Durante el séptimo y último día del Hanuká, para el cual la vela de Villadeste se había reducido a un diminuto cilindro, Leo Kaputin fue a visitarlos. Para remarcar el carácter oficial de la festividad, se había puesto un sombrero de pieles, y las muñecas y los dedos le pesaban con tantos brazaletes y anillos.
—He oído que fuiste mercader —le dijo a Joseph.
Kaputin hablaba una tosca mezcla de italiano y español. Alardeaba de haber aprendido ambos idiomas durante sus viajes en barcos mercantes a lo largo del río Dniéper.
—Comerciaba con dinero —explicó el joven—, no con mercancías.
—¿Vendías dinero por dinero?
—Vendía divisas de muchos países.
—Ve a por el oro y la plata —aconsejó Kaputin como si el suyo fuera un conocimiento extraño a todos los demás— y olvídate del resto.
Señaló sus anillos, que avariciosamente acaparaban los últimos rayos de luz de la vela de Villadeste.
—Además, te diré otra cosa: voy a contratarte para que vendas dinero por dinero en mi nombre. Este mismo verano, cuando se instalen las ferias. Pero primero tendrás que darme sudor por dinero. Así sabré que eres hombre honrado.
—Sudor ya tiene a raudales —intervino cortantemente Sara—. Esta casa le ha hecho ponerse enfermo.
—Suda en mi casa, pero también tengo una fábrica en la que podría sudar con mayor provecho —replicó Leo Kaputin.
Joseph se levantó y echó hacia atrás su silla. Cada mañana recibían la visita de las comadronas. Venían a examinar a Sara y a preparar la llegada del hijo que estaba esperando. Pero antes atendían a Joseph, el orgulloso futuro padre, pues unas extrañas fiebres lo aquejaban desde su llegada a Kiev. Abraham no les permitía el uso de sanguijuelas, pero al menos una vez a la semana las comadronas traían abundante leña y alimentaban tanto la chimenea que su hijo sentía arder hasta su propio aliento. Luego le quitaban la camisa y le aplicaban cataplasmas en el pecho, dejándole la piel enrojecida con grandes ronchones. Hoy le habían aplicado ese remedio, pocas horas antes de que llegase Kaputin.
—Quiero trabajar —exclamó Joseph—. Estoy harto de estar enfermo.
Sara movió la cabeza despectivamente, pero él continuó dirigiéndose a Kaputin sin inmutarse.
—Dejadme que os ayude en los astilleros. Tenéis allí gente construyendo una nave. Yo podría calcular la madera que necesitan y cosas así. Cuando llegue el momento de comprar más, la compraría por vos.
Kaputin se reclinó hacia adelante. Sonreía. Levantó un dedo regordete y con anillo y dijo:
—Acepto tu ofrecimiento de convertirte en aprendiz de estas labores. Hay mucho que aprender, pero yo no te cobraré la enseñanza. Sin embargo, también necesitaré ayuda en la fábrica de vidrio. ¿Tal vez podrías hacer ambas cosas?
—Permite que en su lugar sea yo quien trabaje en esa fábrica —intervino Abraham.
Kaputin soltó una carcajada. Tenía los dientes tan amarillos y rotos que parecía alimentarse de tierra.
—La fábrica no es sitio para un hombre mayor. Cargar madera y cortarla para el horno agota incluso a los jóvenes.
—Ponme a prueba.
—Mi esposa me ha dicho que fuiste médico. ¿Por qué un médico habría de querer romperse la espalda blandiendo un hacha?
—También los médicos necesitan comer.
—Créeme que te comprendo —aseguró Kaputin—. Yo sé muy bien lo que significa ser pobre. Cuando tú y tu hijo os hagáis ricos, volverás a ser tratado como médico. Mientras tanto, los hombres deben alimentar a sus familias. Y esta noche, por mi cuenta, gratuitamente, cenaréis estas verduras que ha cultivado mi esposa. Cada vez que os pague por vuestro trabajo en la fábrica, os restaré el precio del alquiler, así tendréis la sensación de que esta casa os resulta gratis. Por favor, aceptadlo todo como un regalo que os hago con el corazón.
Esa noche, yaciendo en el lecho con Sara, Joseph acercó la oreja a su vientre y oyó el latido de su bebé.
—Debes haber perdido el juicio —le recriminó Sara—. Quiero que mi hijo tenga un padre, no un cadáver helado que trabaja gratis en un astillero.
—Absolutamente gratis —bromeó Joseph—. ¡Un regalo hecho con el corazón!
