Hay una lección que debes aprender:
inténtalo, inténtalo, inténtalo otra vez.
Si no consiguieras tener éxito,
inténtalo, inténtalo, inténtalo otra vez.
Entonces mostrarás tu valor,
porque si perseveras,
vencerás, no temas.
Inténtalo, inténtalo, inténtalo otra vez.
HICKSON
A principios del año 1862, el Cervino, ataviado con su manto invernal, se asemejaba muy poco al Cervino del verano. Entonces llegó una nueva fuerza y quiso presentar batalla a la montaña desde otra dirección. T. S. Kennedy, de Leeds, concibió la extraordinaria idea de que el pico podría ser menos inexpugnable en enero que en junio, y llegó a Zermatt en el primer mes para poner a prueba su hipótesis. En compañía del robusto Peter Perrn y el recio Peter Taugwalder, durmió en la pequeña capilla del Schwarzsee y, a la mañana siguiente, como los Parker, siguió el escarpe entre el pico llamado Hörnli y la gran montaña. Pero se encontraron con que la nieve del invierno seguía las leyes ordinarias y que el viento y el frío no eran más suaves que en verano. «El viento lanzaba la nieve y las partículas de hielo como agujas sobre nuestra cara, y pedazos planos de hielo de treinta centímetros de diámetro, arrastrados por el glaciar, pasaban volando. Sin embargo, nadie quería ser el primero en rendirse hasta que una ráfaga más fiera que las otras nos obligó a refugiarnos tras una roca. Inmediatamente comprendimos tácitamente que la expedición debía terminar, pero decidimos dejar un recuerdo de nuestra visita y, tras descender una considerable distancia, encontramos un lugar adecuado con piedras sueltas con las que levantar un hito. En media hora construimos una torre de unos dos metros de alto. Colocamos una botella con la fecha en su interior y nos retiramos lo más rápidamente posible[11]». Este hito fue erigido en el lugar donde el mapa Dufour de Suiza señala 3289 metros de altura e imagino que el lugar más alto alcanzado por Kennedy no debió de estar a más de sesenta o noventa metros por encima.
Poco después, el profesor Tyndall dio en su pequeño tratado Mountaineering in 1861 las razones por las que abandonó Breuil en agosto de 1861 sin intentar nada. Al parecer, había enviado a su guía, Bennen, a reconocer el terreno y éste le dio el siguiente informe: «Señor, he examinado cuidadosamente la montaña y la encuentro más peligrosa de lo que había imaginado. No hay lugar sobre ella donde poder pasar la noche. Podríamos hacerlo en el collado, sobre la nieve, pero nos helaríamos casi por completo y quedaríamos incapacitados para el esfuerzo del día siguiente. Sobre las rocas no hay grietas o rebordes que sirvan de refugio y, saliendo de Breuil, es imposible alcanzar la cima en un solo día». «Este informe —cuenta Tyndall— me desanimó por completo. Me sentía como un hombre que hubiera perdido pie y se sintiera caer por el aire…». Bennen estaba claramente en contra de intentar nada en la montaña. «En todo caso», observé, «podríamos alcanzar la más baja de las dos cumbres». «Incluso eso es difícil», replicó él, «pero cuando la hayamos alcanzado, ¿qué? Ese pico no tiene nombre ni fama[12]».
Debo decir que me causó más sorpresa que desánimo el informe de Bennen. Sabía que la mitad de sus aseveraciones eran falsas. El collado al que se refería era el Col du Lion, en el que habíamos pernoctado unos días después de que él lo desaconsejara. Y yo había visto un lugar, un poco por debajo de La Chimenea, a unos 150 metros sobre el collado, donde parecía posible instalar un vivac. Las opiniones de Bennen parecen haber sufrido un drástico cambio. En 1860 se le describe como entusiasta del intento y en 1861 estaba totalmente en contra. Sin dejarse desalentar por estas apreciaciones, mi amigo Reginald Macdonald, nuestro compañero en Mont Pelvoux y a quien se debía en gran parte nuestro éxito, aceptó acompañarme en un nuevo asalto desde el sur, y aunque no conseguimos a Melchior Anderegg y otros guías famosos, contratamos a dos hombres reconocidos, Johann zum Taugwald y Johann Kronig, de Zermatt. Nos reunimos en aquel lugar a principios de julio, pero el tiempo tormentoso nos impidió pasar al otro lado de las montañas y, cuando el día 5 por fin cruzamos el Col Théodule, el tiempo se mostraba muy inestable, lloviendo en los valles y nevando en las montañas. Poco después de alcanzar la cima nos sentimos muy inquietos al oír misteriosos sonidos que, a veces, parecían como una súbita ráfaga de viento que barriera la nieve y otras, casi como el chasquido de un látigo. Sin embargo la nieve no mostraba signos de movimiento y el aire estaba perfectamente en calma. Las densas y negras nubes de tormenta nos hicieron temer que nuestros cuerpos pudieran servir de pararrayos y nos alegramos al alcanzar el refugio de la posada de Breuil sin haber sido sometidos a tal experiencia[13].
Necesitábamos un porteador y, siguiendo el consejo del posadero, bajamos a los chalés de Breuil en busca de un hombre llamado Luc Meynet. Su casa era una cabaña llena de utensilios para hacer queso y habitada sólo por varios niños de ojos brillantes y, como nos dijeron que el tío Luc volvería pronto, nos sentamos a la puerta para esperarle. Por fin apareció una figura por detrás de un grupo de pinos que hay al pie de Breuil y los niños aplaudieron y dejaron los juguetes para salir corriendo hacia él. Vimos una forma humana poco agraciada que se agachaba para besar a los pequeños en ambas mejillas y subirlos a los serones vacíos que pendían de la mula. Llegó cantando, como si éste no fuera un valle de lágrimas y, sin embargo, el rostro del pequeño Luc Meynet, el jorobado de Breuil, presentaba huellas de preocupación y tristeza, y había un tono melancólico en su voz cuando dijo que debía cuidar de los hijos de su hermano. Al final, sin embargo, se vencieron todos los obstáculos y aceptó acompañarnos para llevar la tienda.
