En 1445, a la edad de setenta y cinco años, Abraham Halevi cayó enfermo. En su lecho notaba que el latido de su corazón era cada vez más tenue, pero cuando cerraba los ojos se sentía como un pájaro planeando sin esfuerzo sobre el mar.
Debatiéndose entre el sueño y la conciencia, mantuvo su espalda completamente inmóvil sobre la cama, como si ya se estuviera hundiendo en la tierra. Según solía presumir Gabriela, el colchón estaba relleno de plumas de la mejor calidad, procedentes de la misma Kiev. ¿Y por qué no iba a ser verdad? Cuando Abraham abrió los ojos encontró muchas otras evidencias de su riqueza, y tuvo que hacer un esfuerzo por asimilar el enorme cambio que habían experimentado su situación y su fortuna.
Joseph y él llegaron de Novgorod seis meses más tarde de lo previsto, con un ingente cargamento de madera de pino.
Sólo dos años después de concluido aquel viaje, Abraham Halevi, vestido con la túnica de armiño propia de los más poderosos comerciantes de Kiev, tuvo la satisfacción de ser testigo de la demolición de la casucha que Kaputin le había alquilado a su llegada.
El nuevo hogar de los Halevi se construyó en torno a un patio, a la manera de los palacios de Toledo. E, igual que ellos, fue dotado de un muro lo bastante grande como para convertir la mansión en una auténtica fortaleza. En suma, la casa era tan alta y grande que, a su lado, los dominios del mismísimo Leo Kaputin se vieron reducidos a un modesto edificio situado bajo su sombra.
—¿Lo ves? —le espetó Kaputin—. Ya te dije que con mi ayuda conseguirías triunfar. Y ahora mira qué maravilloso palacio te has construido. Mientras yo tiraba el dinero intentando ayudar a los judíos pobres de Kiev, tú has tenido la precaución de pensar en ti mismo.
También se cumplió la predicción de Kaputin en cuanto a que Abraham vería a su nieto convertirse en hombre. La ceremonia se celebró en la sinagoga edificada por Kaputin. Sin embargo, el arca de antaño había sido sustituida por una importada y mucho más grande, cortesía del cada vez más floreciente negocio maderero de los Halevi. Asimismo, en la sinagoga se había realizado una ampliación para dar cabida al creciente número de emigrantes judíos que llegaban a Kiev escapando de los horrores de la Inquisición en los distintos países de Europa.
En 1437 se cumplió una más de las predicciones de Kaputin, aunque él ya hubiera muerto seis años antes. Entonces Abraham tenía sesenta y siete años y vivía la vida de un respetable anciano que, codo a codo con su esposa, gobernaba un imperio familiar de cambio de divisas y comercio de madera.
Era un imperio tan grande que daba trabajo a una gran parte de los judíos de Kiev. Y el número de éstos había aumentando tanto que la construcción de una segunda sinagoga se había hecho necesaria. No obstante, la profecía que anunciaba el matrimonio entre Antonio y una de las nietas de Leo Kaputin se hizo realidad en la sinagoga antigua.
Justo antes de concluir la celebración de la boda, el joven rabino proveniente nada menos que de París elogió encendidamente la figura de Leo Kaputin, a quien nunca había conocido, pero de quien sabía por boca de otros que había sido un padre para toda la comunidad y un hombre presto a darlo todo con el corazón, incluso cuando tenía los bolsillos vacíos.
«El corazón.» Desde la noche en que a Abraham se le rompiera el suyo en Novgorod no había vuelto a pronunciar el nombre de Jeanne-Marie.
Junto a él, acompañándolo en su agonía, estaba Gabriela. Tal vez era cierto que Abraham había amado más a su primera esposa, pero el destino lo había atado a Gabriela. Podía ver su rostro con suficiente claridad, aunque durante años la vista se le hubiera ido nublando. Era un rostro hermoso, abnegado, todavía jovial. Gabriela seguía siendo tan atenta y solícita en la hora de su muerte como lo había sido a lo largo de toda su vida.
Hacía apenas unos minutos, se había acercado a él para susurrarle algo al oído.
—¿Te acuerdas de la historia que nos contó Moisés Villadeste acerca de Judas Macabeo y cómo se convirtió en el ángel guía de los judíos errantes?