Sara no pudo evitar reírse y él la besó.
—Puedo aguantarlo —le aseguró él—. Ya estoy mucho mejor. Y si no encuentro una forma de empezar a ganar dinero, mi padre se matará para mantenernos.
—Te preocupas demasiado por él. Es más fuerte que todos nosotros juntos. ¿Te acuerdas de la tormenta en el barco? Fue el único que no se mareó.
Pero Joseph se puso a pensar no en la fuerza de su padre, sino en su última visita a la mazmorra donde moraba. «Yo nunca tuve padre y no fue ninguna tragedia», le había dicho Abraham. En aquel momento, Joseph pensó que su padre se limitaba a aligerar el pasado, quitándole importancia con su estilo habitual. Pero ahora daba a aquellas palabras una nueva interpretación, porque de alguna manera los años que él había pasado sin su padre habían sido más fáciles que los transcurridos desde su fuga de la prisión. A Joseph le había correspondido luchar en solitario por convertirse en hombre. Pero ahora, compartiendo hogar con su padre, esa lucha no había hecho más que intensificarse. ¿Pues quién podría crecer a la sombra de un hombre tan grande?
—¿Te has dormido ya?
—Todavía no —contestó él.
—¿Quieres que sea niño o niña?
—Niña.
—Pues esta noche, mientras te veía con Kaputin, he pensado que yo quiero un niño. Los niños son más… peculiares.
La fábrica de vidrio propiedad de Leo Kaputin consistía en un edificio de madera y baja altura, situado al final del sendero que dividía el centro del minúsculo barrio judío de Kiev.
Por dentro, el espacio era estrecho y alargado. Las paredes estaban hechas con el mismo tipo de tabla que la casa de Kaputin. Sin embargo, a pesar de que los tablones estaban colocados sin apenas cuidado y dejaban numerosas grietas por las que se colaba el invierno, en la fábrica hacía más calor que en una sartén.
Cada una de las calderas de hierro fundido que se alineaban en el centro del taller se apoyaba en un horno de piedra.
—Eso —explicó Kaputin señalando el contenido al rojo de una de las ollas— es el vidrio. Tu trabajo es mantenerlo hirviendo.
Dicho esto, golpeó a Abraham en el hombro y éste avanzó cargando un enorme tronco. Pero el calor le hizo tambalearse e incluso retroceder.
—¡Métele dentro la madera! —gritó Kaputin—. Empújala bien hasta que aúlle de gusto.
Dos de los hombres que soplaban el vidrio para darle forma se rieron ante la ocurrencia de Kaputin mientras recargaban sus moldes con vidrio fundido en la parte superior de la olla.
Kaputin, tocado con su gorro de piel y bañado en sudor, hizo una mueca y levantó el dedo señalando el techo. Luego observó cómo Abraham se arrodillaba junto a la boca del horno y, temblando por el esfuerzo durante el trance de sostener y controlar el gran tronco, comenzaba a introducirlo en el fogón. Una bofetada de calor le hizo arder la cara. El fuego era tan fuerte que apenas dejaba ver ninguna llama, sino tan sólo un resplandor rosáceo que rugía y echaba chispas con la intensidad del sol.
—¡No seas tímido! —le animó Kaputin— ¡Quiere que se la metas toda!
Abraham se inclinó y se aproximó aún más al horno, que parecía derretir su rostro, recocerlo y transformar su pellejo de hombre maduro en la piel líquida de un bebé. La caldera parecía salida de una de esas historias del infierno que contaban los viejos rabinos de Toledo. Abraham la miró, trastornado, y de repente se imaginó a sí mismo libre de las ataduras de esta vida y brincando entre las llamas. Por un instante también sintió otra presencia, la de la muerte. Pero pronto desapareció ese sentimiento mientras recuperaba el sentido del presente. Se encontró súbitamente tumbado boca arriba en el suelo. El rostro de Kaputin lo observaba con atención unos palmos por encima.
—Dijiste que podrías trabajar como un hombre joven —le recriminó amargamente.
Villadeste ayudó a Abraham a levantarse. Percibiendo el olor de su propia barba chamuscada, éste avanzó como pudo desde el horno hasta la esquina donde se apilaba la madera, agarró otro tronco, se lo echó al hombro y volvió a la carga, protegiéndose los ojos con el brazo mientras lo introducía en aquella vagina ardiente.
Al otro extremo de la fábrica trabajaban quienes soplaban el vidrio y, entre ellos, estaba Villadeste. Allí había grandes estanterías repletas de frascos y jarras. En uno de los lados estaba el espacio reservado para el encargado de la fábrica, un monje veneciano a quien Kaputin pagaba una pequeña fortuna por revelarle los secretos de la fabricación del cristal de Venecia.
