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Como hacía siempre, incluso cuando dormía en lechos apropiados para actividades mucho menos solemnes, el cardenal Baltasar Cossa se despertó media hora antes del amanecer. Por un instante, permaneció inmóvil, comprobando que, efectivamente, había pasado la noche en solitario. Luego se levantó y anduvo hasta la alcoba donde rezaba. Allí se arrodilló y empezó a recitar sus maitines.

Al principio su voz denotó que se encontraba aún somnoliento, pero enseguida fue ganando energía hasta convertirse en aquella a la que estaban acostumbrados sus muchos admiradores. Era una voz autoritaria y gentil a la vez. Una voz que le salía de lo profundo del pecho y que transmitía el significado sutil de las palabras de sus oraciones en latín, poniendo de manifiesto que el cardenal conocía bien esa lengua y los textos que pronunciaba. Una voz que pasaba de una frase a la siguiente impregnada de la confianza de un orador, pero libre de la insistencia o necesidad de convencer de un político. En resumen, era la voz de un hombre de la Iglesia que al mismo tiempo era un renombrado arquitecto, un humanista, un soldado, una personalidad entregada tanto al amor por el poder, característico de la vieja era, como al amor por la razón, propio de la nueva.

Cuando concluyó sus rezos, el cardenal se quitó su camisón de noche, una túnica larga y áspera que todavía torturaba su piel, y se lavó con agua fría. Luego se puso un blusón de seda —pues sin duda una noche de privación merecía un día de lujos—, y lo cubrió con la sotana blanca que llevaba por las mañanas.

Para entonces, el sol matutino empezaba a bañar el suelo de sus aposentos. El cardenal oyó que en otras partes de la gran mansión los demás también se levantaban, pero en cualquier caso, cuando salió a su jardín privado, éste estaba como siempre todavía vacío.

La mañana se presentaba bajo un cielo de suave color limón, cuyo velo de brumas era tan fino que el luminoso azul del fondo se translucía como la sombra de una vena bajo la blanca piel de una hermosa mujer. Y el pensar en bellas mujeres momentáneamente distrajo al cardenal. Volvió a recordarse a sí mismo que, durante casi una semana entera, había sido casto. Su padre solía decir que en la castidad residían la buena suerte y la buena salud.

Era una mañana extraordinariamente bella, pensó el cardenal. Hacía un tiempo espléndido, lo cual no era extraño, pues había rezado para que lo fuese. Y si el tiempo era espléndido, mejor que mejor. No había objeto cuya belleza no fuera realzada por aquel sol: el granito, el mármol, la textura de los nuevos frescos y, sobre todo, las espectaculares vidrieras de colores y rosetones lucían en todo su esplendor, mientras el sol obraba en ellos maravillas y los elevaba desde la mera belleza hasta la armónica perfección.

Al poco tiempo, y también como siempre, un sirviente le trajo una taza de caldo y un trozo de pan. El caldo era de tuétano de hueso hervido con un toque de vino y el pan venía reforzado con unas buenas lonchas de carne. El cardenal Baltasar Cossa se lanzó de buena gana a dar cuenta de su desayuno. Hoy habría de vérselas con su gran rival, un hombre al que se tenía por tan gran condottiere, o guía de gentes, como a él mismo.

Ese hombre era Rodrigo Velázquez, fiel servidor de Benedicto, a quien el cardenal Cossa consideraba persona infame por haberse erigido por su propia cuenta en Papa de Aviñón.

Cuando unos años antes Velázquez se presentó en Italia para entrevistarse con Bonifacio IX, el encuentro se tornó tan feroz que tres días después el Papa murió. Nadie pudo asegurar si en el hecho pesó más una posible apoplejía latente o la humillación recién sufrida.

El criado retiró los restos del desayuno, y los reemplazó por una botella de vino y los nuevos bocetos del arquitecto de la catedral de San Petronio. Cossa se inclinó, primeramente, por prestarle atención al vino.

Cuando décadas atrás entró al servicio de la Iglesia, los sacerdotes veteranos le dijeron que quien empieza cada jornada con santos hábitos se pone en marcha en su camino hacia el cielo.

—No soy la clase de hombre que quiera pasarse la vida marchando por los caminos —contestó el recién nombrado cardenal—. Me limitaré a intentar cubrir una pizquita del trayecto cada día.

