Cuando llegaron a Kiev se sintieron en el confín del mundo.
Allí las gentes eran tártaras. Un cruce entre mongoles y turcos que les confería pelo oscuro y ojos rasgados. Hacía siglos que habían conquistado Kiev, borrando del mapa el antiguo régimen de los príncipes ucranianos y sustituyéndolo por un imperio de corte bastante expansionista y pendenciero.
Entre sus muchas virtudes, los tártaros tenían la de saber soportar los climas fríos. Llevaban botas altas de piel gruesa, con tiras de cuero que se anudaban a las rodillas. Los calzones y perneras eran también de cuero, mientras que los blusones y chaquetones se hacían con badana a la que cosían en varias capas pieles de los abundantes lobos.
—Míralos —solía decir Gabriela con irónico disgusto—. Parecen una estirpe bastarda del animal con el que se visten.
Hasta las construcciones de Kiev temían al invierno. Para protegerse del frío, las cimentaban muy hondo en las heladas tierras. Accediendo desde el nivel de superficie, era siempre necesario bajar algunos escalones para llegar a la cocina, cuyo hogar nunca lograba calentar el habitáculo del todo.
En Kiev, una ciudad que por todos los indicios parecía abandonada de Dios, el firme de las calles no era de tierra, sino de madera, la cual había que estar siempre cortando, preparando, colocando y reparando. Porque en lugar de transportar las mercancías mediante carros tirados por burros (método que cualquier nación civilizada del mundo consideraba lo bastante bueno) los habitantes de Kiev procedían a hacerlo en trineos con patines de hierro tirados por bueyes. Día y noche el roce del metal contra la madera y el hielo resonaba por la ciudad como el llanto de un monstruoso infante al que nadie conseguía adormecer.
Habían viajado como el rayo desde Bolonia. Abraham, su hijo Joseph, Gabriela y su hija Sara.
Con bolsas llenas de monedas de oro y plata escondidas en los sitios más recónditos de su carruaje, fueron avanzando de una comunidad judía a la siguiente, hasta que llegaron a Venecia, donde se embarcaron en un velero mercante con destino a Constantinopla.
—¿Qué vamos a hacer allí?
—Encontraremos judíos —era la invariable respuesta de Abraham.
Pero los judíos de Constantinopla guardaban extrañas costumbres y cocinaban platos tan picantes que quemaban la garganta. En la boda de Joseph y Sara incluso el cocinero se puso enfermo tras el festín. Y lo peor era que hasta los rabinos se guiaban por arraigadas supersticiones. Cuando Abraham se atrevió a operar a alguien sin antes consultar a los astrólogos, propagaron el rumor de que adoraba secretamente al diablo.
—Dales tiempo —le aconsejaba Gabriela—. Ya reconocerán lo buen médico que eres.
Sin embargo, él nunca contestaba a esto. Se limitaba a mirarla con expresión pétrea e indiferente.
Al año siguiente se pusieron de nuevo en marcha, primero a través del mar Negro y después siguiendo el curso del río Dniéper en dirección a Kiev.
Abraham ganó en salud. El hombre que se había mantenido siempre encorvado y falto de aliento en su mazmorra era ahora un individuo de cincuenta y un años, endurecido como la madera de palo santo. Parecía un patriarca bíblico.
Sentada a su lado mientras navegaban lentamente por el ancho río, Gabriela sentía su propio ser encogerse. Era como ir a la poderosa sombra de un hombre tocado por Dios. Y, por la noche, cuando se acostaba junto a él en la oscuridad, notaba cómo Abraham se encerraba en sí mismo, arropándose con su propia fuerza como si fuera una capa imposible de agujerear por ningún sitio.
El viaje fue largo. Había múltiples puertos en los que la embarcación debía detenerse para cargar y descargar mercancías. La mayor parte del dinero la habían gastado en Constantinopla, para solventar una infortunada operación de Abraham por causa de la cual le amenazaron con denunciarlo a los tribunales. Ahora, para pagar los pasajes, él volvía de nuevo a operar, aunque a menudo se quejaba de que con un solo ojo no veía bien y de que sus muchos años de prisión le habían dejado un pulso inseguro y unos dedos lentos.
Pero cada tormenta dejaba un reguero de accidentes entre los marinos: huesos fracturados que recolocar, heridas abiertas que coser, dedos y miembros aplastados que necesitaban amputación.