A mediodía Villadeste le presentó a Abraham. Por unos minutos, el monje conversó con los dos hombres en latín, como si los tres ya no estuvieran entre las garras de una ciudad bárbara, sino de vuelta en alguna de las capitales del mundo.
—Ha sido enviado por su orden religiosa —le explicó después Villadeste—. Le dijeron que era una gran oportunidad para conseguir fondos para sus obras y convertir a los judíos.
—¿Y ha convertido a alguno?
—No, y tampoco ha recaudado fondo alguno. El cristal que fabrica Kaputin es tan malo que se paga en los mercados al más bajo de los precios.
Al día siguiente, Abraham cayó bajo el peso del tronco que transportaba. Se dio con la rodilla en una piedra y sintió un dolor tan terrible como si le hubieran ensartado una pica entre los huesos. Mientras luchaba por ponerse en pie advirtió que Kaputin estaba detrás de él, observándolo. Pero no hizo ningún comentario. Se limitó a seguir su camino al ver que Abraham retomaba el trabajo.
La víspera del sabbath Abraham reposó sus huesos, remojándolos entre los vapores de los pequeños baños de mosaico que Leo Kaputin había hecho construir para los judíos de Kiev. Villadeste estaba sentado a su lado. Apenas quedaba luz natural y el lugar se sumía en una rara y limpia penumbra. En ese gran útero lleno de vapor, los dos hombres parecían rodeados de plateadas membranas. Detrás de Villadeste, la pared formaba un arco. Y, coronado por su silueta, el hombre se veía enjuto y anciano. La piel le colgaba de los hombros sin que ninguna acumulación de carne o músculo lo evitase.
—¿Estás cansado?
Abraham intentaba cambiar de postura sin que su dolor de espalda le infligiese nuevos tormentos.
—Ahora entiendo lo que dijo Dios acerca del hombre y el sudor de la frente.
—Es peor cuando tienes más años.
Abraham se sumergió un poco más en el agua caliente. Tenía las manos en carne viva a causa del hacha y los hombros tan rozados de acarrear madera que sus músculos y ligamentos parecían medio sueltos de los huesos.
—¿Sabes que estás haciendo el trabajo de dos hombres? —le preguntó Villadeste.
—De diez.
—Hablo en serio. La semana antes de que Kaputin te contratara, había dos hombres para hacer el mismo trabajo. Ambos murieron con la nueva fiebre que se esparce por la ciudad.
—Así que Kaputin decidió «regalarme» los dos puestos.
—Quería probarte —aseguró Villadeste—. Me dijo que te había mirado a los ojos y sabía quién eras.
—Si Kaputin conoce la naturaleza de mi alma, entonces ha encontrado lo que todo hombre quiere saber de sí mismo: ¿quién soy yo?
—Tú sabes quién eres —afirmó Villadeste con un tono de completa certidumbre.
Entre los vapores sus palabras resonaron de una forma extrañamente solemne. A Abraham comenzó a latirle el corazón como cuando, décadas atrás, Ben Isaac se disponía a revelarle uno de sus secretos.
—Admite ante mí que eres un hombre que se conoce a sí mismo —le urgió su anciano amigo.
—Ahora sé que lo soy —contestó Abraham, sintiéndose un elegido de Dios. En su delirio se vio flotando en el plateado vapor entre dos luces: las del cielo y la tierra.
—Pero tu viaje no ha concluido todavía.
Villadeste volvió su flacucho saco de huesos y, muy encorvado, se dirigió hacia el vestuario. Cuando Abraham, renqueando y lleno de rozaduras y agujetas, hizo lo propio, el anciano ya había desaparecido.
El día siguiente al sabbath Abraham volvió a la fábrica. Esperaba que tras el corto descanso su cuerpo hubiera sanado, pero, muy al contrario, sus achaques no habían hecho más que intensificarse. Entró en el edificio esforzándose por mantenerse erguido y recordando cómo Ben Isaac solía tratar de engañar a sus alumnos fingiendo que se encontraba bien.
Pero ese día no había nadie a quien engañar. Kaputin y Villadeste habían salido en busca de la arena especial con la que se fabricaba el cristal. Abraham estaba tan dolorido que apenas podía andar, y emitía toda clase de gemidos mientras trabajaba.
No obstante, en ausencia de Kaputin fiscalizando su labor y agrandando sus esfuerzos y problemas, se las apañó para ir sacando adelante su tarea.