El repique de los martillos de los albañiles y los artesanos de mampostería llevaba veinte años marcando el ritmo al que se movía la ciudad de Bolonia. Y el cardenal en persona había supervisado los más relevantes trabajos durante la mitad de ese tiempo. ¿Puede un hombre que ha conocido el sabor del vino y las maravillas del amor y que ha sido testigo de tantas escenas de muerte permanecer del todo insensible a la belleza?

Confiando en sus consejeros, el cardenal contrató a los mejores pintores y escultores de Italia, y desafiando a políticos, revoluciones e incluso a un ejército sitiador junto a los muros de la ciudad, había conseguido que los trabajos continuasen ininterrumpidamente hasta en las situaciones más adversas.

Sus seguidores lo consideraban un hombre de mundo que había escogido poner su experiencia al servicio de la Iglesia. Sólo sus enemigos y detractores lo presentaban como un mujeriego cuya vida privada cubría de oprobio y vergüenza al clero.

La neblina se disipó y desde su jardín el cardenal pudo ver, libres de su velo, las colinas de rabioso verde que rodeaban la población. Había comenzado la jornada de trabajo. El cardenal se volvió hacia su asistente personal, que seguía allí esperando, y le encargó citar a sus consejeros para un último encuentro antes de la crucial cita con Velázquez.

Para el mediodía el sol ardiente había transformado aquella bruma color limón del comienzo en oro fundido. En la Plaza Mayor, tanto los transeúntes como los vagabundos buscaban el frescor de la sombra cobijándose bajo los arcos del Palacio de la Alcaldía o del Palacio de los Notarios. También sobre los puestos de los banqueros se había levantado una carpa de lona para proteger del calor a mercaderes y demás concurrentes.

Únicamente los trabajadores que laboraban en las escaleras de la catedral estaban a total merced del sol. Llevaban jubones blancos y sombreros, pero tenían los brazos rojos y renegridos tras la prolongada exposición. Además trabajaban a un ritmo frenético para completar las diferentes historias de la Biblia que tallaban en las distintas columnas. Por lo general, a esas horas paraban para comer y así evitaban los rigores del mediodía. Pero hoy no habría respiro hasta que el cardenal no acudiera, inspeccionara y aprobara el trabajo hecho.

Sin embargo, el cardenal seguía en el interior del templo, conversando interminablemente, como venía haciéndolo ya durante más de una hora. A los obreros, que estaban muertos de hambre y a punto de desmayarse por el prolongado esfuerzo y el inusual calor, les informaron de que el cardenal se encontraba atendiendo a una delegación del más alto rango procedente de Aviñón.

El cardenal y sus invitados habían hecho su entrada espléndidamente ataviados y engalanados. Los dos principales protagonistas vestían la sotana púrpura del colegio de cardenales, con sus correspondientes sombreros de ala ancha, y se habían bajado de un lujoso carruaje que aún los esperaba frente a la escalinata del pórtico. A cada uno de ellos le acompañaba una extensa corte de consejeros y guardias armados, los cuales permanecían esparcidos por los escalones en pequeños grupos, mientras el cardenal y su homólogo se entrevistaban dentro en completa privacidad.

A una distancia de cien pasos del carruaje, apostado en las sombras de las columnas del Palacio de los Notarios, Abraham Halevi observaba la escena. Al igual que los cardenales, él también se había vestido para la ocasión. Parecía un próspero comerciante levantino, tocado con un gran sombrero que lo protegía del sol y enfundado en una túnica larga. Se había recortado su barba color sal y pimienta, y tenía el rostro y las manos bruñidos por el sol meridional. La piel se le tensaba sobre el puente de su nariz aguileña.

Ahora que iba bien vestido y había visitado al barbero, pasaba por ser uno más de los miles de acicalados extranjeros que visitaban Bolonia. Y, en compañía del cochero de confianza de Gabriela, había recorrido los distintos barrios de la ciudad en una especie de gira turística durante las horas previas.

Tras haberle enseñado incontables plazas dominadas por su correspondiente iglesia y haberle explicado con profusión de detalles las hechuras de cada torre que se alzaba coronando las casas aristocráticas, el cochero informó a Gabriela de que Abraham no albergaba el menor interés en la historia de la ciudad adoptiva de ella.

Ni siquiera la espléndida ornamentación de los portales interiores y exteriores había conseguido despertar su admiración. De hecho, su huésped sólo había prestado verdadera atención cuando se internaron en el barrio del comercio, zona que el cochero siempre había considerado la menos digna de interés en su espléndida ciudad.

