Como la mayoría de las casas de Montpellier, la de Abraham Halevi estaba hecha de roble y un delgado techo de bálago coronaba sus muros de madera. En lo alto sobresalía el tubo de la chimenea de piedra por la que respiraba el enorme hogar de la cocina.
El suelo estaba cubierto por una estera renovable de pajizo. Aparte de dos pequeñas habitaciones traseras, una de las cuales servía de despensa y la otra de minúsculo dormitorio para Josephine, todo el espacio de la parte de abajo, alrededor del hogar, era el establo de una famélica colección de animales de granja que constituían el gran tesoro de su sirvienta.
En la planta de arriba tenía su refugio Abraham. Se accedía a él por medio de una escalera que partía de la cocina y daba al único espacio luminoso de la casa: una habitación que era a la vez dormitorio y estudio de trabajo. Allí no sólo guardaba su instrumental, sus pociones y sus cuadernos atestados de dibujos de anatomía y bocetos de nuevos aparatos quirúrgicos, sino también los valiosos libros que poseía y tanto apreciaba: facsímiles hechos para él por estudiantes necesitados de ingresos, a cambio de clases gratuitas de medicina.
Con los suministros de libros que le proporcionaban esos estudiantes, Abraham se las apañaba bien. Y, llegado el invierno de 1400, el médico judío de Toledo ya disfrutaba de un cierto éxito social. Primero en la universidad, donde se había convertido en doctor en medicina con autorización para impartir lecciones y practicar disecciones. Y, segundo, a ojos de los burgueses de la ciudad, cuyo contento hacia él, expresado en forma de más de una moneda de oro, le permitía darse el lujo de pagarse su propia casa, convenientemente situada en el distrito académico.
A decir verdad, la casa era diminuta, pero también es cierto que era de nueva construcción. Cuando por las noches se acostaba, percibía el olor a madera fresca, procedente de los suelos de tarima de pino. Cuando se aburría, podía ejercitar la mente intentando calcular cuántos años pasarían antes de que los poros de las tablas de pino quedaran sellados por minúsculas partículas de excremento de gallina o los restos del guiso, a base de pescado y alubias, que Josephine le preparaba con religiosa entrega cada semana.
En esa casa Abraham adquirió los modales y atavíos propios de un hombre. Pasaron a la historia los días en los que era un estudiante pobre que calzaba unos maltrechos zuecos blancos de madera y que robaba trocitos de sebo para hacerse una lámpara de aceite o una vela. Aunque también fue en esos días de universidad cuando sus sueños de ser un buen científico se fraguaron.
En un pequeño cobertizo cerca del ala principal de la facultad tenía su laboratorio. Las estanterías de las paredes contenían decenas de frascos con muestras de sangre. Respondían a un fallido intento que duró dos años y mediante el cual Abraham y su colega Claudio Aubin se proponían aislar el célebre «espíritu animal» sobre el que había escrito Galeno hacía más de un milenio. Según Galeno, la sangre se combinaba con una misteriosa sustancia al pasar por el cerebro y era después enviada al sistema nervioso para dirigir los movimientos de todo el cuerpo. Aubin pensó que ese «espíritu animal» habría de contener la propia esencia de la vida y Abraham, extraordinariamente dotado para la cirugía, diseccionó el cerebro de animales pertenecientes a prácticamente todas las especies conocidas. Extraía muestras de sangre de cada uno de ellos y las guardaba para que Claudio Aubin pudiera analizarlas y purificarlas. Sin embargo, Aubin murió antes de completar el experimento y Abraham, cuyas verdaderas inquietudes se referían a otros asuntos, sencillamente dejó todas las cosas como estaban a la muerte de su colega.
Bajo el único ventanuco del cobertizo estaba la mesa de dibujo en la que Abraham había hecho sus trabajos más importantes. Ahora tenía sobre ella una serie de retratos del cuerpo humano que había realizado a partir de sus notas de las disecciones. Llegaría un momento, pensó, en el que su bisturí habría abierto hasta el último recodo del cuerpo del hombre. Y albergó la esperanza de reflejar esas partes anatómicas en sus dibujos. Pero la empresa avanzaba a paso lento. Hacer solamente los dibujos del pecho le había llevado seis años.
En el centro del laboratorio había una mesa que Abraham usaba para sus labores de carpintería. Como resultado de sus esfuerzos y los de sus alumnos, una impresionante colección de prótesis y extremidades artificiales se apilaba bajo la mesa, se apoyaba en las paredes o colgaba de los armarios en los que guardaba sus herramientas.
El día elegido para la amputación de la pierna de Jean-Louis Mercier, Abraham pasó la mañana en su laboratorio, revisando los dibujos que había hecho de la pierna y calibrando el punto exacto por el que convendría cortarla, dejando un muñón lo bastante grande para acoplarle la prótesis.
Antes de salir hacia la mansión de Madeleine, empacó todo lo que iba a necesitar en dos grandes cajas de madera y se las dio a sus ayudantes para que las transportaran. Después introdujo sus escalpelos preferidos en su bolsón personal, el que llevaba desde sus días de estudiante, y lo metió cuidadosamente en el pliegue interior de su capa.
