A la mañana siguiente, Abraham acompañó a la familia desde su puesto en la galería comercial hasta la sinagoga. Gabriela lo vio sentarse junto a su esposo León. Ahora ambos hombres estaban tan cerca que sus hombros se tocaban.
Cuando el rabino se aproximó para que le fuera presentado el extraño, Abraham sonrió y aceptó la invitación de ser él quien leyese, como huésped de honor, los textos de la Torá.
Se levantó, anduvo hasta el altar y se inclinó sobre el libro con un porte tan sincero, piadoso y humilde que Gabriela estuvo a punto de volver a creer en él. Erguido en toda su estatura frente al rollo de pergamino, estaba muy guapo. El sufrimiento padecido purgaba toda la ira y los deseos de venganza que pudiesen reflejarse en su rostro. Haber sido testigo de las penurias ajenas lo hacía comprensivo y dulce.
Por un momento pensó que Abraham había encontrado la fuerza de corazón para aceptar su propio destino y convertirse, si no en un nuevo Moisés que sacase a su pueblo de la esclavitud y lo llevara a la libertad, sí en un buen judío, dispuesto a reconocer los lazos que le unían a su Dios.
Abraham leyó lentamente los ancestrales textos hebreos, pronunciando las palabras al estilo español, con mucha dignidad. Pero al acabar, cuando se volvió hacia la congregación y abrió los brazos en amable gesto, Gabriela vio con espanto lo mismo que los demás: bajo su chal de seda para los rezos, Abraham llevaba al cinto dos imponentes cuchillos.
El rabino fue el único en todo el templo que, por estar situado detrás de Abraham, se perdió la escena. Por tanto, en lugar de recriminarle, se acercó a él y le puso el brazo por los hombros.
—Has sufrido mucho, hijo. Encuentra junto a nosotros la paz.
Más tarde, León le dijo a Abraham que a Dios no le gustaba que sus hijos se presentasen armados a adorarlo.
—Y supongo —contraatacó Abraham durante la comida del sabbath— que Dios tampoco quiere que sus hijos sobrevivan al encontrarse con sus enemigos.
En la mesa había un nuevo invitado, un rabino de Florencia que tosió con intención de hablar. Pero León se le adelantó.
—Dios tiene todo el poder. Si quiere que vivas, te mantendrá vivo. Y si quiere que mueras, unos simples cuchillos no podrán protegerte de su destino.
—Unos simples cuchillos me han protegido muchas veces.
—Yo nunca he recurrido a la violencia —expuso León con aspecto de ser buen embaucador.
Gabriela, callada, observaba cómo los niños alternaban sus miradas entre Abraham y León. Sara y Joseph parecían haberse aceptado mutuamente en sólo un día. Es más, parecían utilizarse recíprocamente en sustitución de aquellos a los que cada uno de los dos había perdido. Ahora, como niños que eran, escuchaban con curiosidad a los adultos, permaneciendo alerta al más leve signo de desacuerdo o debilidad.
—Ha habido muchos grandes guerreros —observó tímidamente el rabino invitado.
—Sin embargo, los imperios construidos por guerreros siempre han sucumbido —replicó León—. Hasta Israel se ha visto perdido más de una vez.
Gabriela vio que Abraham adoptaba una expresión de disgusto, cerrándose a la discusión. Tal vez pensaba que León era un tonto, o tal vez pensaba que tenía razón; en cualquier caso, sólo Abraham era lo bastante idiota como para mostrar abiertamente su desprecio por el hombre que le estaba brindando cobijo. ¿Quién se creía que era? ¿Un profeta iluminado al que todos debían admirar porque sí?
Si lo echaban a la calle, tendría suerte de sobrevivir una semana más, aunque llevara esos cuchillos tan brillantes. Además, desde que las noticias de lo que había sucedido en Montpellier se extendieron por Bolonia, únicamente había quedado un hogar judío dispuesto a proteger a Abraham de la ira del cardenal Velázquez. Ese hogar era el de León Santángel, empleado de Juan Velázquez.
—Perdón, señor Santángel.
