Como si acabase de despertar de un prolongado y silencioso letargo, Abraham se encontró súbitamente aturdido por un maremagno de ruidos: un millón de hojas crepitando con la brisa, miles de pájaros trinando, el firme repique de las herraduras de hierro forjado de los caballos resonando en los senderos, el gentil aliento de Jeanne-Marie respirando junto a él.
Era el mes de mayo de 1400. El duro invierno había dejado paso a una tardía pero fecunda primavera que ahora avanzaba in crescendo hacia el inminente verano. Y en este preciso día, tras el frescor de la mañana, el sol lucía con tanta fuerza que daba al cielo un tono azul pálido. También calentaba a conciencia la piel de Abraham y, según avanzaba el viaje, su cuerpo fue cubriéndose de capas alternas de sudor y polvo.
En cambio, Jeanne-Marie parecía inmune al calor. Llevaba un vestido de doncella, blanco y extraordinariamente favorecedor, y un elegante tocado que realzaba su aire virginal. Cubría su cuello y sus hombros con un echarpe que a cada minuto se le resbalaba hacia atrás, de forma que su piel dorada era pasto de ese mismo sol que a Abraham tan incómodo se le antojaba.
Viajaban a paso lento en un carruaje abierto. Habían pasado las dos últimas horas recorriendo caminos cada vez más estrechos y se dirigían a la finca de los Mercier, que administraba François y en la que ella había pasado su infancia.
Justo cuando Abraham iba a quejarse del calor, salieron de una pronunciada curva y Jeanne-Marie le avisó de que pronto podría contemplar las primeras vistas de su castillo.
El sendero discurría ahora por una pequeña zanja a cuyos lados crecía profusamente la hierba, adornada con violetas salvajes y flores azuladas.
—¡Ahora! —dijo ella, mientras torcían de nuevo y aparecía un peculiar edificio de arquitectura bastante extraña: apenas un gran patio rodeado por un gran número de torres—. ¿Qué te parece, eh?
—Bueno, es…
—¡Cuánto amo este lugar! —le interrumpió Jeanne-Marie quitándole las riendas de la mano y arreando a los caballos.
El carro avanzó traqueteando y bamboleándose cuesta abajo, en dirección al singular château. Como una miniatura de Montpellier, estaba situado en un minúsculo valle rodeado de altos riscos. En torno a él, los campos de labor, perfectamente parcelados, contrastaban entre sí en colores verdes y amarillos. Algunos estaban recién sembrados, otros ya contenían densas cosechas de lino, heno y cereales diversos.
Abraham pensó que indudablemente François era tan experto en la producción agrícola y administración de fincas como en detectar a sus invitadas ocultas.
Según el carro iba tomando velocidad, la inercia apretaba progresivamente a Jeanne-Marie contra Abraham. Tras cada colisión, él volvía a apartarla de sí, aunque no demasiado rápido. Desde el día en que la pena y el vino la llevaron a declararle abiertamente su amor, Madeleine de Mercier había ofrecido un buen número de cenas, recepciones y bailes, y Abraham, agradeciendo la oportunidad de ver a Jeanne-Marie sin tener que cortejarla a las claras, había acudido siempre que le había sido posible.
Se pasaba horas observando las cautivadoras maneras de la joven en la danza y otras situaciones: Jeanne-Marie vestida con su largo vestido de una pieza, inclinándose y riendo ante las galanterías de los muchos hombres que siempre la rodeaban; Jeanne-Marie escuchando con exquisita atención los alardes y bravatas de una docena de solteros acaudalados…
Sin embargo, al final de la velada, siempre buscaba a Abraham y se colocaba a su lado, como si fuera un viejo amigo o un hermano en el que encontraba refugio. Cada noche, él retornaba a su casa, maldiciéndose a sí mismo por su parálisis, saboreando en los labios el beso de despedida y el gusto de todas aquellas palabras amorosas que todavía no había sabido inventar ni pronunciar. Porque, al tiempo que cada día se sentía más cautivado por el amor, también se sentía más incapaz de afrontar el insuperable obstáculo: Jeanne-Marie Peyre, aunque de padres judíos, se había convertido en una católica devota.
