3

Cuando se enteró de que Abraham había llegado a Toledo, Gabriela estaba en uno de los almacenes de Velázquez revisando un cargamento de telas. Fue su hermana Lea quien le dio la noticia con una tétrica sonrisa, con la que le quería dar a entender que había llegado el momento de que pagase por los pecados de su juventud, por su obstinada insistencia en trabajar para el hermano del cardenal Rodrigo Velázquez, por su matrimonio con un italiano que, si bien era judío, era un judío con ideas extrañas y hábitos extranjeros.

Gabriela se pasó la tarde pensando qué le diría a su marido. Pues éste, a pesar de que hablaba sin parar del advenimiento de una nueva era, era tan celoso como cualquier hombre. Antes de que se casaran, ella le había contado algo de su historia con Abraham, y el asunto había preocupado a León lo bastante como para que le preguntara en repetidas ocasiones si continuaba enamorada de aquel desabrido adolescente.

Sin embargo, cuando Gabriela llegó a casa, su esposo había partido hacia Madrid en una inesperada misión comercial. De forma que al día siguiente, cuando Velázquez la invitó a cenar con Abraham, dejando caer el nombre de León como si no supiera bien dónde lo había enviado, ella ya llevaba una noche sin poder pegar ojo.

Temía su encuentro con Abraham, y habría preferido dejar el pasado cerrado. No obstante, cuando llegó la hora de la cena y se vio cara a cara con él, Gabriela no lamentó en grado alguno que su esposo León estuviera ausente y no pudiera contemplar la reacción de su rostro.

La simple visión de Abraham la sobrecogió, como si hubiera recibido un puñetazo en el corazón y su cabeza se llenara de titilantes estrellas.

—¡Gabriela!

Él pronunció su nombre y avanzó hacia ella. Sabía que se había convertido en deán de la facultad de medicina y que se había casado en Montpellier, pero nada podía haberla preparado para afrontar ese increíble momento. Porque Abraham Halevi, a quien tenía por lo más grande de su vida, se aproximaba a ella con los brazos abiertos y toda la fuerza de la realidad en casa de Juan Velázquez.

—Gabriela.

El sonido de su voz le hizo marearse nuevamente. Y, esta vez, las estrellas en su cabeza giraron hasta robarle el equilibrio y hacerla tambalear. Cuando Abraham la sujetó, abrazándola contra su pecho. Gabriela estalló en lágrimas.

Más tarde, Gabriela le contó a Abraham que lo que le había sucedido a continuación lo consideraba algo mágico: sentada en el patio de la mansión, paladeando delicadamente el exquisito vino, mirando el sol poniente, había sentido que un mundo de ensueño se apoderaba de la ciudad de Toledo. Teniendo junto a ella a Abraham, el corazón de Gabriela se expandió como el corazón de una chiquilla. Y esa chiquilla era ella misma, enamorada de nuevo, sintiéndose protegida una vez más por el aura del espíritu más fiero de toda la ciudad. Y lo que tenía incluso mayor magia era que en aquel mundo onírico y magnético parecía que la chiquilla había sido llamada otra vez a la vida y se afanaba en descubrir cómo se comportaría una mujer ya madura, Gabriela Hasdai de Santángel, frente al amante que tanta pasión había despertado en ella en otro tiempo y que volvía a sentir de nuevo.

—¿Sabes? —susurró Gabriela—, yo creía que estabas destinado a convertirte en un nuevo profeta, cuya figura se elevaría como una llama para guiarnos en nuestra noche más oscura. ¿Te acuerdas de cuando nos escapábamos al río para inspeccionar los huesos de los muertos? Solía figurarme que no éramos simplemente dos niños huérfanos de Toledo, sino que Dios nos había elegido para un cometido grande y que nos convertiríamos en héroes judíos.

Abraham guardó silencio y ella continuó hablando.

