EL VAL TOURNANCHE. PASO DIRECTO DE BREUIL A ZERMATT (BREUILJOCH). ZERMATT. PRIMERA ASCENSIÓN AL GRAND TOURNALIN

¡Cuán semejante a un invierno ha sido

mi ausencia de ti, oh placer de aquel año!

SHAKESPEARE

Crucé el Canal de la Mancha otra vez el 29 de julio de 1863. Me incomodaba bastante el transporte de dos escalas de 3,65 metros cada una, que se empalmaban entre sí como las de los bomberos y se cerraban paralelamente como una varilla métrica. Mi equipaje parecía el de un ladrón de casas, porque contenía además varias cuerdas y numerosas herramientas de aspecto sospechoso, y fue admitido en Francia con reticencias, pero pasó la aduana con menos dificultades de las esperadas tras el oportuno gasto de unos pocos francos.

No soy amante de las aduanas. Son el purgatorio de los viajeros, donde los espíritus más dispares se mezclan durante un rato antes de ser separados en ricos y pobres. Los aduaneros miran a los turistas como si fueran sus enemigos. ¡Con qué interés examinan sus maletas! De pronto, uno descubre algo que no ha visto nunca antes y lo alza ante el rostro de su propietario con insolencia inquisidora. «¿Qué es esto?». La explicación sólo resulta satisfactoria a medias. «¿Pero qué es esto?», dice cogiendo una cajita. «Polvo». «Pues está prohibido llevar pólvora en el tren». «¡Bah!», interviene un empleado de más categoría y edad. «Deja pasar los efectos del señor». Y entonces el inglés, que empezaba a sonrojarse bajo las miradas de sus compañeros de viaje, es autorizado a continuar en posesión de su gastado cepillo de dientes, mientras el desconfiado aduanero se encoge de hombros con desprecio hacia las extrañas costumbres de aquellos «cuya situación insular les impide conocer las costumbres continentales».

Mis problemas comenzaron en Susa. Los funcionarios de ese lugar, más honrados y obtusos que los franceses, se negaron unánimemente a aceptar sobornos ni a dejar pasar mi equipaje mientras no diera una explicación satisfactoria del mismo. Y como se negaban a creer la explicación verdadera, yo no sabía qué más decir. Me vi liberado del dilema cuando uno de los hombres, más listo que sus compañeros, sugirió que yo iba Turín para exhibirme en las calles, que yo subía por la escala y me balanceaba en el extremo de la misma y entonces encendía mi pipa y ponía el bastón en el hornillo haciéndolo girar en torno a mi cabeza. La cuerda era para mantener a raya a los espectadores y el inglés que me acompañaba era mi agente.

—Entonces, ¿el señor es acróbata?

—Sí.

—Bien. Que pase el equipaje del señor acróbata.

Estas escaleras portátiles fueron la causa de interminables complicaciones. Prescindiendo de las dudas de los encargados del Hôtel d’Europe (Trombetta) sobre si una persona portadora de tan discutibles efectos debía ser admitida en un establecimiento tan respetable, recordaré lo que ocurrió en Châtillon, a la entrada de Val Tournanche. Había alquilado una mula para transportarlas, y, como eran demasiado largas para atravesarlas sobre su lomo, las pusimos a lo largo de éste, y un extremo sobresalía por encima de la cabeza del animal y el otro sobre su cola. Como las mulas siempre llevan cierto movimiento de salto, sea cuesta arriba o cuesta abajo, las escalas golpeaban con fuerza al animal entre las orejas y en la grupa. Desconociendo la bestia qué extraña criatura llevaba encima, sacudía la cabeza y coceaba, lo cual sólo aumentaba la fuerza de los golpes. Al final salió corriendo, y se hubiera despeñado por un precipicio si los muleros no le hubiesen sujetado la cola. El resumen fue que, al fin, uno de ellos tuvo que seguir a la mula manteniendo levantado el extremo de las escalas, lo que le obligaba a mover los brazos continuamente hacia arriba y hacia abajo, y a inclinarse sobre la grupa del animal de una forma que divertía mucho más a sus compañeros que a él mismo.