Ella parecía feliz sencillamente esperando. Se había limitado a invitarlo, con el máximo recato, a acompañarla un día al castillo de los Mercier.
—Conocerás mi hogar y los alrededores de Montpellier. Se dice que son los parajes más bonitos de Europa.
—Me hará muy feliz conocerlos.
—Estáis enamorado —le había dicho Josephine y quizás con mucha razón.
Si estar enamorado significaba pensar incesantemente en una persona, retroceder cuando uno quiere avanzar, desear que a uno le toquen y a la vez temer lo que acarreará, entonces Abraham estaba enamorado. Tenía ya treinta años, dato que Josephine se encargaba continuamente de recordarle. Sin embargo, parecía que al salir de Toledo y darle la espalda a Gabriela algo se había muerto en su interior. Él mismo lo había matado. Cuando de forma compulsiva cavaba las sepulturas de los abatidos por la peste, a veces miraba las húmedas fosas y se imaginaba a sí mismo descansando bajo la tierra, durmiendo para siempre, mientras otros combatían contra la irresistible marea de la muerte.
—Los solterones no cambian nunca —solía especular Josephine. Y era cierto que el miedo y la incertidumbre habían abortado en Abraham la turbadora aparición de sentimientos de amor. Salir de la tumba, amar, casarse, permitirse a sí mismo volver a nacer en el mundo de los compromisos y las convenciones que durante tanto tiempo había evitado eran cosas que empezaba a temer.
Sacrificar su «comportamiento impecable» por un cuerpo del cual apenas había tenido unos cuantos atisbos, por unos ojos que lo habían seducido con un simple destello de luz, por el corazón de una coqueta que se había apoderado del suyo… Pensamientos así sólo le llevaron a buscar con mayor frecuencia los acogedores brazos de Paulette. Incluso la noche anterior, con objeto de emprender más calmado el viaje, se había abandonado a ellos. Y Josephine había dado su aprobación.
—No es fácil para un hombre mantenerse casto. Yo lo comprendo bien.
El carruaje aminoró la marcha hasta detenerse frente a las puertas del patio. Estaban abiertas.
—Espero que te guste —le dijo amablemente Jeanne-Marie.
—Seguro que no me disgustará.
Un criado se dirigía hacia ellos cruzando el patio. Abraham se preparó para descender del carruaje, y lo hizo de modo que su muslo tocara el de la joven. Ella se apretó firmemente contra él, aumentando sus deseos. Abraham se arriesgaba a ser despojado de su coraza de «comportamiento impecable», pero ella no tenía una armadura similar para protegerse y, por el contrario, sí tenía más que perder. De pronto pareció desprovista de defensas, desnuda. Él le cogió la mano, entrelazando sus dedos con los de ella. Todas las precauciones que había venido adoptando desaparecieron en un simple instante.
—No me disgustará —repitió Abraham—. Y yo no te disgustaré a vos.
Las puertas del palacio se abrieron y los criados les hicieron reverencias. Uno de ellos guiñó el ojo a Abraham. François Peyre lo abrazó y lo besó en ambas mejillas. Incluso el viejo y artrítico perro que había crecido con Jeanne-Marie vino trotando a saludarlo y acabó apoyando su cabeza en su rodilla.
La segunda noche de su estancia, cuando la muchacha se excusó después de la cena para que François y su invitado compartieran unos momentos a solas, Abraham comprendió que lo mejor que podía hacer era disfrutar de lo que claramente se avecinaba. François levantó su copa proponiendo un brindis a la salud de su hermana.
—Jeanne-Marie —murmuró Abraham bebiendo.
—Se mire como se mire —añadió François—, es una mujer especial.
—Verdaderamente especial —corroboró Abraham.
—Una mujer en la que inteligencia y belleza han encontrado digna morada.
Abraham asintió con la cabeza.
—Se merece un esposo que la honre y la proteja, ¿no estáis de acuerdo?
—Por supuesto que lo estoy.
—Un esposo que la proteja con… —aquí François exhibió una amplia sonrisa. Su rostro parecía una versión atezada y ensanchada del de Jeanne-Marie— abundantes dineros y tierras.
