MI PRIMER INTENTO DE ESCALAR EL CERVINO

¡Qué enorme fuerza debe de haber sido necesaria para quebrar y eliminar las partes que faltan de esta pirámide! Porque no la vemos rodeada de montones de fragmentos. Uno sólo ve otros picos arraigados en la tierra y cuyos lados, igualmente cortados, indican una inmensa masa de piedra de la cual no encontramos huella alguna en los contornos. Sin duda, ésos son los restos que en forma de guijarros, rocas y arena llenan nuestros valles y nuestras llanuras.

DE SAUSSURE

Dos de las cumbres de los Alpes permanecían vírgenes y captaban mi admiración. Una de ellas había sido objeto de repetidos intentos infructuosos por parte de buenos montañeros. La otra, rodeada de una tradición de inaccesibilidad, apenas había sido hollada. Estas montañas eran el Weisshorn y el Cervino.

En 1861, después de visitar el gran macizo de los Alpes, pasé diez días errando por los valles vecinos con la intención de preparar el ascenso a estos dos picos. Circulaban rumores de que el primero ya había sido conquistado y que se preparaba la escalada del segundo. Estos rumores se confirmaron a mi llegada a Châtillon, a la entrada del Val Tournanche. Mi interés por el Weisshorn decayó, pero volvió a surgir con fuerza cuando supe que el profesor Tyndall estaba en Breuil y que se disponía a coronar su primera victoria con otra aún mayor.

Hasta ese momento, mis experiencias con los guías no habían sido afortunadas y me sentía indebidamente inclinado a subestimar su valía. Para mí no eran más que indicadores de caminos y grandes consumidores de carne y bebida, pero poco más, y, al recordar el episodio de Mont Pelvoux, prefería la compañía de un par de compatriotas a la de varios guías. En respuesta a nuestras solicitudes en Châtillon, se presentaron varios hombres cuyos rostros expresaban maldad, orgullo, envidia, odio y todo tipo de vicios, y todos parecían exentos de buenas cualidades. La llegada de dos caballeros con un guía a quien presentaron como la personificación de toda virtud y el hombre más indicado para el Cervino, hizo innecesario contratar a ninguno de los otros. Era un hombre de grandes proporciones y, aunque al contratarle no obtuve exactamente lo que quería, aquellos caballeros sí que lo obtuvieron porque, sin darme cuenta, asumí la responsabilidad de pagar su viaje de vuelta, lo que debió de ser un alivio para sus mentes y sus bolsillos.

Mientras ascendíamos hacia Breuil[1], preguntamos a los conocidos por otro hombre y todos sin excepción proclamaron que Jean-Antoine Carrel, de la aldea de Val Tournanche, era el gallito del valle. Naturalmente, le buscamos y le encontramos. Era un tipo bien formado, de aspecto decidido y un aire algo desafiante que resultaba agradable. Aceptó acompañarnos y pidió veinte francos al día fuera cual fuera el resultado. Yo estuve conforme. Él añadió que también debía contratar a su compañero, porque la empresa sería imposible sin un hombre más. Al decir esto, surgió de la sombra un individuo de aspecto pérfido y se presentó como el compañero. Yo vacilé; la negociación se interrumpió y seguimos hacia Breuil. Este lugar será mencionado frecuentemente en los próximos capítulos y desde allí se veía bien el extraordinario pico cuyo ascenso estábamos a punto de intentar.

Jean-Antoine Carrel, el competidor de Whymper por la conquista del Cervino.

