Lo hicieron bajar del carruaje y lo empujaron por un corredor.
Cada paso hizo que la cabeza le estallara debido al insufrible dolor del ojo destrozado. Se abrió una puerta, le forzaron a inclinar la cabeza y lo lanzaron dentro, a un suelo inhóspito. Un fuerte olor a humedad y putrefacción le rodeó. Con cada latido de su corazón y cada punzada de dolor en su ojo, deseó morir. No oía otro sonido que el de su propia respiración.
Pasaron las horas y de alguna manera, latido a latido, empezó a acostumbrarse al dolor, que acabó convirtiéndose en un amargo mar de oleaje continuo. Pero al menos era un mar en el que podía flotar y un mar en el que, al cabo de un tiempo, casi sin que cupiera evitarlo, se llegó a adormecer.
Al día siguiente, se despertó con un sentimiento distinto en las entrañas. Era como si le hubiesen introducido un cable, un gancho corredizo, y hubieran estirado de él, tensándolo y poniendo a su ser en alerta. Luego comprendió que el dolor, al no haber conseguido matarlo, le había despertado.
En aquella celda todo era de piedra: el techo, las paredes, el suelo. Las únicas excepciones eran la puerta, hecha de madera con refuerzos de metal y tan pequeña que incluso un enano tendría que agacharse para traspasarla, y la ventana, que daba a un diminuto patio. Piedra era lo que respiraba. Piedra era sobre lo que había dormido y sobre lo que arrastraba sus cadenas mientras exploraba su nuevo universo. Piedra era aquello contra lo que se apoyaba cuando estaba demasiado cansado para seguir moviéndose.
Para protegerse el ojo herido, que ahora estaba cubierto de sangre coagulada. Abraham arrancó una tira de tela de la ropa que le había dado Gabriela y se la ató a la cabeza como si fuera el pañuelo de un pirata. Por unos instantes, la tela olió a limpio, pero pronto el aroma fresco de la luz del sol se desvaneció y también ese trozo de camisa se impregnó del denso olor a piedra húmeda que inundaba la celda.
Todos los sonidos formaban una música coral de espera: su propia respiración, el roce del metal contra la piedra, el susurro de sus ropas al moverse. Pero, aparte de eso, nada más sucedió mientras el día acababa y la celda se sumía en una completa oscuridad.
Durante la segunda noche de su cautiverio, Abraham se sintió seguro de que iban a matarlo. Sólo unos días antes, había alardeado ante Gabriela de que ojalá su vida acabase. Sin embargo, ahora se sentaba rígido en la oscuridad mientras su mano se movía de vez en cuando del suelo al vendaje de su frente.
Finalmente cayó rendido de sueño. Cuando se despertó, un resplandor plateado inundaba el aire de la celda. Al principio creyó que, por ser sus penalidades tan inmensas, el Señor en persona había bajado a consolarlo. Luego entendió que sólo se trataba de las primeras luces del temprano amanecer.
La puerta se abrió súbitamente, sin que antes se oyeran pisadas aproximándose; de modo que tal vez alguien llevaba horas observándolo. En un rápido movimiento ese alguien empujó hacia él dos cuencos de madera y cerró inmediatamente la puerta.
En uno de los cuencos había una barra de pan gris y dura como una roca. En el otro, un poco de agua.
Primero bebió. Luego se quitó el vendaje y usó el resto del agua para lavarse el ojo. Hubo un momento en el que el dolor volvió a alcanzar la intensidad del primer día. El ojo palpitaba en la cavidad ocular, terriblemente hinchado.
Abraham recordó la operación que había practicado una vez en un ojo en graves condiciones. Tuvo que sacarlo para que sus úlceras no se extendieran por la cabeza del paciente y afectaran su cerebro. Se preguntó si el aspecto de su ojo se parecería al de aquel hombre y si procedería que a él mismo lo amarrasen a una mesa mientras le vaciaban la órbita ocular con un escalpelo.
