Principios de septiembre de 1407.
Este año la feria anual había supuesto un impresionante éxito en términos comerciales. Un éxito que dejaba claro el veloz ímpetu con el que Toledo se había recuperado de sus recientes catástrofes. Enrique III, descendiente directo de Enrique de Trastámara había muerto de modo súbito. Se decía que asesinado por su médico judío, Mayer.
La sucesión se llevó a cabo sin grandes sobresaltos, pero durante meses los rumores que rodearon el interrogatorio de Mayer inflamaron los ánimos del pueblo. Desde 1391 las suspicacias con los judíos nunca habían sido tan graves, y éstos tenían la impresión de que los oscuros nubarrones, que en el curso de muchas décadas y muchas crisis venían cerniéndose sobre sus fortunas y amenazando tormenta, finalmente pintarían en el panorama un cielo completamente negro, hasta descargar, extinguiendo sus vidas.
Pero una vez que el señor Mayer hubo muerto, la tensión decreció algo. El mes de feria era motivo de celebración para los judíos toledanos. Era un mes de estabilidad y comercio. Los jóvenes que no albergaban deseo de escuchar las calamidades narradas por sus mayores, ni imaginación para figurárselas, creían que Toledo volvía a ser un santuario y una capital para el judaísmo.
Y esto a pesar de que, a renglón de los acontecimientos de 1391, los judíos de Toledo estaban ahora obligados a vivir en un barrio mucho más reducido. La gran sinagoga del Tránsito, construida por Samuel Halevi, había sido transformada en iglesia. Y el resto de las sinagogas permanecía en ruinas sin plan de reconstrucción.
Pero aquel siglo tampoco estuvo exento de adquisiciones y triunfos para los judíos toledanos. Grandes financieros se alzaron para proteger a su comunidad, y tan grande era su poder que ni siquiera las acusaciones contra el médico de Enrique III les privaron de hacer sustanciosos tratos con el nuevo rey.
Lo que a este rey le gustaba —le había explicado mil veces Juan Velázquez a su mujer— no era la guerra, sino el comercio. La idea de enriquecerse con el dolor ajeno nunca le había seducido lo más mínimo.
Sentado en su comedor a altas horas de la noche durante cierta velada de aquel septiembre, y tan deseoso de permanecer a solas que había enviado a la cama a todos sus sirvientes, Juan Velázquez bebía de las remesas de vino que su hermano acababa de enviarle. Era tinto y fuerte, como la sangre de Cristo que corre por las venas del auténtico cristiano y que se entrega por todos los hombres. Había momentos en los que Juan Velázquez soñaba con haber nacido en la época de las cruzadas y con haberse entregado a liberar la Tierra Santa. Le disgustaba la posibilidad de morir enfermo, tal vez de disentería, en un territorio extraño, pero más le seducía la noción de pertenecer a la hermandad de la cristiandad y compartir con hombres extraordinariamente ingeniosos y bravos la esforzada tarea de conquistar tierras y organizar grandes reinos.
Sin embargo, los cruzados habían tocado a su fin. «Ya basta —pensó Velázquez— de galopar por mis tierras y hundir mi lanza en gamos asustados. O de ir al bosque con un grupo de camaradas para matar osos.» Había muchos osos enormes, con sus abrigos de piel que parecían venirles grandes. Se trataba de rodearlos y matarlos de acuerdo con ciertas reglas. Y luego el cazador saltaba pie a tierra junto a la bestia y se colocaba junto a ella, mientras su corazón se henchía de calma, mientras la pieza se desangraba.
En cualquier caso, ¿dónde estaban los hombres que serían sus hermanos en una cruzada? Desde luego, no esperaba contar con los comerciantes con los cuales alternaba en un clima de total y recíproca desconfianza. Ni tampoco con Rodrigo, que mandaría el mundo entero al infierno a cambio de ejercer el papado.
Juan pensó que ni siquiera podía fiarse de las mujeres que tenía cerca. Isabel había malcriado a su hijo Diego con un desmedido y malentendido amor maternal. Gabriela Hasdai de Santángel tenía la debilidad de entregarse a los hombres. Tras la muerte del primer marido de Gabriela, Juan había pasado una noche copulando con ella en su almacén de mercancías. Estos judíos eran paganos que se enzarzaban entre sí como gatos en celo y luego, como si no hubiese sucedido nada, se separaban con expresión de completa frialdad, como piedras.
Al pensar en los judíos de Toledo, que se estaban convirtiendo en insensibles piedras, y al pensar en las piedras bajo las cuales los enterraban, Juan Velázquez se acordó de Mayer, a quien un mes antes habían torturado hasta la muerte en las eficientes mazmorras del cardenal.