A mediodía, el monje veneciano se acercó a él y le ofreció una jarra de vino.
—Si bebéis un poco, vuestra espalda dejará de quejarse —aseguró el jefe de los sopladores que daban forma al cristal.
—Entonces valdrá la pena probarlo —dijo Abraham. Era un vino peleón. Le raspó la garganta como lo hacía el vino joven de Toledo. Pero pronto sintió que los músculos de su espalda, que estaban contraídos en torno a su columna vertebral en un gran espasmo de protesta, comenzaban a relajarse.
—El señor Villadeste dice que sois médico.
—Lo era.
—El señor Villadeste también dice que practicasteis la operación más célebre de la historia de Bolonia. Afirma que vos, de un solo golpe de bisturí, librasteis a la Iglesia de su fatídica división.
A Abraham le dio un vuelco el corazón. Sin duda Villadeste se refería a esto cuando aseguraba que allí se conocía la identidad de Abraham.
—¿Fue una operación difícil?
—¿Para quién, para el cirujano o para el paciente?
—Según dijo el señor Villadeste, vuestro paciente murió —contestó el monje sonriendo y dándole a Abraham una palmadita en el hombro—. Mi superior era uno de los que pretendían influir en Rodrigo Velázquez para que ordenara la muerte del cardenal Baltasar Cossa. Cuando se descubrió la trama, todos tuvimos que huir. Si no fuera por vos, yo estaría aún en Venecia conspirando contra el Papa y sufriendo pesadillas sobre las torturas que me inflingirían cuando me atraparan.
—¿Preferís estar en este sitio?
—Por supuesto. Aquí vivo con una mujer que cada noche me da más placer que el que encontraba en un año entero en el claustro.
Se acercó tanto a Abraham que éste interpuso entre ambos la jarra de vino, como si fuera una espada que quizá tuviera que usar de nuevo para conservar la libertad.
—También vos estáis a salvo en esta ciudad —le tranquilizó el monje—. Y ahora, si me ayudáis a acabar la jarra con la cual estáis pensando partirme la coronilla, yo os ayudaré esta tarde a transportar la madera que os corresponde. Mi boca ha decidido que prefiere pasar el día bebiendo deplorable vino ruso que soplando aire para fabricar el infame cristal del judío Kaputin.
En el patio de la fábrica había una pequeña sinagoga; se trataba de un sencillo edificio de madera, en el que Abraham rezaba por las tardes y en el sabbath. No tenía ventanas. Era un simple cobertizo cuyo espacio hacía las veces de nave principal.
En aquella sinagoga, Abraham oraba a Dios, aunque nunca oyó ninguna respuesta. Luego, noche tras noche, se iba a su casa, transitando por la gélida oscuridad. El universo lo había dejado de lado, se había olvidado de él, lo había descartado. El firmamento se cernía sobre él, negro y frío, como la cubierta de un ataúd.
Muchas noches lo acompañaba Villadeste. Se había convertido casi en uno más de la familia. Entonaba las oraciones antes de la cena y, cuando ésta había terminado, iniciaba la discusión sobre controvertidos aspectos de la Torá. Obligaba a todos a participar, como si ellos fueran los esforzados, aunque estúpidos alumnos, y él el comprensivo rabino.
Luego se negaba a irse hasta que los demás se hubieran acostado y Abraham se quedaba con él junto al hogar. Esgrimía antiguos pergaminos, los cuales afirmaba que eran nada menos que los originales de la Zohar, el libro sagrado de la cábala, y sostenía sus argumentos examinando las letras a la luz del moribundo fuego.
—Todas las letras contienen luz —aseguraba Moisés Villadeste—. Y si uno sigue esa luz, ella le lleva hasta el final de la historia, hasta el final del tiempo, hasta el propio corazón de Dios.
—Si Dios tiene corazón, ¿por qué ordena que haga aquí tanto frío?
Villadeste sonrió.
—Para que tú y yo nos acurruquemos a estudiar en este rincón, amigo mío, en lugar de perder el tiempo tumbados al sol como serpientes ociosas.
Por la noche era frecuente que el dolor de espalda le impidiese a Abraham dormir. Entonces permanecía con los ojos cerrados intentando imaginarse sentado en las murallas de Toledo, abrazando estrechamente en su ánimo su juventud y su futuro.
La mañana en que Sara rompió aguas, Abraham había ido a trabajar como de costumbre. Era mediados de marzo y el cielo estaba tan despejado que, mientras cortaba leña en el patio de la fábrica, la piel del rostro le picaba por la comezón del sol. A esas alturas, su cuerpo ya se había habituado al nuevo trabajo. Pero, durante el proceso, le hizo descubrir que se había convertido en un viejo.