Cuando vislumbraron Kiev, las orillas del río ya estaban de color blanco; primero cubiertas de escarcha y después de nieve. Una dura capa de hielo hacía del río un canal cada vez más estrecho y difícil de navegar. No obstante, durante el prolongado trayecto ni un solo marinero perdió la vida. Por tanto, en la última noche, la tripulación hizo un homenaje a Abraham, tratándolo como si fuese un santo. Cuando se convencieron de que ninguna oferta o halago podría persuadirlo de permanecer a bordo, le pidieron permiso para mencionar su nombre en sus rezos a Dios rogándole protección para los navegantes.
Abraham, Gabriela, Sara y Joseph vivían en una cabaña de una sola habitación, alquilada a Leo Kaputin, el judío más rico de la ciudad.
—Os parecerá una gran mansión cuando lleguéis a apreciarla —prometió Kaputin.
El casero Kaputin era un tipo bajo y cetrino que solía gesticular apuntando con los dedos hacia arriba, de forma que parecían tallos de una planta luchando por emerger de la tierra y recibir unos pocos rayos de luz. En realidad, la supuesta mansión se reducía a un viejo cobertizo reconvertido en diáfana cocina. Antes de esto, había sido un anexo de los establos en los que Kaputin encerraba sus bueyes. Por las ranuras de las tablas que separaban el cobertizo fluía un permanente e innegable olor.
—No os preocupéis por él —les aseguró Kaputin—. Pronto aprenderéis a reconocerlo como la señal del gran regalo que es: calor gratuito.
Joseph y Sara dormían en un pequeño altillo junto al hogar, mientras que Abraham y Gabriela, por respeto a la intimidad de la joven pareja, ocupaban la esquina más alejada, aprovechando su propio calor en una minúscula tienda de campaña de piel que Kaputin les había proporcionado.
—¿Dónde se ha visto nunca una cosa así? ¡Hace tanto frío en la casa que hay que vivir entre sus paredes en tienda de campaña!
Hasta Gabriela se sorprendió del tono tan quejumbroso que había adoptado su propia voz. Se parecía al que empleaba su hermana con su marido, cuando había la más mínima escasez de suministros de plata o lino.
—Pero estoy contenta —se corrigió inmediatamente Gabriela— de estar junto a ti.
Bajo las mantas de abrigo, que en realidad consistían en incontables capas de pieles sin valor, las cuales de otro modo se habrían dejado pudrir en los establos, Gabriela se apretaba contra el cuerpo de Abraham. Sin embargo, aunque durante el día él pareciese traspasarla con los ojos y leer su mente, por la noche a veces rechazaba sutilmente sus abrazos.
A la puerta de su casa encontraron una lámina de cristal.
—Es un regalo especial para vosotros —explicó Kaputin—, para que podáis tener presente que Kiev es para Dios la ciudad de la luz. Pensad en mí cuando hagáis una ventana y disfrutéis de mirar a través de ella.
El invierno apenas empezaba y, cuando el sol lucía fuerte y el fuego de la chimenea estaba encendido, el cristal de la ventana de Kaputin se mantenía translúcido. Apretando contra él su rostro, Gabriela veía los escalones que subían hacia la calle y una parte de ésta.
Pero cuando el invierno avanzó y los días se hicieron tan cortos y oscuros como el propio Kaputin, no quedó momento en el que hiciera suficiente calor como para que pudiera verse nada por la pequeña y acristalada ventana. El vapor de la sopa hirviendo se condensaba en el cristal y se formaba una capa de hielo sobre otra.
Pronto se hizo tan denso que las uñas ya no podían con él y tenían que rasparlo con cuchillos. Finalmente también éstos resultaron inútiles. El hielo del cristal se convirtió en una cortina blanca teñida de manchas amarillentas imposible de arrancar. Además la capa de hielo se extendió y rodeó toda la casa por fuera.
Una noche, deprimida y desesperada, Gabriela salió al exterior para contemplar las estrellas. El aire gélido le hizo sentirse como si cada vez que respiraba le rasgaran los pulmones y al mismo tiempo le punzaran las fosas nasales. Hasta el cielo se había llenado de constelaciones que le eran extrañas.
El día más corto del año, su único amigo en Kiev, un judío español llamado Moisés Villadeste, fue a visitarlos. Según decía, en los lejanos días de sus años mozos, había sido un rabino bien situado y reconocido en Sevilla. Sin embargo, en la actualidad, tímido y envejecido, apenas se mostraba capaz de recordar coherentemente las fechas con las que relataba su historia.
—Soy yo, soy yo —balbuceó al entrar en casa de los recién llegados. Luego se acercó a la chimenea y se sacudió la nieve de las botas—. Espero que no estéis todos tan ocupados que no podáis recibir a un amigo judío en la noche del Hanuká.[1]
Gabriela estaba de pie junto a la mesa, cortando la parte podrida de las verduras que les había regalado la mujer de Leo Kaputin. Había zanahorias y otros tubérculos y raíces para los que el idioma español todavía no había concebido nombre. Eran como arrugadas fibras salidas de la tierra y que sólo un judío muerto de hambre podría comerse. Como siguieran así las cosas, pronto tendrían que recurrir a la masa fermentada de la que se alimentaban los pobres bueyes.
