Eran las últimas luces del día. La parte alta del cielo adquiría un color rojo sobrecogedor. Pero entre los muros del jardín el aire seguía guardando el calor del sol vespertino.
Según León, aquella primavera era inusualmente bella. Pero siendo como era un enamorado de su país, cualquiera que fuese la estación en la que estuviesen, él siempre decía que era de una extraordinaria belleza. Para él, cada atardecer se presentaba con tintes más sublimes que el anterior, y cada nuevo movimiento artístico, en pintura o escultura, reflejaba la expresión definitiva del espíritu humano.
El objeto más reciente de su pasión eran los muebles. De modo que Gabriela estaba ahora sentada en lo que, según afirmaba León, había sido la silla de un gran duque veneciano. Era un asiento de madera que se semejaba a un trono. Y estaba tan ricamente ornado que, para descansar sus manos en los brazos de la silla, Gabriela tenía que arriesgar los dedos, introduciéndolos en las bocas de las serpientes con que estaban rematados, y a las que incluso les habían tallado unos afilados dientes.
Una postura que sugería peligro y que, sin embargo, a ella se le antojó apropiada. Pues frente a ella, jugueteando con sus propias manos musculosas y moviéndolas ocasionalmente para expresar una mezcla de dolor e ira, estaba Juan Velázquez.
Ambos llevaban en silencio casi una hora. Antes, Gabriela le había contado con todo lujo de detalles todo lo que sabía acerca del papel del difunto cardenal en los asuntos de Montpellier, y luego llamaron al pequeño Joseph para que explicara lo que había visto la noche en que, hacía seis meses, murió Rodrigo Velázquez.
—Ahora me he quedado solo —exclamó por fin Juan, pronunciando lentamente las palabras para producir mayor impresión. Las había repetido muchas veces, como si fueran un rezo con el que pretendiera ganarse la atención de Dios. Sin embargo, el tono era sincero. Correspondía a una voz teñida de luto, una voz grave y que raspaba la garganta al salir. Desde que Juan Velázquez había llegado a su casa, Gabriela había comprobado que la muerte de su hermano había representado un inesperado y duro golpe para él.
—Tienes a Isabel y a los niños.
Juan abrió las palmas de las manos.
—Ellos son mi familia, es verdad, pero Rodrigo era parte de mi alma.
—Lo siento mucho, Juan.
Velázquez rió de una forma abrupta y volvió a retomar su habitual y vigorosa manera de ser.
—Tú no lo sientes en absoluto. ¿Cómo podrías sentirlo? Si Rodrigo hubiera llegado a ser papa, incluso aquí en Italia se habría perseguido el judaísmo sin miramientos —hizo una breve pausa antes de continuar—. Cuando Isabel supo que a Rodrigo lo había matado nuestro viejo amigo y doctor, me suplicó que no tomara venganza.
Gabriela observó cómo Juan Velázquez quitaba las manos de su regazo y las levantaba, con las yemas de los dedos de cada una de ellas apretando con gran fuerza las de la otra. Se le antojó que expresaban el modo en el que su corazón estaba dividido en dos partes enfrentadas.
—Dio vida a mi hijo y se la quitó a mi hermano. ¿Es que alguna de ellas vale más que la otra?
—Él quería morir —afirmó Gabriela.
—¿Morir, dices tú? No, Rodrigo no quería morir. Rodrigo quería convertirse en papa.
—Digo que era Abraham quien quería morir.
—Pues entonces que se hubiera matado a sí mismo en vez de matar a los demás, en vez de matar a mi hermano.
Gabriela oyó los ecos que llegaban de las cocinas. Allí los sirvientes vivían su pequeño drama del menú diario. Habían puesto carne a ahumar en el asador, y el jardín se inundaba también de olor a pescado guisándose.
—Lo que está claro es que Rodrigo tenía razón —dijo Velázquez súbitamente—. El mundo es uno y en él sólo debe caber una fe.
—La fe en la humanidad —sugirió Gabriela.
La risa de Velázquez sonó como un ladrido seco.