Me encaminaba una vez más al Cervino, porque en la primavera de 1863 había sabido la causa del fracaso del profesor Tyndall, y comprendí que no era tan grave como en su día me pareció. Descubrí que sólo había llegado al extremo septentrional de El Hombro. El punto en el que dice que «se sentaron con la esperanza quebrantada, viendo la cumbre a tiro de piedra pero todavía desafiante[27]», no era la hendidura grande D (que se encuentra literalmente a tiro de piedra de la cima), sino otra más formidable aún que se abre entre el extremo norte de El Hombro y el comienzo del pico final. Carrel y todos los hombres que habían estado conmigo sabían de la existencia de esa hendidura y del pináculo que se alzaba entre ella y el pico final, y a menudo habíamos hablado sobre la mejor manera de superarla. No estábamos de acuerdo al respecto, pero ambos pensábamos que al llegar a El Hombro sería necesario bajar gradualmente hacia la derecha o la izquierda para evitar situarnos en lo alto de la grieta. El grupo de Tyndall, tras llegar a El Hombro, fue conducido por los guías a lo largo de la arista del declive y, por tanto, al llegar a su extremo septentrional, se encontraron a gran altura sobre la grieta y no en el fondo, para abatimiento de todos, menos de los Carrel. Tyndall dice: «Allí interrumpe la ladera una profunda quebrada que la separa del precipicio final, y el caso se hacía más desesperado cuanto más nos acercábamos». El profesor añade: «La montaña tiene 4511 metros y habíamos escalado 4450». Pero Tyndall se engaña mucho porque, según las medidas barométricas de Giordano, la mencionada grieta está 244 metros por debajo de la cumbre. Según Tyndall, el guía Walter juzgó imposible continuar, y los Carrel, al ser consultados, dijeron: «Somos porteadores. Pregunte a los guías». Bennen, abandonado de esta suerte «se vio finalmente obligado a reconocer la derrota». De todas formas, Tyndall había conseguido avanzar 120 metros sobre las partes más difíciles de la montaña.

Hay importantes discrepancias entre los relatos escritos de Tyndall[28] y los informes verbales de los Carrel. El primero dice que los hombres «habían de ser instigados», que «se pronunciaron abiertamente contra el intento de superar el precipicio final», que «se rindieron por completo» y que Bennen dijo en respuesta a una última exhortación: «¿Qué puedo hacer, señor? Ninguno me acompañaría». «Ésa es la verdad», añade Tyndall. Jean-Antoine Carrel dice que el profesor Tyndall dio la orden de volver, y que él habría avanzado para examinar la ruta, ya que no pensaba que fuera imposible progresar, pero que el profesor se lo impidió[29]. Dejemos que los interesados resuelvan estos desacuerdos. Tyndall, Walter y Bennen desaparecerán ahora de esta historia[30].

Val Tournanche[31] es uno de los valles más encantadores de los Alpes italianos. Es un paraíso para el artista y, si dispusiera de mayor espacio, me extendería sobre sus castañares, sus arroyos tintineantes, sus torrentes fragorosos, sus inesperados valles altos y sus nobles precipicios. El camino sube con mucha pendiente desde Châtillon, pero está bien sombreado y el calor del sol de verano está atemperado por el aire fresco y la humedad de los gélidos torrentes. Desde el camino, y en varios sitios a la derecha del valle, se ven grupos de arcos que han sido construidos a gran altura sobre las laderas. Los guías repiten —ignoro en qué autoridad se basan— que son restos de un acueducto romano. Tienen la audacia del diseño romano, pero no la usual solidez romana. Los arcos me han parecido siempre restos de una obra inacabada, y he sabido por Jean-Antoine Carrel que hay otros grupos de arcos que no se ven desde el camino y que presentan el mismo aspecto. Podría cuestionarse si son romanos los que se encuentran cerca de la aldea de Antey. Algunos son semicirculares, mientras que otros son claramente puntiagudos. Estos arcos merecen la atención de un arqueólogo, pero son de difícil acceso.

Remontamos el valle y llegamos a Breuil cuando todos dormían. Un halo que rodeaba la luna auguraba tiempo lluvioso y no nos engañó, porque al día siguiente (1 de agosto) llovió copiosamente y cuando las nubes se levantaron un tanto vimos que la nieve cubría todas las alturas superiores a 2700 metros. J. A. Carrel estaba preparado y esperando (ya que me había decidido a dar otra oportunidad al atrevido montañés), y no tuvo que decir que el Cervino sería impracticable durante varios días después de aquella nevada, aunque el tiempo cambiara inmediatamente. Pasamos el día, pues, visitando una montaña vecina, Cimes Blanches, conocida por sus bellas vistas panorámicas. Sin embargo, no se veía mucho porque en todas direcciones las masas de nubes oscuras velaban todo y, hacia el sur, la visión era interrumpida por un pico más alto que Cimes Blanches, llamado Grand Tournalin[32]. Disfrutamos inocentemente observando unas cabras que al final se hicieron amigas después de que les diéramos un poco de sal. De hecho, demasiado amigas, porque nos empezaron a causar problemas mientras descendíamos. «Carrel», dije mientras caían a nuestro alrededor algunas piedras desprendidas por los animales, «hay que parar esto». «¡Diablos!», gruñó él. «Eso es fácil de decir, ¿pero cómo?». Dije que lo intentaría y, sentándome, eché un poco de coñac en el hueco de la mano y atraje a la cabra más cercana con ademanes engañosos. Era la que había engullido el papel donde llevaba la sal, un animal emprendedor, y avanzó sin miedo y lamió el coñac. No olvidaré su sorpresa. Se detuvo, tosió y me miró como diciendo: «Tramposo»; escupió y salió corriendo, deteniéndose de vez en cuando para volver a escupir. No nos molestaron más las cabras.