Luc Meynet, el leal jorobado.
Durante el invierno anterior me había estado interesando por las tiendas de campaña y la que llevábamos era el resultado de ciertos experimentos que trataban de diseñar una que fuera suficientemente transportable en las zonas más difíciles y que combinara ligereza y estabilidad. Su base tenía menos de dos metros cuadrados y, perpendicular a su longitud, tenía un corte transversal que formaba un triángulo equilátero de 1,8 metros de lado. La tienda estaba prevista para cuatro personas. Se sujetaba mediante cuatro palos de fresno de dos metros de longitud y tres centímetros de grosor que, en los extremos, sólo tenía dos centímetros y medio. Las puntas eran de hierro. El orden de montaje de la tienda era el siguiente: a unos once centímetros del extremo de cada palo había agujeros destinados a insertar dos anillas de hierro de siete centímetros de diámetro y seis milímetros de grosor. Una vez insertadas las anillas, se plantaban los palos y se fijaban mediante una cuerda para darles su dimensión adecuada. Luego se colocaba el techo. Éste estaba confeccionado con una tosca y oscura pieza de algodón que se puede obtener en anchuras ele 1,83 metros y que continuaba unos sesenta centímetros en el suelo a cada lado. La anchura del material era la longitud de la tienda, lo que evitaba las costuras en el techo. La tela estaba cosida alrededor de cada palo, evitando cuidadosamente las arrugas para obtener la tensión del conjunto. Luego se ponía el suelo, cosido a la tela. Éste era de hule corriente, de unos 2,75 metros cuadrados de superficie, y los 90 centímetros sobrantes se elevaban paralelos a ambos lados de la tienda para impedir corrientes. De ellos, 60 se aplicaban a un lado y 30 al otro, puesto que así bastaba para proteger la zona que ocupaban los pies. Uno de los extremos se cerraba permanentemente mediante una pieza triangular, cosida a la tela ya fijada. La otra quedaba abierta y tenía dos telas triangulares superpuestas y que se podían cerrar por el interior mediante cordeles. Por último, la tela se fijaba a los palos para impedir que la tienda se deformara. La misma cuerda que usábamos para escalar servía para la tienda. Pasaba bajo los palos cruzados y el bajo el borde del techo y sus dos extremos se aseguraban con rocas. Una tienda así costaba cuatro guineas y su peso es de unos doce kilos, o incluso menos, si se emplea el algodón más ligero. Una vez doblada, Meynet podía transportarla fácilmente a la espalda y podía ser montada por dos personas en tres minutos, cuestión muy importante cuando el tiempo es muy frío.
Esta tienda está diseñada y adaptada para acampada a gran altitud o en climas fríos. No pretende ser perfectamente impermeable, pero puede serlo añadiendo paredes de hule, lo que sólo aumenta su peso en un kilo y medio. Por tanto, sirve para uso general[14]. Nótese que el modelo de esta tienda es idéntico en todos sus aspectos esenciales al que adoptó sir Leopold M’Clintock (después de muchas experiencias) para el Ártico, y el uso frecuente que le han dado diversas personas ha demostrado que se trata de un diseño a la vez práctico y sólido.
El domingo 6 de julio llovió y nevó sobre el Cervino, a pesar de lo cual partimos al día siguiente con nuestros tres acompañantes y seguimos mi ruta del año anterior. Se me pidió que yo fuera delante, ya que era el único que había estado antes en la montaña. Pero no fui muy hábil en esa ocasión y conduje a mis compañeros casi hasta lo alto de la Tête du Lion antes de descubrir el error. El grupo se molestó conmigo. Exploramos un poco hacia la derecha y vimos que estábamos en lo alto de un precipicio que domina el Col du Lion. La parte superior del pequeño pico es muy distinta a la de la parte inferior. Las rocas no son tan firmes y suelen estar cubiertas o entremezcladas con nieve y hielo. La pendiente también es más acusada. Mientras descendíamos un pequeño nevero para volver a la ruta correcta, Kronig resbaló en una placa de hielo y empezó a caer a gran velocidad. Afortunadamente se mantuvo en pie y mediante un gran esfuerzo consiguió detenerse justo antes de llegar a unas rocas que sobresalían de la nieve y que le habrían hecho salir despedido hacia el vacío. Cuando, unos minutos después, llegamos hasta él, vimos que era incapaz de mantenerse en pie y, además, no podía moverse. Su semblante parecía cadavérico y estaba preso de un violento temblor. Permaneció en este estado durante más de una hora y, en consecuencia, el día había avanzado mucho cuando llegamos al collado donde pensábamos acampar. Recordando nuestra experiencia del año anterior, no plantamos la tienda sobre la nieve, sino que reunimos piedras sueltas ele los rebordes vecinos y construimos una tosca plataforma que luego nivelamos con fango y tierra.
Meynet demostró ser muy valioso como porteador de la tienda. Aunque sus piernas eran más pintorescas que simétricas, y aunque parecía no tener dos partes iguales, su propia deformidad resultó útil y pronto descubrimos que tenía un espíritu peculiar y que pocos campesinos eran compañeros más agradables o mejores escaladores que el pequeño Luc Meynet, el jorobado de Breuil. También acreditó buenas cualidades como aprovechador de desperdicios y pedía humildemente los restos de carne que dejaban los demás o los huevos de aspecto dudoso, y parecía considerar un favor especial, si no un verdadero agasajo, apurar los posos del café. Con el mayor contento ocupó el peor puesto a la entrada de la tienda y realizó todos los trabajos sucios que le encomendaban los guías, mostrándose tan agradecido como un perro que, después de ser apaleado, recibe una caricia.