La siguiente noche Abraham se despertó en medio de la oscuridad. Fuertes voces resonaban como cañonazos en su cabeza. Los profetas del Antiguo Testamento predicaban a gritos en el desierto de sus sueños. Eran gigantes tan reales que, incluso cuando se hubo despertado, seguían librando sus iracundas batallas. Voces y cuerpos imaginarios se congregaban en torno a él y lo acorralaban en una esquina de su pequeña mazmorra.
Desde entonces las alucinaciones se repitieron todas las noches. A veces, preso del miedo, intentaba alejarlas tapándose los ojos. Cuando lo hacía, se tocaba la herida, y entonces la celda parecía iluminarse con el resplandor de rayos tremendos.
Pasaron las semanas y cada noche fue una tortura. Llegó un día en el que Abraham, al lavarse el ojo, observó que quizá su hinchazón había disminuido algo. Al día siguiente sintió repentinamente un extraño roce. Era su párpado que, por fin libre de tanta acumulación de sangre en el hematoma, había conseguido caer resbalando por la superficie de su maltrecha retina. Notó una sensación rara, como si algún gusano se hubiera instalado bajo el párpado, ahora recién cerrado, pero pronto cayó en la cuenta de que lo que ocurría era que rozaba la cicatriz que se había formado.
Lo más significativo es que no veía nada por ese ojo. Había quedado tuerto.
Aquella noche, cuando le despertaron sus pesadillas, oyó llantos en la celda contigua. Se acercó a la pared y apretó su oreja fuertemente. ¿Quién lloraba?
—¿Gabriela? —gritó.
No obtuvo respuesta alguna, pero continuó oyendo el tenue lloro de una mujer.
Esa noche, la siguiente, la siguiente y así durante semanas, Abraham siguió despertándose en medio de sus pesadillas y siguió encontrándose con el eco de los gemidos y llantos de la desconocida prisionera. Poco a poco, Abraham fue sumándose a ellos, primero con ahogados sollozos, hasta que llegó una noche en la que lo hizo, sin restricciones, a lágrima viva.
La intensidad de su llanto provocó que las punzadas de dolor le abrasaran la cabeza. Y entonces se dio cuenta de que la mujer le había oído, pues sus lamentos, influidos por los suyos, se habían hecho más desgarradores.
Abraham abrazó la pared y lloró sus penas con el rostro escondido contra las piedras. Con los ojos cerrados, sintió que la mujer hacía lo mismo al otro lado del muro; intentaba acercarse a él, como él intentaba acercarse a ella.
El olor húmedo de la celda era sobrecogedor. Abraham sintió como si le obligaran a beber la desesperación y las miserias de todos los que allí habían perdido la vida. Oyó que la mujer empezaba a calmarse y recuperaba el aliento. Y entonces, súbitamente, se lanzó contra el muro de piedra; primero golpeándolo con los nudillos y después propinándole terribles testarazos con la frente. Una esquirla se desprendió de la piedra y se incrustó en el ojo herido. Abraham aulló desesperado. La mujer gritó con él, los alaridos de ambos se fundieron y a él se le rompió el corazón. Sintió que su sangre hervía con la de aquella mujer; hervía, manaba y gritaba junto con las voces de todos los judíos que habían encontrado su triste final, tal vez como él mismo, en esa solitaria celda, y también con todos los judíos quemados en los barracones de madera que ellos mismos habían construido; con los judíos cortados en pedazos por soldados mercenarios; con los judíos que se arrodillaban aterrorizados, día tras día, año tras año, gimoteando sus oraciones a Dios.
—Dios —sollozó tímidamente. Justo entonces sonó en la celda contigua un nuevo grito, incluso más alto. El corazón de Abraham se estremeció y, de repente, sin que se lo esperase, la oscuridad que lo envolvía se desvaneció.
Abraham se apartó de la pared. Notaba un zumbido en los oídos, un picor de miedo que le anticipaba algo extraño.
—¡Dios! —Esta vez su voz sonó como un rugido que retumbó en la mazmorra.
