1

El otoño de 1410 fue largo y templado. Nadie se cansaba de recordar que, verdaderamente, el sur de Francia no había conocido un verano tan benévolo y prolongado desde los tiempos anteriores al inicio de la peste. Pues aquélla fue una época en la que la población de Francia se multiplicaba como el trigo en campo fértil. Se construían catedrales para gloria de Dios y satisfacción de su Papa, e incluso la guerra con Inglaterra se vivía como un sueño de baladas melódicas y nobles hazañas.

Pero Montpellier, aunque se despertase cada mañana con plateadas nieblas que iban disipándose tras el mediodía al calor de un amable sol, se encontraba sumida en las garras de un violento escándalo que dividía la ciudad desde hacía ya más de tres años.

Empezó cuando Pierre Montreuil, uno de los terratenientes y mercaderes más importantes del lugar, acusó públicamente a Robert de Mercier de haber desobedecido uno de los edictos del Papa empleando a judíos como administradores de sus tierras. Más tarde, lo acusó también de haber utilizado a esos mismos judíos para recaudar las rentas de tierras robadas al propio Pierre Montreuil.

Tales cargos no eran más que pajillas en comparación con el grano duro que solían moler los tribunales de Montpellier. Tras interminables vistas y debates, el asunto simplemente se dejó pasar sin darle una solución. Se rumoreaba que esta falta de acuerdo había complacido mucho al cardenal Rodrigo Velázquez, que realizó un viaje especial a Montpellier para discutir la cuestión. También la mayoría de la población se sintió aliviada de que las cosas quedaran así, puesto que, aunque Montreuil era respetado por su gran riqueza y poderío, Robert de Mercier tenía muchos amigos.

Sin embargo, unos meses después, en la cúspide de aquel verano meteorológicamente glorioso, un nuevo y chocante incidente reavivó la vieja querella.

Un objeto injustificablemente herético fue encontrado en la habitación de cierto estudiante de medicina. Se trataba de un ejemplar del libro del Génesis ilustrado con dibujos obscenos. Hombres y mujeres desnudos se amontonaban como serpientes en un gran pozo.

Jean de Tournière, rector de la universidad, convocó inmediatamente al tribunal encargado de investigar tales asuntos. El proceso se vivió con apasionamiento. Durante una acalorada sesión un clérigo cayó repentinamente muerto tras concluir su testimonio.

A raíz del extraño suceso, hicieron llamar a un representante del Papa de Aviñón y, al cabo de una semana, apareció el cardenal Velázquez en un carruaje adornado con el escudo pontificio.

En todas partes se pensaba que, por su inconmovible y arrolladora entrega, el cardenal Velázquez era el único hombre de la Iglesia capaz de aportar energía y vitalidad al agonizante papado sito en Aviñón, y quizá también el único que incluso podría poner término al cisma eclesiástico.

Sentado en el estrado y escuchando los diferentes testimonios, Velázquez ofrecía una estampa imponente. Con la edad había dejado de ser un hombretón para convertirse en un auténtico gigante. Sus musculosos hombros y su cuello de toro se completaban ahora con una inmensa barriga que descansaba en su regazo como un gran saco de harina. También su expresión había cambiado. Aquellos ojos que saltaban de ira estaban hoy escondidos y protegidos por unos carnosos carrillos y unas pobladas cejas negras con las puntas blanquecinas.

Cuando el cardenal vio los ofensivos grabados, cuya aceptación como prueba había llevado días enteros de discusión, se escandalizó sobremanera. Y aseguró insistentemente que, a la vista del panorama, él mismo se ocuparía en persona de velar por las almas de los pobres moradores de la descarriada Montpellier.

La amenazadora declaración debió surtir efecto, pues esa misma noche el estudiante acusado se ahorcó en su celda sin esperar acontecimientos. Al día siguiente Jean de Tournière ordenó que se cerrase la causa, dado que el culpable se había quitado de en medio por sí solo. Pero la indignación de las gentes contra los herejes continuó creciendo hasta el punto de que, poco después, Abraham Halevi, deán de la escuela de medicina y máxima autoridad en los trabajos de anatomía, prefirió tomarse una excedencia por tiempo indefinido.