Por la noche se levantó un fuerte viento desde el este y al amanecer se había convertido casi en un huracán. La tienda resistía noblemente y permanecimos en su interior durante varias horas después de la salida del sol sin saber qué convenía hacer. Un rato de calma nos animó a movernos, pero apenas habíamos ascendido unos treinta metros cuando la tormenta se desató sobre nosotros con renovada furia. Era imposible avanzar o retroceder. Las piedras sueltas volaban fuera de la pendiente y todos nos asíamos con fuerza cuando veíamos caer piedras del tamaño de un puño. No nos atrevíamos a incorporarnos y permanecíamos a gatas, pegados, por así decirlo, a las rocas. El frío era intenso porque la tormenta había barrido la cordillera principal de los Alpes Peninos y los grandes neveros que rodean el Monte Rosa. Nuestro calor y arrojo se evaporaron rápidamente y en la siguiente tregua del vendaval nos retiramos a la tienda, incluso tuvimos que detenernos varias veces en esa corta distancia. Taugwald y Kronig declararon entonces que ya tenían bastante y se negaron a seguir en la montaña. Meynet nos informó también de que su presencia era necesaria abajo al día siguiente para importantes operaciones en la elaboración de queso. Se hacía por tanto necesario volver a Breuil y llegamos allí a las dos y media de la tarde, muy disgustados ante nuestra completa derrota.
Jean-Antoine Carrel, atraído por los rumores, se había acercado a la posada durante nuestra ausencia y, tras algunas negociaciones, aceptó acompañarnos con uno de sus amigos, llamado Pession, el primer día que amaneciera despejado. Nos consideramos afortunados, porque Carrel consideraba claramente la montaña como un coto privado y consideraba nuestro último intento como la acción de unos furtivos. El viento fue amainando durante la noche y nos pusimos de nuevo en marcha con estos dos hombres y un portador a las ocho de la mañana del día 9, con un tiempo muy apacible. Carrel nos complació sugiriendo que deberíamos acampar incluso a más altura que antes y seguimos sin descansar en el collado, hasta que coronamos la Tête du Lion. Cerca de la base de La Chimenea, un poco por debajo de la cresta del lomo de la montaña y en su cara oriental, encontramos un lugar protegido y, entre roca y roca, construimos (bajo la dirección de nuestro jefe, que entonces era albañil) una plataforma de tamaño suficiente y considerable solidez. Se situaba a 3828 metros sobre el nivel del mar y creo que sigue existiendo en la actualidad[15]. Luego seguimos adelante, ya que hacía muy buen tiempo y, tras una corta escalada de una hora, llegamos al pie de la Grand Tour, (es decir, el máximo punto de altura alcanzado por Hawkins), y después volvimos a nuestro campamento. Nos levantamos a las cuatro de la madrugada y a las cinco y cuarto comenzamos una vez más la ascensión, con buen tiempo y una temperatura de 28 grados. Carrel escaló La Chimenea seguido por Macdonald y por mí. Luego le llegó el turno a Pession, pero, cuando llegó arriba, parecía muy enfermo, se declaró incapaz de seguir y dijo que tenía que volver. Esperamos un rato, pero ni mejoró ni pudimos averiguar la naturaleza de su mal. Carrel se negó en redondo a acompañarnos solo. Nos hallábamos desamparados. Macdonald, siempre animoso, propuso que continuáramos hasta donde pudiéramos sin ellos, pero al final se impuso la sensatez y volvimos juntos a Breuil. Al día siguiente mi amigo partió hacia Londres.
Tres veces había intentado el ascenso de esta montaña y en cada ocasión había fracasado ignominiosamente. No había avanzado ni un metro más que mis predecesores. Hasta la altura de casi 3950 metros no había dificultades extraordinarias. El camino hasta allí podía ser considerado casi «una diversión». Sólo quedaban otros 550 metros, pero seguían vírgenes y podían presentar obstáculos formidables. Ningún hombre podía confiar en escalarlos en solitario. Una roca perpendicular de sólo dos metros de altura podría derrotarle. Un paso semejante sería factible para dos hombres y una bagatela para tres. Era evidente que el grupo debía constar de tres hombres por lo menos. ¿Pero dónde se podían conseguir los otros dos? Carrel era el único que mostraba entusiasmo por la empresa y él, en 1861, se había negado a intentarla a menos que el grupo constara de cuatro personas al menos. La dificultad estaba en la falta de hombres, no en la montaña.
El tiempo empeoró de nuevo, así que fui a Zermatt para intentar encontrar un hombre y permanecí allí durante una semana de tormentas[16]. Sin embargo, no logré convencer a ninguno de los hombres de valía y regresé a Breuil el día 17, confiando en combinar el talento de Carrel y la voluntad de Meynet en un nuevo intento por la misma ruta que antes, ya que la parte superior de la ladera nordeste, que yo había inspeccionado mientras tanto, parecía completamente impracticable. Ambos hombres se mostraron dispuestos, pero sus ocupaciones ordinarias les impedían partir de inmediato[17].
Mi tienda había quedado enrollada en la segunda plataforma y, mientras esperaba a los hombres, se me ocurrió que aquel valioso campamento podría haber «volado» durante las últimas tormentas, así que el día 18 emprendí la marcha para cerciorarme. El camino ya me era familiar y ascendí rápidamente, asombrando a los amistosos pastores que me saludaban extrañados mientras pasaba entre ellos y sus reses, ya que iba solo. Pero se hizo necesaria más prudencia una vez dejados atrás los pastos e iniciada la escalada, ya que era necesario señalar cada paso, por si se levantaba la niebla o me sorprendía la noche. Una de las pocas cosas que se pueden decir a favor del montañismo en solitario (una práctica qué tiene pocos aspectos recomendables) es que despierta las facultades de un hombre y aumenta su capacidad de observación. Cuando uno no dispone de otros brazos que le ayuden y sólo puede guiarse por su propia cabeza, debe fijarse en todos los detalles, porque no puede permitirse un error. Así me ocurrió, en mi escalada solitaria, cuando superé la línea de nieve y el límite ordinario de las plantas con flor: al observar ángulos y señales, mis ojos se posaban en diminutas plantas —a veces de una sola flor y un solo tallo—, pioneras de la vegetación, átomos de vida en un mundo desolado, que habían encontrado la manera de subir desde muy abajo y que obtenían su sustento del suelo desnudo, en hendiduras protegidas. Mi interés por las bien conocidas rocas se renovaba al ver la lucha denodada de las plantas supervivientes por ascender la montaña, pues muchas debieron perecer en el intento. Había, por supuesto, gencianas, seguidas de cerca por saxífragas y por la Linaria alpina, pero a todas aventajaba la Thlaspi rotundifolium, que era la que crecía a mayor altura, aunque también ella se veía superada por una florecilla blanca que no conocía y que no logré alcanzar[18].