—Esta noche, en casa de don Juan, he sido tan feliz como si me hubieran dicho que el propósito de tu retorno es llevar a todos los judíos toledanos de vuelta a Israel. Y que, al otro lado de la muralla, nos espera una caravana de caballos y camellos con atavíos de oro, que nos sacará de nuestro sufrimiento para ofrecernos el cálido abrigo de la Tierra Prometida.

Gabriela se detuvo, pero su lengua se asemejaba a un caballo que acaba de recobrar la libertad y está dispuesto a galopar toda la noche. Sin embargo, ahora que estaban en su casa, todo aquello que parecía tan mágico y apropiado en casa de don Juan corría el peligro de desvanecerse pronto.

¿Por qué le había invitado a acompañarla a su casa después de la cena? ¿Para que conociese a sus hijos? Hacía mucho que estaban dormidos. ¿Para que comprobase lo bien que había superado su última y turbulenta noche juntos en Barcelona y cómo ahora vivía en una de las casas más lujosas y cultas de Toledo? ¿O le había invitado porque ella misma era una enferma estúpida, incapaz de impedir que su corazón se entregase, una vez tras otra, a un hombre que no la quería?

Gabriela comenzó a hablar de nuevo, sin poder impedirlo. Primero le contó que se había casado por primera vez el mismo año que Abraham dejó Barcelona. Su primer marido se llamaba Jacobo Eleazar y era teólogo.

—Cuando me pidió la mano —explicó Gabriela—, le dije que tenía el corazón roto por el asesinato de mis amigos de Toledo. Jacobo me dijo que me comprendía y que también su corazón estaba roto por los sufrimientos de nuestra gente. Me dije a mí misma que nunca volvería a amar, pero que una mujer tiene el deber de ser útil a algún hombre. Al final, me casé con él por compasión.

Abraham se limitó a asentir con la cabeza cuando Gabriela dijo esto. Y ella, sintiéndose un poco idiota, se apresuró a concluir el relato de su historia.

—Enfermó casi el mismo día de nuestra boda. Apenas podía levantarse de la cama. Y yo, como una matrona, le daba el caldo en la boca mientras él estudiaba los libros sagrados. Nunca paraba de estudiar. El día de su muerte seguía repasando los comentarios de los Diez Mandamientos.

Abraham siguió mirándola en silencio.

—Cuando murió, me resigné a una vida de completa soledad, aunque con Jacobo había conocido los consuelos del matrimonio.

Al decir esto, Gabriela levantó los ojos hacia Abraham, pero no vio en él ninguna reacción.

—Había dejado de trabajar para Juan Velázquez, pero tras la muerte de Jacobo quería volver a Toledo. Cuando me cansé de la rutina diaria con mi hermana Lea, acepté la oferta de Velázquez y retorné a sus negocios. Un día mi hermana me habló de cierto judío italiano a quien consideraba un hombre honrado y que buscaba esposa. Incluso procedía de una vieja y respetable familia de judíos españoles. Él es hoy mi marido: León Santángel.

—¿Y dónde para esta noche?

—Está en Madrid, visitando a sus primos.

—Lamento no poder conocerlo.

La voz de Abraham se había hecho más grave con los años, más segura de sí misma, pero también, como las voces de tantos otros hombres, más opaca.

—¿A qué has venido a Toledo?

—A testificar en el juicio contra el médico Mayer.

—¿Solamente a eso?

—Y también a verte.

—Ahora ya me has visto. —Gabriela captó un matiz de enfado en su propia voz. ¿Por qué no habría de estar enfadada? Todo ese encuentro, muchas veces soñado, se había convertido en una farsa. Contando alocadamente su historia, como una muchachita insegura, se había humillado para recibir únicamente una fría frase: «Y también a verte.» Eso era todo. Su recompensa por toda una vida de amor se reducía a la palabra «también».

—¿Te ha hecho feliz León?

—En mi vida hay una familia, honestidad, amor.

—Yo también me casé.

—¿Y has aprendido algo del amor?

—Sí.