Siendo de origen judío y formando parte ahora, por razón de matrimonio, del clan de conversos de Robert de Mercier, consideró apropiado abandonar la ciudad, aunque no sin antes haber declarado públicamente que no tenía nada de lo que avergonzarse y que se proponía cuidar de la salud de los pobres campesinos que habitaban en los alrededores del castillo de su cuñado con la misma dedicación médica que había dispensado a los más ricos del burgo.

Al tiempo que Abraham partía, Pierre Montreuil reabrió el proceso judicial contra De Mercier, y esta vez añadió a sus acusaciones la de que su oponente había albergado a un conocido idólatra y seguidor del Anticristo.

En esta ocasión, los magistrados fueron rápidos en sus deliberaciones. Antes de que acabase el mes de octubre los señores Robert de Mercier y Pierre Montreuil habrían de resolver su disputa al modo tradicional. Modo que les estaba reservado a los notables de Montpellier y que se plasmaba en un enfrentamiento público y cara a cara, en combate a muerte.

Joseph abrió un ojo lentamente y vio que alargados rayos de luz comenzaban a introducirse por las grietas de las contraventanas. Estiró las piernas en la cama hasta que sintió el dulce placer de desentumecerse la espalda. Nadie más en la habitación parecía haberse dado cuenta de que ya había llegado el día, así que, cerrando de nuevo los ojos, se enroscó como un ovillo y volvió a cobijarse en la cueva de carne cálida que lo rodeaba.

Su movimiento atrajo la atención de una mano grande y templada que ahora se posaba en su estómago y lo arrastraba aún más profundamente hacia la carnosa caverna. Él agitó los hombros hasta acomodarlos entre los generosos pechos de María, figurándose que, tumbado en ese cálido y circundante mar, era un marinero y navegaba arriba y abajo por las crestas de las olas al son de la respiración de su matrona.

Pronto fue quedándose dormido en un sueño mañanero, muy diferente al de cada noche. Pues este último le sobrevenía tan rápido que sólo recordaba el tacto de las manos de María hundiéndolo en el colchón de plumas, antes de que la fatiga le sumiera en un océano oscuro y misterioso.

Cuando volvió a despertarse, se encontró solo en el lecho. María estaba sentada junto a la ventana, ahora abierta. La rodeaba una luz amarilla y tenía a la hermana recién nacida de Joseph, Sara, abrazada contra su pecho.

El sonido acuoso de su hermana amamantándose hizo que sintiese hambre. Sabía que en la cocina había pan reciente y sidra para mojarlo. Este año le habían permitido participar por primera vez en la prensa de las manzanas. Junto a otros hombres, había empujado el torno, dando vueltas y vueltas, hasta que el jugo de la fruta triturada formó pegajosos ríos entre sus pies.

Ahora esos pies desnudos tocaban el frío suelo iniciando su corto viaje hacia María. Y fue sólo entonces cuando recordó qué era lo que le había llevado a echarse de nuevo a dormir. Se detuvo para frotarse los ojos. Los notó hinchados y muy sensibles, como si hubieran recibido un golpe cada vez que, en sus sueños, se había presentado la punzante visión de la cara de su tío. Una cara amiga y adornada por una gran boca, pero cubierta de sangre. Una cara que en sus pesadillas cruzaba el cielo como una luna llena de color escarlata. Porque las pesadillas habían vuelto a acosarlo, a él, a Joseph, a Joseph el Soñador, como era conocido. Y esa noche soñó que a su tío iban a matarlo.

Era María quien le había dicho que cuando alguien muere su alma permanece atada al cuerpo durante catorce días y catorce noches, mientras Dios decide dónde habrá de pasar la eternidad.

Y justo la velada anterior, también le había dicho que el alma de los muertos regresa al mundo para visitar a sus conocidos. Especialmente a los amigos que fueron amables y gentiles con ellos, pues quieren agradecérselo. Del mismo modo, las almas de los muertos pueden ser terriblemente crueles y mezquinas.

De pie junto a María, con una mano en su pecho y la otra acariciando la cara de su hermanita, Joseph se acordó de cómo un día entró corriendo y deshecho en lágrimas en la habitación de su madre para refugiarse en su regazo. Tenía sangre en las piernas, pues se había hecho daño jugando con los perros. Sin embargo, su madre le había rechazado. Parecía muy preocupada.

—Pero Joseph —protestó ella alejándolo de sí—, ¿no ves que estoy hablando con tu tío Robert? Déjanos y ve con María.