A mediodía, y también dos horas después, dejó el hacha y corrió hasta su casa para ver a Sara. Habían comenzado sus contracciones, pero eran todavía cortas e intermitentes.
—Vuelve a la fábrica —le dijo Gabriela—. Si hay cualquier noticia, te mandaré recado. Ni siquiera las comadronas han llegado aún.
Era cierto que Sara no sufría gran incomodidad. Exceptuando los breves instantes de las contracciones agudas, continuaba amasando pan negro como cualquier otro día. Joseph, que había dejado sus trabajos en el astillero de Kaputin para estar en casa, observaba cada uno de sus movimientos.
Justo antes de terminar la jornada, una de las comadronas fue a buscar a Abraham. Él se asustó al verla, tiró las herramientas y agarró apresuradamente su capa en previsión de que la urgencia le hiciera correr a casa.
—Tranquilo, el parto todavía va muy despacio. Vuestra esposa me encarga deciros de que es un buen momento para que vayáis a la sinagoga a rezar vuestras oraciones.
Kaputin se plantó junto a Abraham.
—Enhorabuena, convertirse en abuelo es una bendición.
Era bien sabido que Leo Kaputin tenía treinta y dos nietos. Una vez Abraham vio en la sinagoga a la familia en pleno. Reunidos junto a la puerta, en el exterior del templo, adultos, adolescentes, niños y bebés en brazos parecían un ramillete de pálidas raíces privadas de sol y extraídas del mismo pedazo de terruño del cual había brotado milagrosamente el patriarca Kaputin.
—Incluso un solo nieto ya es algo —aseguró el hombre—. Cuando llega uno, cabe la esperanza de que vengan más.
Le puso a Abraham una moneda en la palma de la mano.
—Toma este regalo, de un abuelo valiente a otro.
Abraham escudriñó el cuadrado rostro de Kaputin. Su barba aparecía adornada con los restos de la impresionante comilona que acababa de zamparse.
—Tú tienes orgullo —explicó el hombre— y yo tengo dinero.
Después agarró a Abraham por el brazo y, pasando frente a la madera apilada, lo condujo hasta la sinagoga. Todavía no había sonado la campana que marcaba el fin del trabajo diario. Kaputin y Abraham eran los únicos que se encontraban dentro del cobertizo que servía de templo de adoración a todos los judíos de Kiev.
—Sé que no te gusto —dijo Kaputin—, pero tú sí me gustas a mí. Yo soy el jefe, el comandante, el rabino, el rey. Soy un verdadero Kaputin, como mi tatarabuelo, el rey. Seré recordado por mis descendientes como el judío que construyó un hogar para los demás judíos de Kiev. Tú, señor Halevi, tienes orgullo, pero debes comprender que tus milagros no han salvado más vidas para nuestro Señor que esta sinagoga. Cuéntalas, te reto a ello. Tendrás que reconocer que en realidad yo he salvado más vidas que tú. Sin embargo, en tu corazón tienes una imagen de mí muy pequeña; y, sin duda, en la intimidad hablas con tu mujer de que te pago un insignificante salario y de que te arriendo una casa que no se parece al palacio con el que habías soñado. Pero mira lo más importante que yo te he dado, gratis y con el corazón.
Kaputin alzó su carnoso dedo y señaló la puerta por la que recién habían salido y después, una vez hubo recorrido la cortina que velaba la zona para las damas, le hizo mirar hacia la parte más importante de la sinagoga: el arca en la que se guardaba la Torá. El reducido armario también estaba separado del resto del espacio, pero no por una tela vieja y barata como la que dividía a los sexos, sino por un grueso tapiz de color púrpura sobre el que se había bordado en plata una gran estrella de David.
—Aquí tu nieto aprenderá a ser un buen judío. Aquí lo sostendrás en tus brazos. Aquí oirá las oraciones que le ofrecemos a nuestro Dios, olerá el aroma de nuestra gente y oirá los lamentos de nuestro exilio. Cuando sea lo bastante mayor como para comprenderlo, Villadeste le enseñará el idioma de nuestro pueblo. Le ayudará a aprenderse de memoria la Torá, de forma que por su mente corran las palabras que Dios nos ha entregado. Si tienes la fortuna de que tu nieto sea varón, yo mismo le regalaré un chal de oraciones hecho de seda. Será confirmado aquí, donde tú y yo nos sentamos hoy, y aquí mismo tu nieto se sentará y llorará dentro de trece años. Si es niña en lugar de niño, seré el primero en contribuir con un gran regalo para su dote. Y cuando llegue el momento, si Dios quiere, éste será el lugar en el que se case. Quién sabe, tal vez incluso lo haga con uno de mis nietos. Si eso ocurriera, tu estimada esposa, cuya buena fama se ha extendido ya por toda la ciudad, y yo lloraremos juntos de felicidad, aquí.