Solamente en una ocasión anterior Abraham había visto a François reírse. Fue cuando arrastró a Paulette desnuda. Desde luego, sus maneras distaban de parecerse a las del hombre modesto y calmado que había pretendido ser en Barcelona o en casa de Madeleine de Mercier. En su propio territorio se encontraba crecido. Hasta llevaba la pechera abierta y su tripa se abombaba en toda su protuberancia, para engullir los productos de sus fértiles fincas.
—Ya entendéis lo que quiero decir —concluyó François.
Lo que Abraham entendió fue que François Peyre ansiaba poseer tierras y seguridad material. Por medio de Madeleine había dado un primer paso. Y si con Jeanne-Marie podía conseguir nuevas ganancias, mejor para él.
—Por ejemplo —comenzó de nuevo François—, el perfecto marido para mi hermana sería el señor Pierre Montreuil, creo que lo conocéis.
—Un impresionante caballero —comentó Abraham.
—Mi hermana no opina eso.
—Quizá lo haga algún día.
—No —replicó Peyre enojándose—. No lo hará. Por desgracia sólo se ha enamorado una vez en la vida y lo ha hecho de una persona que no tiene nada de recomendable.
—¡Qué triste!
—¡Muy triste! Y más todavía, cuando ella carece de dote que aportar a su futuro matrimonio. Le corresponden algunas minucias, desde luego, pero no posee tierras. Como bien debéis saber, señor Halevi, esta finca no me pertenece a mí, sino a Robert de Mercier. Cuando se casó con mi hermana Madeleine, nos concedió su usufructo como regalo por nuestra conversión, la de todos nosotros, entiéndase, al cristianismo. Desde entonces puedo asegurar que ha mantenido el trato con la más generosa elegancia. No sólo nos permite residir aquí, sino que me deja mantener a los criados e incurrir en considerables gastos para nuestra propia manutención, mientras yo le administre la finca y recaude las rentas de sus otras propiedades. Incluso me ha animado a que amplíe y disfrute de las construcciones que él en persona comenzó. Seguro que habéis reparado en las torres por las que nuestro château es ya un edificio célebre.
Abraham miró su vaso de licor. En Toledo el estilo de vida era más austero y sencillo. A ningún judío le daban un palacio por convertirse al credo cristiano.
—¿Cómo podría un hombre como vos proveer a mi hermana de lo que necesita? Vuestra casa, por supuesto, resultaría para ella totalmente inapropiada. Tendríais que vivir en Montpellier, en la mansión de los Mercier, y habrían de nombraros deán de la escuela de medicina, lo cual acarrea un considerable prestigio aunque reporte ingresos francamente escasos. Necesitaríais ropas nuevas y hasta un escudo de armas de alguna pretendida estirpe.
Abraham sonrió.
—En principio, Robert y Madeleine ya han accedido a que residáis en su palacete. Les complace teneros como médico personal. Quedaron muy conmovidos con vuestro intento de salvar la vida de su hijo. Por favor, os ruego que no os sintáis ofendido por lo que digo. Lo hago por mi hermana, espero que comprendáis. Por mi parte, preferiría que se desposase con Pierre Montreuil, pero se niega en redondo. Me corresponde a mí protegerla. Lo he hecho lo mejor que he podido durante veinte años. Ahora os toca a vos hacerlo.
François Peyre se levantó de su silla. Era tan alto como Abraham y mucho más corpulento. Se acercó a él para chocar las copas.
—Os doy la bienvenida, cuñado mío, y espero que sea un verdadero placer conoceros en profundidad.
—Cabe poca duda de que debéis de ser un excelente recaudador de rentas —observó Abraham.
—El mejor —sentenció François sin la menor ironía—. Vienen a mí como ovejas al esquilador. —Y después, mirando directamente a los ojos de Abraham, añadió—: La boda se celebrará en la catedral. Os confesaréis e iréis a misa. Mi hermana es una ferviente católica. Vuestros hijos serán católicos. —Entonces hizo una breve pausa y dijo con voz más suave—: Entiendo que lo que luego les enseñéis dentro de casa es sólo asunto vuestro.