Es innecesario extenderse en una descripción detallada del Cervino, después de todo lo que se ha escrito sobre esta famosa montaña. Los probables lectores de este libro sabrán que la cima del pico tiene unos 4800 metros sobre el nivel del mar y que se levanta abruptamente, mediante una serie de riscos que pueden ser apropiadamente llamados precipicios, hasta unos 1500 metros sobre los glaciares que rodean su base. Sabrán también que era el último gran pico alpino que permanecía sin conquistar, menos por la dificultad de la ascensión que por el terror que inspiraba su apariencia invencible. Parecía haber un cordón a su alrededor hasta el que uno podía llegar, pero no más lejos. Dentro de esa línea invisible, se suponía que existían espíritus y genios invisibles, como el Judío Errante y las almas de los condenados. Los supersticiosos habitantes de los valles contiguos (muchos de los cuales no sólo creían que era la montaña más alta de los Alpes sino del mundo entero) hablaban de una ciudad en ruinas sobre su cima, donde moraban los espíritus. Si nos reíamos, asentían gravemente y nos decían que miráramos bien para ver los castillos y los muros, y nos advertían que no nos aproximáramos demasiado porque los furiosos demonios podían vengarse de nuestras burlas desde su altura inaccesible. Tales eran las tradiciones de los nativos. Las personalidades más enérgicas sentían la influencia de la maravillosa forma y hombres que normalmente hablaban o escribían como seres racionales parecían perder el juicio y deliraban poéticamente, perdiendo por algún tiempo las formas comunes de expresión. Incluso el sobrio De Saussure se sintió entusiasmado al contemplar la montaña e, inspirado por el espectáculo, anticipó las especulaciones de posteriores geólogos con las impresionantes frases que encabezan este capítulo.

El Cervino resulta igual de imponente desde cualquier lado que se le mire. Nunca deja de parecer extraordinario y, en este sentido —y en cuanto a la impresión que provoca en los espectadores—, ocupa un lugar casi único entre las montañas. No tiene rivales en los Alpes y pocos en el mundo entero.

Los 2000 o 2500 metros de altura del pico presentan varias pendientes bien definidas y otras que no lo están tanto. La más continua es la que se dirige hacia el noreste. La cima se encuentra en el extremo superior y el pequeño pico llamado Hörnli, en el inferior. Otra pendiente pronunciada desciende desde la cumbre hasta Furggengrat, otro de sus riscos. A la pendiente situada entre ambos la llamaré «falda oriental». Una tercera pendiente, algo menos continua que las otras, desciende en dirección suroeste, y la parte de la montaña que se avista desde Breuil es la comprendida entre esta ladera y el segundo pico. Esta sección no está compuesta de una gran ladera, como la que hay entre el primer y segundo risco, sino que está rota en una serie de enormes precipicios, salpicada de zonas de nieve y sembrada de barrancas llenas también de nieve. La otra mitad de la montaña, orientada hacia el glaciar Z’Mutt, no se puede definir tan fácilmente. Hay precipicios aparentes pero no reales, hay precipicios absolutamente perpendiculares, precipicios que parecen colgar de la ladera, hay glaciares y glaciares colgantes, y hay glaciares que arrastran grandes pináculos de hielo a escarpes mayores y cuyos fragmentos, posteriormente consolidados, se convierten de nuevo en glaciar, hay aristas hendidas por los hielos que, al ser bañadas por las lluvias y fundirse, forman torres y agujas, y por doquier se oyen ruidos incesantes de actividad que indican que las fuerzas que han estado trabajando desde el inicio del mundo siguen operando aún, reduciendo la imponente masa a átomos y propiciando su degradación.

La mayoría de los turistas tienen su primera visión de la montaña desde el valle de Zermatt o desde el de Tournanche. Desde el primer lugar, se ve la base más estrecha de la montaña y sus aristas y escarpes parecen prodigiosamente verticales. Los turistas caminan con esfuerzo valle arriba buscando con frecuencia la gran perspectiva que recompensará sus esfuerzos, sin llegar a verla (porque desde ese punto la montaña sólo se atisba desde aproximadamente un kilómetro al norte de Zermatt), cuando de pronto, al doblar un recodo rocoso del camino, surge a la vista, aunque no donde se esperaba encontrarla. Para mirarla hay que alzar la vista porque parece estar encima. Aunque ésta es la sensación, lo cierto es que la cima del Cervino forma un ángulo visual de menos de 16°, mientras que, desde el mismo lugar, el Dom forma un ángulo mayor, pero pasa inadvertido. Poco se puede confiar, pues, en la impresión visual si no se dispone de otras ayudas.

