4

Aunque Jean de Tournière se había arrodillado sobre una alfombra, el suelo de piedra le estaba destrozando las articulaciones. A su lado, también arrodillada, se encontraba Madeleine. Lloraba desconsolada; grandes ríos de lágrimas manaban de sus ojos y sollozaba como una madre que encuentra el cuerpo de su hijo bañado en sangre en mitad de un campo de batalla.

De Tournière no esperaba que Madeleine se lamentase tanto por la pérdida de su pequeño bastardo. Pues, ante la gravedad de su estado, él mismo había sentido alivio al ver que el sufrimiento del pobre niño concluía finalmente.

Su cadáver permanecía inerte sobre la cama, a la altura de sus cabezas. La verdad era que, como hijo, había sido poco lucido. Sufría una atrofia de crecimiento, problemas de coagulación, varias malformaciones y, probablemente, también era retardado. Se parecía a uno de esos vástagos de masa informe y supurantes llagas que se escondían en algunos palacios reales, tras haber nacido de padres consanguíneos y, generalmente, sin mentón ni barbilla.

Pero había sido un buen chico, lleno de inocencia. Su alma y su corazón eran tan puros como el oro de las monedas que ahora brillaban sobre sus ojos. Indudablemente, iría derecho al cielo. El arzobispo en persona acababa de retirarse, después de pasar varias horas velando por el agonizante e infortunado muchacho. Le había dado la extremaunción una vez tras otra, para asegurarse de que ni un solo mal pensamiento se colaba en su mente después de que la absolución y sus bendiciones hubieran sido otorgadas.

—¡Padre, padre! —gimió el pequeño durante el trance, agarrándose ingenuamente a cualquier mano que le tendieran y repitiendo con insistencia esas palabras, que llegaron incluso a irritar a Madeleine—. ¡Padre, padre!

—Soy mamá, estoy aquí.

Sin duda se avergonzaba ante el arzobispo de que su propio hijo no apreciase su presencia. Pero el niño se limitaba a abrazarse a ella agradecidamente, mientras ponía su pobre rostro junto a su pecho y, al ritmo de su respiración, seguía musitando:

—¡Padre, padre!

Fue imposible saber si lo que le mató fue la propia peste o una fiebre de otro tipo, pero tuvo una muerte horrible. La lengua se le hinchó y se le puso negra, la cara se le cubrió de manchas, las extremidades le temblaban de frío o, alternativamente, le ardían, bañadas en sudor. Poco después de la cena empezó a tener fuertes convulsiones y, a pesar de los desesperados ruegos de Madeleine de Mercier, Abraham Halevi se negó a sangrarlo. Lo que hizo fue meterlo en agua fría cuando la fiebre aumentaba, y taparlo con gruesas mantas cuando tiritaba de frío.

De no tenerla tan hinchada, durante la primera convulsión el chico se habría mordido la lengua hasta arrancársela. Cuando remitió el ataque, se sumió en un profundo sopor. Fue entonces cuando De Tournière insistió en llamar al arzobispo. Cuando llegó, la piel del niño, que una hora antes presentaba cierto brillo y elasticidad a causa del sudor, se había quedado mustia y acartonada. Solamente se percibía una débil transpiración, en forma de minúsculas gotitas frías.

Cuando vio al arzobispo, a pesar de la demencia que sufría, el chico debió darse cuenta de la gravedad de su estado, porque inmediatamente se agitó en una nueva convulsión. Hasta tal punto se removió en su lecho que la pierna de madera, que guardaba apoyada contra su cama, salió despedida hacia el otro lado de la habitación.

—¡Que muera pronto! —pidió en sus rezos De Tournière.

Tan pronto como el arzobispo lo bendijo y le ungió la frente con agua bendita, el chico sufrió la tercera convulsión. En esa ocasión, todos pudieron oír el crujido de sus huesos y, al tiempo que los ojos parecían salírsele de sus órbitas, la boca se le abrió desmesuradamente, como si tuviera voluntad propia, y la lengua entró en un paroxismo incontrolable, mientras los pulmones se le cerraban repentinamente. Si Abraham no lo hubiese alzado de la cama para que De Tournière le golpease con fuerza la espalda, habría muerto en ese instante.

Después vino una hora de relativa calma. La respiración del niño se tornó más tranquila y acompasada. Una extraña paz invadió la habitación, a la vez que sus facciones iban relajándose y adquiriendo una expresión tan angelical que uno podía imaginárselo ya en el cielo. Si el chico se hubiera dejado morir o si lo hubieran dejado morir en ese momento, qué final más dulce y suave habría tenido. Sin embargo, de repente gritó con una voz que no parecía la suya:

—Sálvame, padre, sálvame.

Un completo silencio siguió a estas palabras, hasta que el chico volvió a gritar:

—Sálvame, por favor, quiero vivir.

La cara se le había cubierto de oscuras manchas rojizas y jadeaba, luchando por respirar.

—Se muere —susurró Abraham.