—Me acuerdo.
—Pues mira Kiev ahora. Hay tantos judíos que van a construir una tercera sinagoga. Creo que Moisés Villadeste, Leo Kaputin y tú y yo hemos sido los ángeles guía de todos ellos. Llegamos los primeros y construimos un mundo hasta el cual los demás pudieron seguirnos.
Al oír esto, y a pesar de su agonía, Abraham se rió tanto que casi muere de ahogo. Cómo le habría gustado que Antonio Espinosa hubiera estado junto a él, desternillándose de la risa al escuchar semejante idea. Antonio se habría hartado de reír al saber que, tras todos esos años, los Errores de Dios se habían convertido en Guías de Dios para conducir a su pueblo hacia un mejor futuro, y que su primo, el gran hombre de ciencia que pretendía escapar a su destino y situarse por las buenas en una nueva era, se había transformado en cambio en un nuevo Moisés cuyo dedo señalaba el camino hacia una ciudad en el confín del mundo. Ciudad en la cual, durante sus últimos años y para mayor contribución, había vuelto a coger el instrumental médico y había enseñado anatomía y cirugía a los jóvenes judíos venidos de todas partes de Europa con la mente abierta a nuevas técnicas. E incluso había empuñado el bisturí para circuncidar al aluvión de recién nacidos que le presentaban las nuevas madres hebreas.
Situados detrás de Gabriela, también Joseph y Sara velaban al débil Abraham. Y junto a ellos estaban sus hijos, cuyos nombres a veces confundía el abuelo, e incluso podían verse algunos hijos de esos hijos.
La muerte había dejado de ser una visitante inoportuna que podía presentarse de forma ocasional y se había convertido en una presencia constante.
Más allá de su fatigosa y poco fiable respiración, Abraham oía los ecos mucho más ciertos e inexorables de su destino. Cerró los ojos. Se sintió como un pájaro planeando sobre las aguas, volando tan lejos de tierra firme que ya nunca más podría regresar.
El Gato. El hombre del cuchillo de plata. El azote de las supersticiones. El respetable y acaudalado comerciante. Abraham sonrió. La noche del saqueo del barrio judío de Toledo había renunciado a la seguridad, dándole la espalda, y desplegando su capa al viento, había saltado el muro de la casa de Juan Velázquez. De algún modo, desde aquel momento ya nunca había dejado de volar. Había vivido como un pájaro que sabía cambiar su plumaje con la llegada de las nuevas estaciones.
Cada pocos años, o quizás debería decir cada pocos minutos, el corazón se le había parado, como una rueda que ya no es capaz de girar. Pero entonces siempre surgía algo que lo reanimaba, un último soplo de energía que lo devolvía a la vida.
Abraham abrió los ojos.
Sus seres queridos se apiñaban en torno a él; se inclinaban hacia él, querían besar y dar su último adiós al anciano abuelo. Entendió que le había llegado la hora de morirse y afrontó su destino como un viejo saco de huesos entregado a su celoso e imponente Dios. Ahora les tocaba a los otros disfrutar de su turno bajo el sol terrenal.
Los rostros de los hombres pinchaban con sus barbas. Los labios de las mujeres estaban cortados por el riguroso invierno ucraniano. Los niños daban besos húmedos y suaves con la boca entreabierta.
Todos bendijeron afectuosamente su frente y lo encomendaron al Señor.
Cuando se quedaron solos, Abraham extendió el brazo y agarró la mano de Gabriela.
Toda la vida él había sido el listo, el fuerte, el más rudo.
Pero ahora se estaba muriendo. Su alma, indefensa, iría al encuentro del juicio de Dios. Sintió que su corazón vacilaba un instante y dejaba brevemente de latir. Contuvo el aliento, preguntándose si le había llegado la hora de exhalar y encontrarse ya en el mundo de los muertos. Sin embargo, acabó esa pausa. El corazón volvió a latirle y se vio respirando de nuevo con normalidad, aunque con un ligero jadeo producto del último esfuerzo.
—¿Sientes dolor? —le preguntó Gabriela, diligente y cariñosa.
—Ningún dolor —aseguró él.
