En 1410, el año en que mataron a Robert de Mercier y destrozaron la vida de Abraham Halevi, Francia, así como España, Alemania e Inglaterra, se había convertido en un lugar muy peligroso para los pocos judíos que quedaban allí.
La Inquisición se había instaurado en algunos países y terminaría haciendo lo mismo en casi todos, pero a pesar de sus éxitos una seria crisis afectaba a la Iglesia. Desde 1378 el cisma papal se había agravado, y había pasado de ser un incidente grotesco a convertirse en un problema profundo. A la cristiandad le urgía más que nunca sanar la herida que dividía a la Iglesia, porque amenazaba con minar su indiscutida autoridad sobre el individuo y los demás poderes, haciéndola susceptible de ser fácilmente manipulada tanto por los fanáticos como por los reformistas.
Ninguno de los dos papas parecía dispuesto a renunciar al papado y era una tarea ardua forzar a alguno de ellos a hacerlo. Las autoridades francesas habían sitiado al Papa de Aviñón y le habían cortado los suministros, intentando hacerle claudicar de pura inanición. Sin embargo, la maniobra les salió al revés y Benedicto XIII emergió de la crisis con mayor determinación y más apoyo popular que nunca.
Al mismo tiempo el Papa italiano siguió clamando que era el único legítimo. Bien pertrechado militar y financieramente, el papado sito en Italia se mostraba dispuesto a aguantarle el pulso a su rival de Aviñón, por mucho que durara. La espera fue su estrategia maestra.
Esta relativa calma religiosa se combinó con el habitual clima de caos político, lo que convirtió a Italia en la región más variopinta y tolerante de Europa. A pesar de las disposiciones contra la práctica del judaísmo, seguía siendo un refugio para todos aquellos que escapaban del rigor impuesto en los demás territorios. Y también sería el lugar en el que echaría sus raíces el gran Renacimiento de las ciencias y las artes. En 1410 todavía faltaban cuatro décadas para que naciese Leonardo da Vinci, pero el movimiento de las artes hacia el centro del escenario histórico ya había comenzado.
La luz dorada bañaba la Plaza Mayor. El sol se reflejaba en las baldosas de piedra recién tallada, como si cada una de ellas fuese la reluciente cara de un enorme brillante, o como si esta joya de Bolonia y de todo el norte de Italia tuviese la fuerza de reflejar a su gusto los amarillos rayos hasta que, como sucedía en el sueño del astrólogo, este reflejo pudiera suplantar al propio sol y convertirla en la Ciudad de la Luz, una fuente de iluminación, un luminoso canto a Dios, que en cualquier momento podría cortar sus ataduras con su base terrenal y elevarse majestuosa y livianamente hacia el centro del cielo.
Desde la zona reservada a los banqueros, Gabriela Hasdai de Santángel tenía una perfecta visión de la plaza. Elevada sobre una pequeña plataforma, podía ver por encima de las cabezas de los vagabundos y buscavidas que pululaban entre la muchedumbre en busca de una moneda o algún objeto de desecho que pudieran aprovechar. Los únicos que obstaculizaban en parte su visión eran los propios comerciantes que trataban con ella.
Le llamaban la Conduttrice, la conductora, la gobernanta, aunque no a la cara. Era la bruja judía que había llevado a la tumba a su primer marido y que ahora tal vez hiciese lo propio con el segundo: León Santángel, el diletante retoño de una arraigada y respetable familia.
La Conduttrice también tenía debilidad por los coches de caballos negros y ostentosos. A menudo se la veía en esos rápidos carruajes, sola o con algún familiar, transitando a todo galope por las calles de Bolonia. Aunque nunca lo hacía en sábado, porque la judía guardaba celosamente los preceptos de su religión acerca del sabbath, durante el cual iba y volvía caminando desde su casa a la sinagoga y, en alguna ocasión, incluso con piadosas lágrimas en los ojos.
Las bromas acerca de sus costumbres y de sus apelativos eran siempre mesuradas y prudentemente discretas, porque, junto a un cierto desprecio, la señora Santángel inspiraba un considerable temor. Gabriela cerraba sus tratos con la fuerza de un mazo de hierro golpeando el yunque del herrero. No en vano su posición se sustentaba en el poderío del imperio comercial de Juan Velázquez.
A la derecha de Gabriela, justo detrás de los mercaderes que intentaban convencerla de que sus cargamentos de seda llegarían a tiempo de que pudiesen satisfacer sus cuantiosas deudas con Velázquez, se sentaba su hija Sara. Era una niña de siete años, agraciada y fina, que había sobrevivido a una epidemia de tifus que se declaró en Bolonia y mató a su hermano.
—La señora tiene que comprender —repetía uno de los mercaderes— que no podemos garantizar el ritmo de navegación de los veleros. Tal vez se han retrasado por las tormentas que han barrido Constantinopla. Si cerramos cuentas ahora, antes de que haya concluido la temporada, nos veremos abocados a la bancarrota. ¿Señora, me estáis prestando oídos?