León se volvió inmediatamente hacia Joseph, que se dirigía a él en español y estaba sonrojado por su propia audacia.
—¿Podría decir una cosa?
—Desde luego que puedes.
El niño vaciló un instante, moviendo los labios como si su nerviosismo le hubiera hecho perder la capacidad de hablar español. Por fin consiguió articular palabra.
—Señor Santángel, soy muy afortunado de que nos hayáis acogido junto a vos.
—Es un placer hacerlo —contestó León al tiempo que cogía de nuevo su vaso, dando por hecho que el chico sólo le había interrumpido para agradecerle su hospitalidad.
—Pero, señor, si vos no fueseis un hombre poderoso, ¿no nos echarían de aquí del mismo modo que nos echaron de Francia?
León sonrió.
—Soy poderoso, pero todo mi poder no es nada en comparación con el del ejército de Bolonia o el de las fuerzas del Papa.
—Entonces seguimos aquí —añadió el pequeño— porque ellos lo toleran.
—Todo hombre existe porque sus vecinos lo consienten. Por eso debemos respetarnos unos a otros nuestros derechos. A esto lo llamamos el poder de las leyes y el derecho. Y es un poder mayor que el de la espada.
Joseph asintió con la cabeza.
—Si es así —observó el rabino—, el chico se preguntará por qué su padre, vuestro huésped, ha de ir armado en la sinagoga, e incluso aquí, en casa de su gentil y sabio anfitrión.
Por la noche, ya acostada, Gabriela recordaba perfectamente la expresión que había captado en el rostro de Abraham. Era una expresión ceñuda, oscura, sombría, aunque intentase disimularla con una helada sonrisa de burla. Luego se había disculpado para retirarse a su habitación, el aposento de invitados que les habían cedido a él y a su hijo. Tras esto, Abraham no se dignó volver a bajar a la sala hasta la cena, a la cual se presentó con la misma expresión sombría, propia de un hombre a punto de morir víctima de su particular agonía interna.
Lo había perdido todo. Eso era lo único que le había explicado mientras ella los conducía a su casa desde la Plaza Mayor. Si no hubiera sido porque Joseph sobrevivió milagrosamente, había añadido Abraham, se habría quitado la vida.
—¿Qué harás ahora? —preguntó Gabriela.
—Tengo un plan.
Sin embargo, no se lo reveló. En realidad no habían dispuesto de un solo instante en el que poder hablar libremente, desde aquel breve intercambio de noticias durante el corto trayecto entre la escalinata de la catedral de San Petronio y la casa de los Santángel.
Ahora las veinticuatro horas del sabbath concluían con el tradicional ritual que León se empeñó en que todos realizaran. Las preocupaciones se agolpaban en la cabeza de Gabriela: los invitados del sabbath, las comidas, las oraciones, la rueda de su propia vida que, junto a León, giraba chirriando y crepitando con insufrible lentitud.
Abraham apareció de la nada y León le concedió al instante un espacio propio. Dormía en la alcoba amueblada con esmero para los invitados; se sentaba en la sinagoga a la diestra de León, en un banco pagado con el oro de Juan Velázquez; rezaba cubierto con un chal de oración que en su día perteneció al abuelo de León; durante las comidas, tenía el privilegio de conversar con León y con los eruditos de Bolonia, a quienes éste gustaba de invitar a su mesa.
—Aquí, en Bolonia —explicó León—, vivimos ya en una época con la que ni Francia ni España todavía sueñan. Nuestra principal fuente de inspiración es la belleza, la divinidad del alma humana. Hoy mismo hay más artistas trabajando en Bolonia que los que el resto del mundo ha tenido en toda su historia.
—Extraordinario hecho.
—Me complacería mucho disponer, con vuestro permiso, que vuestro hijo tomara lecciones de pintura. Su maestro sería un amigo a quien admiro profundamente, Giovanni de Módena. Acaba de recibir el encargo de pintar los frescos de la catedral de San Petronio y su taller es el más fascinante de toda la ciudad.
En Toledo, Gabriela había vivido en las afueras con la familia de su hermana. Allí tenía libre acceso a Abraham y se compadecía de quienes residían en el agobiante y abigarrado centro, rodeados por la muralla de la ciudad.