—Me ha llegado algo más para ti. Es un regalo de tus alumnos.
Abraham luchó por incorporarse y contemplar su presente, mientras Gabriela colocaba una caja de gruesa madera sobre su lecho. Dentro había un libro hecho con hojas sueltas de pergamino. Abraham acercó los ojos a él y, lentamente, consiguió enfocar las letras del título.
Gabriela leyó en voz alta la dedicatoria, antes de pasar la primera página y encontrarse con un dibujo anatómico del cuerpo humano. Mostraba el entramado de músculos bajo la piel del organismo.
En la siguiente página, el dibujo del mismo cuerpo revelaba los huesos y articulaciones.
—Han trabajado muchos meses, durante día y noche, para tenerlo listo —susurró Gabriela—. Contiene dibujos de todas las disecciones que has practicado, y están acompañados de textos recogidos durante tus conferencias y clases de medicina.
Pasó unas cuantas páginas más, hasta detenerse en una de las ilustraciones. Estaba compuesta de vivos colores. Retrataba a un hombre mayor, con la barba hasta el pecho, inclinado sobre una mesa de operaciones en la que yacía un cuerpo. Un buen número de espectadores observaba atentamente la intervención.
—Lo ha pintado Joseph. Ya ves que algo aprovechó sus estudios en el taller de Bolonia. Ha querido que…
Las lágrimas de Gabriela ahogaron sus palabras y se limitó a empujar el libro hacia Abraham.
El anciano retratado era él. Sus ojos se volvían hacia el espectador del cuadro y brillaban animados por la audacia de lo que estaba haciendo.
—Te quiere tanto —le dijo Gabriela—. Todos te queremos.
Abraham sintió que por sus mejillas también rodaban lágrimas. ¿Dónde estaba ahora Ben Isaac, para reírse un poco de él? Lo habría necesitado. ¿Dónde estaba Moisés Villadeste, para burlarse del hombre que llora por su propia muerte? Le habría venido bien tenerlo cerca.
—Ojalá muriese contigo y me enterraran en el mismo ataúd —lloró Gabriela.
—Te esperaré.
—Tengo miedo a quedarme sola.
—Te quiero —dijo Abraham, y mientras hablaba oyó un breve y despectivo gemido. Era la muerte riéndose—. Te quiero —repitió con más fuerza.
Cuando Joseph regresó a la habitación, encontró a Gabriela llorando aferrada al cuerpo de su padre. La caja de madera estaba abierta encima de la cama, y las hojas del libro, con textos e ilustraciones, se esparcían sobre la colcha.
La muerte había limpiado el rostro de Abraham, dejándolo sereno y con expresión satisfecha.
Joseph se arrodilló junto a Gabriela y cerró los ojos. Por un momento volvió a sentirse como un niño rodeado por el poderoso ascendente de sus mayores. Un niño que nunca sabe cuándo su vida se desmoronará o cambiará de sentido.
Abrió los ojos, extendió los brazos y tomó la mano de su padre entre las suyas. Estaba rígida y fría.
Cuando palpó sus dedos, notó algo en el pecho. Al momento la atmósfera de la habitación le resultó más densa. El espíritu de Abraham Halevi la había llenado. Sus oídos percibieron un extraño zumbido y las velas lucieron con tal brillo que sintió un ardor en los ojos. Se puso en pie de un salto y agarró la empuñadura de la espada que llevaba al cinto, como si el tiempo hubiera retrocedido hasta llevarle de vuelta a la celda de su padre y tuviera que prepararse contra la acometida de los guardias.
Entonces se volvió hacia Gabriela.
Estaba tumbada en el suelo, junto a la cama de Abraham, apoyando la cabeza en su inerte pecho.
—Joseph, Joseph el Soñador.
Tuvo la sensación de estar oyendo la voz de su padre y de que esa voz se abría paso por sus costillas para llegarle hasta el fondo del alma.
Luego la habitación volvió a sumirse en el silencio y la creciente penumbra.
Joseph se agachó para confortar a Gabriela. Pero antes incluso de tocarla comprendió que estaba muerta.
Al día siguiente, Abraham y Gabriela fueron sepultados juntos en el cementerio de Kiev.