De pie junto a la ventana del dormitorio de Madeleine de Mercier, Jean de Tournière contemplaba las oscuras siluetas de los árboles, cuyas ramas se le antojaron flechas recortadas contra el fondo púrpura del atardecer. Las estrellas y planetas tempraneros ya salpicaban el cielo con algún diminuto punto de brillo, y todo lo que podía verse estaba acompañado por los estridentes trinos de las golondrinas. Como románticos enamorados, lanzaban su llamada entre las sombras de un árbol a otro; los ecos de ida y vuelta de sus cortejos íntimos perforaban el manto de silencio de la noche de forma tan perfecta que De Tournière, en lugar de encontrarse a sí mismo llorando la muerte de Robert, se encontró admirando el portentoso equilibrio del mundo y la forma en que Dios hacía girar la rueda de la belleza y la fealdad: la vida y la muerte.
—Jean, ¿qué nos sucederá ahora?
—Justo estaba pensando en que éste será mi último otoño. Con el invierno me llegará la hora de morir.
—¿El invierno que ahora entra?
—Esta vez lo digo de verdad —aseguró De Tournière.
—Jean, tú vas a vivir más tiempo que Matusalén.
—Estoy cansado de vivir.
—Eso dijo también Robert y, sin embargo, nunca he oído a nadie gritar más al morirse.
—Entonces tienes suerte —replicó secamente él—. Porque yo he oído gritos mucho peores. Robert murió como un valiente, a pesar de sus gritos y casi, casi, volvió a levantarse para luchar.
—Casi, casi… —repitió ella.
—Hacía mucho que alguien le había mermado el espíritu.
—Decir eso no es muy agradable.
—Hacerlo es lo que no es agradable —replicó De Tournière, pensando que sólo una vieja zorra como Madeleine tendría agallas para permanecer en cama, explotando una enfermedad ficticia, mientras al pobre pichón de su marido lo acostaban bajo tierra en su lecho definitivo. Y sin duda, en breves instantes, mientras los gusanos empezaban a comerse el ataúd de madera que protegía el cuerpo de Robert de las oscuras y abundantemente fertilizadas tierras del cementerio de Montpellier, Madeleine se quejaría del peso de sus mantas de fina lana.
—Fue muy amable por parte del cardenal acudir al entierro —comentó ella con voz suave. Ése era su truco nuevo, pensó De Tournière. Cuando la atacaba con un comentario sarcástico, se le humedecían los ojos y cambiaba de conversación con una voz que parecía la de un esclavo sumiso y asustado—. El cardenal dijo además que Robert tenía un alma valiente y generosa, y que había ido al encuentro de Dios tras luchar bravamente por su honor.
—¡El cardenal es un hombre maravilloso! —exclamó él.
Madeleine se movió en la cama y se acercó a la lámpara de aceite que alumbraba la alcoba. Una maniobra desgraciada, se dijo De Tournière, porque la luz ya no es aliada de esa piel, en otros tiempos sedosa. Aquellas curvas y facciones que inspiraban sonetos por docenas eran hoy un campo trillado y horadado por zanjas y trincheras.
—Me sorprendió su gentileza —continuó ella—. Me aseguró que había intentado convencer al Consejo de que parase el combate, pero se negaron. Y él en persona se quejará de su comportamiento ante el Papa.
—¡Qué reconfortante!
—Jean, por favor, acércate, siéntate junto a mí.
De Tournière apretó el puño con el que sujetaba su bastón. Llevaba dos horas de pie sin apenas moverse, desde que había subido a dar las buenas noches a Madeleine, a su vuelta del funeral, que se había celebrado en la planta baja de su mansión. En realidad, ella había mandado a un criado a llamarlo y él se había resignado a aceptar que, ni siquiera el día del entierro de su marido, ella fuese capaz de sufrir un rato a solas.
La presencia del cardenal Velázquez en el acto le había proporcionado a Madeleine una excitación comparable a la de sus conquistas sociales. Sin embargo, para De Tournière el sepelio de Robert era el preludio de la muerte de todos los que le rodeaban. Porque, a pesar de las pretensiones de civismo y a pesar de que las gentes se habían congregado, asistiendo en masa a la brillante y ornada procesión que acompañó al difunto, su muerte no bastaría para purgar la ira que se había ido acumulando en el corazón de Montpellier durante los tres últimos años.
—¿Por qué no? —preguntó Abraham cuando De Tournière le expuso su punto de vista.
—Porque sólo un gran corazón contiene suficiente espacio para albergar dos amores dispares. Y Montpellier no tiene el corazón de un gran amante, sino de un avaricioso tendero.
—Es extraño que un hombre diga eso de su propia ciudad.