Sin embargo, ahora era ella quien vivía agobiada. Cuando le ofreció a Abraham una bandeja de plata con pescado ahumado, lo más que recibió a cambio fue una forzada sonrisa. Cuando León propuso que a su hijo le enseñaran a pintar imágenes de la Virgen, Abraham se limitó a mirarle por encima de la mesa, dejando que sus ojos se posaran en él expresando tan poco apasionamiento como los de cualesquiera de esas imágenes. Y cuando las mangas de ella y Abraham se rozaron al pasar, Gabriela siguió su camino.
El primer día tras la inesperada visita, Gabriela se había quedado dormida como una niña, contenta de saber que Abraham se encontraba cerca y a salvo. Pero luego se despertó a medianoche, convencida de estar oyendo el lento y sigiloso sonido de sus sandalias cruzando el jardín empedrado. Al mismo tiempo oyó la respiración de su marido y sintió el peso y el calor de la pierna que, posesivamente, le había puesto encima mientras dormía.
Durante los tres años que habían pasado desde su último encuentro con Abraham en Toledo, y tras la consiguiente sensación de traición y amargura que le había dejado, Gabriela apenas pensó en él. Sin embargo, ahora que lo había encontrado de nuevo, le parecía que esos años los había vivido sin verdaderamente vivir y sin ningún propósito.
El segundo día Gabriela no durmió en absoluto. Pasó horas intentando permanecer quieta en la cama y, finalmente, se levantó. Durante toda la jornada había buscado un momento para estar a solas con Abraham, y ahora que él tal vez estaba en el jardín, decidió ir a su encuentro y verlo; si no estaba allí, al menos podría llorar su ausencia en paz.
En un rincón del cuarto había una lámpara de noche que todavía ardía. Emitía una luz dorada que le daba a su piel un aspecto terso y joven. Gabriela había perdido la costumbre de fijarse en sí misma y se cubrió el pecho con las manos en un gesto de defensa. Un gran espejo la esperaba en la pared opuesta y vio su reflejo en él.
Con aquella luz tenue, se encontró con una mujer de formas sugestivas y proporcionadas, que cubría con timidez su desnudez, reservándola para el amante que confiaba estaba esperándola.
Buscó rápidamente su ropa. Primero se ciñó una combinación de seda que resbaló ajustadamente por su cuerpo, acariciando su vientre y marcando sus pezones, erectos por los pensamientos que su mente esbozaba a medias. Sobre ella se puso una túnica de lana que volvió a esconder sus formas, convirtiéndola de nuevo en una mujer madura. Sin embargo, seguía teniendo una cabellera que le llegaba a la cintura, como la de una muchacha. Desde que se casó con León, su pelo era más tupido que nunca, y tenía algún mechón plateado que ella disimulaba lavándoselo con henna.
Se colocó el pelo sobre los hombros y, moviéndose silenciosamente con los pies descalzos, salió de su dormitorio y se asomó a un balcón que daba al jardín.
Abraham permanecía inmóvil, sentado en un banco de piedra. Tenía las piernas cruzadas y sus manos reposaban en su regazo con las palmas abiertas hacia arriba.
Gabriela volvió a sentir una ráfaga de deseo. Era Abraham. Era el hombre al que ella había amado de verdad. ¿Y por qué no? ¿Es que no era digno de ser amado profundamente?
Bajó las escaleras muy despacio, de una en una. Él volvió la cabeza hacia ella. Gabriela apartó los ojos y bajó la mirada hacia sus pies, que se resentían de la fría piedra.
—Eres tú —dijo él.
Ella se sentó en otro banco, frente al de Abraham. En el jardín había árboles cuidadosamente plantados en maceteros de granito a intervalos regulares. La luz de la luna se reflejaba blanquecina en la superficie fría de esas enormes urnas, lo que hacía que el lugar pareciese un viejo cementerio romano. De hecho, de acuerdo con las palabras de León, los bancos y urnas de piedra, así como las vasijas y macetas de arcilla roja, eran valiosos tesoros encontrados por los excavadores de tumbas. Reliquias del tiempo de Cristo, e incluso más antiguas.