Durante la noche volvió a nevar, y nuestro intento fue aplazado indefinidamente. Como no había nada que hacer en Breuil, decidí dar una vuelta a la montaña buscando un paso entre Breuil y Zermatt en lugar del conocido Théodule. Cualquiera que mire el mapa verá que este paso se desvía considerablemente hacia el este, dando un largo rodeo. Pensé que era posible encontrar una ruta más corta tanto en distancia como en tiempo y el 3 de agosto salimos para comprobarlo. Seguimos el camino Théodule durante un tiempo, lo abandonamos cuando viró hacia el este y continuamos en línea recta hasta que llegamos a las morrenas del glaciar del monte Cervino. Nuestra ruta proseguía por el centro del glaciar hasta el pie de un saliente rocoso que surge del Furggengrat, crestón que une el Cervino con el Théodulhorn. La cabecera del glaciar estaba conectada con ese pequeño pico mediante una empinada ladera de nieve, pero logramos cubrirla y llegamos al collado por su punto más bajo, un poco a la derecha (es decir, hacia el este) del mencionado pico. Al norte aparecía una ladera nevada que se correspondía con la del otro lado. En media hora llegamos a su base. Entonces marchamos por la superficie casi lisa del glaciar Furggen hacia el Hörnli, desde donde descendimos a Zermatt siguiendo un camino bien conocido. El paso al que me refiero ha sido llamado Breuiljoch por los topógrafos suizos. Es unos metros más alto que el Théodule y puede ser recomendable para quienes están familiarizados con aquel paso, ya que también tiene vistas hermosas y resulta siempre accesible. Pero nunca será tan frecuentado como el Théodule, ya que la ladera de nieve de su cumbre requiere en ocasiones el uso del piolet. Tardamos seis horas y cuarto en ir de un punto a otro. En uno de los libros de apuntes de J. D. Forbes leemos que esta depresión, ahora llamada Brejuiljoch, era antaño el paso usual entre Val Tournanche y Zermatt, y que fue sustituido por el Théodule a causa de cambios en los glaciares[33]. No se cita la autoridad que respalda dicha afirmación. Supongo que procede de la tradición local y me parece verosímil, porque antes de que los glaciares disminuyeran tanto, las empinadas laderas de nieve antes mencionadas no existían con toda probabilidad, y los glaciares conducirían suavemente hasta la cima, en cuyo caso esta ruta habría sido el camino natural entre ambos puntos. No es imposible que si continúa el descenso de los glaciares, el propio Théodule, el paso alpino de altura más fácil y más frecuentado, se haga algo difícil, y si esto llega a ocurrir, la prosperidad de Zermatt podría resentirse[34].

Carrel y yo nos pusimos otra vez en camino por la tarde y fuimos, en primer lugar, a un lugar predilecto de los turistas, cerca del final del glaciar Gorner (o propiamente hablando, Boden). Es una pequeña planicie verde donde abunda la Euphrasia officinalis, el deleite de enjambres de abejas que recolectan aquí la miel que luego se sirve en la table d’hôtel.

A nuestra derecha el glaciar se precipitaba hacia el valle por una garganta de vertiginosas paredes de difícil acceso[35], porque la parte superior de la ladera era resbaladiza y las rocas habían sido rodeadas por el glaciar que se extendía hacia abajo. Esta garganta parece haber sido excavada por el torrente después de que se retirara el glaciar, porque en sus paredes vemos marcas del curso de agua y en las rocas redondeadas en lo alto de sus paredes, a unos veinte meros de altura sobre el nivel actual del torrente, hay algunas de esas singulares cavidades que sólo una corriente rápida produce en la roca.

Un pequeño puente de frágil apariencia cruza el torrente poco más arriba de la entrada de la garganta, y desde él se perciben, en las peñas de abajo, cavidades semejantes a las que acabo de mencionar. El torrente corre con fuerza, pero a veces es retenido por rocas salientes, produciendo remansos y remolinos en algunos lugares. En otros, la obstrucción origina fuentes que fluyen bajo la superficie de las masas pétreas, de modo que el agua no sólo trabaja bajo las peñas sino que las rodea subterráneamente. En todos estos casos se producen concavidades. Los ángulos protuberantes son redondeados y más o menos convexos, pero prevalecen las formas cóncavas.

Aquí causa y efecto se complementan. Las desigualdades del lecho y los lados del torrente producen remolinos, y éstos a su vez, concavidades. Cuanto más profundas son, más alteraciones provocan en el agua. La destrucción de las rocas se produce a un ritmo cada vez más acelerado porque cuanta más superficie de roca queda expuesta, mayor es el asalto del frío y el calor.

Cuando el agua se presenta en forma de glaciar no produce en la roca concavidades como éstas ni actúa sobre superficies no opuestas a la dirección de la corriente. Su naturaleza cambia, opera de manera distinta y deja marcas que se diferencian claramente de las producidas por la acción de los torrentes.