La vista de la montaña desde Breuil, en el Val Tournanche, es casi igual de impactante que desde el otro lado, pero normalmente impresiona menos, porque el espectador se ha ido acostumbrando a ella mientras ascendía por el valle. Desde esta dirección la montaña parece rota en una serie de masas piramidales en forma de cuñas y resulta extraordinaria por la cantidad de grandes acantilados ininterrumpidos que presenta y por la sencillez de sus contornos. Era natural suponer que se encontraría más fácilmente una ruta hacia la cima por un lado tan quebrado que por cualquier otra parte. La cara este, desde Zermatt, parecía un acantilado inaccesible desde la cima hasta la base. Los terribles precipicios orientados hacia el glaciar Z’Mutt impedían toda aproximación en esa dirección. Sólo quedaba, por tanto, el lado de Val Tournanche y, como se verá, casi todos los intentos de subir la montaña se realizaron desde ese lado.

Los primeros intentos de ascender el Cervino de los que tengo noticia fueron realizados por guías, o más bien cazadores, de Val Tournanche[2]. Estos intentos se realizaron entre los años 1858 y 1859, desde Breuil, y el punto más alto que alcanzaron fue el lugar que hoy recibe el nombre de «La Chimenea», a unos 3900 metros de altitud. Los miembros de esas expediciones fueron Jean-Antoine Carrel, Jean-Jacques Carrel, Victor Carrel, el padre Gorret y Gabrielle Maquignaz. No he podido obtener más detalles.

El siguiente asalto fue muy notable, pero tampoco hay de él ningún relato publicado. Fue realizado por los señores Alfred, Charles y Sandbach Parker, de Liverpool, en julio de 1860. Estos caballeros, sin guías, intentaron asaltar la ciudadela por su lado oriental, el que antes hemos descrito como un precipicio liso e impracticable. El señor Sandbach Parker me informó de que él y sus hermanos siguieron la arista entre el Hörnli y la cumbre hasta que llegaron al punto donde la pendiente aumenta de forma considerable. Este lugar está marcado en el mapa de Suiza, confeccionado por Dufour, con la altura de 3208 metros. Entonces se vieron obligados a virar un poco hacia la izquierda, bordeando la falda de la montaña, y después giraron a la derecha y ascendieron unos 200 metros más, sin apartarse de la arista mientras les fue posible, pero en ocasiones virando hacia la izquierda, es decir, hacia la ladera lisa de la montaña. Los hermanos habían salido de Zermatt y no pernoctaron fuera. Las nubes, el fuerte viento y la falta de tiempo fueron las causas que impidieron continuar a estos valientes. El punto más alto que alcanzaron se hallaba un poco por debajo de los 3700 metros.

El tercer intento de escalar la montaña lo efectuó hacia finales de agosto de 1860 el señor Vaughan Hawkins[3], desde Val Tournanche. Un minucioso relato de su expedición ha sido publicado en Vacation Tourists y ha sido citado varias veces por el profesor Tyndall en sus numerosas contribuciones a la literatura alpina. Lo resumiré bastante.

El señor Hawkins había inspeccionado el Cervino en 1859 con el guía J. J. Bennen, y se había formado la opinión de que la arista del declive suroeste debía conducir a la cumbre. Contrató a J. Jacques Carrel, quien había participado en los primeros intentos, y acompañado por Bennen (y por el profesor Tyndall, a quien había invitado a formar parte de la expedición), se dispuso a salvar la brecha entre el pico menor y el grande[4].

Bennen era un guía que empezaba a ser conocido. Durante la mayor parte de su breve carrera estuvo al servicio de Wellig, el patrón de la posada de Eggischhorn, y, a través de él, los turistas lo contrataban. Aunque su experiencia era limitada, había conseguido una buena reputación y su libro de certificados, que tengo ante mí[5], muestra que era muy apreciado por quienes le empleaban. Era un hombre apuesto, con modales corteses y educados, hábil y valiente, y habría ocupado un lugar destacado entre los guías si hubiera sido más prudente. Murió miserablemente, en la primavera de 1864, no lejos de su casa, en una montaña llamada Haut de Cry, en el Valais.