De nuevo un puño golpeó el corazón de Gabriela, pero esta vez no se sintió invadida por ningún mareo, sino por el temor. Le asustó el rápido paso del tiempo y que todos sus sueños los tornase ridículos un extraño que días atrás la llamó suya. Le asustó que el amor y la rabia bailaran juntos su peculiar danza en el interior de su ser.

—No debería haber venido. No quiero volver a hacerte infeliz.

Gabriela había empezado a llorar. Se levantó y se aproximó a Abraham, que la miraba sin moverse. Cuando habló, no lo hizo con su voz, sino con la de aquella muchacha que había sido abandonada en Barcelona sólo porque, con objeto de salvar la vida, había dejado que mancillaran su piel de muchachita.

—Te necesito, no me rechaces más.

Lo que sucedió a continuación ocurrió muy rápido. Mientras Gabriela hablaba, el aceite de la lámpara se consumió y, en la oscuridad, abrazó a Abraham, cuyos brazos la esperaban bien abiertos. Pronto se unieron una vez más. Él se comportó de un modo más abrupto y dominante que lo que ella recordaba. Abraham se entregó con fuerza a su deseo y Gabriela sintió relámpagos de placer recorriéndole la columna vertebral. No había soñado con volver a hacer el amor con él, pero ahora que estaban juntos cayó en la cuenta de que lo ansiaba desde siempre. Quería hacer el amor con él, pero no de esa manera. Quería sentir que se unían suave y gentilmente. Quería perderse en noches densas en estrellas, al arrullo del fluir del Tajo. Quería sentir el contacto de su piel durante horas y horas, acurrucarse contra él para que su olor la rodeara como sábanas de seda. Arroparse con su amor y sus tiernas caricias.

Pero en lugar de eso él había despertado en ella algo muy diferente. Un deseo y una necesidad acuciantes. Y cuando llegó al clímax, se oyó a sí misma aullando como una bestia en celo. Incluso a la cima de su placer fue llevada a la fuerza.

Cuando todo hubo acabado, permaneció tumbada junto a Abraham sintiendo un cosquilleo en el cuerpo. El amor y la ira, la esperanza y la desilusión seguían inseparablemente mezcladas en ella. El conflicto entre todos estos sentimientos la hacía temblar y pronto empezó a tiritar.

—¿Tienes frío? —le preguntó Abraham. Su voz distante sonaba ahora lo suficientemente cercana.

—Estoy enfadada —espetó Gabriela— y enferma de vergüenza. —Se alejó de él y se cubrió las caderas con el vestido.

—Yo también estoy casado.

—¿Y así es como le haces el amor a tu esposa?

Su tono de suplicante chiquilla se había transformado en el de una mujer burlona y asqueada de sí misma.

—No —contestó Abraham acercándose a ella en la oscuridad—. Así es como te lo hago a ti.

De repente, la agarró del cuello y con la otra mano le arrancó el vestido con el que ella acababa de cubrirse como una sirvienta mancillada. Su mano transmitía tanta ira que Gabriela sintió cómo le clavaba los nudillos en la garganta, que poco antes él había cubierto de cariñosos besos.

—Lo siento —dijo Gabriela, aunque en realidad no lo sentía. Al contrario, se alegraba de haber conseguido vengarse de alguna manera por todos esos años en los que había querido y necesitado a Abraham, en los que le había entregado su amor para recibir a cambio su indiferencia o algo aún peor.

—No te disculpes —dijo él soltándole el cuello—. Yo te he amado de verdad. Incluso juré a Dios, la noche en que estaba con Antonio en las mazmorras, que me casaría contigo si escapaba. Cuando te dejé en Barcelona no fue porque no te amase, sino porque mi vida apuntaba hacia otro lugar.

—Y ahora que has conseguido ser un cirujano célebre y deán de la universidad, ¿hacia dónde apunta tu vida? ¿Hacia el amor?