Las formas predominantes de la acción de los glaciares son más o menos convexas. Al final, todos los ángulos y casi todas las curvas se borran, y sobrevienen grandes superficies lisas. Tal extremo de desgaste se encuentra pocas veces, excepto en lugares que han sido sometidos a una fricción mucho más intensa de la producida en los Alpes, y en términos generales el juicio del veterano geólogo Studer, citado abajo, es sin duda cierto[36]. No sólo pueden seguirse las actividades de los glaciares extintos en los salientes rocosos, sino que sus efectos en todo un macizo montañoso pueden reconocerse fácilmente a una distancia de veinte o treinta kilómetros por la incesante repetición de estas formas convexas.

[…] Concluimos la jornada del 3 de agosto con un paseo por el glaciar Findelen y volvimos a Zermatt una hora después de lo que nos habíamos propuesto, sintiéndonos ambos muy soñolientos. Cito esto por lo que luego ocurrió. Pretendíamos cruzar el Col de Valpelline al día siguiente y para ello era aconsejable salir muy temprano. El señor Seiler, un hombre excelente, lo sabía y, cuando llamó a mi puerta, contesté: «Bien, Seiler. Ahora voy», e inmediatamente me volví del otro lado pensando: «Antes, cinco o diez minutos más de sueño». Pero Seiler esperó y escuchaba, y sospechando lo que ocurría volvió a llamar. «Señor Whymper, ¿tiene usted luz?». Sin pensar en las consecuencias contesté: «No»; y entonces el buen hombre forzó la cerradura de su propia puerta para darme luz. Mediante actos de análoga simpatía y desinterés adquirió Seiler su envidiable reputación.

A las cuatro de la madrugada salimos del hotel Monte Rosa y poco después caminábamos a través de los bosquecillos de pardos alisos que bordean el camino del pintoresco valle que conduce al glaciar Z’Mutt[37].

Nada puede parecer más inaccesible que el Cervino desde ese lado y hasta las personas con más sangre fría retienen el aliento contemplando sus espectaculares riscos. Pocos hay en los Alpes que los igualen en dimensión y ninguno merece con más justicia el nombre de precipicio. El más inmenso de todos es el del norte, que se inclina hacia el glaciar Z’Mutt. Las piedras desprendidas de este prodigioso paredón caen unos 450 metros antes de tocar tierra, y las que proceden de más arriba aún y rebotan en el borde del precipicio dan un salto final de 300 metros. Este lado de la montaña siempre ha parecido sombrío, triste y terrible, y ahora lo parece más por los tristes recuerdos asociados a él.

«No hay aspecto de destrucción en los riscos del monte Cervino», dice Ruskin. Es cierto… si se miran desde lejos. Pero, si nos aproximamos por el lado del glaciar Z’Mutt, oiremos la destrucción que tiene lugar incesantemente. La oiremos, pero probablemente no la veremos, porque, aunque las masas que caen retumban como cañones y los ecos retumban desde el Ebihorn, siguen siendo como cabezas de alfiler en relación con la grandiosa y enorme ladera.

Para ver esa destrucción tenemos que acercarnos más, trepar riscos y crestas o subir a la meseta del glaciar del monte Cervino, que aparece cortada y surcada por estos obuses y sembrada de sus fragmentos pequeños. Las masas más grandes, cayendo con tremenda velocidad, se hunden en la nieve y desaparecen de la vista.

El glaciar del monte Cervino también envía sus aludes, como rivalizando con las rocas. En todo su lado septentrional no termina, como suelen hacer los glaciares, en una pendiente suave, sino abruptamente en lo alto de las rocas escarpadas que le separan del glaciar Z’Mutt, y rara vez pasa una hora sin que se desprenda una masa de hielo cayendo con estrépito hacia las laderas inferiores, donde se vuelve a compactar.

Los desolados pinos de los bosques que limitan con el Z’Mutt, descortezados y escarchados, constituyen un fondo adecuado para un escenario que es difícilmente superable en solemnidad y grandeza. Es un tema digno del pincel de un gran pintor y pondría a prueba el talento de los mejores.

Remontando el glaciar, la montaña ofrece un aspecto menos salvaje, aunque no menos impracticable. Tres horas después, al llegar al islote de rocas llamado Stockje (que señala el fin del glaciar Z’Mutt propiamente dicho y separa la parte que lo alimenta, el Stock, de su zona más extensa y baja, el Tiefenmatten), el mismo Carrel, un hombre muy inexpresivo, no pudo refrenar su admiración ante las abruptas pendientes del monte y la audacia que nos llevaba a acampar en la ladera suroeste, cuyo perfil se ve muy bien desde el Stockje[38]. Carrel divisaba entonces por primera vez los lados norte y noroeste de la montaña y se convenció más que nunca de que el ascenso sólo era posible desde Breuil.

Tres años después, pasando yo por el mismo lugar en compañía del guía Franz Biener, notamos un hedor arrastrado por una ráfaga de viento. Mirando hacia arriba, descubrimos una gamuza muerta a mitad de camino de las pendientes meridionales del Stockje. Llegamos hasta el animal y vimos que había sido víctima de un accidente insólito. Había resbalado desde unas rocas más altas, rodando por una cuesta de piedras movedizas y, al despeñarse, había quedado enganchado por ambos cuernos al reborde. Con las patas había arañado y coceado las rocas y luego, evidentemente, murió de hambre. La pobre bestia colgaba en el espacio con la cabeza hacia atrás, la lengua fuera y los ojos dirigidos hacia el cielo, como pidiendo ayuda.

