3

Una tarde a finales de febrero, cuando Abraham se encontraba sentado esperando la cena, se abrió la puerta y apareció una mujer que buscaba al doctor Halevi.

—Concededme sólo un momento —dijo Abraham sin levantar la vista del plato y engullendo a toda prisa unas cucharadas de estofado que tragó con la ayuda de un sorbo de vino.

—Por favor, monsieur Halevi, ¿no os acordáis de mí?

Abraham cayó en la cuenta de que había estado ensoñándose en sus pensamientos aunque tuviera los ojos abiertos. Ya no llevaba la cuenta de lo poco que dormía últimamente. Tres horas de sueño al día le empezaban a sonar a lujo inalcanzable. Esa misma mañana, al amanecer, había estado en el cementerio aprovechando la mejoría del tiempo. Caía lluvia en lugar de nieve, y Abraham cavó una tumba para una familia entera que había sucumbido a la peste. Tantas eran ya las víctimas de esa plaga que en el cementerio apenas quedaba espacio. Abraham tuvo que recurrir a un pequeño hueco entre dos árboles. Durante una breve pausa, observó un enorme cuervo posado en las desnudas ramas de uno de ellos.

No había visto un cuervo así desde que había salido de España. En sus ojos negros como diminutos cielos nocturnos vio un destello de satisfacción que le hizo estremecerse.

—Soy Jeanne-Marie Peyre, ¿recordáis el…?

—¡Desde luego! —exclamó Abraham poniéndose de inmediato en pie.

La mañana siguiente a la operación del pequeño Jean-Louis, cuando fue a visitarlo, Abraham recibió con frustración la noticia de que Jeanne-Marie había abandonado Montpellier y había vuelto a su casa de campo. Pero se había guardado de compartir con nadie ese desánimo vulnerable y romántico. Y ahora volvía a sentirlo. Mientras permanecía frente a ella con la boca todavía medio llena del pan que estaba masticando, se sintió ridículo y con el corazón alterado. Como respuesta a este recibimiento, ella se ruborizó.

—He venido a Montpellier para cuidar de Jean-Louis. Mi hermana y su esposo están en Italia y su vuelta se ha retrasado a causa del mal tiempo. Mi sobrino se ha puesto enfermo y no sé a quién recurrir. Los criados también están enfermos y…

—Me alegro de que hayáis acudido a mí.

Durante todo el trayecto hasta la mansión de Mercier, ella se agarró a su brazo, pero Abraham intentó convencerse a sí mismo de que nada sería más peligroso, más inútil y más estúpido que enamorarse de la rica e inalcanzable Jeanne-Marie Peyre.

Cuando llegaron a la habitación del niño, Abraham se sintió inmediatamente sobrecogido por el olor de la peste. Olía a muerte inevitable. Hacía un mes que no veía a Jean-Louis. Y, en aquella ocasión, el pequeño mostró lo sano que estaba corriendo por la habitación con su pierna artificial. A partir de entonces Jean de Tournière se encargó de examinar el muñón y lavarlo.

Abraham le puso al niño la mano en la frente. La tenía tan caliente como si la sangre del cerebro le estuviera hirviendo.

—La fiebre comenzó esta mañana. Fui a vuestra casa, pero me dijeron que estabais en la universidad. Por la tarde pareció mejorar un poco, pero ahora…

—Está bien —la interrumpió Abraham—. Hicisteis lo correcto.

Palpó las axilas del chiquillo. Sus ganglios estaban inflamados como grandes pedruscos.

—¿Es la muerte negra?

Abraham miró a Jeanne-Marie. El rostro de la muchacha también aparecía cubierto de sudor y sus manos, apretadas con fuerza, estaban temblando.

—Eso creo —afirmó él suavemente.

Tomó un candil y lo acercó a la cara del niño. Su tez era tan pálida y translúcida como la de un bebé, pero brillaba a causa del húmedo sudor. La criatura abrió los ojos. Parecía confuso.