La tienda estaba en su sitio, aunque cubierta por la nieve y me volví para contemplar el paisaje, que, visto en calma y soledad, tenía toda la fuerza y el encanto de una novedad absoluta. Los picos más altos de la cordillera Penina estaban ante mí: el Breithorn (4184 metros), el Lyskamm (4538) y el Monte Rosa (4638). Hacia la derecha aparecía todo el bloque de montañas que separaba Val Tournanche de Val d’Ayas, con su punto culminante, el Grand Tournalin (3400 metros). Detrás se veían las sierras que separan el Val d’Ayas del Val de Gressoney, y al fondo había cumbres más altas aún. Más hacia la derecha, la mirada se perdía por todo el Val Tournanche y descansaba después sobre los Alpes Graianos con sus innumerables picos y sobre la aislada pirámide de Monte Viso (3480 metros) en lontananza. Todavía más hacia la derecha aparecían las montañas entre el Val Tournanche y el Val Barthélemy. El Monte Rosa (una cumbre redondeada y nevada que parece tan importante desde Breuil y que, en realidad, sólo es parte ele otra montaña más alta: Château des Dames) apenas llamaba la atención y la mirada pasaba por encima y se fijaba en el Becca Salle (o, como aparece en el mapa, Bec de Sale), un Cervino en miniatura, y sobre otras cumbres más importantes. Luego, la gran mole del Dent d’Hérens (4180 metros) cerraba el paso, una noble montaña cuyas laderas meridionales contienen enormes glaciares colgantes que se desmoronaban en inmensos fragmentos sobre el glaciar Tiefenmatten. Y, por último, el más espléndido de todos, el Dent Blanche (4634 metros), recortado sobre la cuenca del gran helero de Z’Mutt. Una vista así apenas tiene parangón en los Alpes, y muy pocas veces puede contemplarse como yo la veía, perfectamente despejada[19].
El tiempo pasó sin que yo me diera cuenta y los pajaritos que habían construido sus nidos en las grietas vecinas empezaban a emitir sus gorjeos vespertinos cuando pensé en regresar. Casi mecánicamente me volví a la tienda, la desplegué y la monté. Contenía comida suficiente para varios días y decidí quedarme a pasar la noche. Había salido de Breuil sin provisiones y sin decirle a Favre, el posadero, adónde iba. Contemplé de nuevo el panorama. El sol se estaba poniendo y sus rayos rosados, fundiéndose con el azul de la nieve, producían pálidos y puros tonos violetas que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Los valles se inundaban de púrpura mientras las cumbres brillaban con insólito esplendor. Mientras permanecía sentado a la entrada de la tienda y contemplaba el paso del crepúsculo a la oscuridad, la tierra pareció hacerse menos terrenal y casi sublime. El mundo parecía muerto y yo era su único habitante. Luego la luna iluminó de nuevo las montañas y, mediante una discreta supresión de detalles, la vista se hizo aún más magnífica. Hacia el sur, algo flotaba en el aire como una luciérnaga. Era demasiado grande para ser una estrella y demasiado fijo para ser un meteoro, y pasó algún tiempo antes de caer en la cuenta de que era el fulgor de la luna brillando sobre la gran ladera norte de Monte Viso, a unos 150 kilómetros de distancia en línea recta. Por fin, temblando de frío, entré en la tienda y preparé café. La noche transcurrió apaciblemente y a la mañana siguiente, tentado por el buen tiempo, subí aún más en busca de otro lugar para acampar.
La escalada en solitario durante un largo trecho me había enseñado que un individuo aislado está sujeto a muchas dificultades que no son tales para un grupo de dos o tres hombres, y que las desventajas de estar solo son más evidentes en el descenso que en el ascenso. Para neutralizar estos inconvenientes diseñé dos recursos que puse en práctica por primera vez. Uno era una especie de grapa o garfio de acero de unos once centímetros de longitud y medio centímetro de grosor. Resultaba útil en pasos difíciles donde no había asidero al alcance del brazo pero sí hendiduras o salientes algo más arriba. El garfio podía fijarse al extremo del piolet y con él tanteaba hasta engancharlo en algún lugar. Los bordes que entraban en contacto con las rocas eran dentados para facilitar el agarre, y en el otro lado tenía una anilla a la que ataba una cuerda. Esto no servía para escalar un tramo largo, pero sí para ascender unos pocos metros cada vez. Al descender, sin embargo, podía usarse con prudencia para tramos más largos, ya que el garfio podía clavarse más firmemente, pero era necesario mantener tensa la cuerda y tirar constantemente hacia abajo porque, en caso contrario, se habría desprendido fácilmente. El segundo invento era simplemente una modificación de un truco empleado por todos los escaladores. A menudo es necesario que el escalador solitario (o el último de una cordada durante un descenso) haga un nudo de ojal en el extremo de la cuerda, la pase sobre las rocas y descienda sujetando el extremo libre. Luego se da un tirón y se puede repetir la operación. Pero a veces ocurre que no hay rocas a mano que permitan esto y hay que recurrir a un nudo corredizo, de modo que no es posible soltar la cuerda y hay que abandonarla. Para evitarlo, sujeté una anilla de cinco centímetros de diámetro y nueve milímetros de grueso al extremo de la cuerda. Pasando el otro extremo de la cuerda por esta anilla se formaba el lazo que se deslizaba hacia arriba y se sujetaba firmemente mientras yo descendía agarrando el extremo libre. De la anilla pendía también un fuerte bramante. Al llegar abajo tiraba de él y la anilla se deslizaba quedando libre. Mediante estos dos simples procedimientos pude subir y bajar rocas que de otro modo habrían sido completamente infranqueables. El peso de ambos objetos no llegaba al cuarto de kilo.