—Te fuiste sin decirme adiós.
—Quise escribirte —aseguró Abraham—, pero ahora he hecho incluso algo mejor: estoy aquí.
—Mejor —se apresuró a repetir Gabriela, notando que se sonrojaba sin poder evitarlo. ¿Qué le estaba ocurriendo? Su corazón palpitaba, los pulmones se le tensaban con cada aliento; todo su cuerpo se sentía incómodo e incluso encogido.
Abraham se incorporó y salió de las sombras. Un rayo de luz blanca iluminó su cara y, de repente, la luna le otorgó el aspecto de un legendario profeta cuyos ojos brillaban como carbones y cuyos labios permanecían entreabiertos.
—Abraham…
Gabriela no supo bien lo que había pasado, ni si ella se había movido hacia él, pero se encontró súbitamente en el suelo, delante de Abraham y con las manos en sus muslos. Eran más delgados que antes, los músculos parecían cuerdas de hierro, o bien podían haber sido hechos con el mismo material que el de los bancos. Él puso sus manos sobre las de ella.
—Abraham —repitió Gabriela apoyando la cabeza contra el cuerpo de su amado. Los alargados dedos de él buscaron la nuca de ella, palpando después su cuello y su espalda, bajo la cabellera suelta. Gabriela sintió su propia respiración contra las piernas de él, y su deseo se abrió como una flor en sus entrañas.
Las manos de Abraham encontraron ahora los ojos, las mejillas y los labios de Gabriela. Y entonces, justo cuando ella estaba segura de que ninguna fuerza en la tierra podría privarla de arrastrarlo sobre su cuerpo y dentro de su ser, mientras su marido dormía a apenas unos pasos de distancia, Abraham habló.
—Gabriela, quiero que me ayudes.
—¿A qué? —susurró ella.
—A matar a Rodrigo Velázquez.
Al oír estas palabras, el deseo de Gabriela súbitamente se transformó en temor. Quiso decir algo, pero se limitó a pensarlo. «Mientras me lleves contigo, mientras que escapemos juntos, mata al cardenal Velázquez o haz lo que quieras.» Por un segundo se permitió a sí misma soñar con el desconocido país en el cual el hombre al que había amado toda su vida correspondería a su amor.
—Sabes que fue él quien destruyó mi vida. Torturó a Antonio, organizó el incendio de Toledo, mató a Jeanne-Marie y a Sara. Es hora de que pague sus deudas.
—¿Y después?
Abraham se encogió de hombros.
—No hay duda de que sus guardias también buscarán venganza.
—Tal vez podríamos arreglar tu fuga —dejo caer Gabriela para ver si él aprovechaba la oportunidad de hacerle alguna propuesta de escapada que la incluyera.
—Estoy cansado de huir. El único motivo por el que he venido a Bolonia es para matar a Velázquez.
—¿Y cómo te figuras que yo puedo ayudarte?
—Velázquez vendrá a Bolonia la próxima semana, ¿no es verdad?
Ella asintió. Todo el mundo sabía que en pocos días iba a consagrarse una nueva capilla en la catedral de San Petronio. Para dicha consagración el Papa de Aviñón enviaba como emisario a su más insigne cardenal que se uniría al emisario del Papa de Roma. En Italia se interpretaba este gesto como prueba del tan ansiado reconocimiento de que el papado le correspondía a Roma, y que el Papa de Aviñón, Benedicto, estaba dispuesto a superar el cisma despojándose de sus títulos. Pero todos sospechaban que el ganador último de toda la partida podría ser el propio cardenal Velázquez. Siendo español y disfrutando de excelentes apoyos tanto en Italia como en Francia, era sin duda un candidato ideal para ser el Papa que pusiese fin al cisma.
—¿Qué te propones hacer?
Seguían muy juntos, casi abrazados. Gabriela sostenía la mano de Abraham entre las suyas. La aguda punzada del deseo había remitido, pero su ánimo ya se había entregado a Abraham.
—He oído que tu marido hablaba de cierta recepción —dijo él en voz muy baja—, en la que los comerciantes de Bolonia darán la bienvenida al gran cardenal procedente de Aviñón.