—¡Papá! —clamó estirando la mano.

Abraham se la cogió.

—Papá —repitió el niño, antes de cerrar los ojos—. ¿Papá, me puedo dormir ya?

—Sí, duerme. Y cuando despiertes, todos los malos sueños habrán pasado.

Sin embargo, Abraham pensó que eso sólo ocurriría si el niño tuviese la fortuna de morir antes de que la fiebre aumentara. Porque, en caso contrario, se despertaría gritando, mientras sus glándulas se hinchaban como balas de cañón listas para explotar.

Del bolsillo interior de su capa, extrajo un pequeño sobre con remedios en polvo. Cuatro años antes, al acabársele las medicinas que había traído de Toledo, recorrió la ciudad buscando plantas que se pareciesen a las que usaba Ben Isaac. Estudiando las diferentes hierbas y plantas silvestres a orillas del río y las variantes secas que ofrecían en los puestos del mercado, más de una vez se maldijo por no haber prestado mayor atención a las enseñanzas de su viejo maestro. Finalmente, al encontrar poca cosa que le satisficiera, Abraham resolvió cultivar sus propias plantas medicinales. Las mezclaba en la misma proporción que le había indicado Ben Isaac, acerca de lo cual sólo tenía un vago recuerdo, e intentaba elaborar pociones que de algún modo combatieran los misteriosos males de la peste negra.

—Mezclando todas esas plantas, parecéis un alquimista —solía decirle Jean de Tournière, tratando de mofarse de él—. Deberíais haceros bruja y cantar conjuros mientras removéis vuestros brebajes.

—¿Y qué mejor cosa sugerís que haga para curar?

—Un médico sólo puede ofrecer dos cosas: los límites de su ciencia y un proceder impecable.

—¿Proceder impecable?

—Si la persona no es de confianza, tampoco son de confianza sus remedios.

Esto le había dicho De Tournière durante una de sus visitas después de la operación. Y Abraham sabía muy bien lo que quería decir con ello, porque cuando Jeanne-Marie lo había abrazado aquel día en la puerta de la sala, De Tournière había levantado la ceja como un fiscal que encuentra comprometedoras evidencias que poder esgrimir en un cercano juicio.

—¿Puede hacer algo vuestra medicina?

Jeanne-Marie estaba de nuevo a su lado, agarrándole la manga del blusón. Abraham había averiguado que tenía diecisiete años, más que suficientes para casarse.

—No lo sé.

—No os gusta hacer muchas promesas, ¿verdad, doctor?

—No prometo lo que no puedo cumplir.

Ella se rió. Era la primera vez que la oía reírse y su risa le sonó como un coro de campanillas.

—Mi tío Jean dijo que sois el único médico de Montpellier en quien confía de verdad.

—Intentaré ser digno de tal elogio.

—¿Es ésta la medicina?

Jeanne-Marie palpó el sobre con los polvos. Sus dedos rozaron los de Abraham e inmediatamente se retiraron.

—Hay que tomarla con un vaso de vino.

—Lo traeré y… ¿puedo decirle al cocinero que os quedaréis a cenar?

—Será un honor —contestó él, apartando los ojos de Jeanne-Marie y dirigiéndolos hacia el pequeño.

Respiraba con gran dificultad, pero se había quedado profundamente dormido. Abraham retiró la sábana de seda que lo cubría y le levantó el camisón hasta dejar al descubierto el muñón de la pierna amputada. Un laberinto de cicatrices de color morado cubría la piel del muñón. Las rozó con las yemas de los dedos, comprobando que habían empezado a formar un callo. Era de verdad un milagro que el muchacho hubiese sobrevivido a la operación y que se hubiera recuperado hasta el punto de empezar a aprender a andar de nuevo con su pierna artificial. Pero ahora el milagro se desvanecía ante ellos.

Rodeó el muñón con su mano y un pensamiento absurdo le vino a la mente. Si rechazaba los favores que sin duda le estaba ofreciendo Jeanne-Marie, quizá el combate entre el bien y el mal se decantaría por el primero y el muchacho se curaría.

