Cervino.

Las grandes caídas de rocas siempre parecían ocurrir de noche, entre medianoche y el amanecer. Me di cuenta de esto en cada una de las siete noches que pasé en la ladera suroeste a alturas entre 3600 y 4000 metros.

Tal vez me equivoque al suponer que los desprendimientos nocturnos son mayores que los diurnos, ya que el sonido impresiona más en la oscuridad que cuando se ve su causa. Incluso un suspiro puede ser terrible en la quietud de la noche. Durante el día, la atención se encuentra dividida entre el sonido y la contemplación de las rocas que caen, o puede estar concentrada en otros asuntos. Pero lo cierto es que los mayores desprendimientos ocurridos de noche tenían lugar después de las doce, y esto lo relaciono con el hecho de que la temperatura mínima se suele alcanzar frecuentemente entre esta hora y el amanecer.

Nos levantamos a las tres y media del día 11 y vimos con desánimo que seguía nevando. A las nueve dejó de nevar y el sol apareció débilmente, así que recogimos nuestras cosas y nos dispusimos a intentar alcanzar El Hombro. Avanzamos con esfuerzo hasta las once y entonces volvió a nevar. Celebramos un consejo. Las opiniones que se expresaron eran unánimes contra la idea de seguir. Decidí la retirada porque habíamos ascendido menos de cien metros en dos horas y ni siquiera habíamos alcanzado la cuerda atada a las rocas que dejó el grupo de Tyndall en 1862. Con ese ritmo de progresión habríamos tardado hasta cinco horas en llegar a El Hombro. Ninguno de nosotros se atrevía a intentarlo en tales circunstancias, porque además de tener que mover nuestro propio peso, lo cual ya era bastante difícil en esa parte de la subida, teníamos que transportar mucho equipo pesado: la tienda, las mantas, provisiones, la escala y ciento cuarenta metros de cuerda, además de otros pequeños artículos. Esto, sin embargo, no era lo más grave. Suponiendo que alcanzáramos El Hombro, podíamos encontrarnos detenidos allí varios días, incapaces de subir ni de bajar[48]. No podía arriesgarme a esa posibilidad ante mis obligaciones de presentarme en Londres al final de la semana.

Volvimos a Breuil por la tarde. El tiempo allí era bueno, y la gente de la posada recibió nuestro relato con evidente escepticismo. Les extrañaba oír que habíamos estado expuestos a una tormenta de nieve durante veintiséis horas. «¿Cómo?», dijo Favre, el posadero. «Aquí no ha nevado. Ha hecho buen tiempo durante toda su ausencia y sólo había una nube pequeña en la montaña». ¡Ay, la pequeña nube! Nadie, excepto quien lo haya sufrido, sabe cuán formidable obstáculo puede llegar a ser.

¿Por qué está sometido el Cervino a estos tremendos cambios meteorológicos? La primera respuesta es que, al estar tan aislado, atrae las nubes. Ésta no es una respuesta satisfactoria. Aunque la montaña está aislada, no lo está más que los picos vecinos para que atraiga nubes cuando los otros no lo hacen. No explica la nube a la que me he referido, que no se forma por la agregación de nubes errabundas más pequeñas (como la espuma se concentra alrededor de un leño en el agua), sino que se crea sobre la propia montaña y surge donde antes no se veían nubes. Se forma y se adhiere, sobre todo, a las laderas meridionales, y, especialmente, a la del sureste. Con frecuencia no llega a envolver la cima y pocas veces se extiende hasta el glaciar du Lion y al glaciar del Cervino. Se forma en días de buen tiempo, sin nubes y sin viento.

Opino que la explicación debe buscarse más en las diferencias de temperatura que en la altura o el aislamiento de la montaña. Me inclino a atribuir la variabilidad atmosférica en las laderas meridionales del Cervino en días de buen tiempo al hecho de que se trata de una montaña rocosa. Absorbe gran cantidad de calor y se rodea también de una atmósfera a mayor temperatura que cumbres como el Weisshorn o el Lyskamm, que son esencialmente montañas de nieve[49].

En ciertos estados de atmósfera la temperatura puede ser tolerablemente uniforme en amplias zonas y en grandes alturas. He visto el termómetro marcar 22 grados a la sombra en lo alto de un pico alpino de 4000 metros y sólo unos pocos grados más en puntos 2000 metros más abajo. En cambio, otras veces, hay diferencias de 20 o 30 grados entre puntos separados por una distancia similar.

Si la temperatura fuera uniforme o parecida en todas las vertientes del Cervino y hasta una considerable distancia sobre su cumbre, no se formarían nubes sobre la montaña. Pero si la atmósfera que la rodea es más caliente que las capas contiguas, se genera necesariamente una corriente ascendente, y parte del aire frío superpuesto será naturalmente atraído hacia ella, donde condensará rápidamente la humedad del aire cálido con el que entra en contacto. No sé explicar de otro modo las ráfagas descendentes de aire frío que ocurren cuando los alrededores están en calma. Las nubes se producen por el contacto de dos capas de aire, con temperaturas muy distintas, cargadas con humedad invisible, igual que ciertos líquidos incoloros producen una masa turbia y blanca al mezclarse. El orden, por tanto, es: viento a baja temperatura, niebla, lluvia, y nieve o granizo[50].

Esta opinión está apoyada, hasta cierto punto, por el comportamiento de las montañas vecinas. El Dom (4554 metros) y el Dent Blanche (4634) poseen ambos grandes riscos de roca desnuda en sus laderas meridionales, y sobre ellas suelen formarse nubes con buen tiempo, al igual que en el Cervino. Sin embargo, el Weisshorn (4512 metros) y el Lyskamm (4538), montañas de similar altura y situación parecida, suelen permanecer perfectamente claras.

Llegué a Châtillon a medianoche del día 11, derrotado y desconsolado, pero, como un jugador que pierde todas su apuestas y aumenta su determinación de seguir jugando a ver si la suerte cambia, volví a Londres dispuesto a diseñar nuevas combinaciones y trazar nuevos planes.