—Por supuesto, pero repetidme otra vez qué me pedís.
—Nada, señora. No pedimos nada del señor Velázquez ni de vos. Sólo queremos que nos concedáis tiempo para pagar honorablemente nuestros créditos abiertos.
—Os entiendo —contestó Gabriela—, pero el momento honorable de pagar una deuda es antes de que haya vencido.
—Señora, os he explicado que el barco con nuestras mercancías todavía no ha llegado. En cuanto toque puerto y dispongamos del género, os pagaremos.
—¿Cómo voy a aceptar que me paguéis cuando llegue vuestro navío si no podéis decirme cuándo ocurrirá eso?
Gabriela sabía que ese comerciante era uno de los que se tomaban la libertad de difamarla a sus espaldas, y luego, un minuto más tarde, se atrevía a venir con ruegos y sudores a suplicar el aplazamiento de sus deudas.
—De acuerdo —contestó, sin embargo, visiblemente aburrida—. Venid a verme la próxima semana.
Todos los viernes, como antesala del sabbath, Gabriela concedía audiencia sentada en su butaca sobre una plataforma. Allí oía las excusas de todos aquellos que no podían pagar, como también las ingeniosas argucias de quienes solicitaban crédito comercial. Raúl Santángel, hermano de su marido y también empleado en la compañía de Velázquez, le susurró al oído las particularidades del caso siguiente.
Mientras le escuchaba, ella miró más allá del peticionario y, una vez más, vio una extraña figura. Era la segunda vez que veía a aquel hombre esa mañana. En esa ocasión, estaba apoyado en las columnas que se alineaban en la parte frontal del Palacio de la Alcaldía. Ocultaba su rostro en las sombras de la columnata. Cuando Gabriela intentó escudriñarle los ojos, el hombre volvió a desaparecer. Y entonces ella ya sólo vio los andamios y escaleras que utilizaban ciertos de artistas, mamposteros, escultores y pintores que de continuo refinaban o añadían piezas arquitectónicas y ornamentos. De manera que, ya que el poder de la luz no conseguía elevar hasta el cielo la ciudad, sus miles de imágenes de vírgenes, ángeles y santos garantizaban al menos el disfrute de lo más parecido a eso: una visita guiada a sus luminarias.
—Señora —comenzó de nuevo Raúl sin obtener respuesta.
Gabriela había vuelto a ver al extraño personaje en la parte norte de la Plaza Mayor, sentado en la escalinata de la catedral de San Petronio. Los escalones eran notablemente amplios, como requería un edificio enorme cuya construcción exigió la demolición previa de barrios enteros para hacerle sitio. El hombre se había instalado confortablemente en ellos y permanecía con los brazos extendidos como si hubiese encontrado una nueva casa. A su lado, parcialmente oculto tras los pliegues de su capa, había un niño.
—Perdonadme, volveré al momento. ¡Sara, Sara, ven conmigo!
Gabriela se puso en pie y, cogiendo de la mano a su hijita, corrió hacia la catedral. Una vez inmersa en el gentío, ya no pudo ver al hombre, y cuando llegó a la escalinata, nuevamente había desaparecido.
—Creí haber visto a alguien que… ¡Allí está!
Ahora se le veía de cuerpo entero. Estaba admirando el más ornado de los edificios, el Palacio de los Notarios. Con éste se completaba en la plaza la presencia de los poderes eclesiástico, político, jurídico y financiero.
—¡Aquél! —exclamó Gabriela—. Estaba segura de que el hombre que se apoyaba en las columnas era un viejo amigo mío.
Sin embargo, ahora que su rostro emergía de las sombras, Gabriela ya no estaba tan segura. El hombre era demasiado corpulento, tenía el cabello muy blanco y vestía con ropas andrajosas. Según se aproximaba, pensó que en realidad parecía poco más que un mendigo. Sólo su forma de caminar se asemejaba a la de Abraham Halevi. Era rápida, grácil, segura. Cubrió la distancia que los separaba con grandes zancadas.
Abraham Halevi era un nombre que Sara había oído bastantes veces. Pero ahora que se había presentado en su casa, aquel hombre y su leyenda le resultaron todavía más misteriosos. Gabriela le había hablado de Abraham Halevi como de un gran hombre. Un portento cuya lengua podía expresarse en doce idiomas y cuyas manos podían entrar y salir de cualquier cuerpo dejando solamente las más insignificantes cicatrices. También lo describía con la palabra «elegante». «Era tan elegante que todas las mujeres de Toledo se enamoraban de él», le había dicho su madre. Pero lo único que Sara sabía a ciencia cierta era que ella sí debió haberse enamorado, porque cuando pronunciaba su nombre su voz se tornaba más suave e invariablemente llena de nostalgia.