—Me complace tanto que os quedéis a cenar. He pensado mucho en vos.

—Disculpadme —dijo Abraham dándole la espalda—, pero tengo otros pacientes que atender.

—Pero…

—Tal vez en otra ocasión. Por favor, ahora dejadme a solas con el pequeño mientras le doy su medicina.

—¿Y si después se pone peor?

«Acudid a un sacerdote —quiso decir Abraham—. Acudid a un sacerdote y preguntadle por qué son justo las personas más piadosas quienes están muriéndose como ratas.»

—Venid a verme —dijo en cambio—. Si no me encontráis en casa, dejadle el mensaje a Josephine.

Cuando se levantó por la mañana, el sol ya estaba tan alto que alumbraba por encima de los edificios de enfrente y entraba directamente por su ventana. Abajo, en la cocina, el fuego ardía en el hogar y se mezclaban los aromas del humo, el salado aire marítimo y la carne asada. Josephine, que había sido su primera paciente cuando comenzó las prácticas, estaba sentada a la mesa y cortaba flores cuidadosamente, preparando un bonito jarrón.

Abraham introdujo una taza en el puchero, la llenó de caldo y agarró un trozo de pan moreno y un poco de queso de la estantería contigua. Tenía tanta hambre como si acabase de despertarse de una larga hibernación.

—¿Os gustan las flores? —le preguntó Josephine. Había llegado a él impulsada por un compendio de los achaques propios de la avanzada edad. Abraham le había recomendado que redujese su consumo de vino a un litro diario y que procurase beber agua de buena calidad.

Se sentó a la mesa y comenzó a cortar el pan y el queso. Todas las semanas introducía en una jarra el dinero que ganaba para que Josephine dispusiese de lo que necesitara. Pero desde la última epidemia de peste la mayoría de sus pacientes estaban demasiado empobrecidos como para pagarle con dinero. Cuando sobrevivían, le traían algún nuevo ejemplar que sumar a la colección de animales de su criada, y luego, uno a uno, iban cayendo en su puchero, que estaba permanentemente burbujeando.

—La situación es tan grave —solía quejarse De Tournière a Abraham— que hasta el consistorio de la ciudad ha encogido. Apenas quedan suficientes mercaderes para elegir al puñado de concejales que los representan. Y el número de casas que pagan impuestos se reduce a diez mil, cuando hace poco era cuatro veces mayor. Lo único que crece en esta ciudad es el cementerio.

—¿Os acordáis de la bella mujer que vino aquí anoche? —preguntó Josephine—. Ha vuelto esta mañana, y os ha traído estas flores y el recado de que el niño está un poco mejor. Dijo que ayer la echasteis de la habitación del niño y que cuando volvió a entrar se había curado milagrosamente. El niño habló de una visión. Dijo que su padre había venido a verlo.

—Deliraba —comentó Abraham secamente—. No existen los milagros.

—Señor, eso es una blasfemia, incluso viniendo de vos. La dama estaba tan emocionada que incluso derramó lágrimas. Yo lloré con ella. ¿Y sabéis qué más? Me dijo que al final no se casará con Pierre Montreuil.

—¿Quién es Pierre Montreuil?

—¿Que quién es Pierre Montreuil? Señor, a veces pienso que pasáis demasiado tiempo con vuestros cadáveres. Pierre Montreuil es uno de los más importantes señores de la ciudad. Y ella lo ha rechazado para casarse con vos. Estoy segura de eso.

Abraham se levantó de la silla. Las campanadas de mediodía habían empezado a sonar. En apenas unos minutos tendría que dar una conferencia en la escuela médica.

Pero Josephine todavía no estaba dispuesta a dejarlo ir.

—Señor —gimoteó—, vos nunca dijisteis que permaneceríais toda la vida soltero.