Prácticamente carentes de guarnición, las casas estaban rodeadas por jardines vallados, de forma que los ricos podían proteger sus preciados bienes, manteniéndolos fuera del alcance de los necesitados. En realidad, a ojos del cochero, el barrio del comercio era incluso más aburrido que el barrio judío.

Pero el señor Halevi insistió en que dos veces repitiesen su recorrido cultural por él y que cada una de las veces lo transitasen en un sentido. Hasta preguntó en qué casa residía el célebre comerciante Spannelli. Tanto se entretuvieron en la visita que llegaron tarde a la entrada de los cardenales al templo.

—¿Creéis vos que los cristianos unificarán su Iglesia? —preguntó el cochero, que había oído vaticinar tal cosa al señor León Santángel.

Su huésped no contestó.

—Espero que no lo consigan —añadió el cochero en voz baja y mirando alrededor—. Porque si se unen se harán más fuertes. Y si se hacen más fuertes, perseguirán a los judíos.

En Munich, antes de que el cochero y su familia salieran de allí, habían obligado a los judíos a llevar en la espalda un distintivo con un círculo amarillo. Simbolizaba una moneda de oro. La primera vez que lo llevó, paseando por la calle con su hermana, la chiquillería se dedicó a perseguirlos a pedradas. Una de las piedras, afilada como una cuchilla, le alcanzó en pleno centro del círculo amarillo, rasgó su túnica y lo hirió en la espalda. Le había dejado una pequeña cicatriz, un prominente bultito que todavía podía sentir cuando en la cama se giraba deprisa o cuando se apoyaba en algo duro.

En el interior de la catedral, los pilares se abrían en tres ramas para sujetar el techo artesonado como grandes setas. Parecía que el corazón de la ciudad se hubiese abierto súbitamente y de él manase, no sangre, sino un frío silencio presto a albergar solemnes ecos.

La luz que entraba por los ventanales teñía con grandes parches de colores el inacabado suelo de mármol e iluminaba los innumerables cúmulos y galaxias que formaban las motas de polvo suspendidas en el aire.

A cierta distancia de los cardenales se encontraba un hombre al que era habitual, si no obligado, ver en el templo. Se trataba del pintor Giovanni de Módena. Durante el último mes había trabajado sin descanso para tener acabados los frescos antes de que se produjera la insigne visita que estaba teniendo lugar. Pero nadie se había acordado de informarle de que dicha visita iba a producirse en ese preciso día.

—¡Miradlo! —dijo el cardenal Cossa, señalando a De Módena, que estaba encaramado a un andamio retocando las manos de un piadoso testigo de la crucifixión—. Ha pintado tantas imágenes de la Virgen que su pincel casi sabe cómo hacerlo sin esperar instrucciones.

El cardenal condujo a Velázquez hacia el fresco.

—Ved las figuras junto a la cruz. Mirad qué bella y casta es ésa, y cómo abre los brazos para recibir la verdad de Nuestro Señor. Mientras que aquella otra representa a un anciano feo y contrahecho, listo para visitar su tumba. —El cardenal Cossa abrazó por el hombro al cardenal Velázquez—. Le pedí a maese Giovanni de Módena que pintase ambas figuras porque simbolizan las profundidades de nuestra lucha. La doncella joven, bonita y casta representa a la verdadera Iglesia. El viejo lisiado es la sinagoga hebrea, la gastada portadora de la verdad divina, a la cual ha de sustituir la Iglesia.

Se interrumpió como si la idea de que la Iglesia surgiera para suceder al judaísmo fuese tan original e innovadora que la hubiese concebido él en ese mismo instante.

—Sin embargo —comentó Velázquez—, aunque sólo haya un verdadero Dios y una verdadera cristiandad, existen dos Iglesias.

—Es cierto —contestó Baltasar Cossa, observando que el fiero Rodrigo Velázquez que tanto había intimidado al papa Bonifacio por el momento no había salido a relucir. Acababan de pasar casi una hora intercambiándose saludos y cartas de sus respectivos dignatarios y sólo ahora el cardenal español traía a colación el cisma eclesiástico.

—Una religión con dos Iglesias puede ser fuente de confusión incluso para el más sabio de los hombres —observó.

—Estoy de acuerdo —aseguró Cossa advirtiendo que su homólogo había empezado a sudar a pesar del frescor reinante en la catedral.