—Lo es —admitió el anciano—, pero me gustaría oírte alabar el corazón de tu propia ciudad, Toledo.
De Tournière cruzó lentamente el dormitorio de la recién enviudada Madeleine. Aunque fuese un viejo, había momentos en los que podía permanecer inmóvil, sintiéndose suspendido con la feliz ligereza de un joven. Sin embargo, ahora sus articulaciones crepitaban y le dolían, y, sin apenas equilibrio, debía ayudarse continuamente de su bastón, como de una tercera pierna.
—Aquí, aquí —le indicó Madeleine extendiendo la mano y palmeando con ella su cama.
—Tendrás que perdonarme, porque, si me sentara, ya no me podría levantar.
—Los criados te ayudarán después. Por favor, siéntate.
Inmediatamente le agarró del brazo como un animal aterrorizado por la tormenta.
—Jean, ¿me quieres?
—Soy tu amigo más fiel.
—Pero ¿me amas?, ¿sientes alguna pasión por mí?, ¿me deseas con alguna locura?, ¿matarías por mí?
Él bajó la vista hacia ella, que lo miraba expectante y con la boca temblorosa. Hablaba completamente en serio. Madeleine apretó más su brazo y él sintió que le apretaba el corazón, como si pretendiera sacárselo del pecho.
—Lo haría —se oyó decir a sí mismo—. Y, es más, durante los últimos veinte años he vivido sólo para ti.
Cuando De Tournière bajó por las escaleras creyó que iba a desmayarse. A sus ochenta y un años consideraba una desgracia seguir vivo. ¿En qué clase de piltrafa lo había convertido Dios, haciéndolo sudar y ver las estrellas cada vez que se levantaba de una silla o abandonaba el lecho por las mañanas? Se sentía tan débil que sus piernas amenazaban con colapsarse ante el más ligero esfuerzo. Su amigo más anciano, el anterior arzobispo, había muerto hacía ya tres años. Poco antes de hacerlo le había dicho que la excesiva longevidad estaba causada por una insalubre acumulación de fluidos sexuales.
—¿Fluidos sexuales?
—El semen, idiota. Si no se copula, el cuerpo absorbe su propia juventud no nacida y permanece siempre joven.
—Sin embargo, tú no permaneces precisamente joven —señaló De Tournière—, sólo meramente vivo.
—Y no por mucho tiempo —contestó el arzobispo. Un tumor le taponaba la garganta, como una seta que hubiera encontrado la oportunidad de crecer súbitamente al amparo de la sombra.
—El caso es que te estás muriendo delante de mí —continuó De Tournière—, aunque hayas mantenido el voto de castidad.
—El celibato implica no enamorarse, pero ni siquiera la Iglesia puede pedirle a un hombre que retenga dentro de sí los venenos de su cuerpo.
—¿Qué has hecho con ellos?
—Los he echado fuera, idiota. Y te aconsejo que hagas lo mismo si no quieres seguir vivo hasta el día del Juicio.
—¿Cómo los echaste fuera?
La pregunta llegó demasiado tarde. Porque, justo en ese momento, como si con ello quisiera probar la eficacia de su propio método, el arzobispo murió. Y lo hizo sin una sola queja, pataleta o carraspera.
De Tournière mintió después a la Iglesia, contando que él en persona había oído la última confesión del arzobispo y le había dado la extremaunción para que descansase en paz. En realidad, se limitó a esperar que Dios se compadeciese del difunto que, con sus últimas palabras, no había hecho sino justificar sus perversiones.
Jean de Tournière salió del ensimismamiento producido por todos estos acontecimientos pasados cuando, al abrirse las puertas, oyó un frenético ajetreo de criados y vio un resplandor de luces. El cardenal Velázquez, vestido con sotana escarlata, cubierto de joyas y portando un cetro, subía por los escalones del palacio para participar en la recepción que seguía al funeral, con los aires de un rey que se digna realizar una visita sorpresa a sus súbditos.
Y lo peor de todo era que iba derecho hacia De Tournière con su rancio aliento precediéndole, como los primeros vientos preceden a una tormenta.
—Su eminencia —balbuceó De Tournière cuando el cardenal se plantó delante de él—. ¡Qué inesperado honor!
—Excelencia, el honor es mío, pues pronto tendré que abandonar Montpellier para regresar a Aviñón y antes deseaba despedirme de los viejos amigos.
—¿Y qué mejor ocasión para hacerlo que un funeral?
Velázquez soltó una sonora carcajada.
—Rector, vuestro ingenio es incluso mayor que vuestra bolsa de dineros.