—Haremos un trato, Josephine. Me casaré con Jeanne-Marie Peyre cuando tú te cases con Emilio Vaugrin.

Emilio Vaugrin era un hombre indescriptiblemente feo, que había sido el primer profesor de anatomía de Abraham y que ahora coqueteaba secretamente con su sirvienta.

Bajo su corona de pelo gris, el rostro de Josephine se coloreó de indignación.

—¿Con el caballero Vaugrin? Señor, yo no he hecho nada de lo que avergonzarme. Sabéis muy bien que soy amable con él sólo porque me recuerda a mi difunto marido.

Dicho esto, Josephine se santiguó buscando con ello protegerse. Se santiguaba unas cien veces al día desde hacía treinta años.

—Si quisiera ser la criada de un monje, habría pedido trabajo en el seminario. Una mujer tiene derecho a exigirle a un hombre que quiera tener hijos y nietos para enriquecer su vejez. No es pedir demasiado.

El tono de voz de Josephine le recordó el de su madre cuando le aconsejaba que se casase con Gabriela Hasdai. Mientras Abraham caminaba hacia la universidad, se encontró de nuevo pensando en su niñez en Toledo y en la nueva era de la ciencia que tan fervientemente había esperado. Seguía creyendo que esa era llegaría algún día. Pero en su infancia solía creer que podría cambiar el mundo a fuerza de cambiar él. Ahora se sentía como la avanzadilla de un ejército que todavía no se había formado, como un extranjero en un país todavía sin nombre.

Aquella misma tarde, horas después, cuando el débil sol de febrero empezaba a rendirse ante las nubes grises, De Tournière vio cómo una marabunta de estudiantes salía del salón de conferencias cuando iba de su despacho hacia las escaleras del viejo rectorado. Les seguían otras personas que iban cantando. Las procesiones diarias alrededor de las murallas de Montpellier y las rogativas a Dios crecían en tamaño y número, al ritmo en que la plaga asolaba la ciudad. Pronto todo lo que quedaba de la población se sumaría a esas dolientes marchas de la iglesia al cementerio y del cementerio a la iglesia. Algunos les dedicaban tanto tiempo que, si llegaban a sobrevivir a la peste, seguramente morirían por haber forzado sus pulmones de tal manera con tantos cánticos. Pero, ¿qué otra cosa podían hacer?

Minutos antes, al oír lo que la sirvienta le había contado de la salud del pequeño Jean-Louis, el propio De Tournière se había arrodillado y había rezado por la vida del pobre bastardo, hasta que el dolor en las articulaciones hizo que se le saltaran las lágrimas.

En cuanto vio a Abraham se adelantó para llamar su atención. Con las piernas y las manos temblándole, y los ojos cansados, se diría que todo su cuerpo había ido degradándose desde que, once años antes, Madeleine le llevara a su tocador de satén. Fue como si toda la vida de Jean de Tournière hubiese gastado su energía en aquella sola noche de frenesí e instinto animal. Pero esa energía se negaba a morir del todo. Por el contrario, era como la de un asno viejo. Mantenía intactos sus apetitos, pero éstos sólo le servían para granjearse frustración.

—Doctor Halevi.

—Excelencia.

—¡Con qué gracia pronunciáis mi tratamiento!

—Nosotros los españoles tenemos la lengua de fina miel.

—Vos no —replicó De Tournière—. Vos la tenéis de cristal. Todo lo que decís es transparente y uno puede ver que no hay nada detrás.

—Nosotros los españoles tenemos la mente limpia… o vacía.

—Pero no los bolsillos, espero.

De Tournière se colgó del brazo de Abraham para que el joven médico lo ayudara a llegar de vuelta a su despacho. Lamentó que no fuese el día más apropiado para ponerse a bromear, porque ese muchacho judío tenía una ironía muy divertida. Si hubiese nacido en mejor época, habría sido conocido como el mejor especialista en anatomía de toda la cristiandad. Lo habrían llamado para enseñar en París. Pero, claro, hacía hoy más de una década que a todos los judíos los habían echado de la capital francesa.