Aquella tarde, cuando lo mandaron a dormir la siesta, él se escapó y anduvo sigilosamente por los corredores hasta las habitaciones de los adultos. Sabía muy bien que la de su tío Robert estaba prohibido pisarla. Puso la oreja en la cerradura, como le había visto hacer a María, y como no oyó nada, entró en la alcoba e hizo pis en la almohada de su tío.

¡Qué dulce le supo aquella venganza! Le entraron muchas ganas de celebrarlo a carcajadas, pero como eso era peligrosísimo tuvo que taparse la nariz con los dedos para refrenarse. Era otro truco que María le había enseñado.

—¡Joseph!

La voz de María sonó mezclada con el llanto de su hermana. Él se dio cuenta de que, mientras pensaba en su tío y acariciaba a la pequeña, sin querer le había hecho daño en la orejita.

—Joseph.

Apenas un instante y María ya había adoptado un tono conciliatorio y de consuelo. Le tendió el brazo y lo atrajo hacia ella. Al momento él estaba una vez más cómodamente cobijado en María y su hermanita mamaba feliz.

Esa tarde, Joseph se sentó junto a su padre en el patio y observó cómo trituraba plantas secas en un mortero. Les rodeaban los muros y torretas del fabuloso castillo de su tío François. En el aire de octubre se mezclaban los sugerentes olores que salían de la cocina.

Mientras su padre convertía las plantas en polvo, él le contó el sueño que había tenido. Pero justo cuando se acercaba a la parte más terrorífica se oyó el galope de un caballo. Un niño algo mayor que él, pero todavía niño, cruzó las puertas del patio cabalgando como un salvaje con su negra cabellera al viento.

Uno de los guardias se apresuró a cortarle el paso. Sin embargo, el padre de Joseph llegó antes hasta el jinete y, con su enorme mano, agarró las riendas y forzó al caballo a detenerse.

Al igual que su cabalgadura, el chico estaba empapado en sudor. Joseph lo reconoció. Lo había visto un mes antes escapando al galope de uno de los acampamientos cercanos, con un trozo de tela cubriéndole el brazo y sangrando como un animal en el matadero.

Ahora el muchacho jadeaba y se mostraba nervioso. Joseph se acercó a él y oyó que el chico decía en dialecto local que a su padre lo había atropellado un carro tirado por bueyes. En pocos minutos, Joseph se encontró solo en el patio; su padre, tras meter su instrumental quirúrgico en las alforjas, se alejaba cabalgando con el chico.

La primera vez que Abraham visitó el pequeño campamento era invierno. Los helados vientos marítimos habían desnudado la colina de toda clase de vegetación y defensas. Y la visión de las casas era desoladora.

Pero el espléndido verano había visitado todo el sur de Francia y también ese lugar. Las viviendas eran simples cuevas excavadas en la colina, a las que se habían puesto unos maderos en las entradas. Pero cada una tenía su pequeña huerta y un chamizo con frondosas parras. Bajo las casas se extendían campos cultivados en sucesivas terrazas donde todavía se recolectaban tardías cosechas. Abraham observó que las espigas de trigo estaban duras y doradas. A un extremo de la hilera de cuevas había un granero y junto a él, en el exterior, se apilaba el botín producto de los campos.

No era extraño que un hombre necesitase de bueyes para transportar semejante cosecha. Tal y como le había explicado el muchacho durante la cabalgada, habían sobrecargado tanto el carro que los animales resbalaron y cayeron patas arriba al subir una empinada cuesta. Cinco veces les había sucedido lo mismo aquel día, en sus trayectos por el pedregoso sendero hacia el granero. Cuando los bueyes perdieron el equilibrio, los arneses que mantenían sus cuellos fijos a la yunta del carro se soltaron y el carro rodó libre y aplastó al hombre que llegaba por detrás intentando detenerlo.

Ahora ese hombre yacía en la camilla que habían improvisado para trasladarlo a su casa. Abraham apartó la manta y vio que la carne de un costado era un amasijo de coágulos. Le sorprendió que el hombre pudiese respirar, porque sin duda las costillas tenían que haberle perforado al menos uno de los pulmones y el vientre debía tenerlo lleno de sangre.

