Aquella primavera Kaputin envió a Abraham y Joseph Halevi a la zona de Novgorod para abrir nuevos mercados donde vender su cristal. Era el año 1422.
—No malinterpretéis la confianza que deposito en vosotros —le advirtió Kaputin a Abraham la noche antes de partir.
—¿Es que les estáis dando la oportunidad de aprovecharse mediante alguna treta? —preguntó Gabriela.
—Enviar a este gran viaje a vuestro marido es mi regalo —aseguró Kaputin—. Sólo pido que lo tenga presente y defienda mis intereses con el mayor ahínco.
—Mi esposo no siente por vos otra cosa que gratitud. Es innecesario pedirle a un fiel esclavo que obedezca.
El viaje duraba dos meses. Tras la cena de despedida, Gabriela, temblando ante la perspectiva de una separación tan larga, se sentó con Abraham junto al fuego. El espacio antes diáfano de la casa, había sido repartido hasta convertirse en una verdadera vivienda. En la parte grande vivían Joseph y Sara, que estaba de nuevo embarazada, con el pequeño Antonio.
Allí donde estuviera la vieja tienda de campaña, ahora había un dormitorio con paredes. Lo ocupaban los abuelos, como hoy se les conocía. Como recordatorio del gran viaje que los condujo hasta Kiev, Gabriela había colgado las antiguas pieles en una de las paredes, y tapices con imágenes de Toledo y Bolonia en las otras.
—¿Sientes ganas de hacer este viaje para Kaputin?
—Me encuentro muy cansado.
—El invierno ha sido largo.
Gabriela puso la mano en la espalda de Abraham y le frotó el ancho valle entre las clavículas.
—Echo de menos a Villadeste —exclamó ella—. A veces todavía me sorprendo esperando que entre por la puerta.
—Yo también le extraño.
Villadeste había muerto aquel invierno, congelado en la pequeña habitación donde vivía. Al saberlo, Gabriela se vio invadida por una inmensa tristeza. Llegó a pensar que el ángel de la fortuna que los había protegido desde su salida de Bolonia les había abandonado. Ahora se mostraba siempre nerviosa y llena de premura. A veces, cuando los otros salían de casa, pasaba las horas imaginando todas las cosas horribles que podían sucederles.
—Ojalá no tuvierais que viajar —dijo a Abraham—. Me consumirá la preocupación hasta que volváis.
—Ven mañana al muelle a despedirnos. Cuando nos veas subir a bordo tan felices, te sentirás más tranquila al ver que estamos bien y que pronto regresaremos a tu lado.
Tal y como Abraham le había sugerido, por la mañana Gabriela les acompañó a los embarcaderos del Dniéper. El día amaneció alegre y soleado. Las embarradas llanuras que se extendían por las orillas del río empezaban a cubrirse de hierba primaveral. Las aves volvían del sur, piando y aleteando de un árbol lleno de brotes tiernos a otro.
—Cuando volváis será verano —observó Gabriela. Se encontraban ya junto al río. Era ancho y denso. Coloreado por el sol naciente, fluía como una fuerza enorme e implacable, capaz de arrastrar consigo incluso los deseos más tenazmente arraigados.
Ella contempló su caudal, apreciando la fuerte corriente. Intentó imaginarse aquel mismo barco dos meses más tarde, volviendo de regreso y trayendo de vuelta a sus hombres, desde el corazón de Rusia hasta su corazón. Pero sólo consiguió ver agua extremadamente fría con algunas burbujas de color acero.
—Tened cuidado —les urgió. Abraham la estrechó entre sus brazos, apretándola tanto contra su pecho que por un instante ella no pudo respirar. Cuando se separaron, Gabriela casi deseó que Abraham y ella hubieran muerto en ese momento, juntos y fuertemente abrazados.
Había notado contra su pecho la daga que Abraham había escondido bajo su túnica.
—No te preocupes, volveremos sanos y salvos.
—Te amo, y ahora quiero irme a casa mientras estás todavía aquí, cerca de mí.