Abraham lo ayudó a sentarse en su butaca. De Tournière se mantuvo callado unos instantes, intentando recuperar el aliento. Cada invierno la humedad le dañaba más los pulmones. A veces sentía como si en ellos crecieran hierbajos de humedal, que ocupaban el espacio necesario para el aire y le hacían toser, carraspear y respirar a pitidos.

—El chico ha vuelto a enfermar —anunció finalmente De Tournière—. Un criado me ha informado de ello hace unos minutos.

—Iré allí al instante, excelencia.

—¿Qué sacasteis de vuestro reconocimiento?

—La pasada noche Jean-Louis de Mercier presentaba los síntomas de la peste negra. Pero a mi sirvienta le comunicaron que por la mañana la fiebre había desaparecido.

—¿Y ha vuelto a aparecer?

Ni siquiera el propio Jean de Tournière sabía por qué hacía estas preguntas, pues estaba seguro de que el chico iba a morir.

—Ha vuelto a aparecer —confirmó Abraham, mientras De Tournière notaba que evitaba mirarle a los ojos. Una actitud que podía expresar deferencia hacia él, pero que, conociendo a ese judío, más bien denotaba arrogancia—. Y dado que la fiebre ha vuelto, tal vez no sobreviva.

—¿Tal vez no sobreviva? —repitió De Tournière con sarcasmo.

—Lo lamento mucho, excelencia.

—No os disculpéis conmigo, disculpaos con el chico —le espetó De Tournière rudamente.

—Y ahora, si me perdonáis, excelencia…

De Tournière tuvo que contenerse para no soltar una carcajada. ¿Dónde habría encontrado Vaugrin a este gallito? Parecía más un soldado que un médico. Y no precisamente un general, sino un jinete deseoso de medir su espada en el fragor del combate.

—Podéis iros y, por favor, decidle a Jeanne-Marie que acudiré en unas horas, cuando haya terminado mi trabajo aquí y haya comprado unas velas para poner en el altar por la salud del pequeño.

—Sí, excelencia.

—¿Vos vais a misa? —preguntó de repente De Tournière.

—No.

—Sin embargo, decís ser marrano.

—Me convirtieron de niño, excelencia.

—¿Y acogisteis al Señor en vuestro corazón? —De Tournière no pudo resistirse a seguir preguntando.

—Mi corazón era muy pequeño.

De camino a la mansión de los Mercier, Abraham cruzó la plaza principal de la ciudad. Era media tarde. El cielo estaba cubierto. Una neblina húmeda lo inundaba todo. Hacía un mes que todas las tardes eran así, como si el propio mar Mediterráneo estuviese tramando darle a Montpellier una muerte triste y gris.

En cada rincón de la plaza los buhoneros asaban castañas, nueces, mijo y bollos en las ascuas de las fogatas de carbón. Por la noche, decenas de mendigos se congregaban para intentar calentarse en torno a los fuegos prácticamente extintos, mientras los buhoneros se retiraban a sus comparativamente más seguros, lujosos y confortables carromatos.

Abraham sabía que uno de aquellos buhoneros era judío. Su puesto era siempre uno de los más concurridos. Junto a él se reunían judíos de larga barba y rizadas patillas. Vivían en el grupillo de casas que constituía su diminuto barrio y, en cierta ocasión, mientras caminaba por allí un sábado, los había oído rezar en familia.

Ahora, de repente, sintió la necesidad de acercarse al buhonero y hablar con él o comprarle cualquier cosa, lo que fuera.

Dio un paso y luego otro, mirándolo fijamente y preguntándose si ese hombre lo reconocería como un hermano judío. Tan absorto estaba en esos pensamientos que tropezó con un hombre sin piernas que mendigaba en el gélido pavimento. Se había alzado la túnica para mostrar sus desgracias y tenía junto a él un pañuelo extendido para recibir donativos. Abraham, pensando en el pequeño Jean-Louis de Mercier, dejó caer una moneda.