Abraham no contestó y, por un momento, también Gabriela guardó silencio. Las palabras que acababa de pronunciar todavía estaban haciendo su efecto. Quince o diez años antes, habría creído que ni siquiera su propia vida era un precio demasiado alto para cambiarla por un reconocimiento de amor por parte de Abraham.

—Dime una cosa —dijo Gabriela—, ¿criáis a vuestros hijos como judíos o como cristianos?

—Como ninguna de las dos cosas y como ambas.

—Exactamente lo que eres tú.

Gabriela pensó que tal vez la había querido y tal vez la quería aún. Pero ese mismo destino que los había separado antes, y que no era sólo la ambición de Abraham, volvería a separarlos. Era mejor hablar y construir una distancia que no pudiera superarse. Era mejor admitir una pequeña derrota, que no meterse a luchar una gran batalla imposible de ganar.

—Aquella parte de mí ya está muerta.

Gabriela rió. Su amor por Abraham casi la había destruido, pero ahí estaba él, su primer novio y su primer desengaño, tan normal y tan calmado como cualquier otra noche y dispuesto a lucubrar teorías con ella hasta el amanecer, en vez de hablar de lo importante.

—Tú no estás muerto —observó Gabriela—. Lo tuyo es muy diferente a la muerte. Eres un hombre que vive escondido en un baúl. Permaneces allí dentro, mientras le ofreces al mundo una marioneta fabricada por ti mismo para mantenerte escondido.

Gabriela intentó detenerse, pero era demasiado tarde. Toda una vida de amargura clamaba por manifestarse.

—Abraham, mi amante, tu destino te encontrará incluso si rehúsas buscarlo, y cuando eso suceda, quien sufrirá será la familia a la que con ligereza has traicionado. Es con sus vidas con lo que juegas en tu deseo de reinventarte a ti mismo a ojos de la historia.

Abraham estaba de pie, mirando hacia otra parte. Cuando por fin se volvió hacia ella, tenía lágrimas en los ojos. La luz de la luna las convertía en perlas. Gabriela comprendió que allí donde su amor había fracasado su ira había conseguido un inesperado triunfo.

—¿Por qué estamos peleándonos?

—No lo sé.

Esta vez, cuando Abraham la abrazó, ella se derritió en sus brazos. Y cuando él abandonó su casa, una hora antes de que amaneciera, Gabriela permaneció en la puerta observando cómo, con paso rápido, se perdía en la oscuridad. Le había hecho trizas la coraza de amargura y volvía a sentirse de nuevo como una chiquilla inocente, cuya alma desnuda estaba expuesta al aire de la noche placer del tacto de su amante tras el mareante placer del tacto de su amante.

Abraham ya no volvió. Fue su hermana Lea quien le dijo que había abandonado Toledo.

—Partió tal como vino —explicó—. En una carroza. Por la forma en que viajaba, se hubiera dicho que es un rey. ¿Lo viste?

—Sí.

Con el curso de los años el rostro de Lea se había tornado duro como el de un hombre. Ya nunca se arreglaba las cejas ni le importaba que algunos pelillos brotaran de su barbilla.

—Si yo fuese tú, tendría sumo cuidado en una situación así.

Gabriela asintió con la cabeza.

—No me gustaría sacrificar —continuó Lea— todo lo que he conseguido por un amor infantil.

La idea de que Lea experimentara algún tipo de amor romántico, fuese infantil o no, se le antojaba inconcebible a Gabriela. Sin embargo, la seguridad con la que había hablado y la punzante mirada con la que acompañó sus palabras hicieron que a Gabriela se le acelerase el pulso.

Se disponía a protestar cuando un inquietante pensamiento paralizó su lengua. Se había entregado a Abraham. Le había dado todo lo que puede darse en una noche, pero ni por un instante se le ocurrió que ello pudiese significar dejar o perder a León, sacrificando una vida junto a él, por atender a sus sentimientos hacia Abraham.

—¡Dime! —le exigió Lea—. ¿Te comportaste con sabiduría?

—Lo hice —aseguró Gabriela—. Y comprendí que sé más de lo que yo misma creía.