—¿Y quieres que yo te facilite el acceso a ella?
—Exactamente. Me llevarás allí como invitado tuyo y yo mataré a Rodrigo Velázquez.
—Supongo que también habrás planeado —observó Gabriela sarcásticamente— decirle unas últimas palabras, para asegurarte de que al menos sabe quién se está vengando.
—Eres idiota —replicó él secamente, apretándole las manos con tanta fuerza que ella se estremeció y protestó. Pero Abraham no aflojó el puño y Gabriela sintió que esos mismos dedos que acababa de besar tiernamente temblaban de deseo de matar.
—Abraham, yo te amo y te quiero vivo.
—Si me amas, ayúdame a matar a Rodrigo Velázquez y luego déjame morir. León tenía razón: una vida que se ha preservado sólo a base de violencia carece de valor.
Gabriela se zafó de Abraham, cuyo rostro se había convertido en el de un loco. Era un rostro acuñado por los asesinatos que había contemplado y por los asesinatos que había cometido.
—¿Amabas a Jeanne-Marie?
—Sí.
—¿Amabas también a tus hijos?
—Sí, y es por mis hijos, por Joseph, por quien te pido ayuda. Quiero que lo cuides cuando yo muera.
—Si le quieres —dijo finalmente Gabriela—, y si quisiste a Jeanne-Marie, ese amor tiene que ser más fuerte que tu odio hacia Rodrigo Velázquez.
—Joseph estará mejor contigo. Yo albergo dentro demasiada amargura.
Ahora, a la luz de la luna, su rostro se había suavizado y Gabriela vio dos plateadas hileras de lágrimas correr por él.
—Me prometiste —añadió Abraham— que siempre serías mi amiga. Eres la única amiga que tengo.
La máscara de Abraham, que había estado a punto de disolverse, amenazaba con volver a esconderlo. En alguna parte, quizás enterrado en su amargura o quizá todavía capaz de mirarla incluso con compasión, debía seguir existiendo ese hombre al que ella había admirado.
—Te ayudaré —concluyó Gabriela—, pero no en la recepción. Eso sería demasiado arriesgado. Tengo una idea mejor. Cuando llegue a Bolonia, Velázquez se alojará en casa de monseñor Spannelli, un napolitano con inmenso poder aquí, en Bolonia, y muy cercano a los hermanos Velázquez. Conozco bien su casa porque en ella me hospedaron la primera vez que vine a esta ciudad.
Abraham escuchaba sin interrumpirla.
—La casa está protegida por un muro cuyas puertas permanecen siempre cerradas o guardadas. Pero no lejos de esa entrada hay un callejón en el que un hombre podría esconderse de noche. Si ese hombre estuviese allí cuando Velázquez volviera de la recepción, podría matarlo.
Él guardó silencio.
—Abraham, mi plan te otorga la oportunidad de cambiar de idea y seguir vivo. Podrías iniciar una nueva vida aquí. Bolonia tiene la mejor escuela médica de Italia. Estoy segura de que sigues siendo un gran cirujano.
—No —gritó él retirándose hacia atrás abruptamente y tropezando con una de las vasijas de León, que se hizo añicos con gran estruendo.
—¡Era una pieza muy valiosa!
Gabriela levantó la vista. León los observaba desde el balcón, con los codos en la barandilla, como si hubiese estado de espectador durante toda su conversación.
—Ha sido un accidente —exclamó Gabriela—, producto de una discusión entre viejos amigos. Quizá nos afectó el espléndido licor regalo de Velázquez.
—Creía que los españoles aguantaban bien la bebida —añadió León, perfectamente calmado y ecuánime, mientras descendía hacia ellos por la escalera de piedra. Puso la mano en el hombro de Gabriela y ella hizo esfuerzos para no demostrar su repulsión. Un momento después fue capaz de abrazar por la cintura a su marido y atraerlo hacia ella melosamente.
—Lleva mucho tiempo sin hogar —le aseguró Gabriela—. Pero ahora que está aquí descansará de sus viajes y volverá a ser el que era.