5

Jeanne-Marie fue la primera en verlos.

Desde la noche del funeral de Robert, sus pesadillas se habían repetido con tanta frecuencia que hasta los rostros de los jinetes le resultaban familiares. Eran casi como viejos amigos que se aproximaban en fila por el camino del castillo. Sus siluetas, semejantes a las de fantasmas, se recortaban en la luz gris y azulada que precedía la salida del sol.

—¡Abraham!

Tras volver del poblado a medianoche, Abraham había pasado despierto el resto de la madrugada, haciendo conjeturas y barajando distintos planes con François. Ahora dormía profundamente con la cabeza vendada a causa de la herida en la oreja que, según dijo a todos el cura, se había producido al caerse del caballo.

—Te he dicho que no cabalgues de prisa cuando estás cansado.

—Lo siento —dijo él—, pero quería apresurarme para estar contigo.

—Hoy ha estado aquí Montreuil —comentó Jeanne-Marie—. Vino a invitarnos a la fiesta que organiza cada año. Quizá de verdad quiera hacer las paces con nosotros. Dijo que, a pesar de todo, seguimos siendo sus vecinos.

—¿Mencionó que nos hubiéramos visto en el camino?

—No. ¿Es que os visteis?

Él se limitó a intercambiar una mirada con el sacerdote y François, como si esa estúpida pregunta de mujer no mereciese ni la respuesta más sarcástica.

—¡Abraham, están aquí!

Esta vez su marido sí reaccionó. Saltó inmediatamente de la cama, agarró su camisola y se enfundó los calzones mientras corría hacia la ventana.

El día parecía haberse oscurecido. Por un momento Jeanne-Marie confió en que tanto el ambiente despejado que hacía un rato había visto como los jinetes que avanzaban por el camino fueran producto de su imaginación. Pero al instante se hicieron visibles de nuevo. Un recodo del sendero los había ocultado únicamente durante un suspiro.

Ahora Abraham se ataba al cinto la gran espada de campesino. Jeanne-Marie advirtió que sus ropas estaban manchadas y rotas. Con tan poco presentable atuendo, la gigantesca espada y la venda empapada en sangre a la cabeza, parecía un maltrecho superviviente de alguna reciente cruzada.

—¿Qué buscan? —le preguntó Jeanne-Marie.

—¡Los niños! —exclamó súbitamente Abraham, como si su mente reparase por primera vez en su existencia. Mientras él se disponía a partir, Jeanne-Marie observó que las venas de sus sienes y su cuello palpitaban con violencia. Se lanzó hacia él, abrazándolo para sentir una vez más el aire de su aliento en su cabello.

—Corre a la habitación de los niños —le ordenó Abraham, pero ella se mantenía agarrada a él, dejándose arrastrar—. Cierra las ventanas y bloquea por dentro la puerta hasta que yo te mande llamar.

Desde la ventana del pasillo podía verse claramente la llegada de los mercenarios. Se habían desplegado frente a las puertas del castillo. Formaban una fina línea de soldados, cuyo brillo metálico en la tenue luz les hacía parecer monedas ya muy usadas. Al tiempo, se oyeron gritos que procedían, no de esos soldados en formación, sino de la parte de atrás del castillo.

Jeanne-Marie se volvió hacia esas voces al tiempo que caía en la cuenta de que otro grupo de soldados debía haber escalado los muros traseros y recorría ya los patios.

—¿Qué hacemos?

—Quédate con los niños, te necesitan. Y acuérdate de no dejar entrar a nadie hasta que no me oigas llamarte desde fuera.

Abraham abrió la puerta del dormitorio de los niños y Jeanne-Marie vio que ya estaban despiertos. María le estaba dando el pecho a Sara mientras Joseph permanecía a su lado, ignorando completamente lo que estaba ocurriendo.

—Guarda esto, por si acaso —le susurró Abraham a su mujer al tiempo que ponía una daga en su mano y le besaba en los labios. Recién levantada, todavía conservaban el calor del sueño nocturno. Jeanne-Marie apretó la sudorosa palma de su mano en torno al cuchillo.

Cuando Abraham se marchó, ella se obligó a recorrer calmadamente la distancia hasta la puerta y a asegurarla con una barra. Luego cerró también las ventanas y dejó la habitación sumida en una noche repentina. Su corazón latía tan rápido que ahogaba incluso los sonidos de la lucha. Abrazada a Joseph, tuvo la sensación por unos instantes de que les había llegado su hora y se encontraban inmersos en el profundo silencio de sus tumbas.