—Pasad —dijo Abraham, como si Villadeste no hubiera procedido ya a quitarse la capa cubierta de nieve. Debajo iba forrado por numerosas prendas de ropa, una encima de la otra.
—Traigo a vuestra esposa un regalo para el invierno —anunció el visitante mostrando las manos cerradas en las que guardaba su sorpresa.
—¡Carne! —exclamó Gabriela en voz baja, aunque luego deseó haberse mordido la lengua. Hacía sólo una semana que Sara había robado un pollo en el mercado. Si la hubiesen cogido, le habrían cortado una mano. Abraham la interrogó y le sacó la verdad y se enfadó tanto que se negó a probarlo. Pero Sara, que estaba embarazada, y Joseph, que se moría de hambre a la vista de todos, amenazaron con no comer a menos que Abraham cediera.
—¿Sabe vuestra esposa quién es Judas Macabeo?
—Mi «esposa» —repitió Abraham, y cuando Gabriela oyó el tono cálido y soñador de su voz supo que, mientras cosía mandiles de cuero para los carniceros de la ciudad, pues ése era el único empleo remunerado que para sus manos de cirujano consiguió encontrar, Abraham había estado recordando su vida en Montpellier. Pensaba en su añorada Jeanne-Marie, perdida hacía tanto tiempo y a quien afirmaba haber llorado y enterrado ya, pero cuyo nombre seguía murmurando en sueños durante sus agitadas noches.
—Sé bien quién es Judas Macabeo —afirmó Gabriela. Por primera vez se dirigía a Moisés Villadeste, pues éste no era la clase de judío al que le gustara que las mujeres hablaran—. Era un hombre que sabía cuál era su deber. Un buen hijo de sus padres y un verdadero guía para su pueblo. —«Como yo creía que era Abraham», añadió para sí misma.
—Vuestra esposa es una mujer ilustrada —comentó el anciano antes de abrir las manos.
Sebo, vio Gabriela con disgusto. Como regalo les había traído un puñado de sebo.
—Ahora fabricaré con él velas —exclamó Villadeste— y esta noche celebraremos la victoria de los macabeos y el milagro de la llama eterna.
Se detuvo mirando a Gabriela. La nieve y la escarcha de su barba se habían derretido, dejándola gris y tiesa. Era una barba de anciano en un rostro de anciano, cuya afilada nariz aguileña se hinchaba a causa del frío con demasiada frecuencia. Tenía los ojos acuosos y cansados de tanto esforzarse en ver lo que en realidad ya no alcanzaban a ver. Las huesudas mejillas estaban permanentemente enrojecidas por las heladas. Sólo sus labios seguían siendo jóvenes, sensuales y carnosos. Hacían honor a la afirmación de que Moisés Villadeste era el hombre que mejor soplaba para la fabricación de cristal en Kiev.
Gabriela tuvo la impresión de que el anciano escudriñaba su corazón, leía sus pensamientos y la condenaba por atreverse a quejarse de que el legendario Abraham Halevi no la amase como lo haría cualquier hombre corriente.
—Es hora de alimentar a los bueyes —dijo finalmente Gabriela—. Volveré enseguida.
—Lo entiendo —murmuró Villadeste sin apartar su fija mirada de ella. Y, entonces, de forma inesperada cayó al suelo.
Al principio de rodillas, como si pidiese clemencia, y después de cabeza, hasta dar de bruces contra la piedra. Su anciano cuerpo produjo un sonido rotundo y quedó completamente inmóvil; parecía muerto. Pero, de repente, se puso a hablar.
—Perdonadme —dijo apoyándose sobre un costado y luchando por volver a levantarse.
Gabriela se apresuró a ayudarlo y le agarró de la mano. La piel de sus dedos se le antojó tan seca y rugosa como las piernas del pollo que había robado Sara.
—Nos complace su visita, de verdad —aseguró la mujer abrazando a Villadeste y meciéndolo adelante y atrás para procurarle calor.
El establo se llenaba con los ecos de los bueyes masticando. Los granos de pienso se agitaban como océanos dentro de sus enormes bocas.
Gabriela había traído con ella un pequeño candil. Lo colocó sobre una viga toscamente tallada y su luz abrió una pequeña brecha en la oscuridad. Valiéndose de este tenue resplandor amarillento, vertió agua hirviendo en el helado comedero de los bueyes y les echó un poco más del grano a medio fermentar que les salvaba de morir de frío durante las largas noches de invierno.