He mencionado que las rocas de la arista suroeste no son difíciles durante un trecho a partir del Col du Lion. Esto es cierto hasta el nivel de La Chimenea[20], pero después la pendiente se hace mayor y lisa, con pocas fracturas, y presenta unos pequeños escalones especialmente inseguros cuando están cubiertos de hielo. En este punto (justo encima de La Chimenea) el escalador se ve obligado a seguir el lado meridional de la pendiente (el de Breuil), pero unos pocos metros más arriba tiene que volver al lado septentrional (el de Z’Mutt), donde casi todos los años la naturaleza cubre amablemente de nieve la ladera. Una vez superada, se puede volver a la cresta y seguirla sobre rocas fáciles hasta la base de la Grand Tour. Éste fue el punto más alto alcanzado por Hawkins en 1860 y también por nosotros el 9 de julio.
Esta Gran Tour es uno de los accidentes más espectaculares de la ladera. Surge como un torreón en la esquina de un castillo. Tras ella, una especie de muro con almenas conduce hasta la ciudadela. Vista desde el Col Théodule, parece un pináculo insignificante, pero a medida que uno se aproxima parece ganar en altura, y cuando uno se encuentra en su base, oculta por completo la parte superior de la montaña. Encontré ahí un lugar adecuado para la tienda, que, aunque no tan bien protegido como la segunda plataforma, tenía la ventaja de estar cien metros más alto, y, fascinado por los riscos y animado por el buen tiempo, seguí para ver qué había más allá.
El primer paso fue difícil. La arista disminuía su anchura hasta lo imposible. Era difícil mantener el equilibrio y, precisamente donde la arista era más estrecha, una masa perpendicular de rocas obstruía el paso. No había al alcance de la mano nada donde asirse. Era preciso saltar y cogerse a viva fuerza al borde de la roca. La progresión directa hacia arriba era imposible. Enormes e impresionantes precipicios caían por la izquierda hacia el glaciar Tiefenmatten, pero a la derecha todavía era posible avanzar. Un obstáculo sucedía a otro, y se perdía mucho tiempo buscando un paso. Recuerdo nítidamente una quebrada especialmente impactante con bordes lisos y paredes verticales. Los rebordes fueron disminuyendo hasta desaparecer y entonces me encontré con brazos y piernas abiertos, como crucificado contra la roca y sintiendo las palpitaciones de mi pecho. Busqué asidero y, al no encontrarlo, salté al fin de un lado a otro de la grieta. Es inútil intentar describir tales lugares. Tanto si se describen a la ligera o con minuciosidad, se corre el peligro de no ser comprendido. Su encanto, para el escalador, consiste en la intensa exigencia a la que obliga a sus facultades y a su fuerza, y en el placer que le produce superarlos con habilidad. El lector que no sea montañero no puede sentir esto y su interés por la descripción de tales lugares es normalmente escaso, a no ser que suponga que las situaciones son peligrosas. No lo son necesariamente, pero creo que es imposible evitar dar esa impresión si se insiste especialmente en las dificultades.
Había un cambio en la calidad de la roca y también en el aspecto de la pendiente. Las rocas por debajo de aquel punto eran especialmente firmes y apenas se hacía necesario tantear el agarre. Pero aquí todo era decadencia y ruina. La arista estaba maltrecha y quebrantada y los pies se hundían entre los fragmentos caídos, mientras que, arriba, enormes bloques esculpidos por la mano del tiempo se inclinaban hacia el cielo cual fúnebres lápidas de gigantes. Movido por la curiosidad, avancé hasta una hendidura entre dos pilas de masas inmensas que sólo parecían necesitar una pequeña presión para hacerlas caer. Tan bien equilibradas estaban que debían literalmente mecerse con el viento, puesto que se movían al más ligero roce y sobre tan frágil base que me asombró que no se desplomaran ante mis ojos. En toda mi experiencia alpina no he hallado nada más impresionante que la desolada, ruinosa y quebrada arista que se extiende tras la Grand Tour. He visto formas extrañas, rocas que imitan formas humanas con caras monstruosas y pináculos aislados más grandes y puntiagudos que los de ese lugar, pero nunca había visto expuestos de forma tan impresionante los tremendos efectos de las heladas y de las fuerzas prolongadas cuyas consecuencias son impredecibles.
Sobra decir que es imposible escalar el caballete de la arista por aquella parte; sin embargo, hay que mantenerse cerca de él porque no hay otra ruta. En general, los perfiles del Cervino son demasiado abruptos para permitir la formación de grandes lechos de nieve, pero de vez en cuando hay una esquina donde ésta se acumula, y se agradece, porque sobre ella se asciende cuatro veces más deprisa que sobre las rocas.
La Torre se había ocultado casi a mi vista y yo contemplaba los Alpes Peninos centrales, el Grand Combin y la cordillera del Mont Blanc. El Dent d’Hérens seguía levantándose ligeramente por encima de mí, lo que me permitía calcular la altura alcanzada. Hasta entonces no albergaba dudas sobre mi capacidad para descender lo que había subido, pero poco después, mirando hacia delante, vi que la pendiente aumentaba y decidí volver (sin forzar mi paso y sin meterme en grandes dificultades), complacido por la idea de que aquellos riscos serían superados cuando volviera con mis compañeros y convencido de que yo, sin ayuda, había llegado casi a la altura del Dent d’Hérens y considerablemente más alto que nadie en el Cervino[21]. Mi entusiasmo era algo prematuro.
Hacia las cinco de la tarde salí de nuevo de la tienda y me consideré poco menos que en Breuil. El garfio y la cuerda me habían prestado un buen servicio y habían allanado todas las dificultades. Sin embargo descendí La Chimenea dejando una cuerda fija, puesto que me sobraba. El hierro del piolet me había estorbado mucho en las bajadas y lo dejé en la tienda. Al subir por los lechos de nieve, lo arrastraba de una cuerda sujeta a la cintura, pero al descender con la cara hacia fuera (que es lo mejor, siempre que sea posible), se enganchaba con frecuencia en las rocas y en varias ocasiones llegó a ser un impedimento. Así que por desidia, si así se quiere, lo dejé en la tienda. Tal imprudencia habría de costarme cara.
