8

La celda de Abraham Halevi no daba al patio central, sino a uno lateral y estrecho. Lo que se veía desde el exterior del edificio no era una tétrica prisión, sino un edificio elegante y cuidadosamente ornado, conocido como el palacio del rey Enzo.

Lo llamaban así porque, siglos antes, el tal rey Enzo se había pasado la vida entera cautivo entre aquellos muros.

El cardenal Baltasar Cossa había dispuesto de la construcción, y en ella había ubicado sus mazmorras, sus colecciones de arte y, según afirmaban algunos, también los tesoros acumulados durante sus décadas de correrías como marino mercante y cruel pirata. Asimismo se rumoreaba que Baltasar Cossa, primero como cardenal y después como papa, también había usado el palacio para sus placeres más íntimos. Y mientras que en el piso de abajo se oían los gritos de los torturados, arriba resonaban las risas y la música.

Sólo unos cuantos pasos separaban el palacio del rey Enzo del de los Notarios.

A ese gremio pertenecía Joseph Santángel, que había nacido Joseph Halevi, pero que había adoptado ese apellido, tanto para honrar a sus protectores como por propia seguridad.

En 1419 Joseph todavía trabajada para la familia de sus benefactores. Como parte de su aprendizaje, le habían asignado el cambio de moneda en las casetas de los banqueros. El cometido le resultaba grato. A sus dieciocho años, agradecía la oportunidad de trabajar al aire libre y poder observar no sólo las transacciones comerciales en la plaza mayor de la ciudad, sino la ciudad misma, inimaginablemente rica, mientras sus cientos y cientos de trabajadores se afanaban laboriosamente en construir un palacio tras otro, elevándolos a esa belleza que los italianos parecían apreciar tanto.

A veces, mientras se encorvaba para hacer números o charlaba ociosamente con un cliente, o incluso mientras cruzaba la plaza contemplando las ondulantes sombras de las hambrientas gaviotas, oía una voz que hablaba sólo para sus oídos. Era una voz suave, la voz de un hombre ya casi anciano.

—¡Joseph! —le decía a su imaginación. Y él, fuera lo que fuese que estuviera haciendo, se sentía sacudido como si la voz le hubiese despertado de sus sueños.

—¿Qué te ocurre? —solía preguntarle Sara—. ¿Estabas soñando de nuevo? Ay, Joseph, Joseph el Soñador.

Entonces él volvía en sí y se reía.

—Eso es —afirmaba—, debía estar soñando.

El día que Bolonia conoció la noticia de la muerte de Baltasar Cossa, Joseph alzó la vista desde su puesto y vio a Gabriela y a Sara que se aproximaban a él cruzando la calle. Era mediodía. El sol lucía tan alto que sus rayos caían a plomo sobre la plaza, sin apenas producir sombras y haciendo que el blanco brillante de la túnica de Gabriela Hasdai de Santángel resplandeciese aún más.

Sara tenía dieciséis años, dos menos que él. La otra Sara, su hermana, había muerto durante el asalto al castillo de los De Mercier. Joseph recordaba bien aquel día. Apretujado en el armario, escondiéndose bajo las faldas de María, había oído cómo intentaban derribar la puerta y cómo habían acabado haciéndolo.

Por un breve instante pensó que tal vez no los encontrarían y sobrevivirían. María le tapaba fuertemente la boca y la nariz con la mano, así que, aunque intentara dejar escapar algún sonido, no podía. Pero entonces, de la propia boca de la sirvienta, salió un ahogado y leve estornudo. Al segundo abrieron la puerta y arrastraron a la mujer fuera del armario. Llevaba a Sara en sus brazos. Joseph recordó el súbito pataleo de su hermana pequeña y su propio intento, vano y desesperado, por permanecer escondido tras el vestido de María.

Fue en el momento en que, entre gritos, le levantaron las faldas a la aterrorizada María, cuando él vio la puerta de la habitación abierta. Un paso, dos, tres y estaba ya fuera y corriendo por las escaleras que bajaban al salón principal sin que nadie le persiguiera ni hubiese advertido su fuga. Lo que creyó eran las pisadas de sus perseguidores resultaron ser sólo los latidos de su propio corazón.