Vivir, morir. Jadeando por los esfuerzos, Gabriela por un momento se vio a sí misma como uno de los inmensos animales a los que alimentaba. Mezclándose con los ruidos de sus dientes le llegaba el sonido de la fatigosa respiración de los bueyes. Se parecía al de la suya, pensó amargamente, aliento a aliento.
Entonces, encontrándose rodeada por todas aquellas telas viejas y pieles sin curtir, bajó la vista hacia sus manos, llenas de manchas rojas e hinchadas por la humedad y el frío, y tuvo un repentino recuerdo de su antigua vida en Bolonia. Estaba sentada al sol en la Plaza Mayor, vistiendo un vestido de seda y saboreando vino y frutas. Ahora, a menudo no sabía si aguantar, confiando en que la rueda de la fortuna volviese a girar y a favorecerla, o hundirse en la oscuridad de la paja y la madera para formar parte del cementerio que dejaba tras de sí cada invierno en tierras ucranianas.
A través de la pared oyó que Villadeste, obviamente repuesto, contaba sus historietas a los demás. Moisés Villadeste había elegido plantearse su supervivencia de invierno a invierno, hasta llegar a una edad que sin duda habría temido si hubiese sabido lo que iba a depararle.
¿Qué podía decirse de Abraham?
Si hubiera muerto en Bolonia, pagando con la vida el haber matado a Rodrigo Velázquez, habría tenido un final justo y digno de él. Tiempo atrás pensaba que ningún hombre podría pedir más que morir por un acto de pasión con el cual vengaba a sus seres queridos. Sin embargo, y aunque fuera casi contra su voluntad, Abraham había sobrevivido. Tras todos estos años el marrano bastardo había encontrado la fe y se había convertido en auténtico judío. El joven rebelde que difícilmente reconocía su propia estirpe y que por avaricia y amor se había entregado a un matrimonio cristiano, dejando que un sacerdote le salvara la vida, de alguna manera había aprovechado su cautiverio para volverse más suave y comprensivo con su propia religión y su propia alma. Abraham era ahora un verdadero santo, pero en el proceso de conocerse a sí mismo se había cerrado a los demás.
Gabriela se encontró temblando y agarrándose a un puntal en forma de yugo.
Recordó una mañana durante su viaje por el río Dniéper. Junto a una orilla se elevaba un escarpado acantilado. Parecía una gigantesca fortaleza de roca coronada por árboles de hoja perenne que se recortaban en el azul uniforme del cielo como una afilada dentadura. En la otra orilla se extendían grandes llanuras de tierras oscuras y margosas, las más fértiles del mundo. Gabriela entendió que el acantilado representaba una inexpugnable barrera entre ella y la vida que había dejado atrás. Una vida a la que ya no podía retornar. Un mundo de arte y de luz en el que vivía León. El mundo de la comodidad, la belleza y el poder material. El mundo del oro y la urbe del hombre.
Balanceándose hacia adelante y hacia atrás, y enfriándose con cada aliento, sintió que la misteriosa cuerda que la había mantenido atada a la fe, a la esperanza y al pasado se rompía finalmente. Había abandonado Bolonia y su ventajoso matrimonio con León para seguir el dictado de sus sentimientos hacia Abraham. Pero ¿le correspondería él, la llegaría a amar de verdad algún día? ¿O tal vez siempre se sentiría más cómodo jugando a ser un extraño, como solía hacer en Toledo? Es decir, presentándose por la noche y deseando irse de su lado antes de que amaneciera.
En la gélida negrura del establo los mansos y grandotes animales seguían atiborrándose de grano. Mientras chasqueaban la lengua y sacudían la testuz, se imaginó a su hermana Lea también chasqueando la lengua y meneando la cabeza, para sumarse con ese gesto de desaprobación a los únicos testigos de la autocompasión que sentía Gabriela por haber desperdiciado su vida.
Durante la cena Villadeste insistió en volver a narrar la historia de la fiesta del Hanuká. Pero no se conformaba con el relato habitual, que describía cómo los macabeos encabezaron la rebelión contra sus opresores, para que los judíos pudieran ser libres de adorar a su celoso Señor.
En la versión alargada de Villadeste, Judas Macabeo se convertía en uno de los servidores más apreciados de Dios, en un espíritu inmortal que, según los cabalistas, guiaba con su fuerza a los hebreos esparcidos lejos de su propia tierra.
—¿Y dónde está nuestra tierra? —exigió saber Gabriela—. ¿En Israel, donde nunca hemos estado? ¿En España, donde ahora matan a los judíos en los patíbulos y los asan como chuletas? ¿Aquí?