El hombre estaba inconsciente y completamente lívido. No había rastro de sangre en sus labios, aunque los tenía ligeramente abiertos. Pero Abraham observó que la lengua sí estaba manchada de sangre, y cuando le giró la cabeza, un reguero salió de la boca del herido.

—¿Cuándo ocurrió?

—Inmediatamente antes de que yo fuera a avisaros.

—¿Quién lo trajo hasta aquí?

—Mi hermano y yo —contestó el muchacho con cierto orgullo—. Él ha ido a buscar a un sacerdote.

Abraham asintió con la cabeza.

—¿Vais a operarlo? Le prometí a mi hermano que esperaríamos hasta que él volviese, porque se perdió la operación que me hicisteis a mí.

Abraham tomó el pulso al hombre. Era débil e irregular. Su mano, apenas viva, estaba cubierta de gruesos callos. La piel alrededor de los ojos denotaba fatiga acumulada, sus huesos estaban combados por el duro trabajo. Que hubiese sobrevivido la mitad del tiempo que llevaba trabajando indicaba ya que era un espécimen particularmente resistente.

—No habrá ninguna operación.

—¿No necesita que lo operen? —dijo el chico—. Estábamos convencidos de que con un accidente así le operaríais.

El resto de espectadores, como animales curiosos pero poco domados, se apiñaba a cierta distancia. Miraban la escena con ansioso interés y confirmaron las palabras del muchacho con bobalicones asentimientos de cabeza.

—No habrá operación —repitió Abraham. Y luego, ante la desilusionada reacción del chico, añadió con una severidad de la cual se arrepintió inmediatamente—. Creo que has dicho que tu hermano ha ido a por un sacerdote.

—Lo he dicho, sí —confirmó el chico retrayéndose al comprender la situación. Tras lo cual, se volvió hacia sus paisanos—. El médico dice que mi padre se va a morir. Dice que es una suerte que mi hermano haya ido a buscar al cura, porque él cuidará de mi padre mientras muere.

Entonces se volvió hacia Abraham y éste vio que los ojos del muchacho eran de un negro tan brillante como los de un gitano. Apuntaban hacia Abraham como la flecha de un cazador apunta al corazón de su presa.

—¿Os llevo ya a casa?

—Esperaré hasta que llegue el sacerdote.

Abraham deseó acercarse al chico, estrecharlo entre sus brazos y consolarlo como si fuese su propio hijo, pero los curiosos se habían aproximado a ellos para contemplar el drama de un niño que se convierte en hombre al ver morir a su padre.

Cuando Abraham regresó a su casa, la luna estaba en lo alto del cielo. Era luna llena, luna de cosecha, y se había levantado sobre las colinas mientras el sol se ponía. Durante el largo atardecer Abraham había galopado, preso de un extraño nerviosismo, y había atravesado valles en sombra y llanuras bañadas por la luz amarillenta y moribunda de la luna. Sólo se detuvo en el arroyo del bosque y luego avanzó decidido hacia el camino principal y hacia su propia familia.

Desde el suelo se elevaba la neblina. Los gigantescos árboles, que parecían estar allí desde el comienzo de los tiempos, estaban cubiertos de ricas capas de sombra y colores profundos. La tierra todavía olía a verano.

Cuando Abraham abandonó Toledo, no tenía nada que perder. Podía limitarse a salvar su insignificante vida. Pero desde su boda o, más aún, desde el nacimiento de sus hijos se le antojaba que él pertenecía a la tierra y la tierra le pertenecía a él. Así que no había sonido, olor o visión que no pudiese humedecerle los ojos o producirle un nudo en la garganta durante aquellos momentos en que le sobrevenían sus repentinos cambios de humor.

En los últimos meses, esta peculiar agonía de felicidad había llegado a su cúspide. Pero cuando su mejor estudiante se quitó la vida, después de que lo acusaran de ilustrar con dibujos obscenos la Biblia, Abraham sintió que densas sombras se alzaban a su alrededor, como si, justo más allá del alcance de la vista, las murallas de Toledo volvieran a levantarse.

Siguiendo el consejo de Jean de Tournière, había dejado la universidad. Al principio se sintió como un exiliado. Pero pronto la emoción cotidiana de cuidar de personas que no habían visto a un médico jamás lo colmó de nuevo entusiasmo. Entretanto, sin decírselo a nadie, había terminado y guardado en un baúl el proyecto al que tanto tiempo había dedicado en la universidad: un tratado de anatomía ilustrado con sumo detalle. Sus dibujos se basaban en los cientos de disecciones practicadas. Mediante ellos, comparaba los órganos humanos con los de los animales, para que pudieran observarse las sorprendentes coincidencias en los distintos diseños de nuestro creador.