—Joseph, ¿es que no soñabas conmigo mientras me esperabas? —dijo Sara casi en son de burla, como si él fuera un novio al que correspondiera exigir, o como si debiera fingir la postura de vivir pendiente de cada cuestión y duda que ella pudiera plantear.

—Siempre sueño con tu llegada —contestó él. En los dos últimos años Sara se había convertido en una mujer tan guapa que apenas se atrevía a mirarla. Pero ahora, de alguna manera, la contemplaba fijamente. Tenía un rostro fino y ovalado. Los pómulos altos acentuaban sus ojos negros. El pelo abultado hacía juego con su vestido de seda azabache. Además, Sara le ofreció la blancura de una fugaz sonrisa.

—¿Y qué es lo que siempre sueñas que yo haga al llegar? —siguió preguntando ella. Pero en ese momento él vio que Gabriela se aproximaba.

—No lo sé —dijo antes de salir corriendo. Sufrir de amor por una hermana adoptiva era sin duda la más estúpida de las enfermedades que podía contraer. Mientras que él era sólo el hijo de un criminal en presidio, Sara se contaba entre las jóvenes judías más bellas y con mayor dote de toda Italia. Dos veces había estado a punto de prometerse con hombres ricos e influyentes. Sin embargo, pasaba el tiempo sin que ella se casara.

—Pronto —solía bromear León— esa belleza pesará tanto que Sara se desmoronará y caerá al suelo por no poder soportar su carga, como fruta demasiado madura.

Una de las veces que Joseph visitó a su padre, se atrevió a mencionar el tema del amor.

—¿Alguna vez tuviste el corazón roto? —le preguntó reuniendo todo su coraje.

—No es el amor lo que rompe el corazón —contestó Abraham antes de encogerse de hombros. A pesar de su edad, todavía los tenía anchos. Y su sonrisa, que se torcía desde que había perdido la visión de un ojo, reflejó la felicidad que sentía por poder volver a sorprender a su hijo. ¿Cuántos amores habría tenido? Joseph trató de imaginarse en vano la juventud y el improbable romanticismo de su padre, así como la cadena de mujeres que habían hecho más dulces sus noches de guerrero.

—¡Joseph!

La voz de su padre era suave como la de quien ya no necesita hacerse oír. Sin embargo, pronunciaba su nombre como no lo hacía ninguna otra persona. Tal vez la diferencia estribaba en que Abraham añadía al sonido de su nombre el amor de un padre. Y de eso intentó convencerse muchas veces Joseph cuando era pequeño.

Gabriela y Sara se habían retirado, dejándolos solos. Como siempre, Gabriela estaba plenamente al corriente del curso de las vistas, las apelaciones y las nuevas evidencias encontradas, y les había informado con todo detalle. Pero de hecho habían pasado seis años desde que les prometieron una nueva audiencia.

Por supuesto, los demás encausados en similares procesos no habrían sobrevivido tanto tiempo, ni él lo habría hecho con la relativa comodidad con que lo hacía.

El dinero de Juan Velázquez, decían todos, sufragaba intereses opuestos con relación a Abraham Halevi. Pero ahora que el cardenal Cossa había muerto, ni siquiera el poderoso comerciante las tenía todas consigo para asegurar el desenlace.

—Te encuentro bien, Joseph.

—Estoy bien, padre.

—¿Sigues pintando?

—Sigo yendo al taller.

—¿Y?

—Los otros aprendices viven allí —protestó el joven explotando— y pueden pasarse el día entero sirviendo al maestro. Yo sólo voy unas cuantas horas a la semana, y ni siquiera todos los días. —Joseph se interrumpió.

—Continúa —le urgió Abraham.

Eso era todo.

—¿Preferirías vivir en el taller?

—No.

—¿Por qué no?

Joseph apretó los puños.