La noche previa al suceso, Rodrigo Velázquez había acudido a cenar a casa de su hermano Juan. Isabel, que conocía vagamente al infortunado reo, le pidió a Rodrigo que tuviese piedad. La visión de su esposa inclinada suplicante ante su hermano suavizó los ánimos de Juan. Se sorprendió a sí mismo estando de acuerdo con ella, en favor de la clemencia, una vez que oyó sus argumentos llenos de pureza, imperiosidad y santidad.
Sin embargo, Rodrigo acabó explotando. Dio un puñetazo en la mesa con todas sus fuerzas. En la otra mano sujetaba una jarra del vino que le otorgaba vigor, mientras la jarra que compartían todos salió volando de la mesa y se hizo añicos contra el suelo.
—No me habléis de clemencia —gritó airado—. He visto a los esclavos que reman en los barcos de vuestro marido de un extremo al otro del mar Mediterráneo. Los llevan encadenados a sus bancos, como quien deja a un animal amarrado a una estaca en el desierto y lo abandona hasta que muera. Y he visto vuestro rostro cuando miráis hacia el ala lejana del castillo, donde los hijos bastardos de vuestro marido permanecen ocultos en la penumbra, como meros repollos almacenados.
El recuerdo de los reproches de Rodrigo y de la expresión agónica de Isabel hizo que Juan se pusiese en pie alterado. Abrió las ventanas. La noche era fría y oscura, el tipo de noche en que los jóvenes buscan amor para confortar su alma. Con un gran desasosiego, Juan salió de la sala, cruzó el patio y se dirigió hacia la alcoba de Isabel. Aunque Abraham Halevi les había avisado de que tener más niños podría resultarle fatal, muchas veces Isabel había acogido alegremente a Juan entre sus brazos, mientras criaba al pequeño Diego. Eventualmente, se quedó sin leche. Y aunque ella insistía en que Dios la había salvado una vez y en volver a confiarse a él, a partir de aquel indicio, Juan Velázquez encontró fácil resistirse a los encantos de su mujer.
Tal vez fue por el recuerdo de la operación, o quizá porque el olor lechoso de sus pechos se había ido haciendo amargo, pero el caso era que Juan Velázquez podía seguir compartiendo lecho con su mujer, pero no podía soportar que su piel le rozara.
En los años siguientes al nacimiento de su hijo, Isabel pasó de ser aquella joven compulsiva y orientada al placer que dio a Velázquez una segunda juventud, a ser una dama a quien los sirvientes calificaban de santa. La comparaban con la célebre santa Catalina de Siena, cuyo ascetismo resultó legendario.
Isabel raramente iba de fiesta y nunca probaba el alcohol. Su cuerpo desnudo parecía la viva negación de ese amor que todavía decía ansiar. Las costillas se le marcaban como escaleras desde la cintura a los hombros, sus pechos estaban vacíos de carne, su diminuto talle sólo se dibujaba mediante los puntiagudos huesos de las caderas.
Juan pasó de largo los aposentos de Isabel y continuó hacia los de la servidumbre. Abrió una puerta y se acercó rápidamente a la cama donde dormía Renata, la madre de sus dos hijas. Durante la noche, las sábanas se habían desplazado dejando a la vista un hermoso pecho moreno que contrastaba con el lino blanco. Cuando Velázquez cerró la puerta y se quitó el calzado y las ropas, Renata ya se había vuelto hacia la parte vacía del lecho con los brazos abiertos.
—Idiota —se dijo Velázquez a sí mismo entre susurros—. Ni siquiera sabe quién se mete en su cama.
Pero se metió dentro en cualquier caso, y pronto montaba a la mujer con suavidad, mientras ella le daba ánimos con medias palabras y muchas caricias.
Agotado, Juan se retiró de ella y Renata volvió a dormirse instantáneamente, con sus carnosas nalgas acopladas en su tripa.
—Eres una vaca —murmuró Velázquez. Sin embargo, la rodeó con sus brazos y puso la palma de la mano en su estómago.
Bien cerrado y guardado para pasar la noche, todo el palacio dormía. En una de las habitaciones lo hacía su esposa, la casi santa. En otra, su hijo, cuidado por su vieja nodriza. También estaba la habitación de Leonor, la otra criada que le había dado hijos, y la habitación de éstos. Por último, quedaba la habitación donde yacían Renata y Juan Velázquez.
Todas estas criaturas dependían de él, lo amaban y le servían sin quejas. Igual que la otra docena larga de criados que vivían en palacio.
No había uno solo que se dejase sobornar, ni tampoco uno solo al que hubiese tenido que retener haciéndole firmar un contrato. Ninguno vacilaría en dar la vida por él, su mujer o su hijo.
Y, sin embargo, una vez más sentía la familiar compañía de su insomnio. El primer indicio era la capa de sudor que le cubría el cuerpo, incluso en presencia de la fría brisa nocturna.