En cuanto el barco comenzó a moverse, Abraham se sintió joven una vez más. Levantó los hombros, estiró la espalda y se irguió. El duro cascarón del invierno se abría inexorablemente. También a él le había llegado la hora de dejar fluir la primavera.
La sangre de la nueva estación hacía mecerse las aguas, mientras los valles se hacían más estrechos y las montañas más altas, emergiendo como gigantescas olas cubiertas de inmensos bosques de pinos.
Abraham respiró el aire puro. El aroma de los pinares le exaltaba como si fuese hachís. Y cuando estiró los brazos por encima de la borda del barco, sintió que el espectro de su juventud volvía a cobrar vida, expandiéndose a placer.
Una tarde vio la muerte. Tenía el mismo rostro que meses antes le hiciera un guiño junto al horno de Kaputin, aunque ahora se presentase en forma de un pálido sol reflejado en la superficie de las aguas.
Joseph observaba a su padre un paso retirado.
—¿Qué miras?
—La muerte.
—¿Es que estás enfermo?
Abraham no dio respuesta, pero le sorprendió que la voz de su hijo estuviera teñida de pánico. La muerte es aquello a lo que temes cuando todavía no has vivido tu vida.
Novgorod era una ciudad maderera. Nada más entrar en el puerto el olor a aceite de pino les recibió. Las calles estaban hechas de pino, las casas estaban hechas de pino y se elevaban tres plantas sostenidas por inmensas vigas verticales y hechas de pino.
Había sesenta fábricas de madera y muebles de pino. Los carpinteros iban y venían por doquier. Copos de viruta blanca y cremosa les cubrían las prendas de vestir como una segunda piel.
Sólo las iglesias estaban construidas en piedra. Se alzaban como puños de roca entre las zigzagueantes calles de madera, dispuestas a hacer caer su verdad sobre cualquier cabeza reacia a comulgar con ella.
Gracias al dinero que Kaputin les había proporcionado, se alojaron en una de las mejores posadas de la ciudad.
—Si vais a vender mercancías —les había indicado su jefe—, debéis dar la impresión de que ya sois ricos.
Aquella noche bebieron buen licor, y cuando llegó la hora de la cena, les trajeron a la mesa unas espléndidas raciones de suculento cordero. Lo acompañaban sendas jarras de vino. Y tras el vino, de nuevo licor.
Sentados en aquella gran mesa, mientras comían, bebían y reían con el resto de los huéspedes, Abraham se tomó unos instantes para reflexionar, mirando la chimenea. Pero en lugar de ver aquel infierno rojo y turbador que había contemplado en las calderas de la fábrica de Kaputin, vio grandes partidas de pino de Novgorod que se procesaban y cortaban en pedazos, y que proporcionaban enormes cantidades de alegría y felicidad. Tanta era la esperanza contenida en aquella visión de la madera de pino que dejó de oír el resto de ruidos en la habitación. Todo se reducía al chisporroteo del fuego, las pequeñas explosiones de los nudos de la madera al arder y el gentil silbido de las brasas.
Cuando se dio cuenta era medianoche y los demás huéspedes se habían ido a la cama. Abraham sintió que el poder de ese fuego había templado y reconfortado su sangre. Se levantó. La habitación le resultó magníficamente acogedora y en aquella claridad tuvo un momento de extraordinaria lucidez. Las mesas vacías, la chimenea de piedra, las llamas desvaneciendo la oscuridad de la noche. Éste era un mundo apropiado para un hombre que había cargado durante demasiado tiempo con sus propias, insignificantes y repetitivas preocupaciones.
Cada noche Abraham comió y bebió más que la anterior. Después caía rendido de sueño, bailando interiormente a causa del licor ingerido. Por las mañanas dormía hasta muy tarde. Toda la carne que había consumido la noche previa necesitaba tiempo para integrarse en su propio cuerpo. Volvió a sentirse como un bebé. La felicidad de cada velada al calor de la chimenea era seguida por largas dosis de sueño profundo, del cual se despertaba tan lleno de energía que corría a abrir las ventanas para contemplar las maravillas que ocurrían en las calles de la ciudad.