Carrel y yo no hallamos nada análogo en 1863 y cruzamos este paso fácil hasta los chalés de Prerayén. Desde la cumbre descendimos de una tirada. El camino ya ha sido descrito antes, y quienes deseen más información sobre él pueden consultar la descripción de Jacomb, el descubridor del paso[39]. Tampoco tuvimos que detenernos en Prarayé, aunque tuvimos tiempo de ver que el propietario de los chalés (a quien a veces se ha tomado por un pastor común) no debe ser juzgado por su apariencia. Es un hombre rico, propietario de muchos rebaños y, aunque cortés si se le trata con amabilidad, puede actuar como señor de Prarayé, con toda la importancia de un hombre que paga 500 francos de impuestos anuales a su gobierno.

Al levantarnos el 5 de agosto vimos que las cumbres estaban nubladas. Decidimos no continuar inmediatamente nuestra ruta de montaña y volvimos sobre nuestros pasos del día anterior hasta el chalé, a mayor altura en el flanco izquierdo del valle, con la intención de atacar el Dent d’Hérens a la mañana siguiente. Nos interesaba esa cima, ante todo, por la excelente vista que tenía sobre la ladera suroeste y el pico final del Cervino.

Por entonces el Dent d’Hérens no había sido escalado aún y nosotros nos habíamos separado de nuestra ruta el día 4 y habíamos trepado un techo sobre la base del Mont Brulé para ver hasta qué punto eran accesibles sus laderas del suroeste. Nuestras opiniones sobre el modo de escalarlo divergían. Carrel, fiel a su hábito de preferir las rocas al hielo, aconsejaba ascender por el largo contrafuerte de la Tête de Bellazà (o Bella Cia, que desciende hacia el oeste y forma el límite meridional del último glaciar que llega al glaciar de Za-de-Zan), y desde ahí atravesar la cabecera de los tributarios del Za-de-Zan hasta la ladera rocosa occidental del Dent. Por mi parte, yo proponía seguir el Za-de-Zan en toda su longitud, y desde la llanura de su cabecera (donde mi ruta cortaba la de Carrel) buscar directamente la cumbre sobre la pendiente helada del glaciar. El jorobado, que nos acompañaba en estas excursiones, se adhirió al plan de Carrel y ése fue el que adoptamos.

La primera parte del programa fue ejecutada con éxito, y a las diez y media del 6 de agosto nos encontrábamos a caballo de la arista de la vertiente occidental, a 3810 metros de altura, mirando hacia el glaciar Tiefenmatten. Parecía que en una hora más llegaríamos a la cumbre, pero una hora después descubrimos que no lo lograríamos. La arista de la ladera —como todas las que he conocido en las cimas de los grandes picos— estaba fragmentada por el hielo y no era más que un montón de pedruscos apilados. Era siempre estrecha, y cuanto más se estrechaba, más inestable y difícil la encontrábamos. No podíamos apartarnos de la arista ni trepar por sus lados, pues el que miraba al Tiefenmatten era demasiado escarpado y, en ambos, el desplazamiento de un solo bloque rocoso hubiera hecho perder el equilibrio a todos los que estaban encima. Obligados, por tanto, a seguir estrictamente el crestón e incapaces de desviarnos lo más mínimo a derecha o izquierda, tuvimos que confiarnos a unas rocas inestables que temblaban bajo nuestros pies, desprendiéndose a veces con un ruido terrible, y que parecían a punto de despeñarse en un inmenso alud.

Yo marchaba tras mi guía, que no pronunciaba palabra, hasta llegar a un punto donde había que trepar una roca suelta que interceptaba el lomo del monte. Carrel no podía subir sin ayuda, ni avanzar después, hasta que yo me uniera a él. Al ayudarme Carrel a subir, sentí cómo la roca temblaba debajo de mí. Pensé que el peso de otro hombre encima podía desmoronarla. Entonces me acobardé. No ganaríamos honor perseverando ni deshonor abandonando un lugar peligroso por su excesiva dificultad. Así que regresamos a Prarayé, porque nos quedaba escaso tiempo para intentar la otra ruta, que al final resultaría ser la adecuada para ascender la montaña.

Cuatro días después, un grupo de ingleses, incluyendo a mis amigos W. E. Hall, Craufurd Grove y Reginald Macdonald, llegaron a Valpelline (sin conocer nuestro intento) y el día 12, bajo la experta dirección de Melchior Anderegg, realizó el primer ascenso del Dent d’Hérens por la ruta que yo había propuesto. Ésta es la única montaña de los Alpes que me haya propuesto escalar y en la que no haya conseguido mi propósito antes o después. Nuestro fracaso fue mortificante, pero me consuela pensar que hicimos bien en volver, ya que de haber perseverado en la ruta de Carrel, habría que lamentar otro accidente alpino[40].