Algunas veces, por la noche, quitaba el candado y abría el baúl para contemplar su libro. Rellenar esas páginas había sido el objeto de toda su vida, para ello había troceado los cuerpos de los muertos y se había alejado primero de Antonio y luego de Gabriela. Veinte años de cirugía y disecciones se reducían a unas cuantas docenas de dibujos.

Llegó al castillo cuando el atardecer se convertía en noche. La luna, que se había alzado tan amarilla y engrandecida, se había contraído en un reluciente circulito, y al aliento dorado del día lo reemplazaba un plateado barniz extendido sobre el firmamento. Era ya un cielo de invierno el que se cernía sobre los todavía humeantes restos del verano.

Abraham entró en el comedor. François Peyre estaba solo, sentado a la mesa. A pesar de la temperatura otoñal, vestía un chaleco de cuero sin mangas que le dejaba al desnudo los brazos y el pecho. Podía decirse que, a pesar de todas sus pretensiones nobiliarias, parecía más un esforzado campesino que un aristocrático terrateniente.

Con todo, François Peyre era un hombre guapo y se decía que en las frecuentes fiestas invernales no había dama en el condado que no hubiera sido invitada, y que no hubiera aceptado, tener un cercano contacto con el musculoso corazón de François, escondido bajo ropajes cortados siempre a la última moda.

No obstante, como prometido, François no era peón en juego. El puesto en la otra cabecera de su mesa lo preparaban opíparamente antes de cada fiesta, para que lo ocupase su fiel esposa Nanette. Sin embargo, quedaba invariablemente vacío, porque ella se había confinado a vivir en su alcoba desde el doloroso parto de su único hijo.

—Lisiado para siempre por la torpeza de la comadrona —decía Jeanne-Marie.

Nanette tardó un año en avenirse a conocer a Abraham, alegando que se avergonzaba de su propia debilidad. Pero cuando finalmente consintió en hacerlo, él se encontró con una mujer en apariencia robusta y voluminosa que solía permanecer sentada a todas horas, cosiendo sus bordados. Sin embargo, Abraham notó que sus pies y sus tobillos estaban anormalmente hinchados.

Su cuñado tenía sobre la mesa grandes pergaminos repletos de cifras. Abraham estaba seguro de que François no sabía leer ni escribir, aunque se empeñase en pasarse una noche al mes pretendiendo supervisar las cuentas de la finca. Sudando y gruñendo, las observaba fijamente como si contuvieran un secreto que pudiese desvelarse a fuerza de empecinado empeño.

—¡Mirad esto! —solía decir a Abraham y a Jeanne-Marie—. Quien lo haya escrito tiene letra de idiota. ¿Podéis descifrar lo que pone?

Y así procedía François, fingiendo sin tregua, hasta aprenderse el documento de memoria.

—Ah, eres tú —exclamó ahora al ver a Abraham—. Ya creímos que pasarías la noche fuera.

—Me quedé a esperar al sacerdote.

—Cuando los médicos dais con algo que no podéis curar, mostráis un raro aprecio por los dichosos clérigos.

—Todos servimos para algo.

François soltó una risa.

—El padre Pablo se alegrará de saber que por fin has decidido brindarle tu amistad. Pero, ahora que hablas de sacerdotes, hay alguien que tal vez necesite uno muy pronto. He recibido un mensaje de Jean de Tournière en el que informa de que el cardenal Velázquez viene de regreso a Montpellier y que el combate entre los litigantes se celebrará pasado mañana.

—Le dejaré a Robert mi daga —reflexionó Abraham en voz alta—. A ella no le costará encontrar el camino hacia el corazón de Pierre Montreuil.

—Ahórrate las bravuconadas sobre tu acero español. El tribunal ha impuesto que no lleven más armas que sus mazas.

François se recostó en la silla. Su copa de vino había tenido una noche bastante ajetreada y hubo de volcar del todo la enorme jarra de la que se servía para que soltara sus últimas reservas de líquido rojo.

