Prólogo

En el otoño de 1347 un indeseado visitante se presentó en Europa. Lo portaron los marineros: algunos llegaban muertos, otros bajaban a tierra con fiebre, con las axilas y las ingles llenas de úlceras negras y con una respiración tan fatigosa que ahuyentaba incluso a las gentes de carácter más compasivo.

Desde los puertos de mar, la peste negra avanzó con rapidez hacia el interior del continente. En dos años había abatido a más de veinte millones de personas.

Entre sus víctimas se contó, en el año 1350, el rey Alfonso XI de Castilla.

A la muerte de Alfonso, subió al trono su hijo mayor, Pedro. El recién coronado rey, para asegurarse una sucesión sin peligros y la estabilidad del reino, despachó agentes que envenenaron, acuchillaron o ahogaron a sus numerosos hermanos y primos. Pero, a pesar de los celosos planes de Pedro, un hombre que debería haber sido su víctima escapó con vida: su hermanastro, Enrique el Bastardo. Mientras sus parientes de mayor alcurnia eran enviados a la eternidad, Enrique efectuó una discreta retirada a Francia. Allí se convirtió en amigo y cómplice de Bertrand du Guesclin, general francés que había prestado útiles servicios a su país en las victorias de éste sobre Inglaterra durante la guerra de los Cien Años, y conocido organizador de aquellos ejércitos mercenarios, las grandes compañías, que asolarían Europa como una segunda plaga.

Entretanto, en Toledo reinaba Pedro el Cruel y la vida seguía su curso.

En el barrio judío nadie dudaba de que Toledo, la Nueva Jerusalén desde hacía ya varios siglos, fuese un hogar seguro para los seguidores del Dios hebreo. Pedro el Cruel, como había hecho su padre, pronto llegó a depender de los banqueros judíos para recolectar los impuestos y conservar la lealtad del ejército. Tan tolerante era Pedro con sus súbditos semitas que Toledo se convirtió en un refugio para judíos de toda Europa.

En 1355, cuando se casó Ester Espinosa, el barrio judío de Toledo tenía tantos habitantes de familias emparentadas entre sí como flores adornaban sus jardines. En la ciudad había un total de doce sinagogas, incluyendo el nuevo y esplendoroso templo recientemente construido por el príncipe Samuel Halevi, principal consejero del rey Pedro para asuntos financieros. Algunas estaban en el barrio antiguo, donde Ester residía con su marido, un primo lejano del príncipe Samuel. Pero también había sinagogas en la parte nueva, donde otros quince mil judíos vivían a la sombra de la gran muralla que rodeaba la ciudad desde los tiempos de Roma.

Tres meses después de la boda entre Ester Espinosa e Isaac Aben Halevi, Enrique el Bastardo entró de nuevo en Castilla a la cabeza de una tropa de mercenarios y puso sitio a la ciudad. Las quejas de sus soldados no tardaron en dejarse oír, protestaban por el hambre y el aburrimiento. Finalmente, uno de los espías de Enrique consiguió encontrar entre la guardia de los asediados quien aceptara su soborno: las puertas de la nueva judería se abrieron y, mientras los habitantes de la parte vieja tomaban las armas para su agónica defensa, prácticamente todo judío del barrio nuevo era pasado a cuchillo.

Pero cuando las fuerzas de Enrique intentaron tomar el resto de la plaza, encontraron una fuerte oposición. Tras sufrir cuantiosas pérdidas, Enrique se retiró.

Catorce años después, en 1369, por fin se le presentó a Enrique la oportunidad de desquitarse. Desde su última visita, el reino de Pedro había encogido hasta incluir poco más que sólo la propia Toledo.

Debilitado y empequeñecido su poder, Pedro intentó evitar la destrucción de la ciudad, saliendo al encuentro de las fuerzas de Enrique en una llanura bien apartada.

Bastó un breve combate para que el ejército de Pedro se viese superado en todos los flancos. Para mayor humillación, a Pedro le ordenaron esperar, rodeado por las tropas de su hermanastro, hasta que Enrique en persona se acercase a imponerle los términos de la inevitable capitulación.

Uno de los oficiales de Pedro era Isaac Halevi, el marido de Ester Espinosa. Un soldado que nunca había matado a nadie y cuya única reputación se basaba en el talento para analizar ancestrales asuntos teológicos. Preso de los nervios y a la vera de su rey, Isaac vio a Enrique, vestido con armadura completa, desmontar de su caballo y aproximarse a su medio hermano.

—Detente —gritó Pedro.

—Deberías haberme matado como a los otros —replicó Enrique.

—En nombre de la cristiandad, te conmino a…

—¡Iluso! —le interrumpió Enrique, apenas capaz de andar con la armadura y seguido por el afamado hombre que se había convertido en su sombra: Du Guesclin. Un individuo moreno, chato, seguro de sí mismo al estilo francés, arqueado de piernas de tanto cabalgar y tan corto de estatura que su enorme espada le hacía parecer un niño.