El 7 de agosto cruzamos el paso de Valcournera (Va Cornère)[41] y examinamos cuidadosamente la montaña llamada Grand Tournalin mientras descendíamos al Val de Cignana. Esta montaña se ve desde tantos sitios y de tal manera supera a sus picos vecinos que nos pareció que ofrecería vistas extraordinarias. Como el tiempo seguía sin ser favorable para el Cervino, acordé con Carrel ascenderlo al día siguiente y le envié al pueblo de Val Tournanche para hacer los preparativos mientras Meynet y yo volvíamos a Breuil por un paso situado detrás de Mont Panquero, conocido como Col de Fenêtre. Por la noche me reuní con Carrel en Val Tournanche y salimos de allí antes de las cinco de la madrugada del día 8 para atacar el Tournalin.

Meynet quedó atrás aquel día y el jorobado se conformó a regañadientes, insistiendo en que le llevásemos. «No me pague nada, sólo déjeme acompañarle». «Sólo pido un poco de pan y queso, y no comeré mucho». «Prefiero ir con usted a llevar cargas por el valle». Aquéllos eran sus argumentos y lamenté que la prisa que llevábamos nos obligara a prescindir del buen hombre.

Carrel me condujo por los prados al sur y al este del pueblo de Val Tournanche, y luego por un sendero en zigzag a través de un bosque espeso, tomando muchos atajos que demostraban un buen conocimiento del terreno. Cuando salimos de nuevo a campo abierto, nuestro sendero nos llevó a uno de esos pequeños y escondidos valles laterales que tanto abundan en las laderas que rodean el pueblo de Val Tournanche.

Este valle, el Combe de Ceneil, se inclina hacia el este y tiene sólo un pequeño caserío. El Tournalin está situado en lo alto del Combe, aproximadamente al este de la aldea de Val Tournanche, pero desde allí no se divisa la montaña. Después de pasar Ceneil, aparece el Tournalin elevándose sobre un anfiteatro de riscos (surcado por hermosas cascadas) al extremo del Combe. Para evitar esos riscos, el sendero vira hacia el sur, manteniéndose a la izquierda del valle, y a unos 1100 metros del pueblo y a unos 450 de Ceneil, llega a la base de unas morrenas cuyo tamaño es grande considerando las dimensiones de los glaciares que las formaron. Las montañas del lado occidental de Val Tournanche se ven muy bien desde este punto, pero aquí acaba el camino y aumenta la pendiente.

Cuando llegamos a aquellas morrenas tuvimos que escoger entre dos rutas. Una continuaba hacia el este, sobre las propias morrenas, los fragmentos arrastrados por el glaciar y una larga pendiente de nieve a mayor altura, hasta una especie de collado o depresión situado al sur del pico, donde una cresta fácil conducía a la cumbre. La otra, sobre un glaciar consumido al noreste de nuestra posición (que tal vez ya no exista), llegaba hasta un collado muy definido al norte del pico, desde el cual una arista fácil llevaba directamente a la cima. Seguimos la primera ruta y en poco más de media hora alcanzábamos el collado, desde el que se dominaba una vista espectacular de la ladera meridional del Monte Rosa, y de las crestas a su izquierda y al este de Val d’Ayas.

Mientras descansábamos en este lugar, una gran manada de gamuzas errantes llegó a la cumbre de la montaña desde la ladera norte. Algunas de las bestias, posando como estatuas, parecían apreciar el grandioso panorama que les rodeaba, mientras otras se entretenían, como turistas bípedos, en hacer rodar piedras por los precipicios. El ruido de esos pedruscos cayendo nos hizo mirar hacia arriba. Las gamuzas eran tan numerosas que no llegábamos a contarlas y estaban agrupadas en la cumbre sin reparar en nuestra presencia. Se dispersaron con pánico, como si una bomba hubiera explotado entre ellas, cuando mi camarada las saludó con gritos, y descendieron en todas direcciones con saltos precisos e infalibles y con tal gracia y belleza que sentimos admiración y respeto por su habilidad montañera.

La arista que subía hasta la cumbre era singularmente fácil, aunque quebrada por el hielo, y Carrel pensó que no sería difícil abrir un camino para mulas sobre los dispersos bloques de piedra, pero, cuando llegamos a la cumbre, nos encontramos separados del punto más alto por una hendidura que no habíamos visto hasta entonces. Su lado meridional era casi perpendicular, mas sólo medía unos cinco metros de profundidad. Carrel me ayudó a bajar y luego bajó él apoyándose en el hierro de mi piolet y luego en mis hombros, con una habilidad que contrastaba con mi torpeza tanto como sus propios movimientos con los de las gamuzas. Unos cuantos pasos más nos situaron en la cumbre. Nunca había sido escalada, y celebramos el éxito construyendo un gran hito que se veía desde varias millas y que hubiera durado muchos años de no haber sido demolido por orden del canónigo Carrel, ya que interrumpía el campo visual de una cámara fotográfica que llevó hasta la cima más baja en 1868 para fotografiar el panorama. Según los mapas italianos, la cima del Grand Tournalin se encuentra a 1855 metros sobre el pueblo de Val Tournanche y a 3379 sobre el nivel del mar. La escalada, incluyendo las paradas, sólo nos había ocupado cuatro horas.