—Pero en el fondo tú crees en eso, porque la verdad es que me has estado protegiendo durante todos estos años. Incluso has protegido a Abraham —insistió Gabriela.
—¡Soy mercader, no sacerdote!
Se produjo otro largo silencio. Sólo lo interrumpió el crujido de los nudillos de Velázquez contra la mesa.
—¡Por mi hermano sentía amor! Por el valiente señor Halevi sólo sentía admiración. Cuando abrió el vientre de mi esposa, lo hizo con admirable arrojo. Sabía de sobra que, si ella no sobrevivía, tampoco lo haría él. Pero ¿cómo pudo matar a Rodrigo mientras dormía en su lecho, acercándose a él como un asesino a sueldo, aprovechándose de su sueño? Ése es sin duda el acto de un vil cobarde.
—O de un hombre empujado a la locura.
—¿Locura? —Velázquez escupió la palabra—. ¿Cuándo ha mostrado Abraham Halevi otra cosa que permanente locura? Se atrevió a realizar el viaje a Montpellier para aprender sus artimañas quirúrgicas. Osó operar en casa de cristianos viejos y ciertamente poderosos. Se lanzó a predicar el evangelio de la ciencia y la nueva era a todo el que quiso escucharlo. Cuando huyó de la masacre en Toledo, tras matar a dos de mis criados, retornó a Montpellier e incluso se convirtió en maestro de la religión que él mismo había inventado. Cientos de estudiantes idolatraron las obscenidades que él predicaba. ¡Sí! Rodrigo me dijo todo lo que Halevi había hecho. Y entonces tu amigo, que era también mi amigo, decidió llegar incluso más lejos. No sólo clamaba por una catarsis de la razón, como si fuera un profeta loco, sino que intentó cambiar el curso de la historia por mano propia, empuñando su famoso cuchillo. Lo terrible es que no pretendió alterar la historia mediante operaciones milagrosas. No. Eso es, para él, un juego de niños. Los hombres maduros, en su opinión, practican otras artes: las del asesinato. Te ruego que lo recuerdes: él ha asesinado, y no sólo ha asesinado al hombre que era mi único hermano, sino a un príncipe de la Iglesia, a un posible papa. —Velázquez tomó aliento—. Y ese hombre, que podía haber sido el futuro papa, casi ganó la batalla que le forzaron a librar en su propio lecho. Halevi sobrevivió, es cierto, pero llevará toda su vida las cicatrices de ese encuentro, hasta la tumba.
—Y ahora es ahí donde quieres enviarlo —indagó Gabriela.
—Cuando hace seis meses llevaron a Rodrigo a Toledo para enterrarlo, me prometí a mí mismo que esta primavera vendría a Bolonia y presenciaría la ejecución de Abraham Halevi. Pero seis meses es mucho tiempo. Se puede pensar mucho en ese plazo. Se puede pensar incluso en hombres presos de la locura. Halevi está loco, acabas de decirlo, pero también estaba loco Rodrigo. Eran perfectos enemigos. Yo quería a mi hermano, pero a la vez lo odiaba. Estaba en lo cierto respecto al judaísmo, sin embargo, casi destruye mi ciudad para hacer valer sus razones. Era un príncipe de la Iglesia y también un príncipe de las tinieblas y de la falta de compasión. Intentó que la Inquisición fuera instaurada en Toledo. Si hubiera sido papa, la Iglesia habría terminado asolada en lugar de sanar.
Juan se dio un respiro y, mientras tomaba un sorbo de licor, Gabriela vio que, en esa hora de incertidumbre, el fino hilo del que pendía la vida de Abraham podía romperse con un simple soplo del poderoso comerciante.
—Hoy —prosiguió Juan— he visitado a nuestro amigo Halevi. Quería verlo antes de hablar contigo, porque quería que la decisión saliera de mi propio corazón, y no de la bondad de mi fiel empleada.
—¿Estaba bien? —no pudo evitar preguntar Gabriela.