Abraham permaneció inmóvil en el vestíbulo. Su pánico inicial se había desvanecido para dejar paso a una angustia paralizante, la misma que había sentido cuando Montreuil blandió la espada sobre su cabeza el día anterior. Tras oír que Jeanne-Marie apuntalaba la puerta, se volvió entreabriendo la boca, como si quisiera pronunciar su nombre una vez más. Entonces comprendió que la elección se le presentaba en términos muy simples y claros: podía quedarse con su familia o ir al encuentro del peligro y luchar.

Entonces, espada en mano, oyó la voz de François que venía desde el patio central. Sonaba altanera, burlona y estruendosa y se elevaba sobre los gritos de los soldados como si proferir maldiciones a gritos pudiese acobardar a los enemigos que lo rodeaban.

Volviendo la espalda a la habitación donde se refugiaban Jeanne-Marie y sus hijos, Abraham se lanzó decidido a recorrer el pasillo. Bajó por las escaleras de atrás, para que nadie detectase su presencia y a través de la zona de la servidumbre, en la cual no se oía ruido alguno, llegó hasta la puerta trasera de las despensas. Desde allí entró en la cocina y entonces vio algo muy parecido a aquello de lo que había escapado veinte años antes en Toledo. Los criados yacían muertos por todas partes en una sanguinolenta escena. Josephine estaba sentada a la mesa cuando le dieron muerte por detrás. Ahora su mejilla descansaba en el tablero y sus brazos reposaban abiertos en cruz. La habían dejado clavada a la mesa de roble, como si fuese un insecto en un panel de disección, atravesándole la espalda con una espada.

A los pies de Josephine, el sacerdote yacía boca arriba. El cuchillo con el que intentó defender a la fiel sirvienta se le había caído de la mano, y el tajo curvo que le seccionaba la garganta sobrecogió profundamente a Abraham.

Cruzó la puerta de la cocina en dirección al patio principal. También éste estaba sembrado de cadáveres. El resto de la servidumbre se había concentrado en ese lugar. Casi todos estaban muertos, pero algunos seguían vivos y aullaban de dolor pidiendo ayuda. En mitad del patio, François permanecía de pie. Había formado un pequeño triángulo defensivo con los dos veteranos de las guerras con Inglaterra. Se mantenían apiñados, espalda con espalda, repeliendo las acometidas de una docena de mercenarios de Montreuil.

—¡Cobardes! —gritó Abraham, levantando la espada encontrada en la chimenea y encarando a los soldados que venían contra él.

Como una exhalación, el acero cortó el aire y Abraham volvió a sentirse como cuando tenía dieciocho años. El sudor le corría por la espalda y los brazos. Manejaba la espada con tanta destreza que pronto toda la batalla giró en torno a él, bailando al son que marcaba, mientras los hombres de Montreuil, uno a uno, o bien se retiraban atemorizados, o bien caían muertos.

Una, dos, tres veces, su brazo derecho encontró el blanco que Antonio y Claudio Aubin le habían enseñado a buscar. Tres veces su acero se hundió tan hondo en los puntos sensibles de sus víctimas que pudo sentir cómo la vida abandonaba sus cuerpos incluso antes de consumar la estocada.

Súbitamente, Abraham se vio rodeado de un extraño silencio y miró a su alrededor. Todos los asaltantes estaban muertos o heridos, mientras François y los dos veteranos lo observaban. Frente a ellos, las puertas del castillo estaban abiertas y se veía cómo el último vestigio de los hombres de Montreuil se daba a la fuga en deplorable estado.

—¿Los perseguimos y matamos o los dejamos ir? —preguntó François con tono enérgico y sardónico.

—Dejémosles ir —contestó uno de los veteranos con mesura. Cuando Abraham se volvió hacia él, vio que el hombre caía hacia adelante sosteniendo sus armas frente a su vientre. Se arrodilló junto a él y le retiró la túnica de soldado.

A través de una hendidura en la cota de malla que le protegía el abdomen y el pecho se le salían las tripas. De hecho formaban ya una especie de hernia similar a un brillante y húmedo nido de serpientes.

—Sí, dejadnos ir. Será muy generoso por vuestra parte.

Montreuil en persona había retornado y se encontraba de pie a las puertas del castillo. Estaba desarmado y parecía diminuto bajo el gigantesco portalón de entrada. Vestía una túnica púrpura y la banda escarlata de la corte.

—Habéis olvidado vuestra espada —observó François con desprecio, y, dicho esto, tomó una de manos de un soldado muerto y la lanzó contra Montreuil—. Usad ésta, y así al menos no moriréis desarmado.

—Hoy no creo que haya necesidad de que yo muera —replicó Montreuil.

A una señal suya, una docena de jinetes a caballo penetraron en el patio del castillo y rodearon a sus tres únicos defensores.