Recomiendo el ascenso del Tournalin a toda persona que pueda disponer de un día libre en Val Tournanche. Debe recordarse, sin embargo (si la ascensión se realiza para contemplar el panorama), que la parte sur de estos Alpes Peninos rara vez está despejada después del mediodía, y de hecho, con frecuencia sólo lo está hasta las diez o las once. Hacia el crepúsculo se restablece el equilibrio atmosférico y las nubes suelen desaparecer.

Aconsejo la escalada de esta montaña no por su altura ni por su accesibilidad, sino por el magnífico panorama que ofrece desde la cumbre. Su situación es óptima, y la lista de cumbres que se ven desde allí incluye las principales de los grupos del Cottian, Delfinado, Graianos, Peninos y Oberland. La vista presenta en su mayor perfección los elementos pintorescos que faltan en las vistas puramente panorámicas que se gozan desde alturas mayores. Hay tres secciones principales en ella, cada una con un punto central o dominante hacia el que la mirada se vuelve espontáneamente. Las tres son magníficas por derecho propio, pero son diferentes. Hacia el sur, suavizada por los vapores del Val d’Aoste, se extiende la larga hilera de los Graianos, donde se suceden las cumbres de más de 3600 metros de altura. Pero, por magníficas que sean, la mirada no se detiene en ellas, sino sobre el Viso que se perfila al fondo. Hacia el oeste y hacia el norte, la cordillera de Mont Blanc y algunos de los mayores picos de los Alpes Peninos Centrales (incluyendo el Grand Combin y el Dent Blanche) son los que forman el fondo, si bien los superan en grandiosidad los riscos que culminan en el Cervino. La mirada tampoco se detiene hacia el este y el norte en las gratas laderas verdes que conducen al Val d’Ayas, ni en los glaciares y lechos de nieve que lo dominan, ni en el Oberland que destaca al fondo, porque delante de nosotros, a varios kilómetros de distancia pero aparentemente cercano, perfiladas contra el azul del cielo, destacan las crestas centelleantes de Monte Rosa.

A quienes les gustaría hollar las cumbres más altas de los Alpes pero no puedan hacerlo, les queda consolarse sabiendo que normalmente no ofrecen las vistas que causan la impresión más honda y duradera. Sin duda son maravillosos los panoramas que se ven desde los grandes picos, pero carecen naturalmente de esos puntos aislados centrales de tan alto valor pictórico. El ojo vaga sobre multitud de objetos (cada uno tal vez individualmente grande) y distraído por tanta profusión de esplendor, vaga de uno a otro, borrando con la contemplación del siguiente el efecto del anterior y, cuando esos felices momentos vuelan con la rapidez usual, se abandona la cumbre con una impresión que rara vez perdura, por lo difusa que suele ser.

Ninguna vista crea impresiones tan duraderas como las que se ven por un momento cuando se rasga el velo de la bruma y se revela una aislada cumbre o pináculo. Los picos que se ven en esos momentos tal vez no son los más altos o majestuosos, pero su recuerdo dura más que el de una vista panorámica, porque la fotografía captada por el ojo tiene tiempo de secarse, en vez de ser borrada por nuevas impresiones. Lo contrario sucede con las perspectivas a vista de pájaro desde los grandes picos, que a veces abarcan extensiones de cien kilómetros en casi todas las direcciones. El ojo se confunde ante la multitud de detalles y es incapaz de distinguir la importancia relativa de los objetos que capta. Resulta casi tan difícil calcular a simple vista las alturas respectivas de varios picos desde una cumbre alta como desde el fondo de un valle. Creo que los miradores más grandiosos y satisfactorios para contemplar el paisaje de las montañas son aquellos que están suficientemente elevados para dar sensación de profundidad así como de altura, pero no tanto como para hundirlo todo bajo el nivel del espectador. La vista desde el Grand Tournalin constituye un buen ejemplo de esta clase de vistas panorámicas.

Descendimos de la cima por la ruta norte y nos resultó medianamente fácil llegar hasta el collado. Desde allí, siguiendo el glaciar, el camino era recto y nos incorporamos a la ruta tomada en el ascenso hasta el pie de la ladera este. Al atardecer regresamos a Breuil.