Pasé el Col du Lion. Cincuenta metros más me hubieran llevado a La Escalinata, donde se puede descender rápidamente. Pero al llegar al ángulo de los riscos de la Tête du Lion, mientras seguía el borde superior de la nieve que se acumula sobre ellos, me encontré con que el calor de los dos últimos días había deshecho casi por completo los peldaños que cortamos al subir. Las rocas era impracticables y se hacía necesario hacer nuevos escalones. La nieve era demasiado dura para andar sobre ella y los ángulos eran puro hielo. Sólo necesitaba media docena de peldaños y luego podría seguir por el reborde. Así, me aferré a la roca con la mano derecha, hurgué la nieve con la punta de mi bastón para formar un peldaño y luego, rodeando el ángulo, quise hacer lo mismo en el otro lado. Todo iba bien, pero al doblar el ángulo resbalé (sin que aún pueda decir cómo) y caí.
«Al doblar el ángulo, resbalé y caí».
La pendiente donde esto sucedió era muy abrupta y se encontraba en lo alto de una quebrada que conducía entre dos salientes secundarios hasta el Glacier du Lion, unos trescientos metros más abajo. La quebrada se iba estrechando hasta acabar en una simple línea de nieve entre dos paredes de roca, que terminaba abruptamente en lo alto del precipicio que la separaba del glaciar. Imagínese un embudo cortado por la mitad y en un ángulo de cuarenta y cinco grados, con el extremo más estrecho hacia abajo y el ancho hacia arriba, y se obtendrá una idea aproximada del lugar.
El peso de la mochila me hizo descender de cabeza, y a unos tres o cuatro metros más abajo tropecé con unas rocas. Rebotando, fui a caer hecho un ovillo en la quebrada. El bastón se me escapó de las manos y rodé en una sucesión de saltos, cada uno más largo que el anterior, sobre hielo y sobre rocas, golpeándome la cabeza cuatro o cinco veces, cada vez con mayor fuerza. El último salto me precipitó en una extensión de dieciocho o veinte metros, de un lado a otro de la quebrada y, afortunadamente, aterricé sobre las rocas con toda la extensión de mi lado izquierdo. Mis ropas se engancharon por un momento y volví a caer sobre la nieve a menor velocidad. Asiéndome donde pude, conseguí detenerme al borde mismo del precipicio. Mi sombrero, mi velo y mi bastón habían desaparecido. Oí despeñarse en el glaciar las piedras arrastradas en mi caída y el fragor que produjeron me hizo comprender lo cerca que había estado de la muerte. En todo caso, había descendido unos setenta metros en siete u ocho saltos. Tres metros más y mi último y gigantesco salto habría sido de doscientos cincuenta metros sobre el glaciar.
La situación era bastante grave. No podía soltarme de las rocas que me sostenían y la sangre brotaba por más de veinte cortes. Los más serios estaban en la cabeza e intenté en vano restañarlos con la mano mientras me sujetaba con la otra. Era inútil, la sangre salía a borbotones a cada latido. Al final, en un momento de inspiración, desprendí de un puntapié un gran trozo de nieve y me lo apliqué en la cabeza. La idea fue oportuna y la hemorragia disminuyó. Luego, trepando, llegué oportunamente a un sitio seguro donde me desmayé. Cuando recobré el conocimiento se estaba poniendo el sol, y ya era noche cerrada cuando descendí La Escalinata, pero, gracias a una combinación de suerte y atención, los 1700 metros de bajada hasta Breuil los recorrí sin un tropiezo ni un extravío. Pasé ante la cabaña de los vaqueros que hablaban y reían en su interior, avergonzado del estado en el que me encontraba por mi estupidez, y entré en la posada deseoso de alcanzar mi dormitorio sin ser visto. Pero Favre salió a mi encuentro en el pasillo preguntando: «¿Quién es?», y encendió una luz. Al verme, despertó a toda la casa. Dos docenas de cabezas celebraron un solemne consejo sobre la mía, con más discursos que acción. La gente del país recomendaba unánimemente la aplicación de vino caliente sobre las heridas. Protesté, pero insistieron, ya que no conocían remedio mejor. Es discutible si las heridas curaron pronto gracias a ese simple remedio o a mi buena salud. Lo cierto es que se cerraron con gran rapidez y a los pocos días me hallaba de nuevo en disposición de moverme[22].
Estuve un tanto melancólico durante este tiempo. Lo pasé ocupado principalmente en meditar sobre la vanidad de los deseos humanos y en observar cómo se lavaba mi ropa en una primitiva máquina accionada por la corriente que descendía frente a la casa. Me decía que, si un inglés caía enfermo alguna vez en el Val Tournanche, no debería sentirse tan solitario como me sentía yo durante aquellos monótonos días[23].
La noticia del accidente hizo que Jean-Antoine Carrel viniera a Breuil, acompañado de uno de sus parientes, un joven fuerte y apto llamado César. Con ellos dos y Meynet emprendí otro intento el 23 de julio. Llegamos hasta la tienda sin dificultad, y al día siguiente habíamos ascendido más allá de la Grand Tour. Avanzábamos con precaución entre las piedras sueltas (que aún conservaban señales de mi paso una semana antes). El tiempo era bueno cuando ocurrió uno de esos cambios bruscos y abominables propios de la pendiente meridional del Cervino. El vapor invisible se condensó en bruma y, pocos minutos después, nevaba copiosamente. Nos detuvimos, ya que aquel trecho era extremadamente difícil, y, no queriendo retroceder, permanecimos allí varias horas con la esperanza de que llegara otro cambio, pero, al no producirse, volvimos a la base de la Grand Tour y comenzamos a construir una tercera plataforma a 3950 metros sobre el nivel del mar. Seguía nevando y nos refugiamos en la tienda. Carrel sostenía que el tiempo había cambiado definitivamente y que la montaña se cubriría de hielo, haciendo inútil cualquier intento, mientras que yo pensaba que el cambio era pasajero y que las rocas estaban demasiado calientes como para permitir la formación de hielo sobre ellas. Yo quería permanecer allí hasta que el tiempo mejorara, pero mi guía no admitía réplica e insistió en que debíamos descender. Regresamos y, cuando llegamos bajo el collado, vimos que se había equivocado, porque la nube estaba confinada a 900 metros y fuera de ella el cielo estaba despejado.