El grupo del señor Hawkins, conducido por Bennen, escaló las rocas adosadas al Couloir du Lion por el sur y llegó hasta el Col du Lion, aunque no sin dificultad. Luego siguieron la arista suroeste, pasaron por el lugar al que habían llegado los primeros exploradores, «La Chimenea», y subieron unos cien metros más. El señor Hawkins y J. J. Carrel se detuvieron allí, pero Bennen y el profesor Tyndall subieron algunos metros más. Volvieron, sin embargo, media hora después, juzgando que disponían de muy poco tiempo y descendieron hasta el collado por la misma ruta por la que habían ascendido, hacia Breuil por el Couloir du Lion y no por las rocas que salvaran antes. El punto en el que se detuvo el señor Hawkins es fácilmente identificable por su descripción. Su altura es de 3962 metros sobre el nivel del mar. Creo que Bennen y Tyndall no pudieron ascender más de 15 o 20 metros en los pocos minutos que se ausentaron, porque se trata de una de las partes más difíciles de la montaña. Esta expedición, por tanto, consiguió ascender 100 o 120 metros más que la anterior.

Por lo que yo sé, el señor Hawkins no realizó otro intento, y el siguiente fue protagonizado por los señores Parker en julio de 1861. De nuevo salieron desde Zermatt, siguieron la ruta que habían recorrido el año anterior y consiguieron ascender un poco más, pero tuvieron que abandonar por falta de tiempo. Poco después, se fueron de Zermatt debido a la meteorología adversa y no renovaron sus intentos. El señor Parker dice: «No llegamos tan arriba como hubiéramos podido. En el punto donde emprendimos el regreso, veíamos un ascenso fácil de una decena de metros, pero a partir de ahí las dificultades parecían aumentar». Me han informado de que ambos intentos deben ser considerados excursiones con miras a evaluar si se podía realizar una expedición mejor preparada desde el lado noreste.

Mi guía y yo llegamos a Breuil el 28 de agosto de 1861 y descubrimos que el profesor Tyndall había estado allí un par de días antes, pero sin intentar nada. Yo había contemplado la montaña desde todos los lados y, a pesar de ser un novato, me parecía imposible escalarla en 24 horas. Mi propósito era pernoctar en ella a la mayor altura posible e intentar llegar a la cumbre al día siguiente. Queríamos encontrar a otro hombre que nos acompañara, pero no habíamos tenido éxito. Mathias zum Taugwald y otros guías conocidos estaban allí en ese momento, pero se negaron rotundamente a acompañarnos. Un hombre recio y maduro, llamado Peter Taugwalder dijo que vendría. ¿Su precio? «Doscientos francos». «¿Cómo? ¿Tanto si hacemos cumbre como si no?». «Sí… No lo haré por menos». En resumen, todos los hombres más o menos capaces mostraban una fuerte reticencia o simplemente se negaban (la reticencia era proporcional a su capacidad), o pedían un precio prohibitivo. Ésta, digámoslo de una vez, era la razón por la que se habían dado tantos fracasos en los intentos de ascender el Cervino. Los guías de primera eran conducidos uno tras otro hasta la ladera y se les intentaba animar, pero declinaban la aventura. Los que la aceptaban no ponían corazón en la empresa y volvían la espalda a la primera ocasión[6]. Todos, salvo un hombre a quien haré referencia, estaban convencidos de que la cima era completamente inaccesible.