—Cuando muera Robert —expuso François—, la propiedad de sus tierras pasará a Madeleine. Y entonces, si así lo desea, Montreuil podrá reclamarlas con la excusa de que, secretamente, ella sigue siendo judía. El tribunal ha desechado esa parte de la acusación, pero dentro de una semana o un mes las cosas habrán cambiado.

—Pues yo he oído que están autorizando el regreso de judíos a París.

—Si es para prestar dinero, los dejarán volver —apuntó Peyre secamente—. Pero si se trata de dejarles ganarlo, los judíos seguirán considerándose exiliados.

—¿Y entonces, amigo mío, tú que ya no eres judío, qué propones hacer si Robert pierde?

—Todavía confío en que el combate pueda evitarse.

—Imposible.

—Le he entregado toda nuestra fortuna a Jean de Tournière. Él ofrecerá ese oro al cardenal Rodrigo Velázquez a cambio de nuestra seguridad.

Cuando Abraham entró en su alcoba, Jeanne-Marie ya dormía. Una pequeña lámpara continuaba encendida. Su llama oscilaba con la brisa que entraba por las ventanas medio abiertas y, gracias a su temblorosa luz, Abraham pudo ver una de las últimas creaciones de Nanette: un pequeño tapiz de una batalla tan sangrienta que todos los soldados parecían traspuestos en una espectacular agonía.

Se metió en la cama, abriendo sus brazos a Jeanne-Marie, quien, entre sueños, se movió hacia él. Por un instante su respiración se aceleró ligeramente, como si el sueño que estaba viviendo estuviese a punto de romperse. Luego agarró la mano de Abraham, la puso sobre su pecho y su aliento se calmó.

La felicidad había llegado sigilosamente, cogiendo a Abraham por sorpresa cuando menos se lo esperaba. Inundaba su corazón cuando estaba con su esposa y cuando su olor, su tacto y el sonido de su voz y las de sus hijos asaltaban su mundo.

Jeanne-Marie se volvió y sintió el aliento de Abraham en sus mejillas. Enseguida empezó a besarlo dulcemente alrededor de los ojos.

Él la abrazó y la colocó de forma que reposase encima de él. Había apagado la lámpara de aceite, pero sus ojos se acostumbraron pronto a la oscuridad. Además, la luna, que llevaba levantada desde el atardecer, ocupaba ahora lo alto del cielo e iluminaba la habitación con un resplandor grisáceo que hacía que el rostro de Jeanne-Marie recordara el de una estatua de plata con ojos de oscuro mármol. Incluso bajo las sábanas, la luz se expandía dibujando un valle bajo sus pechos, un triángulo suave y alargado que se perdía en las sombras de su vientre.

Los labios de Jeanne-Marie besaban los de Abraham. Cuando se casaron, él seguía echando de menos a Paulette y hubo noches en las que, tras las habituales parrandas de taberna con sus estudiantes, iba a su casa. Pero al poco tiempo comenzó a sentirse, no como si hubiese hecho el amor, sino como si se hubiera permitido realizar un poco de ejercicio placentero y muy sudoroso. La frecuencia de sus visitas a Paulette decreció, pasando de ser aventuras mensuales a ser anuales.

La última vez que entró en su habitación reparó en que estaba decorada con abundantes baratijas de la feria y que, en lugar de oler, como siempre, al perfume de su piel, Paulette olía ahora a un perfume que se guardaba en frasco. Su aroma se mezclaba con el tufo rancio de otros amantes en busca de una noche lejos de sus esposas.

Jeanne-Marie estaba sobre Abraham montándolo a horcajadas. Sus ojos grandes y brillantes estudiaban el rostro de su esposo, examinando qué sentía mientras ella se acomodaba para volver a tenerlo dentro. Luego se inclinó hacia él, cubriéndole los hombros y el pecho con su largo cabello negro.

—¿No crees que matará a Robert?

—No estaba pensando en Robert.

—Pero quizá él sí está pensando en nosotros, con la esperanza de que podamos ayudarlo.

Abraham retiró la sábana de su cuerpo. El sudor había formado una línea sobre su muslo, allí donde el de ella se había apoyado. Ahora el aire fresco lo secaba como una mano prudente que protegía su piel.

—Nadie puede ayudar a Robert —dijo él finalmente—. Fue él quien decidió apoderarse de las tierras de Montreuil. Y una vez que Montreuil lo ha acusado, es el tribunal el que impone que su litigio se resuelva en un combate entre ellos. Robert sabía que se exponía a ese riesgo.