Al momento el arzobispo le ungió con más agua bendita y recitó las pertinentes oraciones.

El muchacho intentó responder, pero las palabras se le atragantaron en la lengua, pues ésta continuaba hinchándose y amenazaba con ocuparle toda la cavidad bucal hasta asfixiarlo.

—Dadle aire —gritaba enloquecida Madeleine.

—Dejadlo morir —replicaba De Tournière. Por fin, rodeó con su brazo los hombros de Madeleine y la apartó del niño.

—Dejémosle morir en paz.

—¡No!

La imponente señora se volvió, desembarazándose de Jean de Tournière, corrió hasta la mesita donde estaba el instrumental de Abraham, agarró un cuchillo y, antes de que nadie pudiese detenerla, le punzó la lengua al chiquillo.

—Así, mi Jean-Louis al menos podrá respirar —dijo mientras la sangre corría en un gran reguero.

—Por favor… —articuló el niño. Su lengua había encogido, pero la sangre se acumulaba en los huecos de sus enflaquecidas mejillas, bajando en una pequeña cascada hasta el suelo y formando allí un lago, del cual pronto empezaron a manar otros arroyos.

Cuando el chico comenzó de nuevo a ahogarse, ya era demasiado tarde para hacer nada. Esta vez no era la lengua lo que le impedía inhalar, sino la sangre acumulada en su garganta. Abraham lo colocó de costado, mientras el arzobispo le administraba los últimos sacramentos.

Cuando el arzobispo se retiró, Abraham se aproximó al cuerpo del niño y se quedó mirándolo. De Tournière observó que el rostro del doctor parecía completamente exhausto. Su boca se torcía hacia abajo en un gesto de derrota y tenía enormes ojeras.

—¿De verdad pensasteis que podríais salvarlo?

—Sí.

Madeleine hizo que Jeanne-Marie se retirase. Había presenciado en silencio toda la agonía y su hermana mayor le rogó que durmiese un poco antes de que llegara el nuevo día. Luego se dirigió a De Tournière.

—Tú también estás agotado.

—Me quedaré un rato más —contestó él, compadeciéndose de ella. Madeleine había regresado apresuradamente de Italia para acabar impotente frente al cadáver de su hijo. Y ni siquiera ella se merecía que la dejasen sola ante semejante tragedia.

Fue idea de Madeleine que ambos pasaran la noche arrodillados velando el cuerpo de Jean-Louis. Así su alma se sentiría acompañada durante su viaje al cielo.

—Le debemos por lo menos eso —dijo su madre.

Pero el suelo estaba helado y faltaban aún muchas horas para el amanecer. Si De Tournière permanecía esperando la salida del sol en esa postura, se quedaría anquilosado para siempre. Además, observó que Madeleine y él ya habían recitado todas sus plegarias.

—Si no quieres rezar más —replicó ella—, podrías sencillamente hablar en latín. Tienes una voz preciosa cuando hablas en latín, pareces un clérigo.

De Tournière no contestó y Madeleine cambió su propuesta.

—Entonces, tan sólo cerraremos los ojos e imaginaremos que su alma es acogida en los amorosos brazos del Señor.

Un nuevo arrebato de lágrimas le impidió añadir nada más.

De Tournière se apoyó en el borde del lecho y se levantó. Mientras recuperaba el equilibrio, recorrió la habitación con la vista y reparó en la pierna de madera del chico. Todavía estaba donde había caído. Avanzó hacia ella. Su propia pierna le dolía tanto que hubo de morderse la lengua para conseguir caminar. ¿Cómo es que había logrado vivir tanto tiempo? Por las mañanas sus criados tenían que frotarle las piernas y la espalda para que pudiese siquiera ponerse en pie. Los intestinos le funcionaban cada vez peor. Su aliento apestaba incluso a juicio de su propio y atrofiado sentido del olfato. La vista empezaba a velársele por culpa de las cataratas. Y, sin embargo, al menos diez veces al día alguien le decía que era un prodigio de longevidad, de recia salud e incluso de perpetua juventud.

—Jean —susurró Madeleine— Jean, ¿me oyes?

—Claro que te oigo.

De Tournière había cogido la prótesis y la examinaba mientras acariciaba con su puño el hueco reservado al muñón.

—Jean, ¿crees que hicimos mal al tener un hijo?

Se volvió a mirarla desde el otro extremo de la habitación. Ella también se había levantado y, a la luz de las velas, su rostro parecía lleno de ternura y amor.

—¿Hicimos algo malo, Jean?

—No.

¿Cómo se atrevía a preguntarle una cosa así? De Tournière pensó que realmente Madeleine era una estúpida ramera. Por supuesto que ambos habían pecado y no sólo contra Dios, sino contra el pobre y decrépito vástago. ¿Qué podía ser peor que traer una nueva vida al mundo? ¿Por qué creía ella que él nunca se había casado? En medio de su ira y su dolor, vio que Madeleine se aproximaba con el rostro conmovido. De Tournière levantó los brazos para protegerse de sus besos. En la mano sentía el peso de la pierna de madera de Jean-Louis. Se imaginó que la astuta bruja se las había ingeniado para cogerle de nuevo a solas. «Mira —se dijo—, abre los brazos dispuesta a apresarte.»