En la feria, Abraham no hacía negocio alguno. Eso se lo dejaba al especialista: su hijo. Pero él iba de un puesto a otro, practicando el italiano, el francés e incluso el español en una grata orgía de locuacidad. Y cuando su lengua se soltaba del todo y encontraba la forma de volver a pronunciar palabras auténticas, entonces estallaba en sentidas frases acerca de la valía y el talento de su hijo, la belleza de su nieto y, también, los horrores de Kiev, ciudad de invierno y esfuerzo.
Los días corrían en armónica y perfecta secuencia, y Abraham se sentía como la vieja y rocosa orilla de un río súbitamente fertilizada por una inundación. Una tarde se compró un espejo y se pasó horas mirándose en él en su cuarto. Se arregló la barba y raspó la capa amarillenta de sus dientes hasta dejarlos relucientemente blancos. Al día siguiente cambió una de las monedas de Kaputin por paño de seda y mandó hacerse ropa interior que reconfortase su nueva y recientemente despertada piel. Una túnica de suave algodón reemplazó a su antigua y áspera vestimenta, que había cumplido ya cinco años de servicio.
Por la noche, Joseph y él invitaron a cenar a un grupo de viajeros italianos. Al término del convite, cuando todos se hubieron ido a dormir o simplemente se hubieron desmayado apoyando la cabeza en la mesa, Abraham se encontró de repente a solas con la muchacha que les servía.
La sangre le corría de nuevo mezclada con abundante licor, haciéndole latir con una ligera tristeza y una extraña claridad que lo llevó a pensar en sus años de Montpellier. Miró hacia el fuego y su mente se llenó de los ecos de los troncos de pino consumiéndose al calor. Luego sus ojos, como si tuvieran voluntad propia, buscaron a la muchacha.
—¡Jeanne-Marie!
¿Había pronunciado realmente aquellas palabras, o simplemente las había pensado? La chica avanzó hacia él, presentándose como el sueño que él nunca se había atrevido a soñar.
—Jeanne-Marie —repitió, y esta vez dejó que su boca sintiera y saboreara ese nombre. Ahora el licor hacía efecto, y el dolor y el amor se mezclaban formando un único cuchillo que parecía cortarle por dentro. Avanzó tambaleándose. La muchacha le miraba directamente a los ojos.
Abraham abrió los brazos para abrazar lo que sabía que debería ser una alucinación, pero no hubo de hacerlo, porque de inmediato sintió que un aluvión de carne y aliento se lanzaba contra su cuerpo, entregándose. Labios jadeantes besaban los suyos. Manos ansiosas se introducían bajo su nueva túnica para tocarle la piel y atraerlo.
Contuvo la respiración, mientras su pensamiento se catapultaba hasta los años de mazmorra, hasta ese mundo propio en el que los recuerdos eran tan fuertes que podía introducirse en ellos como en una habitación.
Levantó la mano.
—¿No te gusto?
La chica tenía unos profundos ojos oscuros, adornados por largas pestañas curvas cuyo roce empezaba a añorar la piel de Abraham.
—Jeanne-Marie —dijo él una vez más. El deseo, sin máscaras, llamó a las puertas de su ser.
—Sé quién eres —dijo la joven—. Fuiste un médico famoso. Hablaban de ti en la feria, de tus operaciones, de las cosas que conseguiste curar.
—Jeanne-Marie.
Ahora Abraham sólo susurró el nombre. Por sus venas corría, como un río antes olvidado, todo el amor que había sentido por su esposa.
—Dime —comenzó a urgirle la muchacha, pero Abraham no la oyó. Porque el sentimiento de amor hacia Jeanne-Marie era tan intenso que tuvo que apoyarse en el hombro de la ardiente joven para no caer al suelo—. ¿Es verdad que eres el judío que mató a un cardenal?
La mano de Abraham se tensó, dispuesta a abofetear a la insolente muchacha. Pero se contuvo. Al ver su mano, reparó en los dedos que en otro tiempo tan habilidosamente manejaban el instrumental quirúrgico.
