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Poco después de la muerte de Rodrigo Velázquez, el cardenal Baltasar Cossa cumplió su gran sueño y accedió al papado con sede en Italia. Pero pasaron cinco años antes de que visitara a Abraham Halevi en su celda.

—¡Y pensar que sois mi benefactor! —le dijo—. ¡Quién hubiera dicho que al final tendría que ser un judío quien matara a Rodrigo Velázquez!

El cardenal lo miró con detenimiento, casi con cariño, como un cazador mira a su perro favorito, cubierto de cicatrices tras las batallas de caza.

—Os mantendré siempre con vida, porque sois la prueba fehaciente de mi inocencia.

Enseguida concluyó su visita y abandonó la celda. Pero los efectos de ella permanecieron durante meses en el reducido espacio, en forma de un extraño aroma a perfume y a ajo.

Cada vez que Abraham oía el nombre de Cossa, aquel olor volvía a impregnarle los sentidos. Y ni siquiera el paso de los años hizo que ese recuerdo sensorial perdiera fuerza.

Pero ¿cuándo se oía por entonces dicho nombre? Mayormente, en los chistes que circulaban. Porque el único logro significativo que Cossa realizó durante su papado fue la celebración del Concilio de Constanza, y ese concilio, tras las pertinentes deliberaciones, lo que acordó fue deponerlo y apresarlo.

Años después, también desde su mazmorra, Abraham se enteró de que el mismo concilio había depuesto igualmente a Benedicto XIII, el antipapa de Aviñón. Acto seguido el concilio procedió a elegir un papa para el mundo entero y el pontificado recayó sobre un aristócrata romano llamado Odo Colonna, que se convertiría en Martín V.

Abraham recibía las noticias a través de las ocasionales visitas de Gabriela y Joseph, así como de algún encuentro casual con los demás prisioneros o con los guardias amigables.

Después de aquella mujer presa en la celda contigua con la que compartió sus llantos, tuvo otros vecinos. Pero pasaba largos períodos en los que, por estar prohibidas las visitas, los ecos de los lamentos ajenos eran, aparte de los parcos gruñidos de sus guardianes, los únicos sonidos humanos que percibía.

¡Y qué desgarradores eran aquellos lloros y gritos! Al escuchar sus sutiles matices, Abraham sentía que su propia soledad cobraba vida y le hacía recordar cuánto necesitaba tener contacto con alguien. Durante aquellas escuchas, casi con avaricia, Abraham constataba que las voces de sus vecinos iban cambiando. Pues a los prisioneros que, a diferencia de Abraham Halevi, carecían de influyentes protectores, no se les concedía por mucho tiempo pensión completa en el palacio del rey Enzo.

Pero Abraham escuchaba los lamentos de todos y por todos sentía pena. A veces incluso se imaginaba los rostros y las vidas que se escondían tras las voces que oía. En cierta época, un viejo judío estuvo en la celda de al lado durante dos meses. Cada noche sus oraciones a viva voz producían en Abraham un efecto de consuelo, hasta el punto de que aprendió a rezar con él.

Después pasó un año compartiendo su mazmorra con un cabalista que le enseñó a utilizar las letras del alfabeto hebreo como si fueran números. Además, el cabalista le aseguró que las letras del nombre Abraham Halevi formaban una combinación indescriptiblemente especial, garantizaban que algún día Abraham se convertiría en un espíritu puro.

—Todo el mundo acaba convirtiéndose en espíritu puro —bromeó él—, una vez que los gusanos se lo comen a uno.

—Finges ser un cínico —replicó el anciano cabalista—, pero no engañas a nadie. Confiesa tus creencias y serás un hombre mucho más feliz.

—Éste no es lugar para preocuparse por la felicidad.

—¿Por qué no? —preguntó el cabalista señalando alrededor, como si cualquier idiota pudiese ver que la celda no era otra cosa que el propio paraíso.

El día que llegaron las noticias de la elección de Martín V, el cabalista seguía encerrado con Abraham. Cuando el guardia les habló del gran evento y de los actos festivos que se sucedían por todo el mundo para celebrar el final del cisma, el anciano se mostró repentinamente atónito, como si hubiera recibido una impensable sorpresa.

—¿Sabes tú lo que significará todo esto? —preguntó a Abraham en cuanto el guardia se hubo ido—. El cisma se ha cerrado, la Iglesia está unida. Ahora se levantará el sol y reinará la felicidad —el cabalista empleó un tono y una risa nerviosa y aguda que Abraham no le había oído jamás—. Significa mi sentencia de muerte. Celebrarán su fortuna abriendo de nuevo los juicios.

Luego adoptó un profundo silencio, mientras el corazón del propio Abraham se aceleraba con la mención de la palabra «juicio».

Pensó con disgusto que él mismo no era más que una de esas estúpidas hormigas que se afanaban en correr por los dedos de los niños, mientras éstos, desde una posición claramente superior, esperaban el momento de aplastarlas contra la tierra del modo más divertido.

—Perdóname —exclamó el cabalista— por pensar en mí mismo.

Dicho esto, sonrió a Abraham. Fue una sonrisa clara y radiante que iluminó la celda como el reflejo del sol en una brillante espada de acero.

La noche previa a la ejecución del cabalista, Abraham cayó dormido justo antes de las doce. Cuando se despertó, el viejo parecía haberse convertido en un joven. Estaba erguido como un roble y su sonrisa transmitía la misma luz que había emitido el día en que el orbe cristiano se había por fin reconciliado.

Permanecía sentado en el suelo de piedra con las piernas cruzadas y las manos juntas. De su cuerpo emanaba un calor que templaba toda la habitación. Las letras de su nombre, le había explicado a Abraham, podían transformarse en las de la escalera de Jacob y por eso él había sido elegido para su profesión.