De nuevo hubo completo silencio, y entonces le invadió un sentimiento desconocido, como si oro puro corriese por sus venas. Volvió a percibir el sonido de una respiración, pero ahora no resonaba al otro lado de la pared, sino a su lado, alrededor de él, a través de él.
Abraham cayó de rodillas y se durmió al instante, abrazado a las losas de piedra del suelo.
Por la mañana se despertó con un regusto de mortero en la boca. Pero, por la noche, cuando empezó a llorar, ninguna voz en la celda contigua se unió a la suya. Cuando, semanas después, volvió a oír una voz, fue la de Gabriela.
Entró por la puerta y, al ver a Abraham, la impresión casi le hizo caer al suelo. Luego lloró unos instantes antes de correr hacia él, inundando la celda con su perfume. Un momento después, lo confortó con su cuerpo. Pecho, vientre, caderas. Carne blanda en la que él se acomodó tras meses de inhóspita piedra. Sintió el aroma de la piel humana, la tibieza de un aliento en sus mejillas, el tacto de unos dedos que acariciaban los suyos.
Gabriela lloraba mientras lo abrazaba, pero Abraham se sintió como si Dios, en respuesta a sus plegarias, le hubiese conducido desde el más árido de los desiertos hasta el fabuloso oasis de su vieja amiga.
Ella se separó un poco de él, trató de serenarse y sacudió la cabeza con preocupación y pesar.
—¿Qué te pasa? —preguntó Abraham. La voz le fallaba un poco, pues era la primera vez que hablaba desde la noche en que clamó a Dios.
—¿Que qué me pasa?
—Pareces tan triste, ¿es que ha ocurrido algo?
—Fuera de aquí, no. Nada. Solamente sufro por ti.
Estaba tan cerca de él que podía sentir su aliento en la cara con cada palabra. Gabriela le había puesto las manos en el cuello y Abraham reposaba las suyas sobre los hombros de ella.
—Te quiero —le dijo Gabriela.
Él le apretó los hombros y entonces reparó en sus propias manos. Las muñecas y los dedos estaban esqueléticos. Había llamado a Dios y Dios le había respondido. Ahora era como uno de esos profetas de los que tanto solía reírse. En pago de ello, parecía que hubiese sido despojado de su carne, a diferencia de Gabriela, cuya carne era abundante, tersa y suave al tacto.
La atrajo hacia sí, buscando sentir el calor de sus senos contra su huesudo pecho.
—Debe de ser espantoso estar aquí encerrado —dijo Gabriela amorosamente, mientras sus dedos acariciaban su cabello y sus pechos se allanaban de buen grado al apretarse contra Abraham—. Has cambiado —añadió con algo de incertidumbre en la voz.
«He hallado a Dios.» Abraham ensayó esas palabras en su mente, y probó su sabor en los labios, pero no pudo pronunciarlas. Dio un paso atrás y bajó los brazos.
—Yo he tenido suerte —dijo—. Antes de acabar con Antonio, lo ataron a un muro y lo azotaron. A mí, en cambio, me sirven pan dos veces al día e incluso puedo sentarme en el suelo a comerlo cuando se me antoje, como un hombre rico.
Sobre el ojo herido, Abraham seguía llevando un vendaje. Pero por el otro veía bien. Y lo que vio fue a Gabriela reconfortándolo.
Pasó un mes antes de que volviera a tener contacto con otro ser humano. Cierta mañana, los guardias lo arrastraron fuera de su celda, le cubrieron la cara, lo llevaron a una habitación en la que había una bañera con agua caliente y le hicieron lavarse.
Por primera vez en muchos meses vio su cuerpo desnudo. Estaba encorvado, famélico, plagado de marcas y cicatrices de las que se había olvidado y tenía llagas allí donde sus ropas sucias le habían estado rozando durante tanto tiempo. En un corto período se había transformado en un viejo apestoso.
Concluido el baño, le dieron una túnica y a continuación se presentó un barbero para cortarle el pelo y la barba.
—No deberíais llevarlo tan largo —aconsejó el hombre—. Eso ya no se estila.