Villadeste se apoyó en la mesa y sonrió a Gabriela como un profesor sonríe a su alumno favorito. En sus ojos acuosos se reflejaba la luz del candil.
—Casi lo has entendido. No es extraño que seas una mujer célebre por tu inteligencia. Te pareces a las antiguas mujeres rabinas que había en España. La tierra de los judíos no puede ser encontrada, como bien has dicho, en ningún mapa. La tierra de los judíos es un reino hecho para el alma. Pues cuando Dios anunció que ayudaría a Moisés a llevar a los judíos de vuelta hasta la Tierra Prometida, no hablaba de la tierra prometida de Israel, sino de la Tierra Prometida donde Dios mismo y su pueblo se unen el uno al otro; de corazón a corazón, de alma a alma. Cuando un judío se extravía de ese Reino es cuando entra en peligro.
Gabriela había oído muchas veces las proclamas de Villadeste sobre el reino del Dios de los judíos. En España era seguro que los ortodoxos debieron considerarle un hereje; mientras que los más tolerantes le considerarían simplemente un idiota demasiado lleno de entusiasmo. Pero ejercía un considerable influjo sobre Joseph y Abraham. Parecían incapaces de resistirse al hipnótico ascendente de sus interminables discursos. Los insistentes y prolongados soliloquios de Villadeste se ceñían en torno a ellos, atrapándolos como cadenas. Exponía intrincadas y confusas teorías religiosas, estructuradas y sazonadas mediante breves episodios de batallas chorreando sangre.
—Esta noche —anunció Villadeste cuando hubo convertido su puñado de sebo en una vela— celebraremos la fiesta de las luces. La llama de esta vela será el símbolo de que reconocemos el absoluto poder de Dios. Esta llama es la llama de nuestra devoción, y su luz es la luz de la Ley de Dios. Someternos a ella es someternos a nuestro destino.
Mientras Villadeste hablaba, Gabriela miró en torno a la mesa. Joseph y Abraham le escuchaban con tal atención que tenían la boca abierta.
—¿Y cómo se somete uno a la luz de una vela? —no pudo evitar preguntar Gabriela.
—Primero con el corazón —contestó Villadeste inclinándose hacia la vela y adoptando un tono de completa convicción. A ojos de Gabriela, su expresión se tomaba cada vez más firme, su barba se hacía más densa y patriarcal, sus ojos y su piel comenzaban a brillar al calor de sus creencias—. El corazón es lo más importante, porque, sin poner el corazón, el alma no puede nunca ascender hacia su Dios. Una vez que crees con el corazón, debes buscar sentir lo que está todavía más profundo, el latido de tu propia alma, pues tu alma es tu inmortalidad, la partícula de Dios que está dentro de ti. Y cuando amas a Dios, tu alma vuelve a estar conectada con él y la fuerza de Dios está en ti.
—Suena muy bonito —intervino Sara—, pero, igual que mi madre, yo también me pregunto qué tiene que ver abrir el alma y el corazón a Dios con obedecer a la llama de una vela.
—¡Qué bellas y qué sabias son las mujeres de esta familia! —contestó Villadeste—. ¡Así es la carne! —extendió su mano mostrándola—. Mi alma es inmortal, pero mi carne no. Sin embargo, por medio de sus mandamientos, Dios deja claro que no sólo quiere que nuestras almas se unan a él, sino también nuestros cuerpos. ¿Por qué si no nos ordenaría lo que debemos comer, cómo casarnos o incluso con qué vestirnos? —puso su mano sobre la llama y añadió—: Si nuestro amor a Dios es perfecto, tratará nuestros cuerpos como si fueran el suyo.
La llama de la vela se extinguió, aplastada bajo la palma de la mano de Villadeste. Pasaron los segundos, sucediéndose hasta sumar un minuto. Sólo la luz procedente de la chimenea iluminaba los rostros de los presentes. Entonces Villadeste retiró su mano y la llama volvió a erguirse en la vela, recuperando su protagonismo y la atracción de las miradas de todos.
—Está loco —murmuró Gabriela.
—Loco de amor —apostilló Villadeste.
Más tarde, al despedirse el invitado, Gabriela le dio la mano y descubrió que no había el menor rasgo de herida, quemadura o tan siquiera rozadura donde la vela le había ardido.
Por la noche Gabriela se sintió como si Villadeste la hubiera empujado a las llamas con su truco de magia. Se agitaba bajo las mantas empapada en sudor. Podía oler su propia piel. El aroma enmohecido de su descontento se mezclaba con el rancio y ancestral hedor de las bestias muertas cuyas pieles la abrigaban.
