En cuanto oyó el primer martillazo, Robert de Mercier supo lo que se avecinaba. Pocos minutos después, un criado le confirmó el mal augurio: en la plaza del Palacio de Justicia estaban construyendo un cadalso.
Hasta ese momento Robert de Mercier había creído de veras que anularían el combate que ya llevaban posponiendo tres años. Incluso había oído por boca de Jean de Tournière, quien al fin y al cabo era no sólo rector de la universidad, sino también el segundo médico personal del Papa, que Rodrigo Velázquez acudiría a Montpellier para inclinar el juicio a su favor.
Sin embargo, el primer martillazo fue sólo el preludio de muchos otros, que formaron un coro muy inquietante. Por la noche, De Mercier vio desde su ventana un cúmulo de antorchas que se reunían en la plaza. Al poco tiempo, las gentes congregadas eran tantas que ahogaron con sus gritos y cánticos los ruidos procedentes de la construcción.
Incapaz de dormir, Robert de Mercier se paseaba sin descanso de habitación en habitación. Al final, exhausto y temblando de miedo, buscó cobijo en su cama y luego en la de su esposa. Pero pasó la noche entera en esa indefinida zona entre el sueño y la vigilia. Y, a la mañana siguiente, le confesó a De Tournière que esa zona debía parecerse al purgatorio que le esperaba, una vez lo hubiesen matado. Cuando el rector le aconsejó que no temiese a la muerte, y Madeleine le animó a pelear como un hombre, Robert empezó a temblar de nuevo, sin poder controlarlo.
—¿Pelear? Tengo sesenta y cinco años, quince más que Montreuil. ¿Cómo puede pedírseme que luche contra un hombre en su plenitud? ¿Alguna vez me habéis visto golpear a alguien cuando me enfado? ¿Yo? Soy un comerciante y un diplomático. Pelear es cosa de niños, de soldados, de personas con pocas luces que, en lugar de usar la inteligencia, usan sus duros cráneos.
—Tu inteligencia no te ha sacado de ésta —observó Madeleine con tristeza—. Y ahora debemos acatar la ley.
—Me han dicho que Montreuil se ha pasado estos tres años preparándose para el combate. Es como un gallito de pelea, y está ansioso por hacer sangre con sus espolones.
—Montreuil mide la mitad que tú y además es un cobarde —replicó Madeleine—. Escúpele en la cara y se desmoronará sin un solo golpe. Luego abalánzate sobre él y clávale la daga en su corazón bastardo.
—Y gírala —añadió De Tournière—. Con esa clase de víboras hay que girar la daga para desgarrar el corazón.
—Pero no está permitido llevar daga —balbuceó Robert de Mercier.
De repente pensó que ojalá estuviesen permitidas las sustituciones y pudiera enviar a Madeleine a luchar con su rival. Sin duda le sacaría los ojos con las uñas antes de que Montreuil tuviese siquiera tiempo de pestañear.
La víspera del combate, acabada la cena, Robert se retiró a sus aposentos intentando recuperar la compostura. Cuando Madeleine acabó de escuchar las interminables coplas de sus juglares, subió a su encuentro y le mostró la túnica, la pechera y la capucha negras que le había confeccionado para el señalado encuentro. Tuvo especial interés en llamar su atención hacia el hecho de que había bordado en ellas los blasones de su linaje.
—¿No te parecen elegantes?
—Muy elegantes —aseguró él, apartando las ropas y deseando que la siguiente mañana no llegase nunca—. ¿Piensas que voy a uno de tus bailes de disfraces?
Sudaba copiosamente y el olor de su miedo impregnaba toda la habitación. El ruido de las obras de la noche anterior le había destrozado los nervios, pero hoy que la plaza estaba en silencio se encontraba incluso peor. Parecía que toda la ciudad contenía el aliento, esperando saber la sangre de quién correría.
—Se están reservando para mañana divertirse a mi costa —observó Robert lleno de amargura.
—A tu costa no —le corrigió Madeleine—. Todos saben que tienes razón y que Dios guiará tu mano.
—Tendrá que hacerlo, porque ¡mira!
Robert alzó su diestra. Temblaba de forma ostensible.