Sin embargo, ese forastero no se parecía en nada al retrato que su madre había pintado. Incluso después de bañarse, Abraham olía a sangre y viajes. Peinaba raya en medio y sus cabellos le cubrían los hombros como greñas. Su barba era gris y larga, con la punta venciéndose hacia un lado, como si quisiese evitar algo.
En cuanto a su hijo, cuya existencia su madre no había mencionado nunca, sólo podía decirse que tenía un aspecto aún más desastrado que el del padre. El sol le había quemado la polvorienta cabellera en parches desiguales. La cara la tenía tan bronceada que parecía negro. Estaba muy delgado y todo él parecía una criatura felina que se aferraba a su padre. Tampoco daba la impresión de que su boca o sus oídos le sirviesen para mucho.
Cuando tras la cena Sara lo cogió a solas en un rincón y le preguntó su nombre, el chico fue incapaz de responder.
Pero tal vez su estupidez fuera herencia del padre. Pues cuando a éste le pidieron, en calidad de huésped de honor, que bendijese los alimentos, su lengua, supuestamente magistral, se limitó a silabear unos confusos sonidos silbantes, vacilando y dando por concluido el trance como si quisiera escabullirse.
Además, le temblaban los cubiertos mientras comía. ¿Cómo podía ser cirujano un hombre con esos temblores? Abraham le parecía a Sara mucho más viejo que cualquiera de sus padres. Tenía una piel arrugada y seca. La frente estaba surcada de líneas marcadísimas. El dorso de sus manos presentaba unas venas protuberantes y azulonas.
Se había negado a acompañarlos a la sinagoga antes de la cena, con la excusa de que necesitaba descanso, pero el descanso no parecía haberle ayudado mucho. Su aspecto era ahora el de un hombre incluso más viejo y exhausto que cuando lo llevaron a casa tras encontrarlo en la plaza.
Retiraron los platos principales y trajeron frutas a la mesa. Sara vio cómo el extraño tomaba una naranja. La peló arrancándole la cáscara con unas uñas todavía terriblemente sucias. Luego sus manos parecieron perder su energía. Mantuvo frente a sí la naranja durante un largo tiempo, paralizado. Sara miró al niño, sentado al otro lado de la mesa. La criatura, como todos los demás, observaba atónito a su padre. Su atención se concentraba en la naranja que seguía inmóvil entre sus dedos.
—Dicen que este año dará una gran cosecha de vino —dijo León Santángel rompiendo el hielo—. El tiempo ha sido excelente. Hemos tenido tanto sol que las uvas están deseando resguardarse en los barriles.
Abraham rebuscó en su capa y sacó una daga de aspecto raro.
—Señor Halevi, ¿cómo va la vendimia en su región?
El invitado no respondió y se limitó a sostener la naranja en la palma de una mano mientras apoyaba la daga en su piel. De repente hizo rotar el fruto y un instante después la cáscara entera, cortada en espiral, caía sobre la mesa.
Sara se inclinó hacia adelante, maravillada, y súbitamente el extraño se volvió hacia ella.
—¿Cómo te llamas? —le dijo. Tenía un peculiar acento, pero Sara le entendió perfectamente.
—Sara.
—Yo también tenía una hija. La mataron. Y se llamaba Sara, como tú.
Ahora el extraño la miraba fijamente y Sara sintió que la leyenda emergía, cautivándola.
—Lo siento —dijo la niña. En su boca las palabras sonaron amables, aunque inútiles. Se las había oído pronunciar a su padre, León Santángel, cuando un criado le relató la pérdida de un hijo.
—Yo también lo siento —contestó él. Luego exhibió una gran sonrisa y Sara comprendió que, después de todo, Abraham Halevi era un hombre joven. Tenía los dientes blancos y brillantes. Y cuando sonrió, Sara dejó de ver su barba gris y pudo apreciar el pelo negro azabache que relucía con el jabón y el aceite recién aplicados.
—¿Puedo ofreceros una copa de licor? —le preguntó León—. Tenemos la fortuna de contar con una remesa de licor excelente. Un regalo de los socios comerciales de mi esposa.
—¿Una copa del licor de Velázquez? Sí, ¿por qué no? ¿Por qué no varias? Mañana tendré tiempo de seguir llorando mi luto. Esta noche celebraré mi suerte de encontrarme entre amigos. —Cuando llegó el licor, Abraham alzó su copa—. Por mi hijo Joseph, que ha sido tan bueno y valiente, y por Sara, para que sea como su madre, sabia, agraciada y bella.
Sara cayó en la cuenta de que era la primera vez que se pronunciaba el nombre de Joseph durante todo el encuentro. Lo repitió, Joseph, y al decir su nombre también comprendió que, a pesar de todo, el niño también tenía oídos, porque las orejas se le pusieron rojas como cerezas.