—Es mi último aviso —dijo Pedro con un hilo de voz.

Pero en ese instante Enrique, sin mediar más palabra, se abalanzó sobre él, lo derribó y le golpeó la cabeza contra el arenoso terreno.

Por primera vez desde el inicio de la batalla Pedro pareció recobrar su energía y volvió a ser él mismo. Profiriendo un terrible alarido, contraatacó lanzándose con las manos desnudas a subyugar a su pariente y despojarlo de su armadura.

Durante unos momentos insólitos, los dos hombres lucharon en el barro, agarrándose y arañándose el uno al otro, con las voces transformadas en aullidos animales, mientras se desataba el odio de toda una vida, alcanzando su máxima expresión.

Hasta que Du Guesclin intervino. Pues, mientras ambos reyes peleaban por el suelo como gatos en celo, levantó su afilada y reluciente espada y, en cuanto vio la ocasión, la dejó caer con todas sus fuerzas, haciendo rodar por el polvo la cabeza de Pedro el Cruel.

Isaac Aben Halevi apartó los ojos del cercenado cuello de su depuesto rey. Sintió un vuelco en el estómago. Luego se escabulló temblorosamente entre la soldadesca y echó a correr.

Tardó dos días en llegar de nuevo a Toledo. Pero el avance de las tropas de Enrique de Trastámara era todavía más lento. Las marchas diurnas iban acompañadas de largas celebraciones nocturnas. E Isaac, desde una atalaya en la muralla toledana, seguía ahora atentamente los movimientos del ejército triunfante.

En el atardecer del día en que sólo una jornada de marcha separaba al invasor de la ciudad —que para entonces ya se había rendido oficialmente—, Isaac continuaba en su puesto de observación. En torno a la villa serpenteaba el río Tajo. Y, mientras Isaac intentaba infundirse a sí mismo un poco de valor, el sol poniente teñía con sus violentos colores la superficie de las aguas. Cuando el sol se hundió del todo tras la línea del horizonte, el cielo entero pareció llenarse de sangre, como un enorme corazón que después, poco a poco, va vaciándose y drenando su savia, hasta quedarle tan sólo completa negrura.

La oscuridad aumentó. Los fuegos de campamento comenzaron a brillar en la lejanía. Pronto el aire estuvo inundado de alargadas y caprichosas cintas de humo.

Isaac Aben Halevi descruzó las piernas y se puso de pie sobre la muralla. Hoy podía relajarse. Los soldados comerían y beberían hasta desfallecer. Mañana tendrían tiempo de preocuparse por las batallas que los esperaban.

Esa noche, confortada por su marido, Ester concilió un sueño profundo, del que sólo le sacó un estruendoso batir de golpes a las puertas del barrio judío. Mientras se vestía y vestía a los niños, su hermano Meir irrumpió en la casa, sin poder apenas articular palabra. Ofrecía su vivienda, más grande que la de ellos y precipitadamente fortificada con piedras y maderos, para el cobijo de toda la familia.

Meir se apresuró a volver con los suyos, dejando que los Halevi recogieran sus enseres indispensables. En pocos instantes, éstos salieron a la calle. Estaba en absoluto silencio.

Cuando las tropas aparecieron por una lejana esquina, Isaac, Ester y sus tres hijas formaban un apacible corrillo.

—Mirad —dijo Ester, señalando a los soldados que corrían hacia ellos como demonios de rostro colorado en una función de carnaval. Y ahí la burbuja de la inocencia se desvaneció. Mientras Ester aullaba de pavor, su marido era masacrado.

La calle que poco antes parecía un escenario vacío de repente se convirtió en un lugar de pesadillas. Gritos de dolor y muerte resonaban en el escaso espacio entre los edificios, que ardían por todos lados. La violaron de una forma tan repentina que, mientras se esforzaba en volver a ponerse en pie, Ester apenas era consciente de lo que le había pasado. Porque estaba completamente inmersa en las imágenes que veía: los cuerpos mutilados de sus familiares esparcidos por la calle; los ojos inertes de su marido, mirándola, como un testigo mudo y complaciente que aún abrazaba contra su pecho a sus hijas, para evitar que se enterasen de lo que había sucedido.

Ester corrió calle abajo, buscando la muerte. Pero los soldados le negaron la espada y únicamente volvieron a violarla, una vez y otra, y otra… hasta que la huella de los ojos de su marido se borró de su mente por un rato.

Cuando volvió a recuperar la conciencia, ya estaba amaneciendo. Había gateado de vuelta hasta sus hijas, en los brazos de su marido. Y se arrastró sobre sus cuerpos. Ebria del frío olor de la muerte, creyó haber muerto con ellos, hasta que sintió que alguien le echaba una manta sobre los hombros.