La llegada del cardenal se produjo sin previo aviso, pero en cuanto Jeanne-Marie le vio cruzar la puerta no pudo evitar sentir que una nueva maldición se cernía sobre su hogar. Tan pronto como logró dominar su repentino pánico, miró a su alrededor, para asegurarse de que sus hijos estaban a cubierto en sus dormitorios de la planta superior.
Grandes mesas repletas de manjares habían sido colocadas en medio de la habitación. Humeantes fuentes de sopa, carnes de vacuno, de ave y otras clases, bandejas de frutas y verduras e interminables barras de pan se alineaban al alcance de los comensales, como si el recuerdo de que la tierra acababa de tragarse a uno de ellos les hiciera querer vengarse engullendo la tierra entera.
Sentados en un pequeño estrado estaban los seis miembros del Consejo de Montpellier que habían ordenado el combate. El cardenal Velázquez se situó junto a ellos, mientras Jeanne-Marie lo observaba sin quitarle ojo. En aquel grupo se encontraban también su hermano François y representantes de la familia Montreuil. Ahora que el litigio había concluido, era hora de que los comerciantes de la ciudad volvieran a unirse, formando un frente único contra los nobles que pretendían cobrarles impuestos hasta sangrarlos, así como contra los artesanos y campesinos que procuraban dividirlos.
—Mira a Velázquez —exclamó Abraham con un tono de voz que devolvió la confianza a su esposa Jeanne-Marie—. De Tournière me ha contado que intentó sobornarlo para que detuviese el combate y que el cardenal se limitó a arrebatarle el dinero de la mano. Pero luego no hizo nada y ahora se presenta aquí a beberse la sangre de Robert.
Jeanne-Marie se colgó del brazo de su marido y se apretó contra su cuerpo para confortarse. Se hallaban junto al hogar de las cocinas, justo en el sitio donde se encontraron con Pierre Montreuil diez años antes. En aquella ocasión, las venas de las sienes de Abraham habían palpitado de ira al ver al francés, y en este momento también palpitaban.
—¿Será el cardenal un hombre tan malo como lo pintan?
—¡Peor! —contestó Abraham. Su barba era ahora más densa que en aquellos días y algunas canas adornaban sus negros cabellos. Sin embargo, su voz parecía seguir siendo la misma: profunda, llana y cargada de certidumbre.
—Debes ser un sabio para ser capaz de ver en el interior de un cardenal de la Iglesia.
—Te olvidas de que esta primavera declaré ante él en el proceso judicial. Y además el cardenal es un viejo conocido mío. Una vez fui invitado a su casa en España.
—¿Hace tiempo que lo conoces? Nunca me lo habías dicho.
—Un esposo debe guardarse ciertas cosas para sí, por si alguna vez ha de utilizarlas para ganarse de nuevo el aprecio de su esposa.
—Para ganarse de nuevo el aprecio, primero tendría que haberlo perdido.
Abraham la abrazó y Jeanne-Marie se sintió tan segura y cobijada por la cercanía de su cuerpo que el peligro que flotaba en el ambiente pasó a ser para ella tan sólo un murmullo de fondo apenas audible.
—Acompáñame —le dijo Abraham—. Vayamos a presentarle nuestros respetos y comprobarás lo bien que el cardenal se acuerda de mí.
Jeanne-Marie y Abraham avanzaron, con sus brazos todavía entrelazados, y poco después se sentaron a una mesa donde les flanqueaban los parientes de Montreuil. A la derecha de ella se sentaba Leonardo Montreuil, el astrólogo.
Años atrás, cuando ambas familias eran amigas, Jeanne-Marie le había contado a Leonardo uno de sus sueños. Trataba de Jesucristo y de cómo ella le rezaba. Él se rió y le dijo que sólo los judíos conversos tenían tanta pasión por Cristo como para rezarle en sueños.
Leonardo se había hecho viejo. Aquel joven que se había burlado de ella se había convertido en un gordo medio calvo. Pero cuando se inclinó para dirigirle la palabra, Jeanne-Marie percibió en el tono de su voz los mismos matices burlescos de antaño.
El cardenal Velázquez se sentaba justo frente a ellos. Ella le había visto en la sala del tribunal y en el combate, pero de cerca Rodrigo le pareció un hombre muy diferente. Su rostro, que de lejos se veía de enormes dimensiones, intimidaba profundamente a quien se aproximaba a él. La frente era ancha y parecía blindada por una capa de piedra. Sus quijadas se descolgaban como poderosos cortinones sobre un fornido cuello. Los ojos brillantes y negros denotaban un poder casi magnético y una gran inteligencia. Tenía unos labios sorprendentemente sensuales, que sonreían mostrando unos dientes separados entre sí como los de un niño grande. Cuando abrió la boca para pronunciar su primera palabra, Jeanne-Marie creyó que su voz atronaría la habitación hasta hacerla añicos. Sin embargo, esa voz sonó suave y tranquila, aunque poderosa, como el ronroneo de un rey rodeado de fieles súbditos.