A unas dos millas al norte del pueblo de Val Tournanche el valle sube bruscamente y, en este punto, el torrente ha socavado su lecho formando un abismo extraordinario que se conoce desde hace tiempo por el nombre de Gouffre des Busserailles. Allí nos detuvimos para escuchar el fragor del agua oculta y para observar cómo surgía tumultuosa de la sombría abertura, pero nuestros esfuerzos por desentrañar los misterios del lugar fracasaron. En noviembre de 1865, el intrépido Carrel indujo a dos camaradas —los Maquignaz de Val Tournanche— a descenderle mediante una cuerda a la hoz y a la cascada. La hazaña requería nervios de acero y músculos nada ordinarios, y por sí sola acreditó a Carrel como un hombre de indomable valor. Uno de los Maquignaz descendió posteriormente de la misma forma y ambos se quedaron tan asombrados ante lo que veían que se dispusieron, a base de martillo y escoplo, a construir una senda de descenso hasta aquel romántico paraje. En pocos días construyeron una tosca pero sólida galería de tablas hasta el centro de la hoz y hoy, previo pago de un franco, cualquiera puede entrar y ver la Gouffre des Busserailles.

No podría, sin planos ni diseños, dar al lector una idea exacta de este notable lugar. Se corresponde, en algunas de sus características, con el torrente del glaciar Gorner, pero exhibe de manera mucho más sobresaliente la acción característica y la extraordinaria fuerza del agua. La longitud de la hoz es de unos cien metros. Y desde lo alto de sus paredes a la superficie del agua hay unos treinta metros. En ningún punto puede verse con una sola mirada toda la longitud o profundidad de la hoz. Porque, aunque la anchura en algunos lugares es a veces de cinco metros o más, la vista está limitada por lo sinuoso de las paredes, pulidas por doquier en forma de superficies de aspecto vítreo. En algunos puntos el torrente ha horadado la roca formando puentes naturales. Los rasgos más extraordinarios de la Gouffre des Busserailles son, sin embargo, las cavernas (o marmites, como allí las llaman), que el agua ha excavado en el corazón de las rocas. El camino de tablas de Carrel conduce hacia una de las mayores, una gruta de nueve metros en su mayor extensión y unos cinco de altura, con techo de roca viva y con el torrente rugiendo a unos quince metros más abajo, al fondo de una hendidura. Esta caverna esta iluminada por bujías y en su interior sólo es posible entenderse por señas.

Visité el interior de la gouffre en 1869 y mi asombro ante sus cavernas aumentó al observar la dureza de la piedra en la que están practicadas, Carrel cortó un fragmento de roca que ahora tengo ante mí. Presenta una superficie cristalina y bruñida que podría tomarse a primera vista por una roca alisada por el hielo. Pero el agua ha encontrado las partículas menos duras causando en la piedra pequeñas depresiones, como el rostro de un afectado por la viruela. Los bordes de estos hoyitos son redondeados y la superficie de la depresión está tan pulida como el resto[42]. El agua ha mordido algunas vetas de esteatita más profundamente que el resto de la roca. Y es posible que la presencia de este mineral explique de algún modo la formación de la gouffre.

Llegué de nuevo a Breuil, tras una ausencia de seis días, satisfecho de la ruta en torno al Cervino, que había sido muy placentera gracias a la buena disposición de mis guías y a la amabilidad de los montañeses. Pero hay que reconocer que los moradores de Val Tournanche están muy atrasados. Sus caminos son tan malos, si no peores, que los del tiempo de De Saussure. Y sus posadas muy inferiores a las de la vertiente suiza[43]. Si no fuese por esto, nada impediría que aquel valle se convirtiera en uno de los más populares y frecuentados de los Alpes. En las presentes circunstancias, los turistas que llegan no parecen pensar más que en el modo de marcharse pronto, y por eso el valle es mucho menos conocido de lo que se merece por sus atractivos naturales.

Creo que el mayor impedimento para la mejora de los caminos en los valles italianos es la impresión generalizada de que los únicos que se beneficiarían de ello son los posaderos. Esto es así hasta cierto punto, pero, al estar tan conectada la prosperidad de los habitantes con las de los hospederos, los intereses de unos y otros son casi idénticos. Hasta que los italianos no hagan menos difíciles y duros sus caminos, deberán resignarse a ver cómo los mayores beneficios se quedan en Suiza y Saboya. Al mismo tiempo, los posaderos deberían cuidar sus suministros. Sus provisiones no sólo suelen ser deficientes en cantidad sino que a menudo resultan deplorables en calidad.

No me atreveré a criticar en detalle los platos que sirven en la mesa, ya que ignoro en absoluto de qué se componen. Entre los turistas alpinos se suele decir que la carne de cabra pasa por carnero y la de mula por buey y gamuza. Me reservo mi opinión sobre este punto hasta que se demuestre qué se hace con las mulas muertas. Pero diré, espero que sin herir la susceptibilidad de mis conocidos entre los posaderos italianos, que su relación con los huéspedes mejoraría si la demanda de viandas más sólidas no fuera contemplada casi como un delito. El talante con el que reciben la demanda de comida más sustanciosa me recuerda a un posadero del Delfinado que me comentó que había oído que muchos turistas iban a Suiza.

—Sí, muchos —repuse.

—¿Cuántos?

—He visto hasta cien reunidos en la mesa de un hotel —contesté.

El hombre alzó los brazos al cielo.

—¿Y querían comer todos los días?

—Sí, no es improbable.

—En ese caso —replicó—, creo que estamos mejor sin ellos.