5

Hacía una tarde espléndida, un cielo azul y, sobre la tumba de Jean-Louis de Mercier, los nuevos brotes y ramas de un gigantesco sauce ponían una nota de verde pálido. La muerte del pequeño había coincidido con la despedida final del invierno. Abraham se mantenía de pie a cierta distancia de la familia. Estaba tan exhausto que apenas era consciente de otra cosa que del calor del sol escociéndole en el rostro.

El arzobispo seguía oficiando el responso cuando él se marchó discretamente. Llegó a casa bien entrada la noche. Se sentó en la mesa de la cocina y permaneció allí más de una hora bebiendo vino y negándose a hablar con Josephine. Luego salió y se fue hasta la taberna de la universidad. Los estudiantes celebraban el final del semestre.

Las ventanas estaban abiertas y por ellas entraba el fresco aire de la noche. Tres de sus alumnos fueron a sentarse con él y pronto congenió con ellos, bebiendo un vino tras otro. Pero de pronto se sintió tan cansado y deprimido que se levantó para irse. Todavía faltaba mucho para la medianoche y Paulette se acercó a él.

—¿No quieres que vaya contigo?

—Claro que sí —dijo Abraham, aunque sus sentimientos, por un instante, se llenaron de culpa con el recuerdo fugaz de Jeanne-Marie.

Pronto estuvieron fuera de la taberna y sus pulmones respiraron de nuevo aire fresco. Tras un invierno tan frío que casi le hiela el alma, la primavera llenaba el ambiente con el aroma de una tierra fecunda.

Paulette le rodeó la espalda con su brazo, y cuando él se volvió para besarla, apretó su pecho contra Abraham y lo abrazó apasionadamente.

Regresaron a casa tan temprano que Josephine y Vaugrin tuvieron que esconderse de forma precipitada en la pequeña alcoba de la madura sirvienta.

Paulette, que era prima de Josephine y había compartido habitación con ella antes de que empezara a trabajar en casa de Abraham, les lanzó un saludo que su madura tía contestó con un pudoroso portazo.

Abraham, un tanto avergonzado, se bebió tres vasos de licor que se sumaron al vino ingerido. Cuando subían por las escaleras hacia su habitación, las piernas comenzaron a fallarle. Consiguió llegar a la cama, donde el corazón le latió descontroladamente. Sobre las sábanas, mientras Paulette lo desvestía, se sintió como la propia bestia que había conocido en Toledo: sordo al sentimiento ajeno, cubierto por una piel durísima; no le importaba nadie ni nada.

Paulette revoloteaba a su alrededor como una mosca. El tacto de su cabello, sus labios y sus dedos no era más que el aleteo de un insecto. Pero, poco a poco, el ambiente fue haciéndose más ligero, según la luz de la luna le dejaba ver a Abraham el cuerpo blanco y esbelto de la mujer. Como una serpiente pálida, ella se metió entre sus brazos y zigzagueando entre ellos consiguió despertar en él tal pasión que Abraham se vio a sí mismo con el poder de un águila al borde de un acantilado.

Desde ese borde, sólo le quedaba dar el dulce salto. Pero dudó por un momento, mientras sudaba todo el alcohol ingerido y revivía la terrible agonía de Jean-Louis. Finalmente, su gruesa piel de elefante se tornó más delgada después de tanto sudar y tanto recibir besos.

En el último momento, cuando ya estaba dispuesto a echarse a volar sobre el precipicio y a ahogar toda la oscuridad del invierno en el calor del cuerpo de Paulette, llegaron voces y risas procedentes de la calle. Luego sonaron varios aldabonazos a su puerta y, tras ellos, la voz de Jeanne-Marie llamándolo.

Por una vez, para mayor infortunio, Josephine abrió la puerta al instante. A la distancia de un brazo, a través del suelo, Abraham oyó que un hombre discutía acaloradamente con su sirvienta. Ahora ella se daba cuenta de que había sido un error dejar pasar a los visitantes y se esforzaba en obligarlos a irse. Aparte de Jeanne-Marie y el hombre, Abraham reconoció las voces de Jean de Tournière y Madeleine de Mercier.