—Creo que si nuestro hijo aún viviera, tendrías más confianza en tus fuerzas. Tal vez, rezando por su espíritu, te sentirás mejor. —Madeleine cayó de rodillas y le invitó acompañarla—. ¿Quieres rezar conmigo?
Robert sabía que en la sala había un sacerdote pagado por Madeleine para permanecer a mano, por si acaso él sufría una crisis de fe mientras aguardaba el amanecer. Era irónico que ella, la judía con quien se había casado y cuyo origen familiar había dado cuerpo a toda la acusación del proceso, fuese quien más quisiera rezar.
Hasta el propio arzobispo declaró ante el tribunal, como había hecho antes de Tournière, que no había en toda la ciudad una cristiana más devota ni más generosa que la señora De Mercier.
Madeleine oró en voz baja, emitiendo un zumbido. Robert extendió de nuevo las manos y observó cómo temblaban. Las juntó intentando controlarlas y apagar las llamas de pánico que se alzaban desde su estómago hasta su pecho. Finalmente, decidió arrodillarse junto a Madeleine.
—Dios misericordioso —suspiró ella.
—Ten misericordia de mí —especificó su marido y respiró profundamente.
Su árbol genealógico se remontaba a la primera cruzada. Sus antepasados habían guerreado cabalgando hasta Tierra Santa. Sin apenas más recursos que su fe, habían blandido la espada y cortado cabezas de infieles.
—Dadme fuerza —musitó De Mercier cerrando los ojos empapados en lágrimas. Si resultaba humillado en la plaza pública, colgarían sus restos de una soga como si se tratase de un vulgar criminal. Él, Robert de Mercier, sería el último de su estirpe y moriría cubierto de vergüenza—. Ayúdame, Dios mío —exclamó con tono acuciante—. Concédeme fuerzas para matar.
—¡Robert!
—Señor, concede fuerza a mi daga. Señor, concede fuerza a mi brazo. Señor, haz que mi maza rompa el cráneo del bárbaro.
—Robert, a Dios no le…
—¿Dios no quiere eso? —preguntó De Mercier abriendo los ojos y viendo que Madeleine lo miraba con una expresión asqueada, que él interpretó con el desprecio de toda una vida. Indignado, levantó la mano para golpearla. Pero ella se le antojó mucho más fuerte que él y volvió a bajarla.
—Eres un hombre gentil —dijo ella amablemente— y Dios protege a los buenos.
—Dios hace de los buenos mártires —replicó Robert, y pensó que realmente ése era el problema. No le importaba demasiado morir, pero quería hacerlo de una forma rápida y en la acogedora oscuridad de su propia casa—. Todo lo que pido es morir aquí —le confesó a Madeleine—. ¿No podríamos arreglarlo? ¿No podría morir esta misma noche? ¿No podría De Tournière darme alguna pócima, cualquier cosa?
—Robert, Robert, yo me iré ahora a mi habitación, para dejarte solo. Pero el sacerdote está en la sala, ¿irás por favor a hablar un rato con él?
—Dile que necesito unos momentos para estar a solas y que luego le haré llamar.
—Recuerda que nada malo puede sucederte mientras Dios esté contigo.
—¿Y contigo lo está?
—Sí, Robert, porque le he abierto mi corazón.
Hablar de las célebres aperturas de Madeleine hacia otra gente hizo que Robert recordara algo que había escrito alguno de los filósofos griegos: renunciad al deseo, porque las ataduras del deseo le amarran a uno a lo más bajo de su alma.
Robert no encontraba excesivamente difícil renunciar a sus deseos, pero aun así ahora se le presentaba lo más bajo de su alma. Se preguntó si su miedo no sería, en lugar de simple cobardía, la expresión de su certero conocimiento de que iba a morir por la mañana. El sol se levantaría mientras él estaba vivo; pero el sol se pondría, y él estaría muerto.
Pierre Montreuil se arrodilló sobre la arena de la plaza del palacio para rezar sus oraciones. Abraham observó detenidamente al cardenal Velázquez. Vestía la sotana púrpura, signo del cardenalato, adornada con joyas, y se sentaba en un trono colocado justo entre las columnas principales del Palacio de Justicia, con el esplendor digno de un rey. A su lado, en butacas más pequeñas pero aun así ostentosas, estaban los seis miembros del Alto Consejo de Montpellier, órgano compuesto de mercaderes electos por sus pares para arbitrar y solventar los conflictos civiles.