Cuando se hubo retirado a su habitación, Abraham abrió las puertas del balcón y se sentó en la barandilla de piedra de una torre inteligentemente construida por François Peyre. Había luna y, tras los muros del castillo, se veía la silueta de unos robles que, cual gigantescos bailarines negros, posaban para un retrato con los brazos alzados.
¿Amaba de verdad a Jeanne-Marie? ¿Importaba mucho eso? Era hora, había dicho Josephine, de empezar a amar. Diez años antes, el amor le parecía una tormenta; algo que, o bien le sucede a uno de repente o bien no le sucede en absoluto. Ahora Abraham creía saber más: el amor era como uno de esos árboles que veía por la ventana. Todo comenzaba con un crecimiento apenas perceptible, luego ese todo se mantenía frágil durante mucho tiempo y, finalmente, tal vez a lo más que llegaba era a hacerse visible como una sombra en la penumbra.
Sin embargo, sabía que no era así como Jeanne-Marie lo amaba. Ella lo amaba con todo su corazón, como le había amado Gabriela. Pero, aún así, se conformaría con lo que él le diera. Y, a su vez, él estaría mejor con una esposa así que consolándose con una interminable sucesión de Paulettes.
Si se casaba con ella, François le había avisado de que tendría que hacerlo en la fe católica. En el fondo de su corazón, ¿qué objeción podría albergar él a ello? Durante toda su etapa de Montpellier, había entrado en el barrio judío sólo una vez y nunca pisó la sinagoga. Ni siquiera se atrevió en ocasión alguna a dirigirse a ningún hombre en términos de «judío a judío». Recordó cuando cruzaba la plaza mayor con la intención de hablar con el viejo buhonero y tropezó con un lisiado. Ese hombre sin piernas representaba a los auténticos judíos. Porque, dado que a dondequiera que fuesen eran rechazados, bien podían haber nacido sin piernas. Y dado que les privaban de ejercer ningún poder, bien deberían sentarse en el suelo, limitándose a mendigar y a que los escupieran.
¿Por qué aferrarse a esa vida exenta de esperanza? Sus antepasados habían sido judíos y por eso lo era él. Pero antes de ser judíos sin duda habrían adorado toda clase de deidades, desde aquellas presentes en el primer panteón de los dioses, hasta la infame divinidad de Astarté. ¿Por qué renunciaron sus antepasados a esos dioses a cambio del Dios de Abraham? ¿Es que el Dios de los hebreos había gritado al oído del tatarabuelo de su tatarabuelo hasta hacerlo obedecer por temor? ¿Habían sentido generaciones enteras de hombres y mujeres la mano de Dios apartándolos de un camino y guiándolos por otro? ¿O se habían ceñido a seguir la palabra de algún profeta de larga barba, buscando su protección y confiando en que así su vida sería más llevadera?
Abraham pensó que su propia vida sería más llevadera si aceptara a Cristo y su historia de redención.
Pero, con la imagen de la cruz, vino el recuerdo de Antonio. Lo vio lleno de vida, vio su barba rizada. Y oyó los ecos de su cálida voz. Se acordó de cómo había cargado con su propia cruz. Lo recordó con los brazos abiertos, y colgando como una túnica empapada de sangre en las mazmorras de Velázquez.
Más que amar a Antonio, le había reverenciado al modo en que algunos de sus amigos reverenciaban a sus hermanos mayores, a sus padres o a sus tíos; igual que los creyentes sinceros reverenciaban a Abraham y Moisés.
Él sabía bien que había admirado a Antonio no sólo porque éste fuese mayor y más fuerte. Lo que Antonio poseía, como le había hecho ver su madre cuando le preguntó por qué su primo tenía sobre él tanta influencia, era coraje moral. Y el coraje moral, explicó ella, es una cualidad que nada tiene que ver con la fuerza física o el ingenio mental. El coraje moral es la capacidad de vivir la vida como debe vivirse; un don de Dios que arde en lo profundo del alma de unos pocos elegidos.
—Pero yo creía que todos los judíos eran elegidos —protestó Abraham.