—Dadme otra más, caballero —suplicó el pedigüeño.

Abraham recordó cómo había reaccionado una vez De Tournière ante una petición similar, mientras iban de camino a un consejo de la facultad. Había sacado la espada y golpeado al mísero con la parte plana de la hoja, hasta dejarlo bien atontado, sangrando por la cara y el cuello. «Le hubiera hecho un gran favor cortándole el gaznate sin más miramientos», había comentado horas después. Pero al día siguiente, cuando Abraham fue a su despacho para entregarle cierto documento, se encontró con el mendigo sentado junto a la puerta. De Tournière lo había hecho bañar, vestir y alimentar, lo había dotado de espada propia y le había proporcionado empleo en su guardia. Sin embargo, le gustaba gruñir diciendo: «La pena es sin duda la más corrupta de las emociones.»

Abraham rebuscó en sus bolsillos y entregó al lisiado una segunda moneda. Después siguió camino hacia la casa de Madeleine de Mercier. Si De Tournière juzgaba que sentir lástima era signo de corrupción, ¿qué no pensaría de quienes, como él, se regocijaban en su soledad? Porque aunque Abraham supiera que Josephine tenía razón y que debía casarse y volver al mundo de los vivos, se creía lo bastante satisfecho con su vida de aislamiento. Durante estos años, incluso había habido noches en las cuales, cuando cerraba los ojos, su mayor fuente de felicidad y consuelo era pensar que no había nadie a quien temiera que matasen mientras él dormía.

Llegó a la mansión de los Mercier cuando ya habían cerrado los portones del jardín. Eran de roble y estaban reforzados con grandes piezas de hierro en forma de ala. Pasaron diez minutos antes de que dos de los criados le abrieran, y luego se disculparon reiteradamente por la tardanza.

Dentro de la casa, Jeanne-Marie Peyre estaba sentada junto a la chimenea de la cocina. Grandes llamas consumían ruidosamente un enorme leño de pino. Al lado de ella había un hombre bajito y flaco, vestido con ropas de terciopelo. Así era como les gustaba ataviarse a los ricos burgueses de Montpellier. Tenía un rostro oscuro e intenso. Iba bien afeitado, pero llevaba una larga perilla triangular y bigote con las puntas aceitadas.

Cuando Abraham entró, estaba inclinado sobre Jeanne-Marie, insistiendo con énfasis en algún asunto que requería toda su concentración, pues ni siquiera se percató de la llegada del médico. Abraham esperó largo tiempo bajo el quicio de la puerta a que le prestaran atención.

El hombre se volvió para saludarle con un gesto, pero una expresión de enfado se vislumbró en su rostro. Sin duda le disgustaba haber sido interrumpido. En cambio, cuando Jeanne-Marie vio a Abraham se puso de pie y corrió a su encuentro. Lo cogió por ambas manos y lo arrastró hacia su otro visitante.

—Monsieur Halevi, permitidme presentaros a mi buen amigo y vecino el señor Pierre Montreuil.

Abraham inclinó la cabeza y extendió la mano. El apretón que Pierre le dio fue como el de las garras de un halcón.

—Es un honor conoceros —dijo Montreuil entre dientes.

—El honor es mío, señor.

—El doctor Halevi le ha salvado la vida al hijo de mi hermana Madeleine.

—He oído grandes cosas acerca de las milagrosas curas del médico español.

Abraham volvió a inclinar la cabeza.

—Yo mismo siempre he pensado —continuó Montreuil— que los barberos y las sangrías constituyen una amenaza mayor que cualquier enfermedad. Pero quizás se trata simplemente de mis prejuicios, pues a mi padre lo mató un cirujano que lo sangró hasta quitarle la vida.

Montreuil tenía el aspecto de haber probado el gusto amargo del mundo. Abraham pensó que, con seguridad, cualquier médico que lo examinase encontraría en él un exceso de bilis y un gran picor de hemorroides.

