4

Con el frote del pedernal, la espada se tornaba más afilada, y cuando Abraham la sostuvo frente a sí para examinar su hoja, el dorado fulgor del sol resbaló por el templado acero como un reluciente líquido.

Abraham y François tenían frente a sí un verdadero arsenal de armas ligeras. Las había cortas y largas, curvas y rectas, espadas de doble filo que acabarían con un oso, lanzas y jabalinas para ser lanzadas a caballo, ballestas que, desde el castillo, podían alcanzar los árboles del bosque situado a cientos de metros…

Durante toda la mañana había resonado por todo el patio el roce de las piedras aceitadas contra el metal. Y mientras Abraham y François afilaban sus armas, dos guardias del castillo se ajustaban unos chalecos de cota de malla que no habían sido usados en muchos años. Gruñían como mujeres ancianas al probarse los corsés de sus años mozos, y cuando empezaron a practicar ejercicios de lucha a espada, los resoplos de sus pulmones constreñidos se mezclaban con los sonidos agudos y metálicos de los golpes sobre el hierro.

Desde el banco en el que estaba sentado, Abraham vio a Josephine amasando una de las incontables barras de pan que cada día preparaba para alimentar a todo el castillo. Tras el funeral del señor De Mercier, acaecido cinco días antes, las oraciones de Josephine en la capilla se habían vuelto tan impetuosas y frecuentes que a Abraham le sorprendió verla de nuevo en la cocina.

—¿Has rezado para que Dios nos dé fuerzas para defendernos?

—No, he rezado para que nos permita ir al cielo a pesar de nuestros pecados.

Mientras apartaba una espada y se ponía a afilar la siguiente, Abraham pensó con extrañeza que sólo tres años antes la situación era tan inofensiva que se había atrevido a dejar solos a Jeanne-Marie y Joseph y se había ido de viaje a Toledo.

—Ahora hemos doblado la guardia nocturna —dijo François—. Y he dado órdenes a los vigilantes para que únicamente tú y yo podamos salir sin escolta.

—¿Crees de verdad que Montreuil se atreverá a atacarnos?

—En solitario no. Pero el cardenal Velázquez se ha traído su guardia personal a Montpellier. Si esos hombres y los mercenarios de Montreuil se unen, la situación cambia mucho.

—¿Entonces qué sentido tiene pretender que podríamos hacer frente a semejante ataque?

Abraham sabía que las palabras de François eran puramente retóricas. Hablaba de doblar la guardia, pero ¿con quién contaba para ello? Los campesinos debían recoger estos días las cosechas, el sacerdote era un hombre de constitución débil, los criados no tenían el menor entrenamiento en el uso de las armas, y apenas podían subirse a un caballo sin caerse inmediatamente; los únicos que habían sido soldados profesionales eran dos veteranos de las guerras contra los ingleses.

François Peyre se rió.

—O luchamos o corremos. Y si salimos corriendo con nuestras esposas, los niños y los criados, nos iremos sin un solo ducado. Porque nadie paga dinero por unas tierras de las que puede apoderarse sin ningún esfuerzo.

—Pero la ley nos protege.

—¡Qué gran abogado del diablo eres. Halevi! Sin embargo, sabes perfectamente que si nos excomulgan o, lo que es peor, nos declaran judíos, se acaba nuestro derecho a poseer tierras.

Abraham siempre consideró a François un hombre de gran optimismo y temperamento fácil. Incluso ahora que esbozaba las más oscuras perspectivas de futuro, lo hacía con un tono de agudeza muy peculiar.

—¿Quieres irte de aquí? —le preguntó Peyre de repente.

—No.

—¿Estás seguro?

—Si nos atacan, nos defenderemos. Porque, si no luchamos, nos encontrarán donde quiera que vayamos.

—Querido amigo, te estás convirtiendo en un filósofo.

—En un simple soldado —contestó Abraham, incorporándose para agarrar una de las espadas de François. Sujetaba en sus manos la recién afilada hoja, comprobando su peso y textura, cuando el rápido repique de los cascos de un caballo al galope anunció la llegada de un visitante. Se trataba del mismo chico que una vez había acudido a él para pedirle que ayudara a su accidentado padre. Traía el rostro cubierto de polvo y su caballo estaba bañado en sudor como si fuese pleno verano y no una mañana de noviembre con un sol tan débil que apenas coloreaba el cielo.

—Hoy es mi hermano quien está enfermo —fue todo lo que dijo el muchacho.