Su madre se rió.
—Algunos lo son para guiar, y el resto de nosotros lo somos para seguirlos.
Abraham se sentó en la cama, pensando en estas cosas, mientras su admiración por Antonio lentamente se mezclaba con unos ciertos celos. ¿Puede tal llama encenderse en un hombre o ha de haber nacido con ella?
Ante esta pregunta, el rostro de su madre reflejó la expresión triste que adoptaba cuando pensaba en su marido.
—Algunos la adquieren —explicó—, pero otros como Isaac Aben Halevi la tienen de nacimiento. En cualquier caso, siempre es una carga.
A la pálida y plateada luz de la luna, Abraham vio los fantasmas de su pasado y su futuro desfilando ante el castillo. Antonio nació para ser guerrero y morir guerreando. Ése fue su destino. El suyo era ser médico y vivir. En su despacho de la universidad, donde guardaba su instrumental y diseñaba nuevos aparatos quirúrgicos, consideraba que un hombre podía alterar el destino de otro manejando con maestría el bisturí, combatiendo los ataques de la enfermedad y la muerte y devolviéndole al cuerpo la salud.
Pero, ¿qué pensaba cuando se retiraba a descansar de noche? En la oscuridad, cuando casi podía oír la respiración de todos aquellos que habían muerto y casi veía los rostros de sus propios hijos tal vez esperando nacer, ¿qué pensaba entonces?
Abraham se levantó del poyete de la ventana y la cerró, dejando la noche fuera.
Nunca pensó en vivir en el campo, fuera de la ciudad. En España había vivido siempre al abrigo de una urbe, entre sus protectores muros de piedra, entre sus anillos de parapetos. En la ciudad las casas se apiñaban hasta formar una gran fortaleza y había mercados en los que se podía comprar de todo. La ciudad era para él el lugar natural en el que vivir; el único. Había quienes vivían en pueblos o incluso en pequeñas aldeas y acampamientos en torno a un feudo, pero tales apiñamientos en el fondo no eran más que ciudades en miniatura. Diminutas fortalezas con idéntica necesidad de aprovisionarse y defenderse. Incluso las fincas las trabajaban peones que vivían en barracones dotados de defensas.
Así que oír hablar apasionadamente a Jeanne-Marie acerca de los placeres de la vida campestre sólo provocó una irónica sonrisa en Abraham. No es que tuviera nada contra los árboles y las flores, sino que simplemente no comprendía cómo podía haber gente que aspirase a vivir allí donde el ganado podría serle robado, la casa incendiada y los hijos asesinados por cualquier bandido.
—Pero eso sucede sólo ahora —protestó ella— que la maldad de la guerra y la peste asola el mundo. ¡No es así siempre!
Habían llegado a la cresta de las colinas que rodeaban el castillo de los Mercier y, barriendo la vista con un gesto de su brazo, Jeanne-Marie atrajo la atención de Abraham hacia el conjunto del paisaje. Formaba un glorioso cuadro de parches multicolores. Unos campos resaltaban dorados, otros verdecían y algunos tenían un color verde más oscuro e intenso, allí donde los robles seguían creciendo y acumulándose en densos e intactos vestigios de los antiguos bosques.
—¡Mira! —dijo ella—, ¿alguna vez has visto algo más bonito o algo más vivo? El mundo es en realidad un único y enorme ser viviente.
Agarró la mano de Abraham y le miró con entusiasmo esperando su reacción.
—Eso es una herejía —contestó por fin él—, pero mi maestro de Toledo pensaba lo mismo.
—Entonces no es ninguna herejía.
—Era mahometano de nacimiento y además no creía en Dios.
—Muy bien —insistió desafiante ella—. Pero, ¿no es cierto que toda verdadera fe viene a proponer un mensaje idéntico?
Abraham se apartó de ella. A pesar de la conversación con su hermano en la noche anterior, él no había dicho una palabra acerca de casarse. Y, sin embargo, ¿insinuaba ella que tal vez podrían educar a sus hijos indistintamente como cristianos o judíos? ¿Serían secretamente los Peyre, aunque tuvieran un sacerdote en su séquito, judaizantes?