—Estaba bien. Y pagué una considerable suma al cardenal Cossa para que lo adecentasen antes de mi visita. Cossa me otorgó el permiso de ofrecerle la libertad, con la condición de que haga pública profesión de fe cristiana. ¿Y cómo crees que Abraham Halevi respondió a la generosa oferta?
—¿La rechazó?
—Eso es.
—Es un completo loco —bramó Gabriela, sonrojándose como una ingenua chiquilla al conocer las atrevidas hazañas de su amante.
—Es un loco —coincidió Velázquez, aunque su voz no resonó como la protesta de un amigo, sino como un juicio final que le causaba desagrado—. Te aseguro que ya no me importa si tu amigo Halevi vive o muere. Cuando éramos jóvenes, hace veinte años, todos nosotros hacíamos predicciones sobre el futuro. Mi visión se plasmaba en una gran flota de veleros surcando el mar Mediterráneo para repartir sus mercancías y agrandar el imperio comercial de los Velázquez. Gracias a mi visión, a tu ayuda y al bisturí de Abraham Halevi, tengo ese imperio y un hijo al cual legárselo algún día. La visión de mi hermano era la de la Iglesia y el mundo unidos en una sola fe. Y si murió persiguiendo ese sueño, al menos fue un hombre que sabía hacia dónde estaba dirigiéndose. Pero ¿y tu amigo Halevi? Tenía su propio sueño. Quería detener el curso de la historia. Primero por medio de su ciencia, luego por medio de sus asesinatos. Con el bisturí hizo milagros que nuestros antepasados ni siquiera osaron imaginar. Hoy le ofrecí la oportunidad de continuar su trabajo, la posibilidad de transformar su sueño en poder, influencia, tal vez incluso en riqueza.
El atardecer se había convertido en noche. Gabriela vio que, en una esquina del jardín, Joseph permanecía sentado e inmóvil, aguardando a conocer el destino de su padre.
—Y te diré algo más —continuó Juan Velázquez—. Un hombre de mi posición aprende que ha de saber ver en el corazón de sus amigos. Hace cuatro años, la noche en que os invité a cenar a Abraham y a ti, comprobé que seguías queriéndole. Exactamente igual que sigues queriéndole hoy.
Velázquez se aproximó tanto a Gabriela que pudo sentir su aliento en el rostro.
—Abraham Halevi es un loco, pero hay que contar también con tu locura. Nosotros miramos desde la seguridad de las gradas, mientras es él quien baila en la pista. Baila entre los demonios; baila expresando la danza de nuestros sueños. Y su baile está tan lleno de locura, su separación de Dios está tan llena de locura, que cuando baila todos queremos bailar con él. Pero cuando cae caemos todos.
Por la noche, Gabriela, incapaz de conciliar el sueño, se puso a pensar, no en Juan Velázquez, sino en cierto día de su niñez, cuando su amor por Abraham empezaba a crecer.
En Toledo, la fiesta hebrea del Purim se celebraba cada primavera con un festival. Los judíos se disfrazaban y se ponían una máscara. Los hombres se vestían de mujer, las mujeres de hombre y los muchachos y muchachas se caracterizaban como personajes célebres de la Biblia. Aquel año Abraham se disfrazó de Judas Macabeo, el belicoso caudillo que encendió la mecha de la rebelión de los israelitas en Antioquía.
Gabriela recordó el disfraz que llevaba ella misma: un blusón apretado al cinto, calzones de cuero y espada tan larga que se trastabillaba con ella cuando corría. Al igual que ella, el resto de los Errores de Dios iban vestidos de miembros de la banda de aquel Judas Macabeo, personificado por Abraham. Incluso Antonio se había avenido a participar, adoptando el papel de Bar Kochba, el poderoso guerrero cuya mano era capaz de arrancar árboles mientras galopaba sobre su caballo.