—Tú también estarás con Dios —fue lo último que el cabalista le dijo a Abraham. Después cerró los ojos y comenzó a respirar profundamente, pero alargando cada vez más las pausas respiratorias hasta que, finalmente, el ritmo se hizo tan lento que la celda se sumió de nuevo en el frío y la oscuridad.

Cuando salió el sol, su cuerpo estaba encerrado en la rigidez de la muerte. Los guardias lo descubrieron así y golpearon a Abraham hasta tirarlo al suelo. Allí lo patearon y lo forzaron a desplomarse sobre el cabalista muerto. Luego siguieron pegándole hasta que las costillas empezaron a desprenderse y sus puntas astilladas se entrelazaron. Finalmente se desmayó.

Al cabo de dos días los guardias se llevaron el cuerpo del cabalista y en su lugar dejaron una mesa y un rollo de tela. Abraham se vendó los costados tan firmemente como pudo y luego inventó su personal tributo a la memoria del anciano. Consistía en pasarse todas las horas de sol mirando fijamente a la mesa, que en otro tiempo fuese parte viva de un árbol. Así Abraham intentó que su contemplación de la obra de Dios le llevara a contemplar a Dios mismo.

¡Nueve años! Tiempo suficiente para que el recuerdo de un invierno se confundiera con el de otro. Tiempo suficiente para que un hombre viera su vida contraerse y desaparecer ante sus ojos.

¡Nueve años! Ése era el tiempo que Abraham llevaba en prisión cuando liberaron a Baltasar Cossa de su propio confinamiento. Se dijo entonces que el cardenal era un hombre destrozado, un hombre que se limitaba a añorar lo bien que habría servido a la cristiandad si le hubiesen dejado ser papa y devolver al mundo el sentido común.

Cuando soltaron a Baltasar Cossa, las costillas de Abraham ya habían sanado del todo. Pero todavía se pasaba los días encorvado frente a su mesa, contemplándola en estupefacto trance.

A plena luz del sol, los poros de la madera aparecían tan difuminados y secos que prácticamente podía obviarlos, pues el otrora roble oscuro lucía como un pálido y liso campo de fibras frotado con una lija. Pero ¿a resultas de todos aquellos días observando cómo el sol incidía en la gastada superficie y escudriñando con ojos aburridos cada solitaria partícula, había Dios penetrado en su alma y transformado su ser? Ciertamente había vivido momentos de gran paz mientras se sumergía en un mar de contemplación y serenidad, como una criatura en el útero materno. Pero al salir de él se encontraba de nuevo dudando.

—Ahí lo tienes —se decía—. El gran hombre de ciencia, conquistador de la superstición, maestro del cuchillo de plata y, sin embargo, ¿qué puede ofrecerse a sí mismo? ¡El oro de los tontos! Como los alquimistas que se creen sus propias patrañas, soy un preso iluso que intenta no ver que ha perdido la corriente de la vida real.

¡Nueve años! Sin embargo hoy el sol lucía con fuerza y el tablero de madera resplandecía bajo el poder de sus rayos.

En Montpellier, tanto en su casa como en la universidad, había trabajado muchas veces con una luz similar. El sol de allí era tan potente como el de Italia. Bajo su influencia había reproducido sus esbozos en grandes pliegos de dibujos destinados a ilustrar su libro de anatomía.

Seres humanos, animales, incluso plantas. Los había diseccionado y estudiado de forma comparativa, observando cada organismo vivo con relación a los otros, cada vida en conexión con todas. Incluso la mañana que Pierre Montreuil y sus mercenarios atacaron el castillo de Montpellier, Abraham se preocupó por el trabajo de su vida, y lo guardó en aquellos momentos en un arcón bajo el lecho que compartía con Jeanne-Marie. Sin embargo, cuando volvió desde el poblado al castillo con el muchacho lisiado y vio el cuerpo de su esposa colgando de una ventana y el resto de los cadáveres ardiendo, corrió desesperado por las habitaciones gritando en plena locura los nombres de sus hijos, y al no encontrar ni rastro de ellos, cegado por la ira y el dolor, comenzó a lanzar las posesiones de Jeanne-Marie y las suyas, a través de la ventana, a la pira incendiaria.

Cuando Nanette lo llamó a gritos, Abraham estaba destrozando las ropas, los muebles, los cuadros, los tapices e incluso las paredes con su pesada espada.

Entonces se acordó del arcón, lo forzó y lanzó sus dibujos sobre la cama, como si fueran el cadáver de su matrimonio con Jeanne-Marie. Chillando y llorando, los hizo pedazos con la espada. Y puso tanto empeño en su frenesí que al poco la propia cama se partió en múltiples trozos.

Ahora, al abrir los ojos, vio que sus manos eran las de un hombre viejo. Las tenía juntas, como las tenía el cabalista la noche en que se adelantó a morir por voluntad propia. Los dedos estaban blancos como la arena, los nudillos hinchados por la humedad, las palmas suaves tras tantos años de inactividad.

Estaba levantando las manos hacia el rostro, despacio como si rezara pidiendo morir, cuando uno de los guardias abrió la puerta de la celda.

—Tengo algo que decirte. Baltasar Cossa ha sido asesinado.

Abraham estiró el cuello como si lo hubieran despertado con un pinchazo. De sus labios salió una risita nerviosa y prolongada. La misma que había brotado de boca del cabalista el día en que supo que su destino estaba finalmente dictado.

—Vosotros los judíos siempre estáis riéndoos —gruñó el guardia antes de cerrar de nuevo la puerta.