«Si nuestro amor a Dios es perfecto, Él tratará nuestros cuerpos como si fueran el suyo», había dicho Villadeste.
Pero ¿cómo de perfecto pedía Dios que fuera nuestro amor? ¿Es que ella no le había amado de niña en Toledo? ¿No había ido todos los días a la sinagoga, a menudo más de una vez, y rezado con los rabinos las oraciones que éstos elegían? ¿No había sido una buena hija mientras vivía su madre? ¿No había obedecido los mandamientos, prestado dinero a bajo interés a los judíos y pagado sus propias deudas? ¿Y cómo había Dios amado y respetado su cuerpo? Poniéndolo en las manos de un ignorante campesino de la feria que la forzó a entregarse a él antes de que pudiera escapar.
Sin embargo, Abraham se había mostrado como si prefiriese la virginidad a la supervivencia. Lo que de verdad admiraba era la capacidad de uno para matar por mantenerse fiel a sí mismo, no por sobrevivir. Pero cuando su propia vida se vio amenazada, Abraham acudió a ella en busca de ayuda. Y Gabriela, con su inquebrantable pasión de niña hacia él, le había acogido en su casa y entre sus brazos, y hasta le había ofrecido su cuerpo como almohada y a su marido como protector y refugio, mientras él planeaba su venganza personal.
La oscuridad se desvaneció. Abraham llegaba al lecho sosteniendo la vela de Villadeste. Su luz desvelaba el mapa de su rostro, mostrando profundos desfiladeros que bajaban hasta la selva de sus barbas, señalando con círculos sus ojos, dibujando caminos y atajos que unían las comisuras de su nariz y su boca.
—¿Sigues despierta? Creía que ya estarías dormida.
Se situó junto a ella en su lado de la cama. Ahora el encorvado prisionero había recobrado la salud y el vigor. Pero ¿dónde estaba aquel grácil muchacho de Toledo, el Gato?, ¿dónde estaba ahora? ¿Había existido alguna vez o era una simple invención de Gabriela, que buscaba proyectar su amor y admiración? Abraham se sentó en el borde del lecho. El simple esfuerzo de cambiar de postura se reflejó en su respiración.
—¿Has tenido una pesadilla?
Hablaba con voz solícita, como la de un abuelo. La voz con la que le había hablado en Barcelona, preguntándole, antes de dejarla, si había escapado sin heridas de Toledo, también había sido amable y cariñosa.
—Contempla nuestra mansión —sugirió Abraham.
A la luz de la vela, parecía una fabulosa esfera dorada. Como la sinagoga del Tránsito, el templo revelado por el regalo de Villadeste asombraba al ojo humano por su armónica variedad. La única diferencia era que, en lugar de estar adornado con piedras preciosas y metales y maderas nobles, su abovedada morada en el nuevo mundo lo estaba con parches claros y oscuros de piel de buey y caballo. Y en vez de rosetones, vidrieras de colores y capiteles cuidadosamente configurados, las manchas de sudor y sangre que habían dejado en las pieles sus anteriores y desconocidos propietarios eran su único ornamento.
Hasta los bancos en forma de trono tenían allí su réplica, zonas de piel sin pelo, gastada por el roce de la silla o el yugo que atestiguaban la sumisión del hombre a la voluntad divina acerca del pan y el sudor de la frente.
Por último, los textos de la Ley Hebrea que se escriben formando círculos en las paredes de las sinagogas, encontraban su contrapartida en el cúmulo de vigas viejas que se unían concéntricamente para sujetar ese pequeño templo del invierno.
Abraham se acostó junto a Gabriela.
—Hasta los cerdos de al lado viven mejor que nosotros —dijo ella.
—Al lado no hay cerdos.
—¡Pues bueyes! ¿Es que hay mucha diferencia?
—Los cerdos se crían para la matanza, los bueyes para el yugo. Nosotros somos seres humanos libres. A diferencia de los cerdos y los bueyes, hemos visto muchos países y vivido muchas vidas. Estamos aquí, como dice Villadeste, por voluntad propia.
—¿Voluntad propia? —clamó Gabriela.
Ése era otro de los grandes golpes de efecto de Villadeste. Le había dicho a Abraham que debía reconocerse a sí mismo como un ser humano del futuro. Un hombre que, por su propio esfuerzo y con la ayuda de Dios, había salido de la Era de las Tinieblas antes que cualquier otro y con la fuerza de una flecha propulsada por una ballesta.