Decidimos ir solos y, en previsión de una fría acampada al raso, pedimos un par de mantas al posadero. Se negó a prestárnoslas con el curioso argumento de que habíamos comprado una botella de coñac en Val Tournanche y no se la habíamos comprado a él. Al parecer, su norma era que o se le compraba el coñac a él o no había mantas. Aquella noche no las precisamos, ya que la pasamos en el establo de vacas más alto del valle, con lo que ganamos una hora respecto a la distancia que tendríamos que salvar desde el hotel. Los pastores, buenas personas a las que los turistas molestaban poco, nos recibieron con alegría y se esforzaron en proporcionarnos comodidad. Trajeron sus pequeñas provisiones de comida sencilla y, mientras nos sentábamos con ellos alrededor de la gran cazuela de cobre que colgaba sobre el fuego, nos advirtieron con voz grave, aunque con buena voluntad, que nos guardáramos de los peligros de las laderas encantadas. Cuando caía la noche, vimos ascendiendo por la colina las siluetas de Jean-Antoine Carrel y su compañero.

—Hola —dije—. ¿Han cambiado de idea?

—En absoluto. Se equivoca usted.

—Entonces, ¿por qué han venido?

—Porque nosotros vamos a subir la montaña mañana.

—Entonces no veo necesario que seamos más de tres.

—Nosotros creemos que sí.

Admiré su osadía y me sentí inclinado a contratar a los dos, pero, al final, decidí no hacerlo. El compañero resultó ser el J. J. Carrel que había acompañado al señor Hawkins y era pariente del otro.

Ambos eran valientes montañeros, pero Jean-Antoine era sin duda el mejor de los dos, y el escalador más hábil que he visto jamás. Era el único hombre que se negaba persistentemente a aceptar la derrota y que continuaba creyendo, a pesar de todas la adversidades, que la gran montaña no era inexpugnable y que podía ascenderse desde el lado de su valle natal.

La noche transcurrió sin otro incidente que la presencia de algunas pulgas, un grupo de las cuales ejecutó un animado baile sobre mi mejilla, al sonido de la música producida en el tímpano de mi oído por una de sus compañeras batiendo una brizna de paja. Los dos Carrel partieron sin hacer ruido antes de despuntar el alba. Nosotros no salimos hasta casi las siete y les seguimos lentamente, dejando todas nuestras pertenencias en el establo. Cruzamos las laderas de genciana que se extienden entre el establo y el glaciar du Lion, dejamos atrás las vacas y sus pastos y, atravesando yermos pedregosos, llegamos al hielo. Había viejos lechos de nieve endurecida en su flanco derecho (nuestro lado izquierdo) y sobre ellos alcanzamos fácilmente la parte inferior del glaciar. Pero, a medida que ascendíamos, aumentaban las grietas y al final tuvimos que detenernos por nuestra limitada capacidad para rodearlas. Buscamos una ruta más fácil y nos volvimos, naturalmente, hacia las rocas más bajas de la Tête du Lion, que dominan el glaciar por el oeste. Una buena escalada nos llevó rápidamente hasta la cresta del risco que desciende hacia el sur. Desde allí hasta la altura del Col du Lion había una larga escalera natural, sobre la que apenas se hacía necesario emplear las manos. Llamé a aquel lugar «La Gran Escalera». Después, había que bordear los precipicios de la Tête du Lion, que se yerguen sobre el couloir. Esta zona varía considerablemente según las estaciones. En 1861 la encontramos dificultosa, porque la suave meteorología de aquel año había reducido los lechos de nieve rebajando su nivel y las rocas que quedaban expuestas en la línea de unión con la nieve presentaban pocos salientes y hendiduras a los que pudiéramos agarrarnos. Pero, hacia las diez y media, llegábamos al collado y contemplábamos la inmensa cuenca desde la que fluye el glaciar Z’Mutt. Decidimos pasar la noche en el collado, porque nos encantaba su situación, aunque no convenía tomarse demasiadas libertades allí. A un lado, una empinada pared dominaba el glaciar Tiefenmatten. Al otro, empinadas laderas de nieve endurecida caían hacia el glaciar du Lion, surcadas por cursos de agua y piedras desprendidas. Hacia el norte, se levantaba el gran pico del Cervino y, hacia el sur, los precipicios de la Tête du Lion. Arrojamos una botella al Tiefenmatten y el sonido tardó más de doce segundos en volver a nosotros.