—Suena muy atractivo —dijo Abraham.
—Lo sé —dijo Kaputin—. Y tú desearás que ocurra y tu amor por mí llegará. Porque me complazco en proveer a los judíos de mi reino con todas estas cosas y otras muchas, todas absolutamente libres de costes. Cada vez que doy algo a los demás le hago un verdadero regalo a mi corazón.
En casa la cocina resplandecía plagada de velas. Aunque Sara todavía se paseaba de un lado a otro entre contracción y contracción, cada dilatación del útero exigía ahora el tributo de sus lágrimas.
Durante la espera, las cuatro comadronas se comían el pan que la joven había preparado esa tarde y bebían el vino que la mujer de Kaputin había donado a la familia para ayudarla a pasar la noche.
No fue hasta pasadas las doce que las comadronas, viendo a Sara en constante llanto, permitieron a Abraham examinar a su nuera. Para entonces estaba tumbada de costado sobre la mesa de la cocina, con el rostro escarlata por los tremendos esfuerzos. Sobre la manta habían colocado plantas secas, trozos de animales y otros abalorios paganos.
Le hicieron prometer a Abraham que no miraría el cuerpo desnudo de Sara y sólo cumplido esto retiraron la manta. De forma que Abraham, con los ojos cerrados, hubo de indicar que le guiaran las manos hasta el vientre de la parturienta.
Entonces, una vez se sintió convencido y satisfecho de que el útero permanecía aún sano, introdujo sus dedos en ella hasta tocar el cuello del órgano. Palpando la apertura para evaluar su tamaño, revivió exactamente el descubrimiento que le había llevado a atender a Isabel Velázquez. Se encontraba cerrada por dentro casi con la misma fuerza que haría una mujer que no estuviera de parto. Pero Sara tenía algo más de suerte, cabían tres dedos. Abraham continuó explorando hasta topar con la cabeza del niño. En el centro de su cráneo palpó la fontanela, la grieta que lo divide como un huevo partido esperando a que se suelden sus dos mitades. Mientras examinaba su cabeza, sintió a la criatura moverse.
Y de algún lugar muy profundo le vino una respuesta. Fue como si, allí donde su ciencia y habilidades médicas no alcanzaban y se mostraban impotentes, su alma llamara directamente al nieto que permanecía encerrado, persuadiéndolo de que viniera al mundo. El cráneo volvió a agitarse. Abraham notó cómo se giraba mientras el cuello del útero se abría casi otro dedo.
—¿Vais a sangrarla ahora?
Abraham estaba de rodillas con el rostro junto al de Sara. Tantas horas de dolor habían dejado a la joven con los ojos hinchados y apenas abiertos. El tan esperado milagro de la vida se había convertido en una pesadilla.
—No habrá ninguna sangría.
—¿Entonces pensáis cortarle el vientre? Dicen que hacéis milagros, sacando a las criaturas directamente del…
Los párpados de Sara temblaron de pánico.
—No, no habrá ninguna operación.
Echó para atrás el cabello de Sara y se lo retiró de la frente. En ese momento, se dio cuenta de que hasta entonces nunca había tocado a su nuera, nunca la había abrazado para consolarla durante la enfermedad de Joseph, ni para asegurarle que el parto le resultaría fácil.
Una vez más, la miró a los ojos. Eran como los de Gabriela en otro tiempo. Fieros y deseosos de aventura, pero también extrañamente obedientes y preparados para cualquier tragedia que pudiera sobrevenirle.
—No habrá ninguna operación —repitió Abraham enérgicamente—. El niño se está tomando su tiempo para prepararse a nacer, pero pronto estará listo —mientras hablaba, acarició suavemente el rostro de Sara—. La única medicina que ahora necesitas es un buen vaso de vino. Por el momento tu labor ha sido la de aguantar y la has hecho muy bien, pero pronto lo que tendrás que hacer es empujar a la criatura fuera de tu cómodo y acogedor vientre, y animarla a salir al mundo.