Abalanzándose sobre ella, levantó la pierna de madera y la golpeó con todas sus fuerzas.

—¡Jean!

Cuando se despertó, estaba tumbado en un lecho blando. Sólo en una ocasión había conocido otro lecho tan acogedor como aquél.

—¿Jean, me puedes oír?

—¿Qué? —Abrió los ojos y vio el rostro de Madeleine amablemente inclinado sobre el suyo.

—¿Te encuentras bien?

Madeleine estaba sentada a su lado, cogiéndole la mano, como bien pudo él comprobar para su sorpresa. Tras ella, con cara de preocupación, se asomaba Jeanne-Marie Peyre.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó De Tournière, esforzándose para incorporarse en la cama. Abraham Halevi también estaba en la habitación. Parecían haberse reunido todos para una repetición de la escena de la agonía.

—Jean —explicó Madeleine—, ha sido muy bonito. Estabas arrodillado en medio de la habitación y de repente te desmayaste con una plácida sonrisa en los labios.

Abraham se acercó a él. En su rostro todavía podía apreciarse la fatiga de la noche anterior. Las ojeras, en lugar de desaparecer, se habían acentuado.

—¿Estoy muriéndome?

—Hoy no, excelencia —contestó Abraham con una sonrisa.

De Tournière sintió que recuperaba la confianza al oír la voz segura de Abraham Halevi. Era una lástima que no tuviese unos cuantos años menos, para que Halevi pudiese devolverle una salud plena mediante el flujo de su maravillosa voz, o mediante su sonrisa triste y desesperanzada.

—¿Me voy a morir mañana?

—Mañana tampoco, excelencia, aunque vuestro pulso está alterado. Espero que aprovechéis la hospitalidad de la señora De Mercier y permanezcáis descansando aquí un día o dos.

—No quiero morir aquí —protestó De Tournière—. Quiero morirme en mi casa. ¿Me prometéis que así será?

—Os prometo que, si cerráis los ojos y descansáis, volveréis pronto a vuestra casa.

—Deberíais haber sido diplomático. —Los temores de Jean de Tournière habían remitido—. ¿Los judíos siempre mentís tan bien?

—Eso debe juzgarlo vuestra excelencia.

Abraham le tendió un vaso de vino.

—Cuando hayáis bebido esto, dormiréis varias horas y luego estaréis en condiciones de levantaros.

De Tournière agarró el vaso de manos del joven doctor. ¡Qué gentil y correcto era siempre este judío! ¡Halevi! Decía que era un marrano. No un cristiano, sino un marrano. Ni judío ni un no judío; un marrano. De Tournière tomó un sorbo de vino. ¿Qué más daba? Marranos, conversos y puercos eran todos iguales.

Se durmió, se despertó y volvió a dormirse. Cuando finalmente abrió los ojos, vio una vez más el rostro de Madeleine escudriñando el suyo.

Había envejecido. Su pelo era ahora gris y llevaba un nuevo peinado a base de bucles sobre la frente. Sus mejillas habían tomado el rugoso y comprometido aspecto de la incipiente ancianidad. Pero tenía una expresión mucho más amable que cuando era joven. Y sus ojos parecían más serenos, como si hubieran sido rápidos ríos que se habían transformado en apacibles embalses.

De Tournière se incorporó en su lecho. Le habían quitado la ropa y puesto un lujoso camisón. Bajo el extremo de la manta, le asomaban los dedos de los pies. Reparó en ellos.

Madeleine se sonrojó.

—Fui yo quien te desvistió y cuidó de ti.

—¿Qué pasó en la habitación de Jean-Louis?

—Ya te lo he dicho —contestó ella—. Te desmayaste mientras rezabas.

De Tournière la cogió por la muñeca y apretó con fuerza. Su vieja concubina aguantó el tipo, pero él apretó más fuerte.

—Yo creo que pasó algo muy distinto —dijo—. ¡Cuéntamelo!

Madeleine exhibió una sonrisa, la sonrisa seductora de siempre, y se inclinó para besar dulcemente en los labios al viejo De Tournière. Su boca todavía era suave y cálida; su perfume de antaño envolvió al anciano en una nube de dulzor.

—Estás en lo cierto —suspiró ella—, pero no pensé que recordarías nada.

Él le había soltado el brazo mientras ella lo besaba y ahora Madeleine se retiraba el pelo de la frente para dejar ver un enorme cardenal, cuyo color empezaba a pasar del morado al ocre amarillento. Halevi había hecho un buen trabajo. No había logrado salvar la vida del chico, pero al menos sí la de Madeleine, porque semejante porrazo con la pierna de nogal macizo podría haberla mandado derecha al infierno.

—Jean, eres un hombre malo. Casi me matas.