—Tu hermano me dijo que eres una ferviente católica —apuntó Abraham intentando mantener la voz libre de apasionamiento.
—¿Tú no?
—Juré sobre la Biblia que creía en la Santísima Trinidad, la resurrección y la Virgen María.
—¿Y crees de verdad?
—¿Crees tú?
—Por supuesto —admitió Jeanne-Marie—. Creo con toda mi alma. —Todavía sujetaba el brazo de Abraham y le forzó a mirarla directamente a los ojos—. Nunca debes hablar así de estas cosas.
—Ser honrado exige valor —replicó Abraham pensando en Antonio.
—Entonces sé honrado en tu corazón.
—A veces también el corazón tiene que hablar.
—Pues que hable, pero de lo que le pertenece: el amor, el arte, el cariño de una persona por otra, la belleza de la luna reflejada en el agua… De esas cosas debe hablar el corazón.
De repente resonaron los cascos de una cabalgadura. Se volvieron al instante. Un precioso semental se aproximaba a ellos resollando. Era negro, y de tan impresionante alzada que hacía parecer a su jinete un enano.
El formidable caballo, bañado en sudor, se puso de manos antes de detenerse del todo. Al verlo, la yegua que tiraba del carruaje de los jóvenes, se levantó hacia él, moviendo bruscamente el carro y haciendo que Jeanne-Marie cayese en brazos de Abraham, que luchaba por mantener el control de las riendas. Cuando pudo levantar la vista, Pierre Montreuil ya intercambiaba saludos con su acompañante.
—¿Debo daros mis felicitaciones?
—Todavía no —replicó la joven dama.
—Excelente, porque entonces tampoco es demasiado tarde para que aún podáis ahorraros cometer un desastroso error.
—A monsieur Halevi desde luego no puede llamársele error.
Montreuil había traído consigo todo su arsenal de ira. Pero ahora el rostro de Jeanne-Marie también se había puesto de color rojo oscuro. Y Abraham sintió que una desconocida furia afloraba a la superficie.
—Yo creo que sí —replicó Montreuil alzando la voz—. ¡Es un error judío, mentiroso y charlatán!
Abraham reparó en que su oponente iba poderosamente armado con cuchillo y espada. Y además se movía con la rigidez característica de quien lleva cota de malla bajo la vestimenta. Por su parte, él portaba consigo la daga de siempre y había escondido una espada bajo el piso del carruaje antes de salir de Montpellier.
Montreuil se encaró con él.
—¿Qué os ocurre? —bramó—. ¿Es que no tenéis lengua para disculparos por vuestra presunción?
—Hablando de lenguas —contestó Abraham en tono suave—, os aconsejo que mantengáis la vuestra a buen recaudo, no sea que la perdáis en algún encuentro.
—¡Valientes palabras para un judío!
Abraham cambió de postura para tener a mano su espada.
—¿Y bien?
—Y bien —añadió lentamente Abraham—, las valientes palabras han de acompañarse de valientes hazañas —el deseo de venganza afluía a su corazón.
—¿Me estáis pidiendo, judío, que ponga fin a vuestras miserias mientras estáis desarmado?
—Deteneos —gritó Jeanne-Marie—, deteneos ambos.
—No se puede detener el hecho de que ya he sido insultado —sentenció Montreuil.
Con una rápida maniobra, Abraham se cambió de sitio, de forma que Jeanne-Marie ya no se encontrase entre Pierre Montreuil y él. Luego se agachó y agarró la espada. Era la misma que había pertenecido a su amigo Claude Aubin, la que llevaba el día en que lo mataron.
Montreuil tiró de las riendas de su caballo, cuyas patas volvieron a elevarse orgullosamente en el aire y después empezó a danzar nerviosa y briosamente alrededor del carruaje.
—Sois un estúpido —continuó— y en Francia usamos la sangre de los judíos para limpiar nuestras espadas.
Abraham soltó una carcajada y pudo sentir en la boca el sabor de su propia bilis.
—El estúpido sois vos, porque en España usamos de mondadientes los huesos de los franceses cobardes.