—Porque soy judío. Ningún judío vive en el taller.

—¿Y qué?

—Nosotros tenemos que comer la comida apropiada, decir las oraciones apropiadas…

Se detuvo, sin ningunas ganas de continuar la charla.

—¿Me estás diciendo que no puedes ser pintor porque eres judío?

—Nos está prohibido —contestó el muchacho serena y resignadamente—. Lo sabes muy bien.

—Nos está prohibido pintar la cara de Dios, eso es todo —replicó Abraham.

—¿Y esperas que pinte vírgenes?

Abraham rió con fuerza y de repente la atmósfera entre ellos se clareó.

«Ya he pintado vírgenes —estuvo tentado de decir Joseph—. Ya he pintado incluso cristos.» Pero supo que cualquier cosa sonaría ridícula a oídos de Abraham y que éste se ocuparía de quitarle importancia a sus preocupaciones demostrando su absurdo.

—Está bien —afirmó su padre con dulzura—. Tienes mi permiso para dejar de ir al taller. Es más, te ordeno que dejes de ir al taller.

—Gracias.

—Cuando yo era joven no tuve un padre que me dijese lo que debía hacer.

—Lo sé.

—No fue ninguna tragedia.

Joseph miró a su padre en aquella celda. ¿Cómo podía uno ser hijo de ese hombre?

—En su vida no queda sitio para los hijos —le dijo Gabriela en cierta ocasión cuando él volvió a casa llorando—. Por eso debes perdonarlo.

El guardia que había permanecido sentado fuera en un taburete durante todo el encuentro se puso de pie y abrió la puerta de la celda.

—Es hora de que me vaya.

—Primero recemos juntos.

—Pero rápido.

Joseph vio cómo su padre tomaba el rollo de pergamino que estaba sobre la mesa.

—Pongámonos de rodillas —le dijo. Gabriela también le había contado que Abraham se había pasado la mayor parte de su vida declarándose no creyente. Quizá era por eso que insistía con tanto énfasis en el rezo—. Ahora escúchame bien —le pidió solemnemente a su hijo—. Escúchame bien y atiende al sentido de las palabras que pronuncio.

Desenrolló el pergamino y comenzó a leer en hebreo.

—Y llegó el momento en que Israel debía morir, y llamó a su hijo José y le dijo: «Si he hallado gracia a tus ojos, coloca tu mano, te ruego, bajo mis piernas y trátame con amabilidad y verdad. No entierres mi cuerpo en Egipto.»

Joseph salió de la prisión cuando ya estaba avanzada la tarde. Fuera todavía quedaba en el cielo luz blanca, pero dentro de la celda de Abraham la oscuridad era casi completa. Antes de partir, su padre lo había besado. Sus labios y el vello de alambre de su barba se le antojaron un país extranjero al rozar sus mejillas.

De camino a casa, el olor y el gusto de su padre impregnaban todavía su rostro, como si el viejo hubiera encontrado un nuevo camino para reivindicar la paternidad de su hijo.

Pero Abraham laboraba en una empresa que ya estaba conseguida, pues Joseph, cuando iba a trabajar por las mañanas, cuando paraba para comer y cuando volvía a casa por las tardes, siempre miraba entre la multitud de la plaza hacia el edificio en el que estaba preso. Llevaba tanto tiempo haciéndolo que, en el proceso, había pasado de ser un niño que mira a un gigante a ser un hombre que mira de tú a tú a su padre.

Aquella noche, acabada la cena, Gabriela hizo que Joseph le contase hasta el menor detalle todo lo sucedido desde que ella había salido de la celda. Hacía esto cada mes, como si las visitas fueran un texto bíblico que después debía ser cuidadosamente examinado para extraer reveladores indicios acerca de los caminos de Dios.

A regañadientes, él volvió a contarle la conversación acerca del taller de pintura.

—No sabía que quisieras ser aprendiz —comentó Gabriela.