Carrel no era un hombre de trato fácil. Era plenamente consciente de ser el gallito de Val Tournanche y exigía el reconocimiento de los demás. También era consciente de que me resultaba indispensable y no se molestaba en ocultarlo. Con él no valían órdenes ni súplicas, pero repito que era el único escalador de categoría que creía que la montaña no era inaccesible. Con él tenía esperanzas, pero sin él, ninguna, así que imponía su voluntad. Su proceder en aquella ocasión fue incomprensible. Ciertamente no se le podía acusar de cobardía, pues difícilmente se encontraría un hombre más valiente. Tampoco huía ante la dificultad, porque nada de lo que habíamos encontrado parecía difícil para él, y su fuerte deseo personal de realizar la ascensión era evidente. No se trataba de descender en busca de comida, ya que en previsión de un caso así llevábamos suficiente para una semana, ni había peligro ni incomodidad en esperar en la tienda. Me pareció que Carrel demoraba la ascensión con miras propias y que, aunque deseaba ser el primero en la cumbre y no le molestaba ser acompañado de cualquiera que tuviera el mismo deseo, no tenía intención de conseguirlo demasiado pronto, tal vez para dar mayor brillo al éxito cuando al final lo alcanzara. Al no tener rival, quizá suponía que cuantas más dificultades hallara, mayor estima lograría él, aunque, a decir verdad, nunca mostró gran avidez de dinero. Sus peticiones eran justas, no excesivas, pero siempre pedía cierta cantidad al día, así que nunca le iba mal en cualquier circunstancia.
Aunque molesto por aquella pérdida de tiempo, me complació oír que estaba dispuesto a partir de nuevo al día siguiente si el tiempo era bueno. Avanzaríamos la tienda hasta el pie de la Grand Tour, para fijar cuerdas en los tramos más difíciles y para intentar hacer cumbre al día siguiente.
A la mañana siguiente (viernes, 25), al levantarme, vi que el bueno de Meynet me estaba esperando. Dijo que los dos Carrel habían salido un poco antes diciendo que se iban a cazar marmotas, ya que el día les parecía idóneo para esa actividad[24]. Mis vacaciones estaban a punto de expirar y estaba claro que esos hombres no eran de fiar, así que, como último recurso, le propuse al jorobado que me acompañara él solo para ver si llegábamos algo más arriba, aunque apenas había esperanzas de alcanzar la cumbre. No vaciló, y en pocas horas nos encontrábamos —por tercera vez juntos— en el Col du Lion. Era la primera vez que Meynet veía el paisaje despejado. El pobre y deforme campesino lo contempló un rato con reverencia y luego, doblando una rodilla en actitud de oración y con las manos entrelazadas, exclamó: «¡Oh, hermosas montañas!». Su acción fue tan apropiada como naturales sus palabras, y sus lágrimas daban testimonio de la sinceridad de sus emociones.
Nuestras fuerzas eran limitadas para avanzar la tienda, así que dormimos donde la dejamos la última vez y, saliendo muy temprano a la mañana siguiente, pasamos por el lugar desde donde habíamos regresado el 24 y, después, por el punto al que yo había llegado el 19. El crestón que seguíamos nos pareció tan traicionero que giramos hacia los riscos de la derecha, aunque a disgusto. Poco a poco nos abrimos paso hacia arriba, pero, al final, nos encontrábamos pegados, por así decirlo, a una pared perpendicular, incapaces de avanzar y apenas de descender. Volvimos al crestón. Era casi igual de difícil e infinitamente más inestable, así que después de extremar nuestros intentos tanto como era prudente, decidí volver a Breuil y procurarme una escala ligera para superar algunos de los tramos más empinados[25]. Confiaba también en que, para entonces, Carrel se hubiese cansado de cazar marmotas y se dignara acompañarnos de nuevo.
Bajamos a buen paso porque ya estábamos tan familiarizados con la montaña y con nuestros deseos que sabíamos cuándo ayudarnos o no. Las rocas también se encontraban en mejor estado que nunca, casi por completo libres de hielo. Meynet se mostraba muy jovial en los pasos complicados, y en los más difíciles repetía continuamente: «No se muere más que una vez», una idea que parecía producirle infinita satisfacción. Llegamos a la posada a primera hora de la tarde y más proyectos se frustraron repentinamente de un modo inesperado.
El profesor Tyndall había llegado en nuestra ausencia y había contratado a César y Jean-Antoine Carrel. Bennen también iba con él, junto a un amigo fuerte y activo, un guía del Valais llamado Anton Walter. Ya tenían una escala preparada, habían hecho acopio provisiones y se disponían a partir a la mañana siguiente (domingo). Todo esto me cogió por sorpresa. Se recordará que Bennen se había negado rotundamente a acompañar al profesor Tyndall al Cervino en 1861. «Se mostraba totalmente en contra de cualquier intento de escalar la montaña», dice Tyndall. Y ahora estaba ansioso por subir. El profesor Tyndall no ha explicado el motivo de la transformación de su guía. También me asombré ante la infidelidad de Carrel y la atribuí a su despecho al ver que Meynet y yo habíamos subido solos. Era inútil intentar competir con el profesor y sus cuatro hombres, que estaban preparados para partir en unas horas, así que esperé a ver el resultado de su tentativa.