—¿Veis vos —dijo Montreuil dirigiéndose a Jeanne-Marie— cómo es preciso que vengue sus viles insultos a nuestra patria?
—¿Insultos? —se extrañó Abraham—. Cualquier francés debería considerar un inmerecido honor que sus huesos rozasen siquiera la boca de un español.
Montreuil desenvainó la espada.
—Entonces, osad repetir esas palabras, ¡español!
—Si padecéis de sordera, permitidme recomendaros que os bañéis con mayor frecuencia y que completéis vuestro aseo con un tratamiento de lavativas internas. Tal vez con ello también logréis desprenderos un poco de vuestro ingrato olor.
—¡Por caridad! —le susurró Jeanne-Marie.
A cada frase Abraham se sentía más crecido y seguro de sí.
—Si tan valiente sois —le desafió Montreuil—, ¿tendríais la amabilidad de descender del carro? Pues preferiría que, mientras os rebano con mi espada, mademoiselle Peyre permaneciera alejada de todo riesgo.
—Si queréis evitar herirme —suplicó ella a Montreuil—, marchaos y tened la bondad de considerar que esta desgraciada conversación nunca tuvo lugar.
—¡No! —gritó Abraham saltando del carruaje.
Y antes de que sus pies tocaran tierra, Montreuil lo acometió. Si Jeanne-Marie no hubiese chillado, Abraham no habría visto la espada de Montreuil avanzando directa hacia su cuello. Además, el grito asustó al caballo del francés que saltó en cabriola como si le hubiese pinchado y coceó con las cuatro extremidades. Mientras Montreuil luchaba para no caerse, Abraham se abalanzó y con un certero tajo cortó las riendas que sujetaba su rival. El francés cayó al suelo de espaldas. Buscó su espada, pero había aterrizado lejos de él y Abraham la recogió.
Montreuil no intentó siquiera levantarse. Se limitó a permanecer tumbado, mirando a Abraham y respirando sonoramente.
—¿Qué os sucede? —preguntó Abraham—. ¿Es que los franceses preferís morir besando el suelo?
Le temblaba el brazo derecho como si estuviera ebrio ante la perspectiva de hundir la espada de Aubin en el pecho de Montreuil.
—Fijaos cómo continúa insultando a los franceses —dijo Montreuil a Jeanne-Marie, que estaba llorando—. Pero tiene miedo de batirse conmigo a caballo.
—Batámonos, pues, valiente, pero de igual a igual —replicó Abraham devolviéndole la espada que dejó caer sobre su barriga. Cuando ésta hizo contacto con la armadura de Montreuil, produjo un ruido metálico y el francés se encogió asustado. Por fin, apoyándose en ella, se puso de nuevo en pie. No obstante, mantuvo la espada colgando bobaliconamente de su mano, sin protegerse el pecho ni la cara.
En lugar de eso, volvió a apelar a Jeanne-Marie.
—Miradlo, me quiere matar, ¡el cruel diablo! Pero, dado que es vuestro amigo, lo dejaré ir. —Comenzó a retroceder—. Sin embargo, no respondo de mis acciones si en el futuro vuelvo a encontrármelo.
Abraham avanzó y con la punta de su espada describió varios círculos bajo la nariz de Pierre Montreuil. Había practicado el arte con Aubin a diario, y ahora su brazo comenzaba a adaptarse una vez más al peso de la espada. Con un ligero giro de la muñeca podía manejarla casi con la misma cortante precisión que manejaba el bisturí.
Ahora Montreuil había tirado su propia espada y miraba implorante a Abraham.
—Por favor —suplicó.
—¿Dónde vivís?
—A seis leguas de aquí, en aquella dirección.
Montreuil señalaba con su brazo, pero mantenía los ojos fijos en Abraham.
—Muy bien —dijo éste y, sin poder reprimir un instante más la frustración acumulada, golpeó con fuerza la grupa del caballo con la parte plana de la hoja de su arma. Sonó como un estallido y, salpicando sudor, el caballo arrancó en un galope frenético hacia su cuadra. Abraham inclinó la cabeza hacia Montreuil, que estaba blanco de pánico—. Consideraos uno de los pacientes que atiendo en la beneficencia. La consulta os ha salido gratis, aunque en esta ocasión haya decidido no operaros.