¡… qué espantoso

y vertiginoso es dirigir la mirada a tal profundidad!

Pero de aquel lado no podía venirnos mal alguno. Ni del otro. Tampoco era probable que viniera de la Tête du Lion, ya que algunos salientes cubrían convenientemente el lugar donde nos proponíamos descansar. Esperamos un tiempo, disfrutando del sol, y veíamos y oíamos de vez en cuando a los Carrel que trepaban sobre nosotros por la arista que conducía a la cumbre. Al mediodía, bajamos al establo, recogimos nuestra tienda y otras pertenencias y volvimos al collado, aunque muy cargados, antes de las seis en punto. Esta tienda estaba diseñada según un modelo poco afortunado sugerido por Francis Galton. Parecía muy bonita expuesta en Londres, pero era completamente inútil en los Alpes. Estaba hecha de lona ligera y se abría como un libro. Uno de sus extremos estaba cerrado permanentemente y el otro tenía una cortina; se sujetaba con dos bastones de alpinista y los costados largos se doblaban hacia el interior. Los bordes inferiores presentaban numerosas cuerdas cosidas, pero su mayor solidez procedía de una cuerda que pasaba bajo la parte superior y unas anillas de hierro cosidas en el extremo de los bastones y afirmadas por medio de clavijas. El viento que circulaba alegremente por los precipicios cercanos entraba por nuestra brecha como por una flauta, abría las cortinas, desplazaba las clavijas y hacía que la tienda estuviera tan dispuesta a volar a lo alto del Dent Blanche que nos pareció prudente plegarla y sentarnos encima. Cuando llegó la noche, nos envolvimos en ella y nos acomodamos cuanto era posible en esas circunstancias. El silencio era impresionante. No había ni un ser viviente en la proximidad de nuestro solitario campamento. Los Carrel habían regresado y ya no les oíamos. Las piedras habían dejado de caer y las gotas de agua de murmurar…

La música, de labios líquidos

había sido nuestra compañera,

llegando en nuestra vida solitaria

a tener una voz casi humana.[7]

El frío era espantoso. El agua se heló en una botella bajo mi cabeza. No era nada sorprendente, pues nos encontrábamos sobre la nieve y en una situación donde se notaba instantáneamente la menor ráfaga de viento. Dormitamos un rato, pero hacia la medianoche se oyó en lo alto una tremenda explosión seguida por un segundo de calma total. Una gran masa de piedra se había roto y caía hacia nosotros. Mi guía se levantó, se retorció las manos y exclamó: «¡Dios mío, estamos perdidos!». La oímos acercarse, masa tras masa cayendo por los precipicios, rebotando de una ladera a otra y las grandes rocas despedazándose entre sí. Parecían cerca, aunque probablemente estaban lejos, pero algunos pequeños fragmentos cayeron al mismo tiempo desde los salientes situados sobre nosotros, aumentando nuestra alarma, y mi desmoralizado compañero pasó el resto de la noche temblando y musitando «terrible» y otros adjetivos.

Al despuntar el día nos pusimos en marcha y comenzamos el ascenso de la arista suroeste. Se había acabado el andar con las manos en los bolsillos. Cada paso había que ganarlo mediante escalada. Pero era una escalada agradable. Las rocas eran firmes y sin fragmentos, las hendiduras buenas, aunque no numerosas, y no había que temer más que a nosotros mismos. Al menos, así pensábamos, y gritamos para despertar ecos en los precipicios. La respuesta tardó en llegar, aquí todo tiene una escala superlativa. Después de contar hasta doce, regresaba el eco desde las paredes de Dent d’Hérens a kilómetros de distancia, en oleadas de sonido puro, impoluto, suave musical y dulce.