Por supuesto, ya no había romanos en Toledo, aunque el viejo circo romano seguía en pie. Así que, en lugar de ocuparse en rechazar al ejército invasor, Abraham persuadió a sus secuaces para irrumpir en la celebración del Purim, a modo de broma, con las espadas de madera en la mano y hacerse con un singular botín: la gran ponchera de licor, que habrían de esconder en su guarida junto al río.
Por aquel entonces Abraham era un muchachito alto y delgaducho, con una sombra de vello sobre el labio. Pero con ayuda de un tizón de carbón consiguió que esa sombra pareciera un tupido bigote. Cuando Gabriela le pidió el tizón, alegando que era su turno, él lo retuvo, riéndose y afirmando que ella debería interpretar el papel de su esposa.
—¿Tu esposa? ¡Pero si yo quiero luchar!
Entonces él le ofreció el tizón, con la palma de la mano abierta, pero con los ojos brillando y mirándola fijamente, como si la retara a decidirse.
—¿No puedo luchar y también ser tu esposa?
Los demás les rodearon y fuere lo que fuere lo que Abraham iba a contestar quedó ahogado por su griterío.
Sin embargo, estaba claro que él se lo había pedido. Abraham, el más salvaje, el más fuerte, el más herético de todos los jóvenes judíos de Toledo, se le había declarado.
No obstante, cuando al día siguiente Gabriela se lo contó a su hermana Lea, ésta se limitó a fruncir el entrecejo y afirmó que Abraham sería un perfecto inútil como marido.
—No es ningún inútil, es un héroe.
—Ni pensarlo. Un héroe es alguien que acepta el papel que Dios le ha otorgado.
—Los judíos de esta ciudad viven tan orgullosos mirándose su propio ombligo que necesitan a alguien que los despierte.
—Sí, la persona adecuada —replicó Lea—, no un niño idiota que debe ser hijo bastardo de algún campesino borracho.
—¡Vete al infierno! —gritó Gabriela, y salió corriendo de la casa.
Pero ahora, treinta años después, ¿quién se atrevía a decir dónde estaba el Bien? Tal vez la vida era de verdad un arte propio de los pomposos y precavidos. Sin duda Juan Velázquez profesaba admiración por Abraham, mas lo hacía guardando las distancias, agradeciendo que fuese Abraham, y no él, quien estuviera siempre al filo del desastre.
Aun así, fuera un héroe o un idiota, seguía vivo. Y también ella, la esposa a la que nunca había desposado, seguía viva y con la mente y el corazón tan pendientes de él como siempre. Fuera un héroe o un idiota, Abraham había arriesgado, no sólo su vida, sino también la de su hijo y la de sus anfitriones al matar a Rodrigo Velázquez. Sólo unas horas antes León Santángel se había referido al riesgo que corrían ellos mismos mientras probaba la nueva partida de licor de Juan Velázquez.
—Por supuesto, yo te perdono —le aseguró León a Gabriela—, e incluso nuevamente ofreceré refugio a tu amigo, una vez haya cumplido la condición impuesta por Velázquez y sea liberado.
—Te lo agradezco, pero créeme que no la aceptará.
—No siempre es fácil ser el esposo de la mujer más deseable de Bolonia —dijo León inesperadamente. Luego bebió una última copa de licor, antes de girar sobre sus talones y subir pesadamente las escaleras para entregarse al sueño.
Tumbada a su lado, Gabriela olió su amargura impregnada de licor. Aquella noche los aromas a una cosa y otra se mezclaban a partes iguales. León había tragado demasiado de las dos.
Se levantó del lecho y se estiró. Tantas semanas sin apenas dormir la hacían sentirse contraída y envejecida. Cuando se vio en el espejo, creyó encontrarse, no con esa joven doncella que se escondía junto a su amante furtivo, sino con una vieja que se escondía de sí misma.
Avanzó hasta la ventana y miró afuera. Ojalá hubiese amanecido ya, pensó, y al volverse descubrió que León tenía los ojos abiertos. Era la clase de hombre por la que Lea siempre había suspirado para su hermana pequeña. De repente Gabriela comprendió que León era un hombre para quien la felicidad y el confort material iban siempre inextricablemente unidos.