Todo parecía favorecerla y salieron con buen tiempo y buen ánimo, mientras a mí me roían la envidia y los pensamientos poco caritativos. Si tenían éxito, se llevarían el premio por el que tanto me había esforzado, y, si fracasaban, no quedaba tiempo para hacer otro intento, ya que pocos días después debía encontrarme en Londres. Cuando comprendí esto con claridad decidí irme inmediatamente de Breuil, pero mientras hacía el equipaje vi que había dejado en la tienda ciertas cosas imprescindibles. Salí pues a mediodía para recogerlas, alcancé en el Col al grupo del profesor —que iba muy despacio—, los dejé allí comiendo y seguí hacia la tienda. Cerca de ella oí un ruido, y mirando hacia arriba vi una piedra de al menos treinta centímetros cúbicos que volaba directamente hacia mi cabeza. Me refugié bajo el saledizo de una roca mientras el proyectil pasaba con un zumbido. Era la avanzadilla de una auténtica tormenta de piedras que descendía con ruido infernal por el borde mismo del crestón, dejando detrás una estela de polvo y un fuerte olor a sulfuro que delataba la causa del desprendimiento. Las piedras no llegaron a los hombres que estaban más abajo sino que, apartándose, cayeron al glaciar[26].
Caída de piedras en el Cervino (1862).
Esperé en la tienda para dar la bienvenida al profesor y, cuando él llegó, regresé a Breuil. A la mañana siguiente alguien acudió a decirme que una bandera ondeaba en la cumbre del Cervino. No era así, aunque vi que habían superado el punto en el que nosotros retrocedimos el día 26. Ya no tenía dudas de su éxito final, puesto que habían vencido el paso que Carrel y yo considerábamos como el más difícil de la montaña. Hasta allí no había otra ruta posible. A mi juicio, entre el collado y aquel punto no se podía derivar más de una docena de pasos a derecha o izquierda, pero más allá era distinto, y en nuestras discusiones siempre habíamos estado de acuerdo en que si lográbamos superarlo, el éxito era cosa cierta. El siguiente dibujo realizado desde la puerta de la posada de Breuil ayudará a explicarlo. La letra A indica la posición de la Grand Tour; C, La Corbata (la intensa línea de nieve a la que nos hemos referido anteriormente y a la que no llegamos el día 26); B, el lugar donde ahora se veía algo que parecía una bandera. Detrás del punto B, una arista lleva al pie del último pico. Acabo de decir que creíamos que, una vez superado el punto C, el éxito era seguro. Tyndall se encontraba en el B a primera hora de la mañana, y no tuve dudas de que alcanzaría la cima, aunque seguiría siendo difícil llegar al punto más alto. La cima estaba formada por un largo risco sobre el que había dos puntos casi nivelados, tanto, que no se podía decir cuál era el más alto, y entre los dos parecía haber una grieta profunda que podría suponer la derrota en el último momento.
Mi mochila estaba preparada y bebí un vaso de vino de despedida con Favre, quien se mostraba exultante ante el éxito que iba a hacer la fortuna de su fonda, pero no me resolví a partir hasta conocer el resultado, y me demoré como un tonto enamorado que sigue rondando al objeto de su amor aun tras haber sido rechazado. El sol se había puesto antes de que los expedicionarios pudieran ser vistos bajando por los prados. No había alegría en sus pasos… ellos también habían sido derrotados. Los Carrel iban cabizbajos y los demás afirmaban, como suelen hacer los vencidos, que la montaña era horrible, imposible, etc. El profesor Tyndall me dijo que habían llegado a tiro de piedra de la cima, y me aconsejó que no me ocupase más de la montaña. Le oí decir que no volvería a intentarlo y me fui a la aldea de Val Tournanche casi convencido de que la montaña era inaccesible. Dejé la tienda, las cuerdas y otros elementos en manos de Favre para que estuvieran a disposición de cualquier persona que deseara ascenderlo, más por ironía que por generosidad. Tal vez hubiera otros que creyeran en la posibilidad de tal empresa, pero en cualquier caso su creencia no se tradujo en obras. Nadie volvió a intentarlo en 1862.
Mis asuntos me llevaron al Delfinado antes de volver a Londres. Una semana después de la derrota de Tyndall, me encontraba una noche calurosa revolviéndome medio dormido en uno de los abominables lechos de la fonda que poseía el teniente de alcalde de Ville de Val Louise, contemplando un extraño fulgor rojo en el techo que creí un efecto eléctrico producido por las miríadas de pulgas, cuando la gran campana de la iglesia cercana rompió en atronadores repiques. Me levanté de un salto porque las voces y los movimientos de la gente en la casa me hicieron pensar en un incendio. Así era. Desde mi ventana vi, al otro lado del río, grandes llamas elevándose al cielo, puntos negros con largas sombras corriendo de un lado a otro y las crestas de las montañas iluminadas como espectros. Toda la comarca estaba en movimiento, porque en los pueblos vecinos cundía ya la alarma. Me vestí a medias y crucé el puente corriendo. Tres grandes chalés incendiados estaban rodeados por una multitud que traía vasijas de todas clases y cualquier recipiente que pudiera contener agua. Formaron varias cadenas de dos filas que descendían hacia la corriente y de este modo el agua subía por un lado y los recipientes vacíos bajaban por el otro. Mi viejo amigo el alcalde estaba allí golpeando el suelo con su bastón y gritando «¡Vamos, vamos!», pero los hombres, con gran presencia de ánimo, procuraban ponerse en el lado de los cubos vacíos dejando la parte real del trabajo a sus mujeres. Los esfuerzos resultaron inútiles y los chalés fueron pasto de las llamas.
A la mañana siguiente visité las ruinas todavía humeantes y vi las familias que se habían quedado sin hogar, mirando abatidas las cenizas de sus propiedades. La gente decía que uno de los chalés estaba bien asegurado y que su dueño intentaba aprovecharse de ello. Había preparado un buen incendio, prendiendo fuego en varios sitios y abandonando a su suerte a su mujer y a sus hijos en las habitaciones superiores. Sus planes sólo tuvieron éxito en parte y fue satisfactorio ver al bribón detenido en medio de dos corpulentos gendarmes. Tres días después, me encontraba en Londres.