—Pero lo hizo porque los campesinos odiaban y temían a Montreuil —protestó Jeanne-Marie.

—Todos los campesinos odian a sus señores feudales.

—Sabes perfectamente bien que Robert no se aprovecha de nadie. Y, sobre todo, sabes que si a tu alumno no le hubiesen encontrado esa estúpida Biblia, nada grave habría ocurrido.

—Tienes razón. Si pudiera luchar en lugar de Robert, te aseguro que lo haría feliz.

Abraham se sintió deprimido al constatar esto. Lo cierto es que, tras tres años sin resultado definido, había empezado a creer que la acusación de Montreuil era una enfermedad que se curaba sola. Y ahora resultaba que podía ser una afección letal. Se había limitado a dejar pasar el tiempo en lugar de emprender un ataque definitivo.

—A veces me sorprendo deseando que hubieses matado a Pierre Montreuil cuando tuviste ocasión.

—Yo también —coincidió Abraham—. Pero si le hubiera matado, habría tenido que escapar de Montpellier y nunca me habría casado contigo, ni nunca habríamos tenido a Joseph y a Sara.

—Yo te habría seguido a cualquier parte.

El juicio de Robert, la muerte de Robert. Únicamente hablaban de eso. Cuando el propio Abraham fue llamado a declarar en el juicio contra su alumno, Jeanne-Marie prefirió ignorar el hecho, como si no afectase a su propia seguridad. Y cuando él le contó que tenía que dejar temporalmente la universidad, ella se limitó a comentar que se alegraba de volver al castillo donde había sido tan feliz en su infancia.

—Esta noche, al llegar a casa, he hablado con François. Cree que Jean de Tournière podrá convencer al cardenal Velázquez para que se anule el combate.

—De Tournière pasa por ser a veces uno de los mayores ilusos de Montpellier.

Gruesas lágrimas empezaron a rodar por las mejillas de Jeanne-Marie. Abraham sintió un nudo en la garganta. Su mujer había pasado toda su vida en una burbuja protectora y ni siquiera ella sabía por qué lloraba tanto en los últimos tiempos. Sin embargo, Abraham sí lo sabía: la burbuja estaba a punto de reventar.

—Eh —exclamó Abraham—, tú, querida esposa, que posees las peras más jugosas y deseables de toda Europa.

Sin más palabras, Abraham rodó sobre su cuerpo y le propinó un mordisco que al instante liberó toda la tensión del cuerpo de Jeanne-Marie.

—Maldito asesino —gritó ella saltando y agarrándolo por el cuello—. Pide perdón o te mataré en nombre de mi familia. ¿Te rindes?

—Nunca —susurró él fingiendo que se ahogaba. Pero luego se dio la vuelta y, a pesar de la resistencia de Jeanne-Marie, la arrastró hacia adelante para vérselas cara a cara con ella, cuyas manos seguían rodeándole la garganta. Abraham empezó a frotarle el rostro con su barba, arriba y abajo, hasta que las lágrimas y las risas se mezclaron convulsivamente.

Al cabo de un momento, él estaba encima de ella, deslizándose una y otra vez en su interior y apenas conservando el aliento cuando las piernas de Jeanne-Marie le abrazaron la cintura y ambos llegaron juntos al clímax.

—Sigo sin poder pensar en otra cosa que en el pobre Robert —le confesó ella pasado un rato.

Abraham guardó silencio. ¿Podía compararse la muerte de Robert, que había tenido una vida cómoda y llena de lujos, con la muerte de un hombre aplastado por un carro tras treinta años de trabajos continuos y apenas alimento? La verdad es que, cuando a Robert le llegase la hora, las penurias ajenas no le consolarían.

—¿No sientes ninguna lástima, verdad?

—No lo sé.

—Deberías comprender estas cosas —insistió ella—, porque has vivido grandes dificultades. ¿No crees que el sufrimiento nos hace ser más sabios?

—A mí el sufrimiento me hace sentir feliz por haber sobrevivido a él.

Tomó a Jeanne-Marie en sus brazos y le besó los ojos, la boca y el grácil hoyuelo de la garganta, donde la luz de la luna formaba su estanque, convirtiéndolo en moneda de plata.