En hileras de asientos colocados un poco más abajo se situaban las familias prominentes y, al igual que los consejeros, cada una de ellas lucía bordado en las ropas su escudo de armas y llevaba una guardia personal. Las filas inferiores las ocupaban los burgueses de Montpellier, en general artesanos y propietarios de viviendas. Por último, apiñados en torno a la plaza estaban los espectadores sin rango, y había tantos que se diría que ninguno de los cincuenta mil habitantes de la ciudad había querido perderse el gran evento festivo, pues la muchedumbre daba al combate ese cariz de celebración, hasta el punto de que muchos buhoneros habían acudido con sus carros repletos de vituallas para venderlas a destajo al gentío.
El olor a castañas asadas y a mijo endulzaba la fresca brisa otoñal, y las nubes de humo procedente de los hornillos se elevaban hacia el cielo azul con tal belleza que, cuando ambos combatientes se dispusieron para la lid, pareció que se preparaban para ejecutar una danza y no una lucha a muerte.
Montreuil había concluido sus rezos y se dirigía hacia el centro de la plaza.
De Mercier se ajustó la caperuza de cono y se puso los guantes negros. Abraham le sujetaba entretanto la maza, que tenía la longitud de un brazo e incrustaciones de plomo. Era un arma imponente con la cual a los nobles les gustaba gastar alguna que otra broma a los burgueses que juzgaban demasiado ambiciosos. Abraham la sopesó en la palma de su mano. Desde luego, no era algo con lo que quisiera que lo golpearan, pero tampoco causaba la muerte con la misma facilidad que el acero templado.
Jean de Tournière observó que los contendientes concluían sus últimos preparativos y se acercó al cardenal Rodrigo Velázquez. Éste asintió con la cabeza y se volvió de forma que pudieran hablar sin ser oídos por nadie.
—Su eminencia —comenzó De Tournière.
—Su excelencia —respondió Velázquez, que pensó que su interlocutor tenía más el aspecto de un cuidador de bueyes, lo cual había sido su abuelo, que el de uno de los cardenales de confianza del Papa.
—Eminencia —continuó De Tournière—, es una pena que se permita la celebración de este combate sin beneficio alguno para la Iglesia.
—La Iglesia se complace en ver cumplida la voluntad del rey.
—Pero sin duda sería más ventajoso para la Iglesia que sobrevivieran dos de sus fieles contribuyentes antes que sólo uno.
—Sin duda —coincidió Velázquez.
Mientras conversaban, habían descendido hasta el extremo de la tarima de autoridades, pero De Tournière, aunque ahora se encontraba al mismo nivel que el prelado, se sintió completamente apabullado frente a su figura.
—Y pensar —observó— que la víctima más probable de este encuentro bárbaro será Pierre Montreuil… ¡Con lo alta que es su lealtad hacia el Papa, aunque sea hombre de tan corta estatura!
—Es corto de estatura —contestó Velázquez—, pero también lo es la serpiente que ataca desde abajo, y no quiero sugerir con ello ninguna referencia personal.
—Os he entendido, eminencia —aseguró De Tournière deseando haberse dirigido al cardenal en latín, un idioma en el que tendría mucha menor brillantez de respuesta, porque Velázquez no era precisamente famoso por el dominio de esa lengua—. La serpiente ataca desde abajo, pero la mangosta mata a la serpiente aprisionándole el cuello desde arriba.
—Exactamente —exclamó Rodrigo—, y por eso éste será un juego muy interesante de presenciar.
—Pero, como servidores de la Iglesia, no debemos dejar que los hombres jueguen recíprocamente con sus vidas. Al fin y al cabo, se nos ordenó no matar.
—Gracias —contestó Velázquez—, pero estoy al tanto de los Mandamientos. ¿Y no hay uno que dice «no robarás»?
—Por supuesto, pero aun así, si en este instante vos os situarais en medio de la plaza y, en lugar de otorgar a estos hombres la bendición de la Iglesia, anunciarais que el asunto se ha solucionado y que, con objeto de mantener la paz en nuestra ciudad, Robert de Mercier ha resuelto ceder sus tierras a Montreuil…
—Tendría que haberlo hecho durante el juicio.