—Intentaré recordarlo —contestó Abraham, que, cuando le cubrieron los ojos y lo sacaron de la mazmorra, había creído que iban a darle muerte.
—Tenéis que cuidaros un poco más —añadió el barbero, y le tocó suavemente el ojo herido—. Tendríais que haber venido a verme en cuanto os ocurrió. Lo habría podido coser. Quien os lo curó así debía ser un auténtico carnicero. Tiene un aspecto horrible.
Levantó un espejo y, antes de que pudiese volver su rostro, Abraham se vio reflejado en él. Pómulos afilados, pelo oscuro y sin brillo, barba de un color blanquecino sucio. El ojo bueno lo tenía tan abierto que formaba un perfecto círculo, como si se esforzara en valer por dos.
El otro estaba completamente cerrado. El párpado colgaba sobre él. Una fea cicatriz púrpura cubría el iris. Cayó en la cuenta de que debió haber cerrado el ojo instintivamente cuando el crucifijo de Velázquez lo alcanzó, y sin duda el metal había cortado el párpado traspasándolo y cortando asimismo la córnea. Alejó el rostro del espejo.
—No ofrece una estampa muy apropiada para mujeres y niños —comentó el locuaz barbero.
Abraham bajó la vista hacia su nueva túnica blanca.
—Os haré un parche y podréis decirles a las damas que habéis sido marino.
Cuando el barbero terminó su trabajo, el guardia volvió a tapar los ojos a Abraham y lo condujo de vuelta a su celda. Pero cuando le quitaron la venda, descubrió que la mazmorra había sido amueblada en su ausencia. Contra la pared había una plataforma de madera con una manta encima. Avanzó para inspeccionarla y el guardia volvió a presentarse con un cuenco de espeso potaje.
Abraham comió con tal avidez que se abrasó la lengua y su estómago se ensanchó como una protuberante bola que sobresalía rotundamente entre sus esqueléticas costillas.
Luego volvieron a taparle los ojos. Sin embargo, esta vez, mientras el guardia lo guiaba, Abraham contó los pasos con astucia y tomó nota mental de cada giro que daban. Cuando le quitaron la venda, sólo habían girado una vez y caminado un total de apenas doscientos pasos.
No obstante, el corto trayecto le había llevado desde su mísera celda a un estudio de arte lujosamente ornado. Le quitaron la venda y la brillante luz le cegó tanto que tropezó con una gruesa alfombra. La cifra de doscientos pasos resonaba en su mente produciéndole incomodidad. Le humillaba que tan corto recorrido pudiese separar el esplendor palatino de su propio universo de piedra, humedad y suciedad.
Lo dejaron solo unos instantes. Luego apareció ante él don Juan Velázquez. Se veía robusto y rezumaba riqueza.
—Don Abraham.
—Don Juan.
—Tenéis un aspecto muy elegante para haber pasado seis meses en las mazmorras del palacio del rey Enzo.
«¡Seis meses!» Hasta entonces Abraham no había tenido idea del tiempo que llevaba preso.
—No obstante, cuando me enseñaron vuestra celda, me alegró comprobar lo bien que os han tratado, considerando todos los aspectos de este proceso.
Juan Velázquez avanzó unos pasos. Su expresión era rígida y controlada, como lo había sido la noche de la operación de Isabel.
—Cuando me dijeron que habían matado a Rodrigo supe que teníais que haber sido vos.
—Lo siento mucho —dijo Abraham.
—Sin embargo, luchó por su vida hasta el final.
—Lo hizo. —Ambos hombres ocupaban el centro del salón y Abraham deseó poder retroceder y alejarse de la ira de Juan Velázquez. Apretó las manos para que no le temblasen—. Era muy valiente —añadió.
—Pero vos lo fuisteis más —replicó Velázquez con un tono llano y pretendidamente neutral. Era el mismo tono que Abraham había detectado en su voz cuando Juan Velázquez le dijo que, en caso de tener que hacerlo, eligiese salvar la vida de su hijo antes que la de su mujer—. Hablad —le ordenó Velázquez.
—No estoy habituado a hacerlo.