En medio del caos de una Europa en desintegración, afirmaba Villadeste, con la Iglesia dividida y el judaísmo degradándose al son de una herejía tras otra, había emergido Abraham Halevi. Un muchacho bastardo, arrogante y orgulloso, nacido en una ciudad en decadencia como capital judía. Educado por un librepensador musulmán, estudiante de la mejor universidad cristiana de Europa y siempre situado tan sólo a unos pasos de distancia del Dios de su propia gente.
El resultado había sido, según Villadeste, un hombre tan grande que a Europa entera le fue imposible darle albergue. Un hombre tan independiente que no se debía a su alianza con ningún rey, ningún noble, ninguna ciudad, ningún sacerdote o rabino. Sólo había seguido las instrucciones de su propia conciencia y la voz directa de su propio Dios.
En resumen, había proclamado Villadeste, Abraham Halevi, su fiel anfitrión, desde luego no era el mesías prometido en las Santas Escrituras, pero sí un judío digno de ser bien considerado y admirado. Un judío lo bastante fuerte como para no dejarse enterrar bajo la nueva manta de miedo y muerte que se cernía sobre la estirpe. Un judío que guiaba a su pueblo hacia un país nuevo e inimaginable para las viejas mentes. Villadeste describió a Abraham como un verdadero héroe.
¡Y con qué facilidad absorbió éste cada una de sus apasionadas palabras! Parecía que esos dos judíos españoles que habían recalado en Kiev contuvieran el cosmos entero en sus almas.
—Somos nosotros mismos quienes hemos decidido estar aquí —afirmó Abraham.
—Villadeste dijo que Judas Macabeo es el guía de todos los judíos errantes. Pero ¿por qué necesitamos un guía? Únicamente porque llevamos mucho tiempo errando y alejándonos de nuestro verdadero destino. Deberíamos habernos quedado en España para vivir o morir con nuestra gente. Pensábamos que fuimos afortunados de escapar. ¿Afortunados? Lo único que hemos hecho es labrarnos nuestro infierno.
—No escuchaste a Villadeste —replicó él en voz baja—. Dijo que nuestro reino no está en ningún país sino en el espíritu de Dios.
Gabriela se quedó mirándolo. ¿Sería verdad que él era feliz en Kiev y que se sentía tan seguro de su fe que incluso en medio de ese desierto helado discutía acerca del desastre y la muerte como si fuese un colegial debatiendo un aspecto remoto de algún texto del Talmud?
—Tú podrías volver a casa —sugirió Abraham gentilmente—, retornar junto a León. Pronto llegará la primavera y el río se hará navegable. Yo te acompañaría durante todo el viaje para protegerte.
—Eres muy generoso.
—No hay necesidad de que malgastes tu vida siendo infeliz —insistió él.
Gabriela soltó una risa. Como una persona a la que ha tirado su caballo con un bote de su grupa, veía doble. Por un ojo percibía a Abraham tal y como era ahora, un hombre maduro y amable que se encontraba tan cerca de Dios y de su propia alma como para ofrecerse a arriesgar la vida por ella. Pero, por el otro ojo, veía al verdadero Abraham, un hombre que se había puesto la máscara de la amabilidad. Porque el verdadero Abraham era un muchacho arrogante que había matado a su primo para defraudar a Rodrigo Velázquez. Un amante celoso y mezquino que había despreciado su amor para buscar aventuras y experiencias. Un guerrero vengativo que había robado y asesinado sin el menor escrúpulo para mantener intacta su propia y henchida concepción de sí mismo.
—Crees que puedes hacerme feliz despachándome de tu lecho y enviándome al de León. Me tratas como a una desobediente zorra a la que sólo puede curarse enviándola de vuelta con su viejo amo.
En su enfado, gesticuló violentamente con la mano en la dorada atmósfera de la tienda, tirando sin querer la vela. La levantó al instante y el breve lapso de oscuridad, durante el cual se quemó un poco la gruesa piel que cubría la cama, pasó en un abrir y cerrar de ojos.
Abraham suspiró.
—Adelante, enciérrate en tus penas.
Gabriela dijo esto susurrando y gritando al mismo tiempo. Es decir, su rostro se enrojeció como si gritase, forzando el aliento y la garganta, pero las palabras que salieron de su boca apenas pudieron oírse. Eran un simple murmullo destinado a no salir de la tienda de campaña que ocupaba con Abraham. De esta forma, Joseph y Sara podrían seguir arrullándose en la plataforma que compartían junto a la chimenea, convencidos de que a su alrededor reinaban la armonía y la paz.