—… y que —prosiguió De Tournière rápidamente, al tiempo que extraía de debajo de su capa una bolsa de terciopelo repleta de oro y casi del tamaño de un puño— ha decidido asimismo hacer un donativo a la Iglesia y entregároslo personalmente a vos, para que dispongáis de él como mejor os parezca…
Rodrigo Velázquez extendió la mano y De Tournière contempló atónito cómo sus dedos largos y velludos se cernían sobre la bolsa como las patas de una tarántula.
—Un donativo a la Iglesia es siempre bien recibido y agradecido.
El cardenal dedicó una pequeña inclinación de cabeza a De Tournière y, ataviado con sus ropajes perfectamente confeccionados y su ancho sombrero cardenalicio, bajó los escalones y se dirigió a la plaza. Al llegar al círculo se detuvo un instante, mientras la multitud guardaba silencio y tomaba buena nota de que ese hombre, grandullón y majestuoso, parecía infinitamente más fuerte que ninguno de los contendientes.
—El Papa me envía a saludar a todos los habitantes de Montpellier y, en su nombre, os doy las gracias a quienes esta mañana habéis rezado y habéis hecho donativos a la Iglesia —en este punto levantó la mano y mostró la bolsa que Jean de Tournière acababa de entregarle—. Ni siquiera el más humilde de los donativos pasa desapercibido —hizo una pequeña pausa—. Hoy celebraremos la santa misa en memoria de quienes han muerto al servicio del Papa en su lucha contra los herejes de Inglaterra. Pero antes os invito a contemplar el espectáculo de justicia que todos estamos esperando. ¡Que la mano del justo reciba el poder de Dios para derribar a su enemigo! La paz sea con vosotros.
El cardenal hizo una seña para que los dos contendientes se acercasen a él y añadió:
—Del vencedor requiero tenga la misericordia de permitirnos administrarle al vencido los últimos sacramentos para su descanso.
Rodrigo Velázquez se retiró con tal diligencia que a De Tournière le costó darse cuenta de que el combate había comenzado. También Robert de Mercier advirtió que Montreuil estaba sorprendido y contemplaba con distracción la retirada del cardenal. Entonces Robert sintió una tremenda urgencia de lanzarse sobre el hombre que tanto lo había atormentado y golpearlo con su maza.
Tensó el brazo, agarrando con fuerza el arma y avanzó sigiloso. Podía imaginarse ya la expresión de completo asombro en el rostro de Montreuil al volverse y ver la maza descendiendo imparable hacia su cráneo. Los ojos se le desorbitarían de miedo, la piel de su estrecha frente se rasgaría cuando la maza encontrase su blanco. Como un cerdo en la matanza, sangraría hasta teñir de rojo la plaza.
Robert respiró hondo y entonces Montreuil se volvió para mirarlo. Sus ojos reflejaban que estaba muerto de miedo.
Robert apartó la vista de él, comprendiendo que ambos se sentían igualmente paralizados bajo el cegador sol, y miró hacia la grada en la que se sentaban Velázquez y las autoridades. En su día, el propio Robert había sido miembro del Consejo. Aquella etapa concluyó cuando sus finanzas se resintieron por las excesivas inversiones que hizo en la flota de Juan Velázquez. Hasta entonces él había sido uno de los hombres más ricos de Montpellier. Pero ahora que estaba en deuda con el comerciante Velázquez, se le ocurrió que su hermano el cardenal había venido a asegurarse de la recaudación de lo adeudado.
—¡Cerdo! —exclamó De Mercier.
—¿Cómo?
—¡El cardenal es un cerdo! —especificó Robert en voz baja para que sólo Montreuil pudiera oírlo, pues aunque tal vez sólo le quedaran unos instantes de vida, seguía temiendo ofender a alguien de importancia.
—¡Luchad! —gritó un hombre situado entre el público.
—¡Cobardes! —añadió otro.
—¡Luchad! —repitió el primero, mientras otras voces se le unían.
—¡Luchad, luchad, luchad! —Pronto miles de voces gritaban a coro y batían palmas.
Robert de Mercier levantó la maza, sosteniéndola frente a él, más bien como una ramita o como un cetro en manos de un rey que da la bienvenida a sus súbditos. Finalmente, Montreuil se movió y le acometió, usando la maza a modo de espada e intentando alcanzar con ella el estómago de Robert.