—Y, sin duda, tampoco estáis habituado a ser modesto. Por tanto, al menos admitid que mostrasteis mucho valor.
—Si lo que queréis es matarme, estoy listo para morir —afirmó Abraham.
—¿Es eso lo que os dijo Rodrigo cuando lo encontrasteis dormido en su cama? ¿Le oísteis decíroslo en sueños, mientras os lanzabais a apuñalarlo cobardemente? ¿Afirmaba él que estaba listo para que entraseis sigilosamente por la ventana y le arrebatarais la vida?
—No, no lo dijo —contestó Abraham—. Pero ¿es que acaso dijo él algo acerca de que estuvieran listos los judíos, cuando pagó a los campesinos para que asolasen su barrio? ¿O dijo que les rendía un servicio a mi mujer y a mis hijos cuando negó la protección del imperio de los Velázquez a la familia De Mercier? ¿O tal vez aquello fue obra vuestra, viejo amigo?
Velázquez se aproximó a él. Tenía los ojos tan negros como siempre, pero a su alrededor Abraham observó las finas arrugas causadas por la edad y la tristeza.
—No fue obra mía, «viejo amigo». Yo sólo quería darle una lección a Robert de Mercier; Rodrigo me había asegurado que al final detendría el combate. Me había dado su palabra.
—Siento mucho que no la mantuviera.
—Yo también lo siento —coincidió Velázquez—. Salvasteis la vida de mi mujer y mi hijo; yo acepto cierta responsabilidad en la muerte de los vuestros.
Las arrugas del rostro del rico comerciante se tornaron todavía más pronunciadas y complejas.
—Murieron por ser judíos —reflexionó Abraham en voz alta.
Velázquez dejó escapar un suspiro.
—¡Qué extraño destino ser judío! —añadió de repente—. Siempre me habéis inspirado pena. Los judíos sois como una ciudad a punto de ser evacuada.
Abraham oyó esas palabras pero no pudo contestarlas. Había empezado a liberarse de su oscuridad interna hacía sólo unos meses y ahora de nuevo tuvo la sensación de que esa liberación volvía a producirse.
El suelo se mecía bajo sus pies. En los bordes de su campo de visión, las sombras parecían moverse. ¿Acudía otra vez Dios en respuesta a un pobre judío? ¿O quizá era alguien muy diferente, la muerte, a quien tocaba presentarse?
—Supongo que pensáis —continuó Velázquez— que el hecho de que sigáis vivo se debe a mi amabilidad. La verdad es que conserváis la vida por razones que nada tienen que ver con la compasión. Sois la prueba viviente de la inocencia del cardenal Baltasar Cossa en este crimen. Si os mataran o desaparecierais, nadie creería que no fueseis un simple asesino pagado para eliminar al mayor enemigo de Cossa: mi hermano Rodrigo. Ahora todos pueden comprobar que sois un judío que ha matado al cardenal Velázquez por motivos personales.
—¿Y vos qué preferiríais? —preguntó Abraham—. ¿Una ejecución pública para hacer justicia a la muerte de vuestro hermano? Tal vez podáis hacerme quemar vivo en la escalinata de la catedral, y así los italianos contemplarán la firmeza con la que tratan a sus herejes los hombres de Castilla. O tal vez os complacería que, para que los caballeros castellanos puedan mostrar su destreza, me aten las extremidades a vuestros caballos de pura raza, mientras jinetes españoles, vestidos con la pompa de la más esplendorosa de las cortes, espolean a sus sementales para desgarrar mi cuerpo a los cuatro vientos. Aunque es posible que incluso esa muerte os parezca demasiado noble para un judío. Después de todo, un miserable refugiado que abandonó su ciudad no debería ser digno de que ni siquiera un borrico lo acarree en sus lomos cristianos. De modo que, tal vez, como haría vuestro estimado hermano, querríais verme atado a un muro mientras con el látigo…
—¡Basta! —gritó Juan Velázquez.