—Suspira, gruñe, gime —continuó reprochándole Gabriela—. Remuévete en la cama. ¿Crees que no sé la verdad? No soy yo quien quiere volver con León, sino tú quien sueña con volver junto a Jeanne-Marie. ¿Piensas que soy tan estúpida como para no darme cuenta de que te escondes de mí hasta cuando dormimos? ¿Me consideras tan sorda como para no haber oído que en sueños gritas su nombre, tan ciega como para no ver que te abrazas el cuerpo temblando como si prefirieses estar ya bajo tierra, agarrándote a su esqueleto en la tumba, antes que vivir aquí, «por propia voluntad», como dices tú, con otra mujer?
—¡Gabriela!
—¿Gabriela? —repitió ella. Su voz se había convertido en una especie de demonio que le salía del pecho y la garganta pronunciando palabras que ella nunca había pensado y retorciéndolas con un rencor que nunca había sentido—. ¿Crees que soy una especie de harapo con el que taparte una vez que has caído en el mayor fracaso? ¿Un harapo que luego puedes tirar en cuanto te encuentras un poco mejor? Vuelve con tu Jeanne-Marie si quieres y puedes. Ve con quien te venga en gana. Yo me quedo aquí. Ahora ésta es mi casa, aunque tú la hayas convertido en un infierno viviente. Tal vez era más feliz con León. Él sabía cómo quererme y yo también lo quería. Pero no, no soy uno de esos personajillos de tus famosas historietas. Yo no puedo ir cambiándome de disfraz como si tal cosa. Quizás tú seas una criatura divina que puede hacer lo que quiere, pero yo vivo sencillamente el destino que me ha tocado, el cual parece consistir en seguir siempre tu engañosa sombra con la mayor docilidad, mientras fornicas, asesinas y juegas por medio mundo a ser el gran mártir.
Ahora Abraham se había incorporado y estaba sentado en la cama. La cicatriz de su párpado cerrado resplandecía como una joya a la dorada luz de la vela.
Gabriela sintió que sus huesos empezaban a temblar otra vez. Se acercó a él, puso las manos sobre sus hombros, le ofreció los labios abiertos, los cerró, rozando con ellos su barba; sintió el salado sabor de su boca y quiso beberse las invisibles lágrimas que corrían por las mejillas de su amado. Le lamió las antiguas heridas, la curva que denotaba el sitio por el que se había roto la nariz, le lamió las comisuras de las cejas, volvió a cerrar la boca, besando primero su ojo bueno y luego el que había quedado sin luz para siempre. Apretó la cicatriz entre sus labios, acariciándola tiernamente con la punta de la lengua.
Se había puesto de rodillas. Observó que el cabello antes negro azabache de Abraham estaba hoy teñido de plata en muchas zonas. Se abrió el camisón y, agarrándole el rostro, lo apretó contra sus senos desnudos.
Los sentimientos de Gabriela entonaban ahora sus propios lamentos, lloraban por todos aquellos seres queridos enterrados en el Tajo. Le dolía incluso la suave presión de la cara de Abraham contra el pecho. Hasta esto le hacía querer llorar. Pero lo apretó aún más, metiéndole su carne en la boca. Deseó que él la abriera, la devorara, liberara todos aquellos años que se habían ido acumulando en su interior y que hervían como un volcán a punto de entrar en erupción. Cuando la vela se hubo apagado, él seguía besándola, agarrándola, mordiéndola. Con cada dentellada Gabriela sintió un arrebato de calor, como si su propia sangre fuese puesta en libertad. Entonces él se colocó sobre ella. Gabriela sintió que los huesos de la pelvis se le partían y se abrían ante la fuerza de la lujuria de Abraham.
—¡No! —gritó.
Abraham, León, Juan Velázquez, Carlos. Todos emergieron fundiéndose en un único semental, una bestia asesina y sin cerebro que pretendía matarla, y por culpa de la cual ella necesitaba resultar muerta.
Apretó las manos en torno al cuello de Abraham y sintió el pulso de su poderosa garganta. Luego dejó resbalar las manos por su espalda y hundió profundamente las uñas en su piel.
Manó un súbito torrente que martilleó su corazón. Dentro de ella fluyó una fuerza tan potente que la sacó de su santuario de piel helada y la lanzó hacia las estrellas. Voló por el cielo sobre el Tajo, y ambos volvieron a ser jóvenes. Los dulces labios de Abraham contra los suyos; los ecos de su placer ahogados en el siempre cambiante trueno de las aguas del río.
Cayó lentamente del cielo. Una mujer desnuda flotando entre los planetas, con la vela de Villadeste en la mano, brillando de forma clara y serena entre el cálido río blanco de las estrellas. Contempló el panorama completo durante un breve instante más, antes de sumergirse de nuevo en los brazos de Abraham y en su pequeño refugio de pieles cálidas. El pasado quedó atrás como un haz de hilos sueltos sin nada que los uniera.