Durante un instante nadie hizo movimiento alguno. A través de una ranura en las ventanas Jeanne-Marie observaba esta imagen congelada: Montreuil permanecía junto a las puertas como un conquistador enano; Abraham, François y los dos veteranos, rodeados por la caballería mercenaria, se mantenían a la espera, como un cuello a cuyo alrededor se tensará la soga.

Montreuil avanzó afectadamente por el patio mientras contaba sus hombres muertos y a los criados abatidos. Hasta los más heridos, observó Jeanne-Marie, se cuidaron de respirar o dar señales de vida, no fuese que alguien decidiese probar su acero en ellos.

—¡Qué recepción más silenciosa! No nos habéis dispensado una correcta hospitalidad ni a mí ni a mis hombres.

—A los cerdos se les recibe en las pocilgas —contestó François.

Volvió a hacerse un silencio. Montreuil se volvió y, con los ojos, comenzó a recorrer lentamente las ventanas del castillo. Buscaba pequeñas aperturas e indicios. Jeanne-Marie se apartó inmediatamente de la balconada. A los niños los mantenía escondidos en el interior de un armario que podía cerrarse por dentro. Les acompañaba María, cuya misión era mantenerlos en completo silencio, mientras su señora se enfrentaba sola con cualquiera que penetrase en la habitación.

—Vuestra hermana —continuó Montreuil, dirigiéndose a François— debe haberos hablado de la invitación que os extendí para mi baile de mañana por la noche.

—Lo hizo.

—Sin embargo, ahora que soy yo quien viene a visitaros ella no hace acto de presencia. Tampoco a vuestra esposa la veo por ninguna parte. ¿Se esconden ambas?

—Tal vez todavía duermen, porque vuestros hombres —contestó François señalando a su alrededor— son bastante silenciosos.

—Mucho silencio —repitió Montreuil.

Desde arriba, Jeanne-Marie captó que Montreuil miraba más allá de sus adversarios y que, a espaldas de éstos, otros seis mercenarios habían trepado un muro y ahora esperaban órdenes.

—Sois muy valiente —observó François— al afrontar vuestros duelos rodeado de un ejército.

—No todos mis duelos —le corrigió Montreuil con rabia. Tras lo cual, se dirigió a voces a sus hombres—. ¡Encontrad y apresad a las mujeres y los niños! Si se resisten, haced con ellos lo que os plazca.

Los hombres vacilaron por un momento, buscando con la mirada posibles accesos al interior del castillo. Jeanne-Marie sintió que su corazón se aceleraba hasta que su latido se convirtió en un estruendo que apenas le permitía respirar. Además, el sol era ya plenamente visible en el horizonte. Su gran círculo amarillo la cegaba.

—¡Ahora! —gritó Montreuil, y al instante los hombres desaparecieron de la vista de Jeanne-Marie, escondiéndose bajo el tejado de las cocinas.

—María, atranca la puerta.

La sirvienta aseguró por dentro las puertas del armario sin replicar y Jeanne-Marie renunció a besar a los niños para no alarmarlos. Aunque luego pensó que sería estúpido esperar que les pareciera normal estar encerrados en su propio armario, mientras María los sujetaba para que no pudiesen hablar ni moverse.

—El cardenal ha solicitado el honor de entrevistarse con el señor Halevi —anunció Montreuil—. Por tanto, si vuestros hombres deponen las armas y tienen la gentileza de dejarse atar, os doy mi palabra de honor de que conservaréis vuestras vidas.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó François.

—No soy Dios —replicó Montreuil—. No puedo garantizaros la inmortalidad y menos la inmortalidad de los judíos.

Jeanne-Marie oyó un estruendo de pasos en el corredor. Luego los soldados aporrearon la puerta e intentaron abrirla valiéndose de sus hombros y patadas. Pero la puerta aguantó e hicieron una pequeña pausa para conferenciar. Al poco tiempo, oyó que se retiraban.

Justo cuando se dirigía al armario para reconfortar a los niños con sus palabras, oyó que por el pasillo arrastraban algún mueble pesado y que lo levantaban entre alaridos de esfuerzo. Ya era demasiado tarde para esconderse en el armario junto a los demás. Jeanne-Marie contuvo el aliento haciendo grandes esfuerzos para no desmayarse.

Los hombres cargaron a la carrera con su improvisado ariete y esta vez la puerta de roble se resquebrajó, aunque la barra de seguridad la mantuvo cerrada.

A la siguiente acometida, abrieron una grieta de arriba abajo y por ella se coló el olor amargo del sudor de los soldados. Hubo un momento en el que, tras dos intentos, parecieron desistir y buscar un acceso más fácil. Pero otro potente grito anunció la tercera embestida. Por fin las bisagras cedieron y la puerta se abrió. Jeanne-Marie se mantuvo en el centro de la alcoba, mirando fijamente a los ojos de los mercenarios. Y entonces, sin apenas pensarlo, apuntó la daga de Abraham hacia su propio pecho y la hundió con todas sus fuerzas en su corazón.