Nos detuvimos un momento a contemplar la vista. Dominábamos la Tête du Lion y nada se interponía entre nosotros, salvo el Dent d’Hérens, cuya cima estaba todavía a unos trescientos metros por encima nosotros. Las cumbres de los Alpes Graianos se veían en la distancia como un océano de montañas gobernado por tres grandes picos: el Grivola, el Grand Paradis y la Tour du Grand Saint-Pierre. ¡Cuán suaves y sin embargo rotundos aparecían a primera hora de la mañana! La niebla de mediodía no había empezado a formarse y nada quedaba velado. Incluso el agudo Viso, a cincuenta kilómetros de distancia, quedaba perfectamente definido.

Volviendo la mirada hacia el este, llegaban los incipientes rayos del sol sobre los neveros de Monte Rosa. Incluso las zonas en sombra, radiantes de luz reflejada, eran más brillantes de lo que cualquier descripción humana pueda sugerir. Las suaves ondulaciones presentaban sombras dentro de las sombras y donde las piedras desprendidas o el hielo dejaban su marca, había sombras sobre sombras, cada una con un lado luminoso y otro oscuro, e infinitas gradaciones de incomparable delicadeza. El sol ascendía silenciosamente revelando infinitud de formas insospechadas: delicadas ondulaciones que señalaban grietas ocultas y ondas de nieve movediza que producían a cada momento nuevas luces y sombras, refulgiendo en los bordes y centelleando en los extremos de los carámbanos, brillando en las alturas e iluminando las profundidades hasta que todo resplandecía y el ojo deslumbrado buscaba reposo en los riscos sombríos.

Apenas una hora después de salir del Col du Lion alcanzamos La Chimenea. Era un lugar formado por una roca lisa que se extendía en ángulo considerable entre dos paredes de roca, igualmente lisas[8]. Mi compañero intentó subir y, después de retorcer su largo cuerpo en muchas posiciones ridículas, anunció que no seguiría porque no podía hacerlo. Con algún esfuerzo logré subir sin ayuda y, luego, mi guía se ató al otro extremo de la cuerda para que yo intentara subirle. Pero se mostró tan torpe y poco voluntarioso que me fue imposible y, después de varios intentos, se desató y dijo con toda tranquilidad que iba a descender. Le dije que era un cobarde y él, a su vez, expresó la opinión que yo le merecía. Le dije que volviera a Breuil a decir que me había abandonado en la montaña y él se giró, dispuesto a irse. Entonces tuve que pedirle humildemente que volviera, porque, aunque no era muy difícil seguir subiendo, y poco peligroso con un hombre debajo, otra cosa era bajar, ya que el borde, inferior tenía un aspecto amenazador.

La Chimenea, en la arista suroeste del Cervino.

El día era perfecto, el sol derramaba su agradable calidez. El camino parecía despejado y no había obstáculos insuperables a la vista, pero ¿qué podía hacer uno solo? Permanecí allí, enfurecido ante el inesperado contratiempo y sin terminar de decidirme. Pero, al comprender que La Chimenea era barrida más frecuentemente de lo apetecible (era un canal natural de caída de rocas) me volví al final con la ayuda de mi compañero y regresé con él a Breuil, donde llegamos hacia el mediodía.

Los Carrel no aparecieron. Nos dijeron que no habían alcanzado una gran altura[9] y que el «camarada», tras quitarse los zapatos y atarlos a la cintura por comodidad, había perdido uno de ellos, y había tenido que descender con una cuerda enrollada sobre el pie desnudo. A pesar de ello, habían bajado valientemente por el Couloir du Lion y J. J. Carrel hubo de envolverse el pie con un pañuelo.

El Cervino no sufrió ningún intento más en 1861. Me marché de Breuil con el convencimiento de que era inútil para una sola persona intentar un ataque, por la gran influencia que la montaña ejercía sobre la moral de los guías, y persuadido de la conveniencia de llevar al menos dos, para que se apoyaran el uno al otro cuando fuera necesario. Me separé de mi guía[10] en el Col Théodule, con más anhelos que antes de realizar la ascensión y decidido a regresar, si era posible, con un compañero, para asaltar la montaña hasta que uno de los dos fuera vencido.