Abraham traspasó la cortina que aislaba a la joven Sara en una parte de la cocina. Gabriela y Joseph tomaban una infusión sentados junto al hogar. Abraham pensó que, en los últimos meses, no sólo no había tocado nunca a Sara, sino que tampoco había cambiado apenas una sola palabra con su hijo o con Gabriela. El trabajo en la fábrica lo había convertido en un esclavo al que sólo le quedaban fuerzas para dormir y sudar.
—¿Ha llegado? —preguntó Gabriela.
Él la miró un instante. Mientras él vivía sus pesadillas ella había mantenido la vitalidad en aquella helada casa.
—El niño llegará pronto y Sara se encuentra bien.
Dos horas pasada la medianoche nació la criatura. Mientras las comadronas se peleaban por tener el honor de traerla al mundo, fue Abraham quien lo hizo.
—¿Cuándo se ha visto nunca una cosa así? —gruñeron al unísono—. ¡Un hombre trayendo al mundo a un bebé! Menos mal que, afortunadamente, es niño.
Abraham retiró la cortina para dar a conocer al nuevo ser. La cocina se llenó con la energía del nacimiento y todos resplandecieron como las brasas de un fuego casi extinto y súbitamente avivado. Abraham sacó de su bolsa cuatro monedas que había ahorrado y se las entregó a las comadronas, que se fueron contentas al cabo de unos minutos.
Miró a su alrededor. Joseph, Sara, Gabriela. Lo habían arriesgado todo para sacarle de la prisión y devolverle la libertad. Cuando cruzó a la carrera el patio del palacio, ellos estaban esperándole, vestidos de blanco, llenos de esperanza, dispuestos a dar su vida por él.
—Gracias —les dijo, pero ninguno le oyó.
Gabriela, liberada finalmente de su tensión, había estallado en llanto y sollozaba de alivio. Joseph miraba feliz y embelesado a su hijo. Sara lo sostenía plácidamente junto a su pecho.
Hacia el amanecer, Abraham yacía junto a Gabriela sin poder dormir.
—Abraham. —El susurro de Gabriela llenó su pequeña tienda de campaña—. ¿Estás despierto?
—Estoy despierto —contesto él con un nudo en la garganta que apenas le dejaba hablar.
—¿Te sientes feliz?
—Sí, muy feliz.
—Te quiero —suspiró ella—. Ojalá pudiéramos tener un hijo. ¿Tú me quieres?
—Te quiero mucho —respondió él—. Te quiero de verdad.
Al pronunciar las palabras sintió la verdad que contenían. Gabriela formaba parte de su vida tanto o más que sus propios brazos y piernas.
—Te quiero de verdad —repitió. Su corazón se encogió ante una sombra de duda, pero se aproximó a Gabriela, puso su boca sobre la de ella y le besó lenta y cuidadosamente los labios—. Ahora tú eres mi esposa.
La luz de la mañana comenzaba a filtrarse por las costuras de la tienda, bañando la pálida piel de Gabriela con un suave resplandor azulado. Abraham vio que sus palabras la habían hecho llorar y entonces no pudo reprimir sus propias lágrimas. Sin embargo, aunque la abrazara, su corazón seguía resistiéndose.
Comprendió que lloraba porque, a pesar de lo que dijera o sintiera, su corazón estaba decidido a traicionarlo, y se aferraba obstinadamente a su propia e invencible verdad.
Una hora más tarde, cuando el sol se levantaba y justo después de haber examinado al niño varias docenas de veces, Abraham salió en un carruaje, armado con patines y tirado por musculosos caballos, en dirección al pueblo en las afueras de Kiev donde Kaputin compraba la madera. Le acompañaba Villadeste.
El zarpazo del frío se suavizó un poco. En mañanas como ésa, Abraham ya no sentía en sus pulmones esa punzada aguda que le causaba pánico cada vez que respiraba. De hecho, el sol brillaba y él estaba canturreando y batiendo los pies al ritmo del paso de los caballos.
Avanzando en el trineo, Abraham y Villadeste pronto dejaron atrás la ciudad, y los propios caballos, animados por el buen tiempo y la visión del campo, trotaban alegres por un pequeño sendero entre frondosos bosques.
Abraham observó los árboles, fijándose en la crujiente capa de nieve que intensificaba el resplandor del sol y admirando el azul puro del cielo. Todavía rememoraba cómo su nieto había nacido entre sus manos, aún húmedo tras su tránsito por el canal hacia la vida terrenal. Sosteniendo a la criatura, le había visto abrir los ojos por primera vez. Eran azules como un cielo que no conociera nube alguna. Entregó el niño a Joseph, mientras el cordón umbilical daba sus últimas pulsaciones. Acto seguido, con el único cuchillo de Toledo que conservaba, lo cortó. Entonces su hijo ofreció el niño a Sara, que lo puso contra su pecho, mientras el pequeño tosía y comenzaba a respirar por sí mismo. Finalmente, con un último esfuerzo, Sara expulsó del útero la placenta.