Abraham, mareado por el enfado y el sonido de su propia voz, obedeció, pero su mente continuó concibiendo terribles imágenes. Apenas capaz de mantenerse en pie, se balanceaba adelante y atrás, viendo únicamente la figura desenfocada de Velázquez que lo sujetaba por los hombros y lo agitaba para hacerle volver en sí.
Entonces la cabeza le ardió. Una vez, dos. Se encontró ahora sentado mientras Juan Velázquez, frente a él, se preparaba para abofetearlo por tercera vez. Instintivamente, Abraham levantó las manos para protegerse el ojo.
—Soy vuestro amigo —susurró Velázquez—. Os dije que estaba en deuda con vos y lo mantengo. Aquella noche en Toledo os prometí ayudaros cuando lo necesitarais. Y dijisteis que cuando decidieseis hablar, os haríais oír. Ahora he oído que todo lo que tenías que decir era la palabra «muerte».
Abraham agitó la cabeza. Aún le dolían los golpes.
—Puedo arreglar algo —ofreció Velázquez—. Ya os he explicado por qué habréis de permanecer aquí preso, al menos durante unos meses. Pero después podríais haceros cristiano y declarar que, en las noches de cautiverio y meditación, habéis domado vuestra propia rebeldía y habéis abrazado en vuestro corazón al verdadero Dios.
Abraham se quitó las manos del ojo herido. La habitación refulgía y la cabeza le daba vueltas con tanta luz. De repente sintió nostalgia por la seguridad de su celda. Una intensa ola de deseo por refugiarse en la soledad que le proporcionaba invadió su ánimo.
—Escuchadme —prosiguió Juan Velázquez—, si os convertís en un auténtico cristiano, habréis dado el primer paso hacia la libertad. Estoy convencido de que en breve plazo os permitirán volver a enseñar e incluso a practicar operaciones. ¿Qué me decís?
—Que no —suspiró Abraham.
—Es «obligado» que os confeséis cristiano.
Velázquez habló en voz bajísima, como si susurrar su propuesta la hiciese más sugestiva.
—Os lo digo por vuestro bien, ¿es que no lo comprendéis? Si esa ciudad de la que hablábamos ha de ser abandonada, por qué no irse ya.
Abraham no contestó.
—¡Antes erais tan ambicioso! ¡Creíais en el poder de la ciencia y de la razón! Cuando acudisteis a operar a mi esposa parecíais un arrogante semental en busca de una yegua. ¿No preferís ser médico o profesor en la Universidad de Bolonia, en lugar de perder la vida en una mazmorra, esperando que algún ángel venga a salvaros?
La fuerte presencia sentida por Abraham volvía a llenar la habitación, aunque seguía sin poder decir si se trataba de la muerte o de Dios.
—Tenéis un don para operar, transmitís vida con vuestras propias manos y, sin duda, debéis querer…
Abraham oyó su propia risa, por primera vez desde los desastres acaecidos en Montpellier. Era una risa cortante y cínica, un tipo de risa que a menudo había oído a los hombres que se odiaban a sí mismos.
—Decís que estáis en deuda conmigo, que me debéis la vida de vuestra esposa y vuestro hijo. Pues bien, ahora es el momento de pagarla. De hecho, antes que nada, sois hombre de negocios. Y me ofrecéis, a cambio de lo que hice por vuestra esposa y vuestro hijo, conservar mi propia vida. Pero los negocios son los negocios y tienen sus particulares reglas. Por lo tanto, insistís en que acepte incluso cobraros unos intereses. No sólo recibo de vos la oportunidad de conservar mi vida, sino la de vivir una vida reformado de mis errores. La de ser un hombre nuevo, vuelto a nacer en Dios y dispuesto a engrandecer la medicina. Sin duda sois generoso hasta la incorrección.
—Y vos sois el idiota más grande y más arrogante que he conocido nunca.
Velázquez se levantó.
—Pensad en lo que os he propuesto —dijo por último—. Y recordad: vuestro cuchillo no es sólo una prueba de vuestra superioridad, sino también un instrumento para ayudar al prójimo. Sólo hace falta que no lo uséis para matar.