Instantes después, el resplandor de una vela iluminaba el hueco de la escalera. Abraham apartó a Paulette, le echó las sábanas por encima y se puso rápidamente su túnica de médico. Luego, tras suplicar a Paulette que se mantuviese en silencio, bajó a toda prisa los escalones.

—Por fin aparecéis —gritó De Tournière.

La muerte de su hijo había convertido al hombre viejo en un anciano decrépito. Su rostro brillaba como el de un cadáver incandescente.

—¿Qué hacéis durmiendo tan temprano? Hemos venido a invitaros a la cena tras el funeral. —El tono de Madeleine sonaba forzadamente alegre. Abraham apreció que estaba borracha. Todos estaban borrachos. Y también comprendió que la voz del extraño pertenecía a François Peyre, hermano de Jeanne-Marie que, para su sorpresa, era el pretendiente de Gabriela, al cual había conocido en Barcelona.

—¡Qué mal aspecto tenéis! —murmuró Jeanne-Marie acercándose tanto a Abraham que su cuerpo casi le rozó. En su aliento, él captó el olor del vino, mientras ella le ponía la mano en la frente—. ¿Estabais en cama con fiebre, o quizá sufriendo alguna pesadilla?

Pronto se encendieron más velas y los invitados dieron cuenta, con entusiastas voces, del licor que había en la casa. Abraham acercó su copa a los labios, temeroso de que Jeanne-Marie oliese en su piel el aroma de Paulette. De repente, uno a uno, todos fueron quedándose mudos.

François Peyre estaba junto a la escalera riéndose con una extraordinaria fuerza. Al poco, se volvió y arrastró hasta la luz de la habitación a una temerosa Paulette completamente desnuda.

Una hora después, Abraham estaba en la mansión de Madeleine ante una mesa repleta de delicias fruto de la recién llegada primavera, vinos de los viñedos de los Mercier y carnes de caza que habían estado horas macerándose en finas hierbas y especias. A su lado se sentaba Jeanne-Marie, con el rostro enrojecido por el vino y riéndose a carcajadas mientras su hermano François se disculpaba por enésima vez ante Abraham por haber sacado a una de sus pacientes de esa cama, que, de acuerdo con lo que confesaba el médico y atendiendo a su grave estado, bien podría haber sido su lecho de muerte.

—Vuestra dedicación por la salud de las mujeres bellas es notoria en toda Europa.

—Más valdría que entendierais —intervino De Tournière mirando a Jeanne-Marie— que los médicos más abnegados no vacilan en albergar en su casa a los pacientes más graves. Meterlos en un hospital significa muchas veces enviarlos al matadero. Los hospitales están en condiciones vergonzosas.

—Abraham nunca los enviaría allí —apuntó Jeanne-Marie—. Es demasiado noble, demasiado sabio, demasiado entregado para hacer tal cosa.

Con un ataque de incontrolable risa, se ladeó hacia Abraham, con la boca abierta y los ojos llenos de exuberantes lágrimas, y le besó en la boca.

—¡Jeanne-Marie! —objetó Madeleine indignada.

—No ha sido nada —contestó la hermana pequeña—. Simplemente he tenido un serio ataque de la misma enfermedad que casi mata a la paciente recién encontrada en casa del doctor.

La frase era ingeniosa y todos rieron de buena gana. Incluso Abraham se sintió contento con la compañía.

Casi todos los burgueses de Montpellier habían perdido familiares a causa de la peste, y habían llegado a un punto tan profundo de desesperación que con frecuencia se dedicaban a hacer fiestas que duraban toda la noche. Bebían hasta que los arrebatos de llanto y nostalgia los sobrecogían de nuevo y se sumían en ellos hasta el amanecer, alternando la bebida con las lágrimas y esperando el momento de unirse, a primera hora, a la santa procesión de cada día. En ella podía verse a los más ricos de Montpellier, con las vestimentas manchadas de vino y comida, entremezclados con los pobres, los campesinos y los leprosos, entonando salmos y plegarias, hasta que los sacerdotes, exhaustos, los mandaban a casa.