Como una engorrosa túnica de la cual no podía desprenderse, le picaba toda la piel. Rodó en el lecho lejos de Renata y apartó las sábanas para que su barriga se secara al aire. A veces, en el instante del clímax sexual, se sentía alegremente morir. Isabel se acordaba bien, y se lamentaba, del día en que se rió de la pequeña muerte que su marido decía experimentar en su placer.
Sin embargo, a los cincuenta y cuatro años, el impulso sexual era todavía lo bastante intenso como para hacerle sentirse felizmente perdido ante su fuerza. Pero, sólo unos segundos después de haberlo satisfecho, ese efímero paraíso se desvanecía y él volvía en sí mismo, sin que nada hubiese cambiado. Entonces permanecía tumbado y bañado en sudor, mientras en sus oídos resonaba como un lejano eco lo que acababa de ocurrir.
Se frotó con las manos el pecho y el estómago. Su vello era ahora entrecano y áspero como el de un oso viejo. Incluso su sudor parecía arenoso y aderezado con pequeñas partículas de tierra.
Cerró los ojos e intentó imaginarse a sí mismo durmiendo. En lugar de ver eso, vio a Gabriela Hasdai jadeando debajo de él, con sus dientes judíos y blancos mordiéndole el brazo. Completamente desvelado y súbitamente nervioso, Juan Velázquez se levantó de la cama y volvió a vestirse.
A paso muy lento, pues la espalda y las piernas le dolían a cada zancada, retornó al comedor y encendió las velas que poco antes había apagado con los dedos humedecidos de saliva.
En cuanto prendió una diminuta llama, percibió la sombra de alguien apostado en un rincón. Y al tiempo que en la luz de las velas oscilaba hasta crecer con fuerza, esa silueta se distanció de la pared aproximándose a él.
Cual diablo vestido con capa negra, Abraham Halevi se presentaba ante Juan Velázquez como si el tiempo hubiese retrocedido dieciséis años en el lapso de un suspiro.
—¡Don Juan!
—¡Halevi!
—Perdonadme por venir a tan altas horas de la noche. No sabía si querríais recibirme.
—Os sigo debiendo las vidas de mi mujer y mi hijo.
—Pero tomé las de vuestros sirvientes.
—Los sirvientes pueden reemplazarse.
Juan Velázquez avanzó hacia Abraham, lo agarró del brazo y lo llevó hasta la luz. El tiempo había sido amable con el judío que tan diestro era en el uso del bisturí y tan inseguro en cuestiones de fe. Su rostro había mejorado con los años y su barba tenía mayor lustre. Aquel joven flaco y larguirucho era hoy un hombre con mucha más sustancia, incluso lucía un atisbo de tripa.
—¿Qué hacéis aquí, en Toledo?
—He venido a declarar en el juicio de Mayer. Pero cuando llegué el juicio ya había acabado.
—A mí también me apenó mucho la muerte del señor Mayer. Cuando muere un rey, todos los que le rodean corren peligro. Podía haber sido incluso peor.
—Lo sé —asintió Abraham.
—Habéis cambiado —observó Juan Velázquez.
—Vos también. He oído que os habéis convertido en el mercader más rico y poderoso de toda la ciudad. Casi tan poderoso como vuestro hermano Rodrigo.
—Hace mucho tiempo que Rodrigo dejó de ser simplemente mi hermano. Ahora es el elegido de Dios para dirigir la Iglesia.
—¿Contra los judíos? —preguntó Abraham.
—Contra sus enemigos, sean quienes sean.
—Bien contestado, señor, y os ruego me perdonéis, porque, para mí, don Juan, habéis sido sobre todas las cosas un amigo.
Velázquez lo condujo a la mesa, le ofreció la silla donde solía sentarse su hermano Rodrigo y le dio un vaso de vino. Luego él mismo se sentó poniendo las manos sobre el tablero y entrelazando los dedos. Cada dedo representaba a una mujer, una ramera, un hijo bastardo o un símbolo de su infelicidad. Sus noches se habían convertido en interminables desplazamientos desde una cama hasta otra y ninguna interrupción hubiese sido más bienvenida que la de Abraham Halevi. Se había producido en la misma noche en que Velázquez reflexionaba sobre la búsqueda de espíritus afines, aunque la voz del judío había sonado más como la de un suplicante que como la de un hermano; sin duda quería pedirle algo.
—Hablad —le invitó Velázquez.
—Es una historia compleja. Pero dejadme que os diga, para empezar, que ahora estoy casado y soy padre. El cuñado de mi esposa es Robert de Mercier, con quien vos hacéis negocios en Montpellier.
—Conozco a Robert de Mercier.
—Ha sido acusado por Pierre Montreuil.
—Eso también lo sé.