—Se dice —aventuró Velázquez sin más rodeos— que vos mismo aspiráis a resultar elegido.

—Alguien sugirió mi nombre, me consta —admitió Cossa—. Pero lo hizo contra mi deseo, pues yo me complazco en servir al papa Gregorio.

—No obstante, a menudo tiene mayor atractivo ser gobernante que servidor.

Se sentaron en un banco de los artesanos y Velázquez se acercó a Cossa, casi tocándolo. Era un hombre grande, bastante más de lo que parecía a primera vista, pensó el cardenal italiano. Había oído que Rodrigo Velázquez, en la cúspide de su vigor, era la peor pesadilla para quienes encerraban en las cámaras de tortura de Toledo.

Cossa asintió con la cabeza, sin retroceder una sola pulgada.

—¿Vos y yo —continuó Velázquez, abandonando súbitamente el latín y hablando en italiano— qué sabemos de libros? Vengo de una familia de comerciantes. Mi hermano posee una flota de navíos. Vos mismo fuisteis capitán de barco. Ambos sabemos que toda esta pugna anticuada es como una disputa de familia.

—Habláis con mucha razón —coincidió Cossa—, pero ¿también sabe esto el hombre al que llamáis Papa?

—Todos hablan de vuestra persona como el candidato perfecto para el papado italiano —prosiguió Velázquez—. Y si ese Papa, fuereis vos o fuere otro, se aviniese a hacer ciertas concesiones, entonces quizá…

—Sin embargo —le interrumpió Cossa—, es vuestra estrella la que luce con mayor fuerza en el actual firmamento. Si por desgracia Pedro de Luna encontrase una inesperada muerte, sin duda seríais vos quien le sucederíais.

Velázquez se había aproximado tanto a Cossa que sólo un par de dedos separaban sus rostros. El cardenal italiano se apercibió del olor a ajo y cebollas que emanaba del aliento de su interlocutor.

—Por desgracia, cualquiera puede morir —sentenció Velázquez.

—¿Me estáis amenazando, eminencia? —Cossa introdujo la mano bajo su sotana donde guardaba prudentemente una daga—. Tengo entendido que vuestras víctimas se desgañitan pidiendo clemencia, pero están atadas al potro y yo no lo estoy, cardenal.

—Y yo tengo entendido —contestó Velázquez— que los italianos son demasiado pusilánimes para utilizar el potro. En lugar de eso, dejan volar libremente a los reos.

Se refería, como bien sabía Cossa, a la célebre historia del papa Urbano, que había acabado con varios cardenales disidentes arrojándolos varias veces de lo alto de un edificio al suelo. El único que había sobrevivido a la purga, un octogenario cardenal veneciano, exclamó: «Pero, Santidad, ¿no ha muerto ya Cristo por nuestros pecados?»

Cossa se puso en pie.

—¿Para qué habéis venido a Bolonia?

—He venido como emisario de paz —respondió Velázquez—, como mensajero de buena voluntad.

—Entonces, si queréis abandonar con vida esta ciudad, os sugiero que os comportéis pacíficamente y con buena voluntad.

Ahora fue Velázquez quien se incorporó. Tenía el rostro encendido, escarlata, de un rojo más vivo y profundo que el más espectacular de los personajes pintados por el genial Giovanni de Módena.

—Abandonaré Bolonia como y cuando me plazca. Y si alguien pretende impedírmelo, sabré cómo actuar.

Velázquez extendió sus enormes manos, cuyas palmas parecían palas y cuyos dedos semejaban sogas capaces de aprisionar el gaznate de cualquiera. Cossa, aun aferrando su cuchillo, retrocedió.

—Coincido con vos en que es una pena que no seamos aliados.

—Tal vez todavía podamos serlo.

—Hay obstáculos que contemplar.

—No hay obstáculo que sea por siempre insuperable.

El cardenal Cossa se rió. No le extrañaba que ese hombretón hubiese asustado de muerte al pobre papa Bonifacio. Era incluso más animal de lo que le habían contado.

—Amigo mío, verdaderamente inspiráis terror.

—Sin embargo, no os veo aterrorizado.

—No lo estoy —afirmó Cossa señalando con la cabeza hacia la otra ala de la catedral. Luego observó cómo Velázquez seguía con la vista sus indicaciones y, allí, en postura bastante insolente, descubría a una docena de hombres con la espada ya en mano.