—De modo que, como podéis ver, señor Halevi, siempre he desconfiado de los médicos.

Dado que Montreuil le acercó el rostro agresivamente, Abraham pudo ver de cerca que peinaba hacia atrás su cabello negro para ocultar la prominente calvicie.

—¿Los abnegados médicos no defienden el honor de su profesión?

—Los abnegados médicos no se defienden de las acusaciones de los enfermos o de quienes son débiles mentalmente, porque su labor es curar la enfermedad, no enzarzarse con ella.

—Es un consuelo ver que a un médico todavía le funciona al menos la lengua. Tal vez se ha ganado su fama lamiendo las heridas de los pacientes. Y ahora, señorita, señor, tareas menos gratas que quedarme charlando aquí me aguardan.

Con una ligerísima inclinación y un rápido golpe de tacones, Pierre Montreuil se dirigió raudo hacia la puerta.

—Debéis excusar los modales de Pierre —murmuró Jeanne-Marie en cuanto desapareció de su vista—. Como os he dicho, es amigo de la familia.

—Por favor, no os disculpéis.

—Sin embargo, me alegro de que se haya ido, porque ahora os tengo todo para mí sola.

Desde que había entrado en la habitación, Jeanne-Marie no le había soltado el brazo.

—Pero, ¿qué me decís del señor Montreuil?

—¿Qué os digo de él? —respondió ella asombrada.

—Sin duda, semejante amigo de la familia podría ser un buen partido para una dama soltera.

Ella se rió. Sus ojos castaños le miraron con tal franqueza que parecieron pequeños bisturís. Cortaban en un instante todos sus años de soledad y de seguridad.

—Un buen médico debería ser más observador. No es difícil darse cuenta de que el señor Montreuil lleva una joya de compromiso.

—¿Y a quién le corresponde tan gran honor?

—A otra que pueda interesarle.

Aclarado este punto, Jeanne-Marie apretó su mano y le guió por una escalera de caracol hasta la habitación de Jean-Louis, donde a la luz de una vela Abraham había visto los síntomas de la peste y había renunciado a cenar con la bella joven, con la esperanza de que su gesto ayudara a la curación del pequeño.

Hoy las cortinas estaban abiertas y la luz gris del día penetraba en la habitación. El joven De Mercier yacía tumbado en su cama. Parecía una diminuta muñeca en un lecho en el que bien cabría un gran guerrero. Abraham se aproximó a él. Estaba tranquilo, pero tenía la expresión de un niño moribundo cuyo espíritu ha dejado de resistirse.

—¿No tenéis un remedio más poderoso que suministrarle?

—No lo sé.

En la cabecera de la cama había velas encendidas. Abraham cogió una y la acercó a la cara del niño. La piel que el día antes luciera pálida y transparente, ahora estaba amarillenta y embotada. El niño tenía la boca abierta. Respiraba medio inconsciente, pero cuando Abraham metió el brazo bajo las sábanas para palpar sus hinchazones, se retorció de dolor. Los ganglios tenían el tamaño de un puño, tanto los de las axilas como los del cuello y las ingles. En un día alcanzarían las dimensiones de un melón.

—¿No podéis hacer nada por él?

—Vuestro sobrino se está muriendo —anunció Abraham cabizbajo.

Luego tapó cuidadosamente al chico y miró a los ojos a Jeanne-Marie. Al fulgor de las velas, eran como minúsculas lentes que reflejaban fragmentos de aquella habitación y de su propio amor. Estaba asustado. Ella levantó lentamente su mano hacia la boca de Abraham. Luego puso los dedos en sus labios.

Al principio lo hizo como si quisiera silenciar aquellas palabras que hablaban de muerte. Luego se acercó tanto a él que el calor de su cuerpo lo aisló del aire helado que corría por la habitación de aquel niño en su lecho de muerte. Jeanne-Marie retiró entonces la mano y apretó suavemente su boca contra la de Abraham.