Cuando Abraham vio que sacaban el cuerpo de su esposa por la ventana del cuarto de los niños, sintió en el pecho un impacto tan terrible como si lo hubieran vaciado. Inmediatamente, blandiendo su enorme espada de campesino, se lanzó contra el jinete más cercano y lo derribó cortándole el muslo en dos.

Montó el caballo, lo espoleó con furia y fuera de sí agitó en el aire su espada, blandiéndola en grandes círculos y dispuesto a decapitar a todos y cada uno de los atacantes. François y el veterano ileso se sumaron a la lucha y, en apenas un momento, había un montón de hombres y caballos agonizando en el polvoriento suelo.

Los gritos se reanudaron cuando los soldados que venían del piso superior del castillo acudieron raudos a incorporarse al nuevo combate. Al guardia de François lo apresaron por la espalda. A François lo rodearon tres hombres y lo acorralaron en una esquina. Para entonces Montreuil ya se había montado en su caballo y lo animaba con gritos desesperados a correr hacia las abiertas puertas del castillo.

Sujetando las riendas con una mano y la espada con la otra, Abraham se lanzó al galope en su persecución. Pero el caballo tropezó con los cadáveres de dos mercenarios y casi cayó a tierra. Cuando caballo y jinete recuperaron el equilibrio, Montreuil cabalgaba a toda velocidad, escapando del escenario del combate.

Abraham intentó seguirlo, pero la montura arrebatada al mercenario era lenta y pesada. Parecía tener en sus venas sangre de vaca. Por ello, a pesar de no cejar en su persecución, Abraham perdía terreno, y habría tenido que acabar abandonando si no hubiese sido porque el caballo de Montreuil se trastabilló y su jinete salió despedido hacia delante.

Cuando Abraham le dio caza, el francés gemía en el suelo, quejándose de sus huesos rotos. Por su parte, el caballo, ileso, logró salir de la zanja, una trampa camuflada con maleza, y partió galopando hacia su cuadra.

Abraham desmontó y se aproximó a Montreuil, que se volvió para mirarle a los ojos.

—Vos sois médico —gimoteó—. Habéis hecho juramento de ayudar a los heridos.

Sonó un ruido inesperado, y al volver la cabeza Abraham se encontró tras de sí al chico lisiado del poblado de campesinos que salía de detrás de un árbol. Llevaba una pala al hombro y sonreía irónicamente.

—Mi padre siempre me dijo que para enterrar a alguien lo primero es cavar su tumba.

—Te ordeno —balbuceó Montreuil—, como señor tuyo y representante del rey y del Papa, que me libres de las garras de este judío.

—Mi padre también me dijo —continuó despreocupadamente el zagal— que para matar a un enemigo lo primero es estar dispuesto a aplastarlo.

Sin más palabras ni vacilaciones, levantó la pala de hierro y le reventó el cráneo. Después, dándole una patada con su pierna buena, hizo rodar al cadáver de Montreuil hasta dentro del agujero que había cavado en el camino.

—El cura me dijo que sería demasiado peligroso para mí acompañarlo a caballo al castillo, así que lo seguí a pie. Y ésta —añadió mostrando su pala— es la única arma que tengo.

Abraham se tambaleó y se hubiese caído del todo si el muchacho no se hubiera apresurado a sostenerlo.

—Ahora debemos darnos prisa —murmuró el chico—. Tenemos que escondernos en el bosque hasta que todos los jinetes hayan regresado a sus casas. Luego iremos al castillo y el cura nos dirá lo que hemos de hacer.

Pero antes de que los mercenarios volvieran a pasar por allí, una columna de humo se elevó en el horizonte y su olor acre inundó la campiña. Pronto llegaron los soldados al galope y todos ellos, sin saberlo, pasaron por encima de la tumba de Montreuil. El muchacho la había cubierto con arena y ramas.

Cuando Abraham y el chico llegaron al castillo, ya era de noche.

En el centro del patio se apilaban muchos cuerpos junto con los trozos del mobiliario roto que habría de alimentar la hoguera. Sirvientes, niños y soldados de ambos bandos iban a ahumarse juntos como animales cocinados para una gigantesca fiesta.

Por encima de ellos, no se sabe si por accidente o a propósito, se distinguía la única figura reconocible que permanecía a modo de testigo sordo y mudo. Jeanne-Marie colgaba de la ventana por una cuerda y se balanceaba como un gran muñeco cuyo vestido mecía el ondulante humo.