—Ahora —añadió Cossa invitando a Velázquez— debemos concluir nuestra revista al templo, porque empiezo a tener mucha hambre y sed, eminencia.

Para su satisfacción, Cossa observó que Velázquez temblaba de ira y entonces añadió:

—¿Veis vos, cardenal Velázquez? En la vida he sido arquitecto y capitán de los mares, profesiones para las cuales es imprescindible planear los movimientos por anticipado. Así se previene que la súbita tormenta se lo lleve a uno por delante.

—Lo recordaré —aseguró Velázquez posando de repente su gigantesca mano en el pecho del cardenal Cossa, cuyo corazón empezó a palpitar sin control.

—Estáis inquieto —observó.

—Os equivocáis.

—Mirad —ordenó Velázquez, y volvió la palma de su mano para que Cossa la viese y descubriera el cuchillo oculto en ella. La hoja plana había estado apoyándose, sin que Cossa se apercibiera, en su alterado corazón.

—Besad mi anillo —bramó Velázquez, y le ofreció su otra mano.

—No hagáis una locura.

—Besadlo, digo.

Los ojos de Baltasar Cossa se abrieron aún más. En la penumbra que los envolvía, Rodrigo Velázquez se disponía a clavarle el cuchillo. Cossa volvió a mirar el rubí que el cardenal español lucía en su dedo anular y titubeó un instante más, pero Velázquez ya sabía que había ganado el pulso.

El cardenal italiano hincó en tierra la rodilla y su cabeza se inclinó hacia el anillo.

Velázquez sintió en la piel el aliento de su adversario, a quien consideraba un pirata viejo. Seguidamente, Cossa se incorporó con los ojos brillándole.

—Y ahora —concluyó el cardenal español, que se preciaba de saber bien cuándo recurrir al cuchillo y cuándo dejarlo de lado— yo haré lo mismo hacia vos, porque os respeto como a un igual.

Dicho esto, se inclinó y apartó la vista de Cossa, para agachar la cabeza, ofreciendo su cuello al hombre al que había humillado. Al exponerse, sintió una extraña mezcla de satisfacción y peligro.

Como los caballos a los que de niño había aprendido a domar, como los herejes a los cuales había ofrecido una puñalada cuando su agonía era insufrible y los tenía ya rendidos, Cossa se había convertido en territorio conquistado.

—Amigo —llamó a Velázquez cuando salieron de nuevo a la soleada plaza—, amigo mío, es posible que vuestra visita resulte un hecho grato para ambos.

La guardia de Cossa les seguía a pocos pasos, pero Velázquez se sentía del todo despreocupado. Únicamente habían visto a dos cardenales rindiéndose honores recíprocamente tras su encuentro privado.

Cuando llegaron a la escalinata, la luz era tan fuerte que le cegó por un momento. Pero mientras Cossa hablaba con sus artesanos, él vio que la multitud de curiosos se aproximaba, admirándolo de inusual manera. Cuando se dirigía con el cardenal italiano al carruaje que los esperaba, sostuvo la mirada de un hombre que lo observaba con fijeza.

Enseguida le vino a la mente su nombre.

—¡Halevi! —dijo, pero nadie contestó.

El hombre avanzó unos pasos y el cardenal supuso que se había equivocado.

Aquel sujeto era claramente un mercader y no un médico. Además, Velázquez estaba al tanto de lo que le había sucedido a toda la familia de Robert de Mercier. Era cierto que Montreuil había muerto de una caída del caballo, pero el capitán de su guardia mercenaria juró que todos los judíos de las tierras propiedad de Robert de Mercier habían sido pasados a cuchillo, incluso los niños, cuyas cabezas ensartaron en picas como un aviso para todo aquel que pudiera necesitarlo. En cuanto al resto de habitantes de las fincas, había habido tantos muertos que los mercenarios quemaron los cadáveres, pues su entierro hubiera resultado muy trabajoso.

A Rodrigo Velázquez le constaba que lo habían hecho, porque había percibido con sus propias narices el desagradable olor de la carne ardiendo. El viento del este lo llevó desde las ruinas de la casa de De Mercier hasta las puertas de la mansión de Montreuil, al otro extremo del valle, donde en aquel momento se encontraba él, porque había cabalgado hasta allí para consolar a la viuda y agradecerle los valiosos servicios que su esposo había prestado a la Iglesia y al reino.