Dicho esto, Abraham se subió al carruaje, tomó las riendas de manos de Jeanne-Marie y arreó a la yegua. Mientras galopaban colina abajo, giró la cabeza y vio que Montreuil había iniciado ya su largo camino a casa. Por su parte, la yegua aceleró la marcha, como si también su corazón necesitase exorcizar lo que había estado a punto de suceder. Pasó casi un cuarto de hora antes de que le faltase el aliento y avanzara al paso. Jeanne-Marie se mantuvo agarrada a Abraham en todo momento y ahora se volvió para mirarle a los ojos.
—Lo siento —dijo él. Su corazón seguía alterado. Cada latido era como un volcán a punto de entrar en erupción. Se soltó de ella y bajó del carro. Deseaba que Montreuil hubiese tenido el valor de luchar. Todavía le hervía la sangre de odio hacia él. A pocos pasos del camino estaba la cima de una colina. Subió allí, esperando contemplar cómo el francés retomaba lentamente a su casa cual insecto.
—No lo sientas.
—Quise matarle.
Abraham paseó su mirada por los campos. Las sombras empezaban a alargarse con la caída de la tarde y, justo encima de la línea del horizonte, el sol perdía su dominio del cielo. Por primera vez desde los prolegómenos de sus vigilias nocturnas en las murallas de Toledo, Abraham se encontró a sí mismo admirando el atardecer.
Los colores de los campos y los árboles eran rabiosamente vivos. Los trinos de los pájaros anidando cortaban el aire como saetas y sonaban tan intensos y desgarrados que los ojos de Abraham se llenaron de lágrimas. Vio a Antonio amarrado contra el oscuro muro de piedra. Vio a Ben Isaac inclinándose suplicante hacia él, mientras una cascada de sangre caía de la espada del gigante.
—¿Qué te ocurre?
Las lágrimas le resbalaban con mayor intensidad. No había llorado desde que, hacía años, llegó a Montpellier. Se cubrió la cabeza con las manos y sintió cómo un enorme bloque de tristeza se desprendía de su estómago y le subía al pecho. Fluían las lágrimas y todo se entremezclaba: su bautismo, Antonio, la cabeza de su madre colgando inerte hacia un lado, la última mirada de Isabel cuando él saltaba desde sus muros, el sonido de los huesos del jorobado fracturándose, la forma en que el corazón punzado del gigante se había contraído cuando extrajo su daga liberándola.
De repente notó la humedad de sus propias lágrimas. La hierba y la tierra negra lo aprisionaban como la tumba que había estado cavando para sí mismo durante todo el invierno. Las lágrimas le llenaban el cráneo, el pecho, y el llanto penetraba más y más profundamente en él, hasta que todo su cuerpo fue un río de lágrimas vertidas por todos aquellos muertos a los que todavía no había llorado, y por toda la pureza de su propia alma, que había muerto con ellos.
A su rostro llegó un cálido aliento y unos brazos le rodearon. Al principio se sintió como un cadáver que oye la indeseable llamada del mundo de los vivos. Entonces cesaron sus lágrimas y volvió en sí, notando cómo sus huesos resonaban al ritmo de su corazón. Se giró hacia Jeanne-Marie, devolviéndole el abrazo y abriendo los ojos. El sol se había ocultado tras las colinas. Toda la fuerza del sol que solía derramarse sobre Toledo aquí era como una vaporosa túnica que con su calor violáceo arropaba las colinas, campos y árboles, y también el rostro y el cuello de Jeanne-Marie.
La aterciopelada piel de la muchacha se ofreció a los besos de Abraham. Y, mientras él lloraba, también lo hacía ella. Sintió que sus corazones latían juntos, con el poderoso pulso de la acogedora tierra. Y cuando ella susurró su nombre entre lágrimas y lo atrajo hacia sí, él volvió a llorar, sintiéndose por fin seguro entre la carne del amor y el manto oscuro y vivo de la noche.