—No creo que haya hombre alguno que pueda ser feliz en nuestros tiempos —observó Abraham—. Pero, como padre, me preocupa que mis hijos al menos sobrevivan, ¿me comprendéis?
—Comprendo asimismo lo que significa ser padre —dijo Velázquez en tono cortante. De repente se sintió a la vez somnoliento e irritado, previendo lo que oiría a continuación.
—¿Comprenderéis entonces que me gustaría ver retirada la acusación contra De Mercier?
—Lo comprendo —contestó Velázquez. Guardados en un arcón junto a la mesa en la que estaban sentados, se encontraban todos sus contratos comerciales con De Mercier. Los había estado repasado esa misma noche. Constituían un voluminoso paquete atado con un lazo y, al colocarlo de nuevo en su baúl, Velázquez había reparado en lo mucho que pesaban, como un corazón cargado.
—Vuestro hermano es quien está detrás de estos asuntos…
—También comprendo eso —bramó Velázquez—. Parece que todo trata siempre de mi hermano.
La ligera irritación del principio amenazaba con convertirse en ira. Rodrigo Velázquez, el cardenal Velázquez, ¿en lengua de quién no podría ser ese nombre, para su hermano Juan, tanto una maldición como un motivo de orgullo? ¡Si Rodrigo estuviese en Toledo en ese instante! ¡Si entrase por la puerta y viese a ese judío sentado en su sitio y bebiendo su vino!
—¿Todavía eres judío? —preguntó Velázquez.
—No soy más que eso.
—Desde la última vez que nos vimos, muchos judíos de Toledo se han convertido. Se confiesan todas las semanas y han aprendido a vivir.
Abraham Halevi se inclinó hacia adelante y agarró firmemente su vaso con ambas manos. Juan pensó que, sorprendentemente, se parecía bastante a su hermano Rodrigo. La cara de ambos se contraía y sus puños se cerraban cuando estaban enfadados.
—Quiero que mis hijos vivan —susurró Abraham—. ¿Hablaréis con vuestro hermano, don Juan?
—Hablaré con él, amigo mío. Pero también os diré lo que opino de su labor. Mi hermano Rodrigo ha unido su destino a la destrucción del judaísmo. Como hombre me avergüenzo de un hermano que prospera con la muerte de otras creencias. Pero, como cristiano, creo que algo debe sacrificarse si queremos que la Iglesia se pueda reunificar. ¿Por qué no los judíos? No serían el primer pueblo borrado por la propia historia del mundo. España misma es una reliquia de pueblos que fueron asolados por moros y judíos, hasta que consiguieron volver a levantarse y gobernar su propio destino. Y, finalmente, querido Halevi, os hablaré como hombre de comercio, porque eso es lo que soy por encima de todo. Como mercader os diré, a vos viejo amigo, con quien estoy en deuda, que debéis aprender a saber lo que elegir y lo que rechazar. Cuando os hicisteis médico, elegisteis tener un futuro. Y mirad los resultados: os ha salido bien. He oído hablar de vuestros éxitos en Francia y de vuestro sorprendente matrimonio, un matrimonio brillante, contraído «por la Iglesia». También sé que ocupáis el cargo de deán de la Universidad de Montpellier. Y ahora se os presenta la necesidad de elegir otra vez. Tenéis que elegir entre ser el judío que nunca jamás habéis sido, o convertiros, de todo corazón, al cristianismo. Ésa es la elección, entrañable amigo, que os negáis a asumir. Ahora es el momento de actuar. Porque pronto, ni yo ni nadie en el mundo podrá interponerse entre Rodrigo y vos. Tenéis que comprender que mi hermano no es sencillamente un hombre que se propone llegar a ser papa, ni tampoco es solamente un hombre que encarna el poder de la Iglesia. Rodrigo es el rostro del futuro de la historia. Es la historia, querido, quien hoy está en contra del judaísmo. Pronto, lo poco que quede de él, será enterrado. Ni yo ni Rodrigo, aunque él quisiera que no fuera así, ni tan siquiera vos, podemos escapar a la fuerza del futuro.
Juan se puso de pie. Se había despertado e inflamado con su propia retórica. Lo que decía le sonaba a verdad. Y esto le confería un poder cuyos resortes la propia noche parecía haber puesto en sus manos, y que resonaba en su interior como un tambor.
Sin embargo, Abraham se limitó a recostarse en su silla. Cerró los ojos y se balanceó hacia adelante y hacia atrás, como si se abandonara a la reconfortante escucha de algún cuento de hadas.
—¡Hablad vos ahora! —exigió Velázquez.
Abraham abrió los ojos lentamente y le miró por encima del resplandor de las velas de la mesa.
—Mantenéis un enigmático silencio —observó Velázquez—. Se me había olvidado vuestra astucia.
—Hablaré cuando tenga algo que decir. Y, entonces, doquiera que esté, me oiréis.