De Mercier tuvo tiempo de verla venir y de pensar lo ridículo que resultaba que Montreuil, tras haber buscado ese encuentro durante mucho tiempo, estuviese tan asustado como él mismo. A la hora de la verdad, se comportaba como un colegial que pretende hacer de un palo una espada.
En ese momento, vagas imágenes de sus propios años de colegial afluyeron a su mente y recordó las tardes pasadas con su profesor de lucha. Con un repentino movimiento, paró el golpe de Montreuil y luego atacó con ímpetu, perdiendo el equilibrio y, sin habérselo propuesto, derribando a su adversario de un mazazo en pleno rostro.
La multitud rugió y comenzó a corear.
—¡Mercier, Mercier!
Cuando Robert recobró el equilibrio, vio que Montreuil yacía en el suelo con la boca cubierta de sangre.
—¡He ganado! —gritó entonces—. ¡He ganado! —clamó volviéndose hacia el cardenal e indicándole con el brazo que se aproximase para atender a Montreuil.
Sin embargo, éste había vuelto a levantarse y la multitud coreaba ahora su nombre. Robert advirtió que su contendiente sangraba por la barbilla.
—Ten cuidado, podría hacerte daño —amenazó Robert extendiendo de nuevo su brazo y mostrando la maza. Pero Montreuil lo ignoró, se aproximó a él y simplemente le quitó la maza de la mano con toda suavidad. Luego, mientras Robert observaba atónito, Montreuil tiró a un lado la maza recién arrebatada y con la suya propinó a su rival un formidable mazazo en la cabeza.
Robert cayó de rodillas, cubriéndose los ojos con las manos. Pero en cuanto sus piernas dobladas tocaron el suelo, Montreuil volvió a golpearlo, esta vez en la nuca, enterrando su rostro en la tierra de la plaza.
Los rugidos del gentío cesaron. En el repentino silencio, resonó un crujir de huesos cuando Montreuil, de pie junto a Robert, dirigió nuevamente su maza contra el cráneo del caído. El eco de la fractura fue tan terrorífico que De Tournière cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, Montreuil estaba arrodillado junto a Robert obligándole a quitarse las manos de la cabeza, pues las había entrelazado con desesperada fuerza para protegerse. Tras golpearle las manos repetidamente con la maza, Montreuil consiguió su propósito, pero entonces dio un salto y aterrizó, con las rodillas por delante, en la espalda de Robert.
Ahora la muchedumbre expulsó el aire como si a todos los hubieran atacado de semejante forma.
—¡El sacerdote! —gritó alguien.
—¡Que venga ya el sacerdote! —corearon nuevas voces.
Mientras tanto, una y otra vez, Montreuil saltaba sobre la espalda de Robert de Mercier. Poco a poco, a medida que el ánimo del gentío iba helándose y sus gritos calmándose, todos pudieron oír los agónicos gemidos del infortunado contendiente.
De Tournière buscó con la vista al cardenal. Éste observaba impávido a los dos luchadores.
Ahora el propio Montreuil se encontraba exhausto y se paseaba alrededor de su maltrecha víctima, intentando concebir el modo de rematarla definitivamente.
De Tournière vio que su amigo Robert volvía el rostro, había dejado de gemir y respiraba con terrible dificultad. Entonces, una vez más, Montreuil saltó y le hincó las rodillas en la espalda. El ruido de sus vértebras quebrándose sonó como la rotura de una gran rama durante una tormenta. De Mercier chilló terriblemente; eran aullidos agudos y prolongados que sólo fueron acallándose al tiempo que Montreuil saltaba sobre él muchas más veces.
La gente enmudeció del todo. Finalmente, Rodrigo Velázquez se levantó y se dirigió a los miembros del Consejo:
—Se ha hecho justicia —les dijo, como si se tratase de un manjar epicúreo—. Es hora de usar el cadalso y la soga.
—¿Lo descuartizamos primero, eminencia? —preguntó uno de los guardias.
—¿Es lo que dictan los estatutos? —contestó Velázquez.
—¡No! —terció De Tournière.
—Entonces cortadle la garganta. Me hartó con sus protestas.