«Mi doctor», solía llamarlo Jeanne-Marie. «Mi médico, que podría curar al mundo entero con las mismas manos con las que practica sus peculiares jueguecitos en su amante esposa», decía.
«Permite que se borre el pasado», le había dicho Villadeste, pero el pasado no se había borrado en absoluto, lo que había ocurrido era que él lo había escondido. El joven deseoso de conocer a fondo el cuerpo humano, el soñador que había querido elevar a los campesinos a la condición de ángeles, el padre que se había consumido en la ira y los deseos de venganza; todos esos hombres habían permanecido ahí, encerrados.
—¿Eres tú ese judío?
—Tu lengua es demasiado atrevida.
La chica levantó el rostro y soltó una carcajada. Abraham comprendió que en verdad no era Jeanne-Marie, ni siquiera una reencarnación peculiar de ella. Pero en todo caso era bonita y su maliciosa sonrisa le recordó las artes de su esposa cuando le provocaba a declararse y amarla.
Abraham sacó de su bolsa una moneda de oro.
—Toma, te producirá más gozo que el cuerpo de un viejo que ya ha recibido con creces su porción de aventuras amorosas.
En su aposento, bajo las mantas, con su hijo Joseph durmiendo a su lado, se sintió sobrecogido por una profunda tristeza.
Incluso cuando abrió los ojos para romper el encanto, el rostro, el perfume y el amor de Jeanne-Marie seguían rodeándolo. Como si fuera un muñeco grotesco y maltrecho, los mercenarios de Montreuil la habían colgado de la ventana del dormitorio de los niños. Abraham recordó que al verla sintió un breve arrebato de pánico e ira, pero después nada en absoluto. Sólo un silencio interior. La muerte. Muerte era lo que quedaba cuando la vida se escurría entre las manos. Muerte era lo que restaba cuando los cuerpos se desangraban en la mesa de operaciones. Muerte era lo que recibieron todos aquellos a quienes ensartó con su espada. «No matarás», había ordenado Dios. Pero él había matado a más hombres de los que podía recordar, más incluso de los que Antonio presumía de haber ajusticiado, y tal vez también más de los que había salvado con sus talentos médicos.
Al contemplar el cadáver de Jeanne-Marie, había sentido el silencio de la muerte. No sólo de la muerte de ella, sino también de la muerte de sus sentimientos; y de la muerte de la vida que había luchado por construir, y que había disfrutado tanto aunque sabía que algún día se desmoronaría por estar cimentada en mentiras. La muerte era el oscuro e interminable pozo de olvido en torno al cual había girado toda su vida, temiéndolo, añorándolo, rescatando algunos recuerdos del filo de su perímetro mientras otros los enviaba a su silencioso agujero.
Se incorporó y se frotó el rostro con las manos. Cierto era que había escapado de su prisión, pero ya hacía tres años de todo ello. Y el invierno en Kiev había sido peor que el invierno de su cárcel. Los recuerdos volvían a hacerlo cautivo; una vez más estaba preso en las creencias con las que se había fustigado durante doce años.
¿En qué mentiras se había basado su vida con Jeanne-Marie?
La primera era la mentira de su conversión religiosa. Junto con Jeanne-Marie y François había fingido dejar de ser un judío. Pero el mundo sabía que él no era otra cosa. La gente lo veía judío y lo trataba como a un judío. La mentira sólo había conseguido cubrirlo bajo un manto de falsa seguridad, pero en el fondo no había logrado engañar del todo a nadie.
Luego vino la mentira de creerse él mismo su primera mentira, pues desde el primer momento en que se turbó ante la aparición en su vida de Jeanne-Marie supo bien que en realidad estaba cambiando amor por seguridad, que la vida que viviera con ella se construiría sobre un mundo de ensueño, producto de la confianza de su bella esposa, no de la suya. Por supuesto podía haber intentado sacarla de su candidez e iniciarla en las verdades más descarnadas de los Errores de Dios, de las ciudades pasto del odio y las llamas, del amor convertido en amargura por la avaricia y la vil traición, pero hacerlo hubiera convertido a Jeanne-Marie en otra Gabriela.