—No quiero ser aprendiz —replicó Joseph—. Pero cuando hablo con mi padre, me siento como si me pusieran encima una gran losa y tuviera que justificar todo lo que deseo antes de que me aplaste.

—No debes sentirte así.

—Luego me hizo rezar con él.

—Eso es bueno —celebró Gabriela—. Me hace feliz escuchar que ahora reza.

Su propio hogar era del todo religioso. Incluso en aquel instante, mientras hablaban, León se encontraba en la sinagoga recitando las oraciones vespertinas. Por lo general, Joseph solía acompañarlo. ¿Y por qué no? Ya tenía dieciocho años y era lo bastante hombre para ocupar su lugar ante Dios y casarse. Cuando tenía trece años, León sufragó su puesto en la sinagoga. Ahora era un hombre entre hombres, tanto en la sinagoga como en las casetas de comercio o en la vida social que envolvía a la familia Santángel. Todos estos segmentos de su vida encajaban perfectamente, formando un círculo, una rueda. Privarle de uno de ellos sería como minar la rueda y hacerla colapsar.

Estaba a solas con Gabriela, no había nadie más en la habitación. Era una rara oportunidad para hacerle las preguntas que el chico nunca se atrevió a formular. Quería saber cómo su padre pudo ser considerado un hombre entre los demás hombres de su estirpe, si se había apartado de su Dios y de sus sinagogas. ¿Cómo podía dejar la gente que la operara sin saber qué fe albergaba en su corazón? ¿Era su incredulidad religiosa solamente una más de sus interminables poses arrogantes?

A veces Abraham, con sus elaboradas bromas, sus órdenes misteriosas, sus silencios en cuestiones obvias y sus estallidos de locuacidad en asuntos de nula trascendencia, parecía un vestigio de épocas pasadas. Y no sólo de una generación anterior a la del joven Joseph, sino de una era lejana.

Sin embargo, la gran amiga de su padre, Gabriela, sí era una mujer de los nuevos tiempos. Se mostraba liberal en cuestiones religiosas; osaba despreciar a los grandes terratenientes; urgía a Joseph con entusiasmo para que participara en esa eclosión de pintura y escultura que cautivaba a Bolonia; adoraba la razón y se proponía enviar al muchacho a la universidad; y alababa, más que a nadie, a su padre Abraham, por ser, según ella, un científico adelantado a su época.

—Sólo ahora —dijo Gabriela— los más eminentes profesores de la universidad de Bolonia empiezan a darse cuenta de que, para curar el cuerpo, es necesario mirar bajo la piel. Pero tu padre practicaba disecciones y operaciones hace más de treinta años, cuando hacerlo se castigaba con la muerte.

—Debió ser muy valiente —dijo Joseph intentando que su voz no trasluciese sus dudas.

—¿Qué más hicisteis hoy?

—Rezar.

—¿Qué oraciones?

—Ninguna en particular. Leyó unos versículos del Génesis sobre la muerte de Jacob. Creo que intentaba decirme que ya se está preparando para morir.

—Para eso no está preparado —juzgó llanamente Gabriela.

—Ya es viejo —aseguró firmemente Joseph mirándola a los ojos—. Las dos últimas veces que lo he visitado me ha dicho que no puede vivir para siempre en esa celda y que…

—¿Por qué no me lo contaste? —le interrumpió ella con gran enfado. Su voz era como una espada que cortó la línea de razonamiento del sorprendido joven.

—Era sólo una queja en voz alta, un…

—¿Qué leyó hoy exactamente?

Joseph cerró los ojos y trató de recordar la voz de su padre.

—«Escúchame bien —repitió—. Escúchame bien y atiende al sentido de mis palabras: “Y llegó la hora en la que Israel debía morir, y llamó a su hijo José…”».

Joseph se detuvo porque Gabriela se había puesto en pie de un salto y cruzaba la sala para buscar su propio rollo de oraciones. Encontró al momento el libro del Génesis y, mientras Joseph recitaba de memoria, ella leyó el pasaje señalado.

Cuando acabaron, él dijo:

—¿Lo ves? Quiere morir.