Cuando llegaron al poblado, el chico desmontó frente a la puerta de su cueva-vivienda.

—¿Dónde está?

Las mujeres cocinaban a las puertas de sus hogares en las terrazas formadas por el terreno en las laderas de la colina, pero no había hombre alguno a la vista. Los campos de labor estaban desiertos y el bosque permanecía en un sorprendente silencio.

—Está en casa.

La puerta consistía en un único tablón de una sola pieza, extraído de algún gigantesco pino y apoyado en grandes vigas que habían sido introducidas en la montaña a base de fuerza. El chico la abrió, y cuando Abraham entró, se sintió momentáneamente cegado por la oscuridad que reinaba dentro.

Al instante oyó la puerta cerrarse tras él y percibió el aroma de sopa reciente. Frente a él, un joven yacía en un catre. Abraham avanzó unos pasos. Sin decir palabra, el chico se destapó y mostró una herida bajo el hombro derecho. Había sido producida por algo punzante; quizá una lanza.

—¿Cuándo ocurrió?

El muchacho movió la cabeza y miró hacia la puerta. Abraham volvió a oler el fuerte aroma de la sopa y se volvió. Junto a la puerta estaba Pierre Montreuil, sonriendo de oreja a oreja.

—Es un chico callado por naturaleza —exclamó Montreuil—. Por eso sufre esas heridas.

Al momento, dos guardias aparecieron a ambos lados del francés, protegiéndolo como dos inmensas torres. Parecían dos generales que arropan a un rey infante e idiota.

—Como podéis ver —continuó Montreuil al tiempo que desenvainaba su espada—, por una vez soy yo quien parece teneros a su merced. Además, por lo que veo habéis olvidado vuestro acero, lo cual es muy lamentable. Pero también os habéis olvidado de vuestra esposa, lo cual es tal vez mucho más desgraciado para vuestra integridad.

Abraham permaneció quieto con los brazos cruzados sobre el pecho. Era cierto que no había traído su espada, pero escondida bajo la capa llevaba la daga de siempre y una de sus manos ya agarraba secretamente su empuñadura.

—¿Y bien? —se mofó Montreuil—. ¿Qué ha sido de vuestro valor ahora que no tenéis mujer que os proteja?

—Haced salir a vuestros guardias y cerrad la puerta —contestó Abraham—. Entonces veremos quién es el valiente.

Montreuil soltó una carcajada. Las pupilas de Abraham ya se habían acostumbrado a la penumbra de la cueva y pudo ver que las mejillas del francés estaban rojas de orgullo e ira.

—Mirad cómo el judío intenta regatear. Pero ¿qué puede ofrecernos el rabino? No creo que su inservible vida cueste muchos florines.

Del exterior llegó el ruido de caballos aproximándose. Abraham volvió la cabeza para oírlo mejor.

—Escucha bien —le aconsejó Montreuil—, porque es una muestra de lo generoso que soy. He hecho venir a alguien que te ayudará a pasar tu última noche en la tierra: un sacerdote que te enseñe el camino al cielo.

Los caballos se detuvieron y, tras oírse unas pisadas, la figura de un hombre menudo apareció por la puerta.

—¡Padre Pablo! —exclamó Abraham.

—Venía siguiéndote —explicó Montreuil—. Sabe bien que el médico judío es en realidad un ángel de la muerte, y que adondequiera que va, los servicios de un cura son requeridos inmediatamente.

—Siento haberos descubierto —dijo el sacerdote con pesar—, pero es que esta vez no quería llegar tarde y que vuestro paciente muriese antes de mi llegada. Pensé que sería mejor no esperar a que me hicierais llamar y entonces…

—No os disculpéis, padre —le interrumpió Montreuil—. Tendréis mucho que hacer aquí antes de retiraros.

Hubo un nuevo sonido de voces y pisadas de caballo fuera de la casa, y esta vez quien entró fue un niño, el mismo que había cabalgado para avisar a Abraham.

—Monsieur, lo hemos atrapado cuando intentaba escaparse —informó un guardia a Montreuil.

—Matadlo, ya no nos sirve de nada.

El chico se mantuvo quieto y calmado. Se limitó a apartar los ojos de Montreuil para posarlos en Abraham. Los guardias se adelantaron para volver a agarrarlo.

—Dejadlo —les ordenó Abraham.

—Valiente judío, primero se pone a regatear y ahora se atreve a dar órdenes.

—No hay motivo para matar al muchacho —dijo el sacerdote interponiéndose—. ¿Qué daño puede haceros?