¿Quién había muerto por culpa de sus mentiras?
No el que lo merecía, que era él mismo, sino la más inocente de las víctimas: Jeanne-Marie.
Abraham se puso en pie y comenzó a deambular por la habitación como solía hacerlo en su pequeña celda.
Había evitado que su esposa se transformase en una mujer como Gabriela, pero ahora era a Gabriela a quien le correspondía estar entre sus brazos. Ahora era ella la que hacía las veces de su verdadera esposa y la que le susurraba al oído tantas palabras de amor.
¡Amor! ¿Por qué no había podido él amar a Gabriela con todo su corazón? Era ella quien lo había liberado de su cárcel y había conseguido que la familia sobreviviese al terrible invierno de Kiev. Era ella quien había traído a Joseph y a Sara, que le habían dado un nieto. «La corrupción y la sabiduría son realidades gemelas —le había dicho en una ocasión Villadeste—. Las personas inocentes no necesitan saber cosas, porque ya tienen su propio corazón.»
Abraham se preguntaba si en los corazones de todos esos inocentes resonaban los dulces ecos de las liras y los cánticos de los ángeles. Su propio corazón estaba lleno, pero no de las cosas de las que hablaba la Biblia, sino de amargura por el amor desperdiciado, por el amor perdido, por el amor transformado en muerte. Y esa amargura le rompía el corazón.
Empezó a llorar sin darse cuenta. Cada sollozo era fruto de una punzada en su dolorido corazón. Pronto se vio doblado por el dolor y la pena, y agarrándose el pecho se desplomó en el suelo, cayendo en una oscuridad que parecía alzarse deseosa de engullirlo.
Al oír sus huesos chocar contra la tarima sintió que se daba contra una barrera, un muro, idéntico a aquel muro de Toledo que separaba la actividad en la ciudad de los vivos de la ciudad de los muertos.
Entonces le rodearon los brazos de Joseph. Eran brazos de hombre, con la fuerza suficiente para levantarlo. Su hijo comenzó a llorar con él. Aquella noche que nunca había sido mencionada, aquellas personas cuyo nombre no habían vuelto a pronunciar, parecieron cobrar vida súbitamente y erraban por la habitación, acompañando a Joseph y Abraham, quien consolaba ahora a su hijo. Tomó el rostro de Joseph entre sus manos, le secó las lágrimas y lo contempló a la luz del amanecer. Tenía unos ojos castaños iguales a los de Jeanne-Marie. La frente era alta y pronunciada como la suya. Era el perfil propio del hombre con una mente que sabe mostrarse arrogante. Su fuerte mentón estaba adornado por una barba negra, espesa y rizada. Las mejillas lucían curtidas por los helados vientos de Kiev. Era un hombre, un judío, un extraño.
—Me acordaba de la noche en que mataron a tu madre.
—Yo también pienso en ella, todo el tiempo.
—Tu madre y yo nos quisimos mucho… —se le quebró la voz y retiró los ojos de su hijo.
—Ya lo sabía, pero me alegro mucho de que lo hayas dicho.
Abraham se volvió hacia él. Los ojos de su hijo, que eran los ojos de Jeanne-Marie, estaban llenos de amor.
—Y también he querido mucho a mi hijo siempre —continuó Abraham—. Perdóname si no he sabido demostrártelo.
—No hay absolutamente nada por lo que tú tengas que ser perdonado. ¡Nada! —clamó Joseph.
El desgarrador timbre de su voz logró abrir la última puerta. Sin previo aviso, la imagen de su propia madre siendo violada por una silueta aullante y enorme se presentó en la mente de Abraham. Y por sus venas voló una flecha de miedo y odio, una flecha hacía mucho disparada y que ahora lograba salir afuera.
Se puso de pie y colocó la mano en el hombro de su hijo Joseph.
«Deja volar el pasado», le había aconsejado muchas veces Villadeste. Pero, por primera vez en su vida, Abraham sintió que ya no había ningún pasado del cual necesitara escapar.