—Nunca fui informado —le dijo a Abraham— de que hubieseis tenido semejante fortuna al casaros. Sois hombre de mucha suerte —añadió, y después se volvió hacia Jeanne-Marie—. Y vos, señora, también sois afortunada al tener como esposo a un hombre de tan distinguida trayectoria. Los azares del destino son sin duda muy curiosos.
—Sin duda lo es que vuelvan a juntarnos —observó Abraham con una voz tan llena de odio que, al oírla, a Jeanne-Marie se le encogió el corazón.
No obstante, el cardenal Velázquez no dio ninguna muestra de sentirse ofendido. Por el contrario, su boca dibujó una sonrisa todavía más amplia y cándida.
—Es tarea de la Iglesia volver a juntar a todos los hombres.
—Una misión sumamente importante.
Por primera vez tras muchos años de convivencia, Jeanne-Marie comprendió plenamente que, cuando Abraham hablaba francés lo hacía en un idioma para él extranjero, y adoptaba una lentitud y una precisión que desaparecían cuando se expresaba en castellano.
—Por lo tanto es un hecho todavía más desgraciado que Robert de Mercier falte junto a nosotros esta noche y no pueda beneficiarse de un encuentro tan fraterno.
Cuando Abraham acabó la frase, los seis miembros del Consejo levantaron la mirada hacia él. Jeanne-Marie pensó que, más que admirar su elocuente ingenio, censuraban su ligereza al aguijonear al poderoso cardenal Velázquez.
—Robert de Mercier ha obtenido justicia, aun sintiendo el peso de la ley.
—Un hombre de vuestra posición debe ser experto en la contemplación del sufrimiento ajeno.
—Todos hemos contemplado demasiado sufrimiento, ¿no estáis de acuerdo?
Aunque a Abraham le hervía la sangre, no contestó, pero Jeanne-Marie le vio apretar con gran violencia la naranja que sostenía en su mano. De repente la cáscara cedió y por las rajas corrieron rojizos ríos que le bañaron la muñeca y los dedos.
Abraham se puso de pie. El cardenal le dijo en español unas rápidas palabras que Jeanne-Marie no comprendió. Abraham contestó al prelado siseando su respuesta como una serpiente. Y después, como si no hubiese ocurrido nada, ayudó a su esposa a levantarse y se disculpó ante los comensales por abandonar la mesa.
—¿Qué te ha dicho? —le preguntó Jeanne-Marie al momento.
—Me ha dicho: «No os hagáis daño a vos mismo, amigo. Eso es algo que se reserva para poner a prueba el valor de los enemigos.»
—¿Y qué le has contestado?
—Que desgraciadamente no tengo enemigos valientes, sino tan sólo cobardes y cerdos.
—No has sido muy diplomático.
—No.
—¿Es él uno de tus enemigos?
—Sí.
—¿Tendremos que irnos de Montpellier?
—Yo no quiero irme de Montpellier.
Ahora, en medio de la noche, Jeanne-Marie se sintió presa de la angustia y empezó a preocuparse por cada ruido que oía: los pasos en los corredores de piedra, los relinchos en las cuadras. Habían apostado guardias en la casa, pero no se le antojaba extraño que en cualquier momento sonara, entre el ocasional griterío de las bandadas nocturnas de pájaros, el chirrido de una daga rebanándoles el cuello. Hasta que se casó con Abraham, Jeanne-Marie no había dormido jamás sin criadas que la acompañaran y le hicieran sentirse segura en su habitación. Si alguna vez se despertaba, siempre estaban allí para reconfortarla. Sin embargo, a Abraham no se atrevía a despertarlo cuando se encontraba desvelada.
Respiró profundamente. Tenía los pezones duros y le dolían de puro miedo. El padre Pablo la había aconsejado rezar siempre que estuviese asustada. Pero ahora era tan incapaz de cerrar los ojos y hacerlo, como lo era de levantarse de la cama, completamente desnuda, y llegarse hasta la ventana para cerrarla.
Su corazón cada vez latía con más fuerza. Sabía que alguna noche, en un futuro todavía indeterminado, los suspiros del viento se convertirían en sigilosas respiraciones humanas y que las informes sombras de los pasillos, los graznidos de las aves y las penumbras que amenazaban con esconder la silueta de algún hombre se confabularían para hacer realidad una pesadilla imposible de soportar.