—Sacadlo afuera y dadle muerte —repitió Pierre Montreuil.

—¡No!

Con un abrupto movimiento, Abraham avanzó arrancando al muchacho de las manos de los guardias y colocándolo tras de sí.

—Señor Halevi, quitaos de en medio para que mis hombres puedan cumplir mis instrucciones.

Abraham sacó su daga.

—Decidles a vuestros guardias que dejen al chico o pronto no tendrán amo a quien obedecer.

Los dos hombres se interpusieron entre Abraham y Montreuil. Aunque ambos llevaban espadas y cuchillos, todavía tenían sus armas enfundadas. Abraham contempló la posibilidad de abalanzarse sobre uno de ellos, pero dudó de su impulso. Entonces se le cruzó raudo el pensamiento de que en Toledo nunca hubiera dudado en atacar. Veinte o incluso sólo diez años atrás, se habría lanzado sobre ellos sin pensarlo. Sin embargo, hacía tanto tiempo que no luchaba que se le hacía difícil dirimir si en realidad hubo una época en la que supo hacerlo o todo lo que se refería a su vida pasada era una leyenda fruto de su invención.

—Apartaos, Halevi.

Sin más avisos, un guardia empezó la lucha. Pateó con fuerza la mano con la que Abraham sostenía su daga y un instante después los dedos del guardia le aprisionaban el cuello. Abraham cayó al suelo y sintió que se asfixiaba mientras le golpeaban la cabeza contra la tierra. A pesar de que empezó a perder la conciencia, se dio cuenta de que al chico lo arrastraban lejos de él, mientras gritaba aterrorizado.

Luego le obligaron a ponerse de pie y lo sacaron de la cueva fuertemente sujeto. Las mujeres y los niños del poblado formaban un círculo alrededor de ellos. En el centro, yacía el chico y estaban atándole las manos a la espalda.

A los pocos segundos trajeron un tronco de madera seccionado.

—Que esto sirva de lección a todo el que pretenda traicionarme —exclamó Montreuil mientras un guardia agarraba al muchacho por el pelo y le colocaba la cabeza sobre el tronco.

Entonces Montreuil levantó la espada y, profiriendo un gran alarido, la blandió sobre el muchacho dejándolo medio decapitado. A la vista del fiasco, Montreuil le entregó la espada a uno de sus guardias que, con un golpe más certero, acabó el trabajo de su amo.

Una vez muerto el chico, arrastraron a Abraham hasta el centro del círculo.

—Poned su cuello sobre el tronco y dadme otra vez la espada.

Abraham sintió la sangre todavía caliente del niño empapándole el rostro y la garganta. Le habían atado las manos a la espalda y lo tenían tumbado boca abajo, de forma que su cuello se arqueaba con extremada tensión para que la cabeza reposase en el tronco.

—Dime, judío, ¿no quieres hacerme ahora alguna propuesta para salvar tu vida?

Abraham mantenía los ojos abiertos y de repente la cara de Montreuil apareció en su campo de visión. Sus rasgos estaban contraídos al máximo; era una cara roja de ira, la cara de un asesino sediento de sangre. Vio que Montreuil alzaba la espada sobre su cabeza. El acero inició su silbante descenso. Abraham cerró los ojos y todo se volvió negro.

El tronco de madera emitió un estruendoso crujido al ceder su resistencia y partirse en dos. Por un momento creyó que el ruido había sido producido por la ruptura de sus propias vértebras cervicales. Su cráneo se balanceó, perdiendo el equilibrio al verse privado de su apoyo en el tronco, y Abraham pensó que su cabeza decapitada estaba rodando por el suelo, mientras, contra toda razón, seguía viviendo, oyendo, viendo y siendo testigo de los acontecimientos.

La sonora risa de Montreuil ahogó el terrible grito que, sin saberlo, Abraham había proferido.

—Te has mojado los calzones, judío.

Los guardias lo pusieron de pie y Abraham, aterrorizado y con las manos todavía atadas tras de sí, se encontró frente al francés temblando de miedo.

—¿Qué vas a hacer ahora con todo tu valor, eh, judío?

Abraham perdió el equilibrio y cayó de rodillas.

—Eso es, judío, ¡reza! Ruega por tu vida o, mejor, ruega por tu muerte. Porque antes de que Velázquez acabe contigo desearás que yo te hubiese matado hoy.

Abraham notó el sabor de la sangre. Él mismo se había mordido el labio de puro terror. Se sintió como el más cobarde de los judíos de Toledo. Había perdido el control de sí mismo como un pusilánime. Había sucumbido al miedo y se había puesto en evidencia delante del enemigo.

Montreuil levantó su espada, todavía cubierta con la sangre del niño y la limpió con la barba de Abraham.

—Prueba esto, judío. Prueba la sangre de alguien más valiente que tú.

No conseguía moverse. El miedo, en lugar de ceder una vez que el peligro iba remitiendo, había aumentado hasta paralizarlo del todo. A sus ojos, Montreuil se había convertido en un gigante. Y cada una de sus palabras tenía fuerza para herirlo.

—Adiós, judío. O, al menos, adiós por hoy. He de irme a visitar a tu esposa, y a contarle con qué honor y gloria te has cubierto en este día.

Abraham hizo un amago de ponerse en pie, pero Montreuil lo golpeó brutalmente en el rostro con la parte plana de la hoja de su espada y lo obligó a besar de nuevo el barro.

Los guardias agarraron a Abraham, lo arrastraron hasta el interior de la casa excavada en la colina y cerraron la puerta antes de abandonarlo. Permaneció en el suelo, oyendo sus propios gemidos, la respiración del sacerdote y los ahogados lamentos de la madre del niño al que habían asesinado.

Al instante le llegaron las voces de Montreuil y de los guardias que le preparaban su caballo.

—Acordaos —dijo el francés—. Debe permanecer vivo. He prometido entregárselo al cardenal.

Abraham se arrastró hasta la pared y se sentó apoyando en ella la espalda y escondiendo la cabeza entre las manos. Al palpar la sangre que le cubría el cuello, notó que la espada de Montreuil le había seccionado el lóbulo de la oreja.

—Perdonadme, maese —se ofreció amablemente el sacerdote—. ¿Puedo ayudaros?

—No.

En ese momento a quienes necesitaba de verdad era a sus amigos del pasado: Antonio y Gabriela. Antonio nunca hubiera perdido su temple con tanta facilidad. Antonio no habría permitido que Montreuil lo humillara delante de un pueblo entero. Lo recordó preso, con las piernas y los brazos abiertos, en las mazmorras del cardenal, y recordó cómo le había suplicado que lo matara. Él había matado a Antonio. Pero ¿lo había vengado siquiera una vez?

Rodrigo Velázquez seguía vivo y era más fuerte que nunca. Su hermano se había convertido en uno de los propietarios de la flota española más importante del Mediterráneo. De hecho, era un hombre tan poderoso e influyente que podía traicionar a sus antiguos aliados en el comercio textil, o incluso mandarlos asesinar, sin miedo alguno a las represalias.

—Sangráis —observó el padre Pablo—. Dejadme que os cubra la herida.

—Estoy bien.

—Dejadme curaros de todas maneras.

Abraham rasgó una tira de tela de su túnica y se la entregó al sacerdote, cuyas manos eran hacendosas, suaves y gentiles como las de una mujer.

—¿Mejor así?

—Mejor, gracias.

—He visto lo que ha sucedido ahí fuera. Fuisteis muy valiente al no moveros. Un hombre de menos coraje habría movido la cabeza y resultado muerto.

—Un hombre de más coraje habría matado a Montreuil cuando tuvo oportunidad.

—¿Para morir con él? Sin duda se necesita más valor para permanecer vivo que para ganarse una muerte estúpida.

Abraham no replicó. Era obvio que el clérigo tenía razón. Muchas veces se lo había dicho el propio Ben Isaac. Y, sin embargo, ¿dónde estaban ahora Ben Isaac y su propia madre, esas fuentes de sabiduría acerca de cómo vivir?

Estaban muertos.

—Todos saben que sois hombre valiente —continuó el padre Pablo.

Abraham negó con la cabeza.

—¿Han matado a mi hermano? —preguntó el muchacho que yacía herido en el catre. Su voz era joven y sonaba extremadamente vulnerable. Incluso en un poblado pobre como ése, era evidente que podía encontrarse tanto amor como para que los niños fueran los tesoros de cada familia.

—Lo han matado, sí —contestó el cura suavemente.

—Mi padre murió hace una semana —explicó el chico—, y mi hermano había ocupado su puesto.

—Ahora debes ser tú quien ocupe el lugar de tu hermano.

—Ya no queda nadie con quien hacer de padre, excepto mis hermanas. Pero ellas no me necesitan. Tienen a mi madre para cuidarlas.

—Siguen necesitando que un hombre las proteja.

—Yo no soy un hombre —se lamentó el muchacho—, sólo soy un lisiado.

Abraham se incorporó y se acercó al catre. Retiró la manta para examinar el hombro herido del muchacho.

—No es demasiado grave —anunció—. No te dejará impedido.

Miró la chimenea. Estaba apagada del todo. Si siguiera encendida, habría podido cauterizar los bordes de la herida del chico para asegurarse de que sanaba.

—No lo decía por esta herida —explicó el muchacho.

Fuego. La idea del fuego se apoderó de la mente de Abraham y lo mantuvo absorto en sus pensamientos mientras el chico se destapaba para mostrar su cuerpo y, especialmente, las piernas. En uno de los pies llevaba una bota de cuero rígido, parecida a las que usaban los campesinos. El extremo de la otra pierna también estaba cubierto de tiras de cuero, pero debajo de éste no había pie, sino un voluminoso muñón a la altura del tobillo.

—Cuando era muy pequeño —dijo el chico— estuvieron a punto de matarme porque es una desgracia nacer tan imperfecto. Pero mi madre me salvó de las comadronas antes de que pudiesen cortarme el cuello.

Abraham apenas lo escuchaba. En lugar de hacerlo, arqueaba el cogote mirando hacia arriba y examinando el techo de la cueva. Por fin encontró lo que buscaba: una ranura en la roca que hacía las veces de salida de humos. No dejaba entrar ninguna luz, pero debía esconder un pequeño túnel que llevara a la libertad.

En la habitación no había nada que pudiera valerle, aparte de una mesa. Pero, incluso subiéndose a ella, el agujero quedaba demasiado alto. El sacerdote tendría que permitirle montarse sobre sus hombros para intentar alcanzar la grieta y agrandarla.

—He traído comida —dijo súbitamente el clérigo—. Pan, queso y también vino.

A la vista de las viandas que el cura sacó de su petate, Abraham se sintió repentinamente hambriento.

—Es pan de ayer —explicó el padre Pablo—. Josephine todavía no había sacado del horno el de hoy cuando salí.

Abraham observó que al chico se le hacía la boca agua, mientras que con sus ojos seguía ávidamente los movimientos de las benefactoras manos del religioso.

—Comamos —coincidió Abraham—. Ya debe ser hora de almorzar.

—De cenar —replicó el cura—. Apenas queda luz.

Fue idea del cura llamar a los guardias una vez que Abraham se hubiese escapado por la chimenea.

—Es demasiado peligroso para vos —había dicho Abraham—. Yo podré llegar hasta los caballos. Hoy la luna no saldrá antes de medianoche.

—Suponed que los guardias os atrapan.

—Más me complacerá morir intentando escapar que a manos de Montreuil.

—Es al cardenal al único que debéis temer ahora —le corrigió el sacerdote.

—¿Lo admitís incluso vos?

—Naturalmente. También los hombres de la Iglesia viven tentados de hacer el mal. ¿No había personas corruptas en la Iglesia hebrea? Recordad que Jesucristo echó del templo a los cambistas y mercaderes avariciosos. En todo caso —continuó el padre Pablo—, si os matan no podréis ayudar a la gente cuando… —se detuvo—. No me hagáis caso. Por supuesto es impensable que intenten asaltar nuestro castillo.

Hablaban en susurros pues, a través del ojo de la cerradura, podían ver a los guardias apostados frente a la puerta y asando carne en una fogata.

—Pero es posible que hoy se presenten en él con alguna excusa y…

—Lo sé.

—Si no os hubiese seguido, yo estaría allí y podría contarse conmigo para defender la plaza.

Abraham reprimió la risa.

—¿Cómo podéis decir eso? Acabáis de afirmar que es más propio de valientes permanecer vivo que hacerse matar.

—Os seguí porque deseaba veros practicar una operación. He oído mucho al respecto, pero nunca he presenciado una.

—El sol acaba de ponerse —observó abruptamente Abraham.

—Esperad una hora más.

Abraham se volvió para tomar otro trago de vino. Una hora más. El cura tenía razón. En ese momento, o bien todos estarían muertos en el castillo, en cuyo caso nada importaba cuánto esperaran, o bien Montreuil habría pospuesto su ataque hasta el amanecer, que sería lo más lógico, y ello aconsejaba igualmente esperar.

—¿Qué haréis cuando los guardias irrumpan aquí? —preguntó Abraham.

—Les diré que seguís herido —contestó el clérigo— y que estáis tumbado al fondo de la cueva, agonizando. Mientras avanzan con su antorcha, vos tendréis la oportunidad de volver a cerrar la puerta desde fuera.

—¿Y dejaros encerrado aquí?

—Sí, pero también a ellos —el cura sonrió mostrando en su mano la daga de Abraham—. La escondí cuando os apresaron. Ahora puedo defenderme por mí mismo.

Cuando Abraham intentó sostenerse sobre los hombros del cura por primera vez, la mesa se rompió y ambos hombres cayeron al suelo de la habitación. Una vez recompusieron rudimentariamente la mesa, el chico se levantó del catre para sujetar la pierna mala de la mesa con su brazo bueno.

—Juntos formamos una pieza íntegra —observó el zagal.

—Juntos formamos un pequeño circo —apostilló el cura.

Mientras el muchacho soportaba una esquina de la mesa, el clérigo volvió a subirse al centro de ella. Luego Abraham siguió sus pasos.

—No temáis, mi padre solía bailar sobre esta mesa —aseguró el muchacho.

Al comprobar que el chico intentaba darle ánimos para escapar, a pesar de que sin duda los guardias lo matarían cuando descubrieran el engaño, Abraham se ruborizó admirando su valor.

Luego se impulsó para subirse en los hombros del cura y, mientras su escalera humana se tambaleaba gruñendo, alcanzó el techo de la cueva. Sus dedos encontraron la grieta de la salida de humos y tomó impulso hacia arriba. Durante un instante de pánico, creyó caerse al advertir lo resbalosa que estaba la piedra, recubierta por capas de humedad y hollín. Pero tras un breve escarceo para afianzar su estómago en la boca del túnel entre una cascada de piedras sueltas que caían hacia él, consiguió mantenerse sujeto. A continuación, sintió que el cura le agarraba con fuerza los tobillos y le empujaba hacia arriba. De repente se vio al aire libre.

Era ya noche cerrada, pero con el codo notó la presencia de un objeto metálico al final del tiro de la chimenea. Sin duda la utilizaban como escondite secreto. Investigó el metal y descubrió que tenía forma curva. Unos segundos después Abraham estaba de pie sobre la hierba de la colina y en su mano tenía una enorme espada cubierta de negro hollín. La hoja estaba roma y mellada, pero sólo el imponente peso del arma bastaría para partir en dos a cualquier enemigo que se interpusiese en su camino.

Intentaba mantener el equilibrio en la empinada ladera cuando oyó al cura gritando a viva voz. Abraham se echó cuerpo a tierra y gateó por la hierba hasta asomarse en un altillo. Los guardias se apartaron de su fogata y se dirigieron a la casa.

—¿Por qué gritan así?

—No me importa, pero hagámosles callar.

Se detuvieron un instante junto a la puerta cerrada con llave.

—¡Está muriéndose! —gritó el sacerdote—. ¡El judío ha tomado veneno!

—Pues que se muera —contestó a voces un guardia.

—Montreuil ha dicho que su eminencia lo quiere vivo. Rápido, ayudadme a salvarlo.

El otro guardia se apresuró a abrir la puerta. Abraham esperaba agazapado.

—¡Daos prisa, se muere!

—¡Un momento! —exclamó el primer guardia—. Nos han ordenado mantener la puerta cerrada. El señor Montreuil ha dicho que lo pagaremos con nuestras vidas si el judío escapa.

—¿Desde cuándo escapan los moribundos?

Finalmente abrieron la puerta y el primer guardia entró en la cueva. Abraham intentaba decidir cómo actuar cuando el segundo levantó la cabeza y le miró directamente a los ojos. Sólo unos metros separaban sus respectivos rostros. El guardia abrió la boca para chillar y Abraham se abalanzó sobre él, y le golpeó con todas sus fuerzas en plena cara con su negra espada. El hombre cayó al suelo. El médico avanzó sujetando todavía la espada, pero no tuvo ocasión de volver a emplearla porque, de repente, la cabeza del guardia se abrió en dos, como una nuez partida.

Sin atreverse a bajar los ojos para mirarlo, se dirigió apresuradamente a la cueva. El otro guardia se disponía a estampar la cabeza del cura contra la pared cuando Abraham hizo irrupción en la estancia.

A la luz de la antorcha del guardia, la espada de Abraham aparecía imponente. El hollín y la sangre se mezclaban en su hoja. El guardia dejó al sacerdote e intentó desenvainar su propia arma. Abraham avanzó sujetando la espada como si fuese una lanza y hundió violentamente su punta en el blando triángulo dibujado entre las costillas del soldado.