Joseph llegó a la celda para cumplir su hora de visita. Encontró la puerta abierta y al guardia sentado en su banqueta. Estaba absorto, observando el corredor como si en las paredes cada día se publicaran nuevas historias para que él se entretuviese. Al final de cada pasillo había un retén adicional de hombres. Portaban las suficientes espadas, cuchillos y mazas como para sofocar cualquier motín que pudiera producirse. Y además era altamente improbable o imposible que los presos se rebelaran, porque las normas dictaban que la puerta de cada celda sólo se abriera cuando todas las demás estuviesen cerradas.
El joven saludó al carcelero entregándole un pañuelo de seda. Como de costumbre, el pañuelo contenía algunos dulces y dos monedas de oro. Este tributo no era del todo imprescindible, le había explicado Gabriela, porque los privilegios para las visitas se conseguían sobornando a otros guardianes, no a éste. Pero el regalito hacía que también este guardia estuviera deseando que las visitas se produjesen. Para que sus compañeros del corredor no se pusieran celosos, también se les hacía algún regalo, aunque no tan a menudo.
Joseph entró en la celda. Su padre se levantó para abrazarlo, como si se tratase de una visita ordinaria. Entre sus brazos, el joven no podía creerse que el corazón todavía no le hubiera estallado.
—Shalom —dijo. Y luego añadió en hebreo—. Te he traído un regalo inspirado en tu oración. Perdóname si no lo he elegido bien.
Abrazó a su padre con más fuerza, para que éste pudiera sentir entre los pechos de ambos el mango de una daga.
Abraham, con extremada rapidez, tomó la daga y se la escondió dentro del blusón. Luego volvió a su esquina.
Joseph sintió un arrebato de alivio al verse desembarazado de su carga. Luego se sentó en el banco de piedra de su padre como si ya hubiera pasado todo.
—¿Hoy no viene Gabriela? —preguntó Abraham.
—Estaba ocupada.
—¿Tiene otros arreglos que concluir?
Joseph notó que el corazón volvía a encogérsele. «No debes hablar más hebreo del necesario delante del guardia, porque levantaría sus sospechas», le había avisado Gabriela. Pero el guardia no parecía sospechar nada. De hecho, disfrutando de su regalo, había sacado el cuchillo para prepararse un mondadientes con los palos que siempre llevaba consigo. A veces daba la impresión de que, de tanto mirar sus invisibles fuentes de entretenimiento sin encontrar nada, la limpieza de sus dientes se había convertido en el mayor reto en la vida para ese hombre. Tan intenso placer sacaba de ello que antes de comer ya se había preparado su palillo para después no perder un momento.
Joseph asintió con la cabeza.
—Me alegra que mi hijo sea tan rápido en comprender los textos de la Biblia.
El joven sólo podía ver la espalda del guardia, pero el ruido de su cuchillo seguía sonando. De acuerdo con lo que Gabriela había dicho, el veneno tardaría al menos un cuarto de hora en hacer efecto. «Está garantizado —añadió— que deja a un hombre tieso en el sitio. Pero, por supuesto, tales garantías son sólo teóricas. Si el veneno no le mata y simplemente le causa cierto ahogo, tendrás que acabar con el guardián tú mismo.»
Al oír eso, Joseph le había vuelto la espalda. Su padre y Gabriela eran como bestias propias del tiempo en el que los hombres se despedazaban entre sí. Él había tomado clases de espada y había jugado a la guerra en la escuela, pero matar a un ser humano le resultaba casi impensable. «No te preocupes —le había dicho Gabriela secamente, como si hubiese podido leer sus pensamientos—. Cuando llegue el momento, sabrás hacerlo.»
Ahora tenían el cuchillo que acababa de entregarle a Abraham y, al cinto bajo la capa, otra arma: una espada corta que Sara le había proporcionado.
El padre se colocó junto a la ventana. Sus únicas vistas consistían en el reducido espacio de polvoriento aire que separaba la celda del contiguo muro de piedra. A plena luz, la piel de Abraham se veía muy pálida y humedecida, como pergamino almacenado durante mucho tiempo en un lugar húmedo. Sobre el ojo herido, su párpado, cubierto por una gran cicatriz, caía como una persiana permanentemente cerrada. Tenía la barba descuidada y casi del todo blanca, pero su cabello seguía siendo negro. Tampoco se lo había cortado y le caía sobre los hombros.
El sol incidió en su ojo bueno y lo hizo brillar, transformándolo en el resplandeciente ojo de un gato. El guardia había terminado de comer y ahora se mondaba los dientes.
Los minutos se hacían interminables. Joseph recordó su fuga del dormitorio en el que mataron a María y su carrera hacia el salón, mientras su hermana pequeña gritaba de agonía. Sin planearlo, había acabado escondiéndose bajo la cama de la habitación de su tío Robert. Era tan alta que, con las mantas y colchas cayendo a su alrededor, pudo sentarse como en una tienda de campaña, agarrándose las rodillas y apretándolas contra el pecho y contra un corazón que latía a velocidad vertiginosa.
Pasado un largo tiempo, se acercó a mirar por la ventana. Éste era uno de sus recuerdos más nítidos: el patio vacío excepto por los cadáveres formando una pira y ardiendo. Y entonces, sin saber cómo, Nanette lo encontró. Joseph se sorprendió tanto al verla que gritó presa del pánico. Era el primer sonido que había emitido en horas. Después perdió el sentido y cayó de bruces al suelo.
Cuando se despertó, su padre estaba frente a él, junto a la puerta de la habitación. Tenía una expresión de locura e ira, y la espada levantada. Olía a sangre y…
—¡Ahora! —susurró Abraham.
Joseph botó en el banco del sobresalto. El miedo le había anquilosado los músculos hasta el punto de que apenas podía moverse. Miró hacia la puerta. El guardia seguía en perfecta comunión con su mondadientes.
—¡Vayamos!
Su padre avanzó. A Joseph el estómago le daba vueltas como una noria. Sintió que iba a vomitar. Con cada paso, Abraham parecía adquirir mayor tamaño. El decrépito viejo que había pasado nueve años en prisión comenzaba a desprenderse de su persona.
—Hijo mío —le dijo extendiendo el brazo—. Levántate, hijo mío.
Joseph intentó ponerse en pie, pero las rodillas le temblaban y sólo consiguió permanecer medio erguido. La vergüenza por su propia cobardía minaba todavía más su escasa determinación y pudo sentir que el sudor le bañaba todo el cuerpo.
—Hijo mío… —repitió Abraham suavemente.
El joven alzó los ojos hacia su padre. Sabía que procuraba infundirle fuerzas. Sin embargo, su tono de voz sólo le hizo sentirse aún más avergonzado.
De alguna manera, logró levantar la mano y ofrecérsela a Abraham, que tiró de él y lo mantuvo recto y en pie. Y, entonces, justo cuando Joseph encontraba el equilibrio, vio que el guardia se había plantado en la puerta.
—Eh, eh —gritó el hombre—. ¿Qué hacéis?
Su grito hizo que el resto de los carceleros empezaran a correr en dirección a la celda de Abraham. Al oír sus pisadas, Joseph sintió que su mente quería explotar en mil pedazos.
—¡Ahora! —dijo Abraham por última vez.
Y acto seguido, mientras Joseph lo observaba, se lanzó contra el guardia, lo volteó y le seccionó la garganta con su cuchillo. Un río de sangre corrió por el acero.
Abraham salió corriendo al pasillo y empezó a recorrerlo con Joseph a sus talones.
Cuando llegaron a la escalera, uno de los guardias se puso a su altura. Mientras se abalanzaba sobre Abraham, Joseph sacó su espada corta y pudo sentir todo el peso del hombre que se ensartaba a sí mismo por la tripa en su pequeña arma, regalo de Sara. Luego, tras tirar de la espada y liberarla, el joven corrió tras su padre por las escaleras.
Llegaron al patio, perseguidos por el ensordecedor griterío de la guarnición entera.
Por un instante, el sol cegó a Joseph. Después vio, como si se tratase de un sueño, que un carruaje los esperaba. Era el mejor de los carruajes de Gabriela. Negro y rápido, había sido reforzado por el mejor herrero de Bolonia con placas de hierro en los costados y remaches en las ruedas. El cochero también era el más fuerte y fiel de entre los criados de la mujer.
Joseph voló por el patio hacia la puerta abierta del carruaje. El cochero levantó el brazo para apercibirlo e inmediatamente lo bajó en un mismo movimiento, fustigando a los caballos.
El tiro de sementales se puso en marcha briosamente, mientras el muchacho alargaba las zancadas para asirse al carro. La sangre le corría por el hombro, donde lo habían herido. Los caballos avanzaban ya a pleno galope cuando la última zancada de Joseph lo situó junto a la puerta del vehículo. Abraham sacó la mano y lo arrastró dentro.
Los soldados los siguieron entre alaridos por la Plaza Mayor y después hasta las casetas de los banqueros, donde León Santángel seguía comerciando. Segundos más tarde, consiguieron poner tierra de por medio y despistar a sus perseguidores, internándose a todo galope por las enrevesadas callejuelas en dirección a la puerta oeste de la ciudad. Limpiando la herida del hombro de Joseph y vendándola con un trapo limpio de fino lino, iba la hija de Gabriela, Sara. Se había vestido como una novia y lucía una sonrisa radiante como mil soles. Frente a ella, sentada junto a Abraham y sosteniendo su mano, viajaba también Gabriela.
Había más guardias a las puertas de la ciudad. Esta vez Joseph sintió que el valor batía sus poderosas alas dentro de su pecho. Al cochero lo mataron antes incluso de que él tuviera tiempo de lanzarse fuera del carruaje. Con Abraham a su lado, creyó notar el poder de Dios manifestándose a través de su brazo y dirigiendo su espada contra la carne de sus enemigos, hasta que fueron reducidos a un sangrante coro de palabras de rendición.
Sin embargo, Abraham, el que poco antes fuera un anciano para su hijo y ahora un ángel vengador que manejaba la espada con exquisita habilidad, recibió una puñalada por la espalda. Entonces Joseph sacó pecho clavando su espada con tal fuerza en el vientre del agresor de su padre que, una vez abatido, el hombre no tuvo el consuelo de morir yaciendo en la tierra, sino suspendido en la espada que lo había ensartado y lo sostenía en pie firmemente.
Joseph, transformado por la visión de la muerte, se sintió como si estuviera hecho de piedra. Su padre lo rodeó con el brazo y lo introdujo de nuevo en el carruaje. Abraham parecía haber crecido hasta alcanzar el tamaño de un gigante y lo conducía con la misma facilidad y falta de esfuerzo que lo había hecho cuando él era un niño en Montpellier. Al abrigo de los brazos de su padre, una vez más cubiertos de sangre y muerte, Joseph vio que la propia Gabriela se encaramaba al pescante de un salto, para reemplazar al cochero muerto. Con un fuerte restallido de las riendas, iniciaron su largo viaje para alejarse de la ciudad en busca de la seguridad del mar.