—¡Antonio! —anunció Joseph—. Se llamará Antonio.
—Nunca creí que pudiera ocurrir —reflexionó Abraham—. Pensar que nos hemos alejado tanto de Toledo y, sin embargo, la sangre que se derramó allí todavía corre de una generación a otra. Hemos encontrado un nuevo Antonio, un Antonio que puede esperar una vida más afortunada… —Se detuvo en sus pensamientos porque no conseguía recordar si alguna vez le había hablado a Villadeste de Antonio, ni si había compartido con él el secreto de su muerte.
—Dios ha mantenido su promesa y ha respondido a nuestras oraciones —afirmó confiado Villadeste. Miraba directamente a los ojos de Abraham y éste sintió que de nuevo se abría su corazón. Era como si, después de todo, Villadeste supiera lo de Antonio, como si lo supiera y, además, hubiese perdonado a Abraham por todo aquello, y por su traición a Gabriela y por todas las vidas que había sesgado o arruinado.
Los caballos hicieron un alto. El invierno y la primavera se mezclaban en un mismo aire, y las diminutas hamacas de nieve que colgaban de los árboles se derretían reflejando el calor del sol.
—Ahora —dijo Villadeste con gentileza— es tiempo de olvidar ya el pasado.
Abraham estaba acostumbrado a ver los ojos del anciano a la luz de una vela o entre las sombras de la fábrica de cristal. Y, bajo el sol radiante, de súbito habían adquirido un fiero color azabache, un brillante tono español.
—Acuérdate del pájaro y la jaula. Tú eres la jaula. Abre el corazón y permite que el pájaro vuele.
Abraham apartó la mirada de los ardientes ojos de Villadeste, la dirigió hacia la nieve y luego hacia la desnuda corteza invernal de los majestuosos robles que crecían sólo a unos pasos del camino.
—Deja volar libremente el pasado —continuó urgiéndole su amigo—, déjalo marchar sin trabas. Tu nieto ha nacido. Dios ha mostrado su fe en una nueva vida. Es hora de que también tú empieces un nuevo día y una nueva vida.
Las palabras de Villadeste resonaron en su interior y entonces, súbitamente, mientras contemplaba los ojos del anciano, se sintió como si respirara el mismo aire que había respirado en su celda de Bolonia. Sintió que su corazón latía al mismo ritmo y su alma volvía a estar desnuda e indefensa.
Volvió la espalda a Villadeste y se bajó del trineo dirigiéndose hacia la circundante nieve. A los pocos instantes, se había internado profundamente en el bosque y se vio inmerso en el misterioso olor de los árboles que comenzaban a despertarse y en el silencioso trueno de la savia recuperando su vigor.
Bajo sus pies notó que corrían ríos de nieve derretida, listos para hacer brotar nueva vida. Entonces levantó la vista distraído y se resbaló. Abraham cayó de espaldas sobre la blanda nieve con un resignado suspiro.
Entre la maraña de ramas que ahora tenía encima y que se retorcían galopando hacia arriba para captar la luz, vio el sol. Repentinamente se sintió como uno de esos viejos fanáticos que se pasan la vida arrastrándose por los desiertos en espera de alguna dudosa visión de Dios. Pero dado que él vivía en el exilio, la nieve había reemplazado al desierto, los árboles a las montañas y el frío a la sed.
Viajaba con poco equipaje, como Antonio le había aconsejado siempre.
Tenía la mirada fija en el sol, en la luz que se fracturaba entre las desnudas ramas.
En su sopor, las ramas comenzaron a danzar, formando las letras de un alfabeto, y cada letra parecía en llamas hechas del brillante y amarillo fulgor del sol, llamas que la consumían. Cada letra se quemaba de camino hacia el olvido, hasta que era sustituida por una nueva, también formada de brillos y reflejos. Las letras se hicieron más grandes y fueron llenando todo el cielo, hasta pregonar el nombre secreto de Dios.
Entonces Abraham oyó los pasos de alguien y los fatigosos resoplos de un anciano caminando por la nieve.
Se puso de pie, avergonzado de que Villadeste le sorprendiera en tan ridícula postura.
Pero se encontró solo en medio del bosque.