Se volvió lentamente, sin comprender todavía que había vuelto a despertar en el mundo real. Vio cómo el rostro del extraño se contraía de horror al contemplarla. Él gritó, pero ella permaneció en silencio. Cual naipe al que dan la vuelta, el recuerdo de la noche anterior retornó a ella.

—Estoy bien —dijo, envolviéndose en la manta para no seguir hiriendo la sensibilidad del extraño—. No se preocupe por mí.

Las siguientes semanas Ester las ocupó, como la mayoría de los judíos de Toledo, en llorar a sus muertos. Aunque no sentía ninguna vergüenza por lo que le había ocurrido, tampoco comprendía por qué había sido sentenciada a continuar viviendo, mientras a otros se les permitió morir. Pero, cuando descubrió que estaba embarazada, todas las dudas acerca de sí misma se disiparon. Aquel niño, deseado o no, era ahora su futuro.

«Estamos condenadas a vivir», solía decirles a todas aquellas conocidas que también habían sido hechas madre a la fuerza en la noche del gran terror. Entre ellas estaban su mejor amiga, Naomi de Hasdai, y su cuñada Vera, a quien habían sacado a rastras de la casa de Meir Espinosa, mientras él, ignorante de ello, se escondía en un armario.

A los rabinos de Toledo no les gustó la expresión de Ester. «Estamos condenadas a vivir» se había convertido en una especie de contraseña entre las mujeres que iban a concebir a quienes serían, de acuerdo con la ley judaica, que había aprendido a afrontar este tipo de eventualidades hacía mucho tiempo, niños judíos.

—La vida no es algo a lo que uno esté condenado —señaló el rabino David de Estiba—. La vida debe vivirse con esperanza.

—¿Esperanza? —Ester no alcanzaba a creerse que alguien hubiera pronunciado una palabra tan ridícula—. ¿Qué es para usted la esperanza?

—La vida humana rezuma esperanza —contestó el rabino.

—¿Y la de Dios?

Se produjo un tenso silencio, mientras David de Estiba, eminente jurista, buscaba su respuesta. Ester sintió que una nube densa y pesada descendía sobre ellos, como si Dios mismo estuviese esperando atentamente, para ver lo que unos diminutos mortales, unos don nadie cuyos corazones llenos de dudas parecían pajarillos perdidos en su cielo, pensaban acerca de él.

—Dios es Dios —acertó a concluir el rabino.

Cuando nació su hijo, Ester sintió que el corazón se le rompía. Hasta ella, que se había atrevido a celebrar públicamente la llegada de estos niños fruto de un suceso indeseable, se sorprendió ante la fuerza de su amor. Era como un río que fluía desde el corazón de ella, hacia el del pequeño ser. Un río que no sólo crecía cada vez que mantenía a la criatura junto a su pecho, sino también cuando el niño se apartaba de ella. Un río cuyo curso cambiaba, pero que seguía discurriendo siempre, sin disminuir nunca su caudal.

Llamó al recién nacido Abraham Espinosa Halevi. No era hijo de su marido. Sin embargo, crecería para vengar su muerte.

Ester Espinosa de Halevi tampoco había olvidado las palabras del rabino. Seguía diciendo «Estamos condenadas a vivir», pero ahora añadía «aunque debemos permitir que los niños conozcan la esperanza». «Si son fruto de un error —decía—, entonces que sean conocidos como Errores de Dios.»

Y así los llamaban, mientras sus madres, que solían agruparse buscando apoyo, los veían jugar en la Nueva Jerusalén de Toledo. Tres de estos niños, Abraham Halevi, Gabriela Hasdai y Antonio Espinosa, nacieron el mismo día.

Siete años después, en el aniversario de la noche del terror, el barrio fue atacado de nuevo. En esta ocasión las turbas no estaban compuestas de soldados, sino de campesinos. Culpaban a los judíos de los altos precios de los alquileres, que causaban su ruina.

Una vez más, Ester Espinosa de Halevi fue asaltada junto a su casa. Pero ahora tenía entre sus brazos a Abraham y una daga escondida en la mano, lista para hundirse en el corazón del niño y después en el de ella. Mas no tuvo tiempo de reaccionar.

Le arrebataron a Abraham y lo lanzaron al suelo de un golpazo tan violento, que Ester pudo ver la sangre manando de su nariz, antes de que cayera.

—Arrodíllate —le gritaba al niño un enfurecido campesino—. Arrodíllate ante la Virgen.

Mientras Ester lo observaba, Abraham rehusó con un leve gesto de cabeza. Hasta que ella empezó a arrodillarse, con la esperanza de que su hijo la imitase.

Uno de los atacantes sostenía una cruz y una estatuilla de la Virgen María. El otro levantó su espada, amenazando con partir en dos el cráneo de Ester Espinosa Halevi si osaba interrumpir a Abraham, que ahora juraba fidelidad al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo…