—«No me entierres en Egipto», le había rogado Abraham a Joseph. ¿Era otra de sus peticiones raras, enrevesadas, incomprensibles, chistosas, o era una señal con la que indicaba que había llegado la hora de que lo sacasen de allí?
¿Si Abraham escapara de su prisión, se preguntó Gabriela, no debería también ella escapar de la suya?
A la mañana siguiente, en lugar de ir al almacén de mercancías, recorrió las callejas del barrio hasta llegar a la sinagoga. La ronda oficial de oraciones matutinas había concluido y en el patio interior un rabino se reunía con sus discípulos, que lo rodeaban y estaban analizando con él una cuestión teológica de ínfimo orden.
El rabino se inclinó y saludó a Gabriela, que le devolvió la reverencia. El dinero de Juan Velázquez había contribuido a levantar esos muros que hacían las actividades de la sinagoga invisibles a ojos de quienes pudieran sentirse ofendidos por la competencia religiosa.
Una vez dentro, Gabriela subió los peldaños de la escalera que llevaba a la galería para mujeres. Allí, sola, miró a los ancianos que, en la planta baja, rezaban mientras sus fuerzas se lo permitían. Sosteniendo sus rollos de oraciones, que habían aprendido de memoria hacía mucho tiempo, se escondían bajo sus enormes mantos, cuyo tamaño les hacía parecer enanos de largas barbas con olor a leche y pan rancio. Se balanceaban cantando sus penas y su obediencia a la férrea voluntad de Dios.
¡Tantos muertos! ¡Tantos a los que llorar! ¡Tantos que vivían dispersos! Verdaderamente habría que esperar hasta el Día del Juicio Final, si se pretendía que todos ellos regresaran a Jerusalén.
Desde la galería, Gabriela veía el arco y la vela siempre encendida de la sinagoga.
—Yo soy un Dios celoso —había avisado el Padre de todas las cosas.
Celoso, sí. Quizá por eso había elegido al pueblo judío. Les había elegido para ser el pueblo que nunca se permitiera olvidarse de sus celos, su ira y las exigencias de estar a su servicio.
Sólo veinticuatro horas antes, Gabriela se había enterado del asesinato de Baltasar Cossa, el viejo pirata convertido en Papa. Y ahora que faltaba el cardenal, ¿qué sería de Abraham? Estaba cautivo de un hombre que ya no vivía. Estaba cautivo y sin más perspectivas en la vida que afrontar un juicio por asesinato y herejía. La única razón por la cual podría querer seguir viviendo sería convertirse en un nuevo mártir que complaciera al Dios de los judíos.
Los rezos piadosos de los ancianos continuaban y avergonzaban a Gabriela por sus pensamientos como un dedo acusador.
—Quiero morir —le había dicho Abraham en su último encuentro a solas.
—Entonces muere —había contraatacado ella, sintiendo un acceso de culpabilidad mientras él se recostaba en la pared. Pero sólo unos segundos después volvió a ser él mismo. La abrazó, se rió y aseguró que, con su fortaleza, volvería a ser un hombre joven cuando el esperado perdón llegara por fin. También relató a Gabriela que, antes de morir, Cossa le había enviado un mensaje a través de un obispo de confianza en el que le anunciaba que, tan pronto afianzase su posición política, le liberaría y le concedería un salvoconducto hasta Toledo.
Luego, encorvado y flaco, Abraham se había aproximado a ella y sus manos de alargados dedos apenas agarraron su cintura cuando ella se encontró ya dando vueltas por el aire, como un niño que juega con su tío favorito.
Ahora, en la sinagoga, sólo uno de los ancianos continuaba cantando. Su voz se elevaba ondulante y como un pájaro herido rebotaba en los distintos recodos del techo, buscando sin éxito un sitio en el que reposar.
A través de las ventanas del edificio llegó el tañido de las campanas de una iglesia. Sonó tan fuerte que redujo los rezos cantados del hombre al zumbido de una mosca.
De alguna manera, la decisión había caído por su propio peso. Sólo faltaba arreglar los detalles y el pequeño problema final: cómo suavizar el golpe.
Gabriela se volvió y bajó de la galería al patio. Los alumnos ya se habían ido a sus casas, pero el rabino seguía sentado en un banco, meditando al calor del sol.
—Buenos días, rabí.
—Buenos días, señora. Saludad de mi parte a vuestro marido.
Gabriela caminó despacio hasta la calle. Estaba atestada de gente. Se dejó empujar por la muchedumbre que iba y venía de casa al mercado. Sin duda esa tarde el rabino le contaría a León que había visto en la sinagoga a su señora.
Tendría que inventarse alguna excusa, tal vez el aniversario de algún difunto con el que León no estuviese familiarizado y por el que no la hubiese consolado ya. Era amable, considerado, incluso había sido apasionado en otros tiempos. Pero la decisión de Gabriela estaba tomada. La puerta definitiva se había abierto mientras las demás se habían cerrado.
Joseph estaba en su puesto en las casetas de los banqueros cuando alguien dejó caer una pluma sobre los números que repasaba. Levantó la vista y se encontró frente a sí a Sara. Sonreía ante su sorpresa. Él miró con agobio hacia la hilera de puestos. León trabajaba inmerso en una costosa y prolongada negociación con un comerciante de Florencia. Llevaban tres días discutiendo los términos de una carta de crédito que el comerciante pretendía le fuese otorgada para hacerla valer en una feria de Génova. Con ello, él y sus socios podrían comprar lana para cargar al completo un velero. Pero si éste se hundía o resultada abordado, nunca devolverían el importe recibido.
Ese riesgo impediría por sí mismo el libramiento de cartas de crédito, si no concurriera en este caso un factor adicional: para asegurarse de que los piratas no robaban el cargamento de sus deudores, Velázquez tenía a sueldo una flota de bribones propios que protegían o atacaban los barcos que él señalaba. Joseph vio cómo Gabriela le recordada este extremo al oído a León. Por tanto, los Santángel no sólo tenían el cometido de hacer tratos ventajosos por cuenta de su señor, sino también el de participar en la trama ejerciendo de consumados actores.
Mientras se alejaba con Sara hacia la Plaza Mayor, Joseph oyó cómo Santángel vociferaba con dramatismo toda clase de peligros y traiciones imaginarias para aumentar el precio del crédito.
—Mi madre me ha dicho que te marchas de Bolonia.
Al andar, Sara dejaba que sus hombros rozasen los de Joseph. Y, como le sucedía siempre, él notó que su cuerpo se inundaba súbitamente de vitalidad en una rápida reacción que no podía controlar.
—¿Qué quieres decir?
—Me contó tus planes —afirmó Sara—. ¿Es que yo no debía enterarme?
Joseph sintió miedo, pues era cierto que habían trazado un plan, y era un plan tan peligroso que Gabriela le dijo: «Superada esta aventura, sin duda te habrás convertido en un hombre.»
—Te echaré de menos.
—Yo también te echaré de menos —contestó él.
—Prometiste bailar en mi boda.
—Tendrías que haberte casado antes.
Se arrepintió de sus palabras tan pronto como las dijo. Y cuando vio que Sara se ruborizaba, se ruborizó también él. Los dos compromisos de Sara habían terminado por razones de salud de los pretendientes. En el funeral del segundo, la madre del difunto acusó a gritos a Sara de no ser una mujer sino una víbora que causaba desgracia a quien tocaba.
—Tú también deberías haberte casado —contestó finalmente ella.
Ahora era el turno de Joseph de sentirse azorado.
—¿Nunca te has declarado a nadie? Ahora eso es una suerte, porque así podrás buscar libremente a una mujer en tu nueva vida.
—Tienes razón —dijo él— en el fondo hay suerte escondida en todo lo que sucede.
Caminaban entre el gentío del mediodía. Por momentos la multitud les hacía separarse y por momentos los volvía a juntar. Al calor del sol la fragancia de ella cobraba tanta fuerza que Joseph se aturdió.
—¿Quieres tener hijos?
—No he pensado en ello.
—En la Torá, Dios está siempre enviando a sus fieles a nuevas tierras para que se multipliquen. —Le hizo una mueca a Joseph y él supo que apelaba, no a su virilidad, sino a esa facilidad para la aritmética que le hacía útil en los negocios de Santángel—. Espero que seas feliz y tengas mucho éxito. —Sara habló esta vez muy seria y se detuvo al extremo de la plaza—. Mi madre me pidió que apreciara lo amable que has sido conmigo al aceptar ser mi hermano durante todos estos años.
—¡Para ya! —exclamó él mirándola fijamente. Luego intentó apartar la mirada, pero le fue imposible. Quería bebérsela, inhalar cada detalle de ella, cada pálpito, cada poro de su piel.
—¡Joseph!
«Ven conmigo.» Las palabras se formaron en su boca. Incluso entreabrió los labios. Pero no las pronunció.
—Que tengas una vida feliz —dijo finalmente.
—¡Tenla tú! —contestó Sara—. ¡Que Dios te bendiga! —Y, dándose la vuelta, se alejó.
Aquella noche los sueños de Joseph fueron como pesadas losas. Se despertó antes de que amaneciese y abrió brevemente los ojos, encontrándose con la cama en la que tiempo atrás había dormido su padre. Luego la noche se convirtió en día y sus sueños volvieron a cobrar toda la fuerza y la viveza del sol.
Primero se vio a sí mismo de niño, yaciendo en el mismo lecho en el que yacía ahora y fingiendo estar dormido mientras temblaba de nervios. Su padre se despertaba y se vestía para aventurarse en la noche. La diferencia era que, en sus sueños, la noche había pasado a ser mediodía. Su padre salía por la ventana y él le seguía. Las ventanas de todas las casas de la ciudad estaban abiertas para que cualquier ojo curioso pudiera ser testigo de su singular destino.
Entonces su padre escalaba los muros de la mansión donde Rodrigo Velázquez se alojaba. Joseph, con la luz dañándole los ojos, intentaba encontrar un lugar en el que esconderse. Pero dondequiera que fuese los extraños lo rodeaban y lo observaban fijamente, pellizcándole con curiosidad los costados y haciéndole preguntas en un idioma que no entendía. Corrió de una esquina a otra. Y finalmente se encontró frente a una gran puerta que se abrió.
—Joseph, Joseph.
Sara, vestida en camisón, se inclinaba hacia él. El cabello le caía sobre los hombros, pero Joseph se fijó en un gran rizo negro que se enroscaba en su oreja como la caricia de un amante.
Él avanzó hacia ella y entonces la encontró junto a él, tumbada en su cama. Se colocó sobre Joseph y su peso le liberó del pánico que sentía por la desaparición de su padre. Besó los labios de Sara, una, dos veces. Sabían a fresas salvajes. Dulces y llenas de plenitud. Volvió a besarla.
—Joseph.
Abrió los ojos y vio sus manos sobre los hombros de Sara. Pero esas manos eran ahora las de un hombre mayor, plagadas de rugosas venas. Los alargados dedos estaban curtidos por toda una vida al sol. Entonces recordó la maldición acerca del veneno de la víbora.
—¡Joseph!
Esta vez la voz sonaba más alto y le despertó de su sueño. El corazón le latía con fuerza, pero la habitación estaba vacía. En ese momento se abrió la puerta y apareció Sara…
—Joseph, perdóname por lo que te he dicho esta mañana.
Antes de que sus labios probaran los de Sara, él ya conocía su sabor. Y cuando en la oscuridad recorrió con las manos su rostro, sus dedos ya sabían dónde estaban los rizos entre los que deseaba perderse.