Cuando las risas de la concurrencia en casa de Madeleine alcanzaron su mayor volumen, Jeanne-Marie volvió a inclinarse sobre Abraham y a besarlo. Esta vez sus labios se regodearon en ello. Y luego, antes de que él pudiese reaccionar, hizo una seña a los juglares para que cantasen. Se arrancaron con una tonada que todos empezaron a acompañar, mientras Jeanne-Marie hablaba al oído a Abraham:

—Por supuesto que sé lo que estabais haciendo. Si no te amase, le pediría a mi hermano que te matara.

Abraham no respondió. Jeanne-Marie le agarró de la manga y le susurró enérgicamente:

—¡Contéstame!

Su expresión era insistente y sus ojos brillaban, derramando súplicas hacia los de él.

«Mi respuesta es que yo también te amo.» Abraham sabía que ésas eran las palabras que debía pronunciar. Jeanne-Marie tenía la misma edad que Gabriela cuando él se marchó de su lado por primera vez. ¿Y cuál había sido el resultado? Se había convertido en una mercenaria de don Juan Velázquez. Jeanne-Marie seguía mirándole con los ojos muy abiertos. Su cara tenía forma de corazón y unas facciones finas. Expresaba la confianza y la seguridad que otorgan el dinero y la posición.

Abraham se inclinó hacia ella para acariciarle las mejillas, pero se sintió incómodo, porque percibía que el olor de Paulette le había cubierto la piel como un manto tejido de mentiras. Los labios de la joven, que lo habían besado hacía un instante, ahora temblaban.

—Contestes o no contestes, no me importa —dijo ella—. Porque, si no me quieres ahora, pronto haré que llegues a amarme.

Y entonces, cuando las yemas de los dedos de Abraham rozaron su cara, ella se echó hacia atrás y se levantó violentamente de su asiento.

—Ahora, señor Halevi, es tiempo de que yo vaya a la capilla a rezar por mi difunto sobrino. Buenas noches y que Dios se apiade de sus señoras pacientes.

Después se quedó mirándolo con sus grandes ojos castaños y los labios abiertos, y ahogó los coros de las canciones con otra sonora carcajada. Antes de que Abraham supiera qué decir, ella se volvió para irse.

Él intentó cogerle la mano, pero ella se alejó de él.

—Volved pronto a visitarme —dijo Jeanne-Marie marcando de nuevo las distancias. Pero luego, tras reflexionar un poco, su tono se suavizó, como si leyera en la mente de Abraham la vergüenza que sentía por lo de Paulette y lo hubiera perdonado—. No estoy enfadada, de verdad.

Cuando Abraham llegó a casa, Paulette todavía estaba en su cama. Y mientras, sentado a su lado sin desvestirse, él buscaba las palabras para explicarle que había llegado el momento de que se fuese, ella le dijo que estaba embarazada. Luego se deshizo en lágrimas, no porque temiese la deshonra, sino porque temía el propio nacimiento. Cuatro años antes había concebido un hijo ilegítimo y, durante el embarazo, las hemorragias casi la habían llevado a la tumba. Le contó todo esto a Abraham, llorando de miedo. Y él, avergonzado de haberse irritado interiormente por la debilidad de ella, se tendió en la cama, atrayéndola hacia sí y abrazándola para reconfortarla. Pronto comenzaron de nuevo la apasionada actividad amorosa durante la cual les habían interrumpido unas horas antes.

Al llegar al clímax, Abraham tuvo la sensación de que le abrían el pecho y las entrañas, como si Dios hubiera bajado hasta él y estuviera arrancándole partes de su cuerpo para en verdad hacer a su hijo con la carne de su padre.

Durante el resto de la noche, Abraham se acercó a Paulette en todos los sentidos, haciendo el amor con ella una y otra vez. Cuando por fin despuntó el día y ella se preparaba para marcharse, le dio la pócima que una vieja matrona le había suministrado para este tipo de emergencias. Una pócima que tenía el poder de llegar hasta lo más profundo del útero de una mujer y acabar con la criatura que creciese dentro.