Como hacía siempre en los momentos previos a una operación delicada, su mente se retrajo sobre sí misma y dejó de prestar atención a otras cosas. Cuando, tras caminar por la ciudad, subió los escalones de entrada al palacio y saludó a Madeleine de Mercier y a Jean de Tournière, se sintió como inmerso en un sueño y apenas era capaz de respirar o ver. Fue sólo cuando se encontró en presencia del niño y retiró las sábanas de su pierna infectada que su mente volvió a enfocar la realidad. El olor de la gangrena, el sonido de la respiración fatigosa del niño y la palidez extremada y afeminada de sus muslos sí los percibió Abraham nítidamente. Ya le habían dado al chico dos vasos de vino mezclados con una pócima y yacía del todo inconsciente. A una señal de Abraham, su primer ayudante comprobó las ataduras que debían mantener al chico inmóvil en la mesa. Hecho esto y tras haber examinado la pierna con la mayor atención, Abraham rasgó con el escalpelo la piel de forma sumamente rápida. Casi al instante, una delgada línea de sangre señaló el perímetro por el cual la pierna sería cercenada.
Pasaron dos horas antes de que Abraham levantara la vista. Sobre la mesa, gimiendo pero todavía inconsciente, seguía el joven Jean-Louis de Mercier. Su pierna derecha había quedado reducida a un muñón a la altura de la mitad del muslo. Estaba cubierto por una docena de capas de paños de suave algodón.
Junto a Abraham, en un banquito especial, reposaban todos los instrumentos que había utilizado y, al igual que el suelo y las sábanas bajo el cuerpo del niño, estaban empapados de sangre. Trocitos de hueso habían quedado esparcidos por doquier.
El tétrico silencio de la habitación sólo se rasgó con los quejidos del pequeño. Pero Abraham seguía oyendo en su interior el chirrido de la sierra seccionando su pobre esqueleto, así como el silbante sonido del hierro candente cauterizando la herida sangrante. El rostro de Jean de Tournière tenía el enfermizo color pálido de una barra de pan sacada del horno demasiado pronto, y hacía tiempo que Madeleine de Mercier lo había apartado de la operación, conduciéndolo a un rincón alejado del sangriento espectáculo. Cerca del niño sólo permanecían Abraham, sus dos ayudantes y una joven que se aproximaba a ellos.
—Soy Jeanne-Marie Peyre, hermana de Madeleine de Mercier. Estaba fuera esperando noticias, pero mi hermana me ha dicho que podía entrar y observar personalmente.
Su cara tenía forma de corazón. Sus ojos eran castaños, grandes y estaban llenos de luz.
Abraham se preguntó qué pensaría ante la visión del niño. Ni siquiera él había podido sobreponerse nunca del todo a sus miedos de estar violentando el cuerpo humano. Porque, aunque su ciencia le había enseñado a arrancar carne y tumores con la ayuda del instrumental quirúrgico, todavía seguía precisándose que luego Dios curara las heridas que la propia cirugía habían infligido.
—¿Vivirá?
Tenía una voz tan pura que sonaba casi como una campanilla. Abraham se vio a sí mismo contestándole como si fuese una joven que le ofrecía su atención y no una dama que preguntaba por la salud de un sobrino.
Jeanne-Marie estaba ya junto al pequeño. Y entonces Abraham le vio hacer algo muy curioso. La joven observó atentamente el rostro del niño, acarició sus mejillas con la punta de los dedos y se inclinó para darle un prolongado y apasionado beso en los labios. Una vez más, Abraham sintió un tintineo por dentro, y esta vez le pareció que la campanilla había sonado justo en medio de su pecho.
—Lo peor ya ha pasado —contestó finalmente Abraham.
—Os admiro, monsieur Halevi, por haber tenido el valor de hacer lo que habéis hecho.
—Es al niño a quien hay que admirar.
—No, monsieur, es a vos. Porque vos pudisteis elegir, Jean-Louis no. Abraham sostuvo el brazo del niño y palpó su muñeca atentamente. El pulso era débil pero constante. Era el momento de tomarse un pequeño descanso, beber un vaso de vino, comer algo y ganar fuerzas para aguantar las próximas horas de vigilia. Pero Jeanne-Marie parecía cautivada por algo que él, en principio, no acertaba a adivinar, porque seguía mirándolo fijamente desde el otro lado de la mesa en la que su sobrino reposaba. Sus ojos parecían estar bebiendo en los del asombrado Abraham, hasta que éste se dio cuenta de que la joven no quería preguntarle nada, sino que le estaba anunciando alguna cosa. Le estaba diciendo lo que quería y que, además, sabía que su deseo era correspondido.
Al salir de la habitación, la intimidad entre ellos se aminoró, pero sin romperse. Llevándolo inocentemente de la mano, como si fuera su tío y no un hombre soltero apropiado para el cortejo amoroso, Jeanne-Marie lo condujo por un amplio corredor de piedra hasta la gran sala donde los demás estaban esperando. Y ni siquiera lo soltó cuando volvieron a encontrarse con Madeleine y De Tournière.
—Monsieur Halevi dice que Jean-Louis vivirá —anunció Jeanne-Marie soltando entonces la mano de Abraham y haciéndole sentir una súbita sensación de abandono.
—Vivirá si tiene la fortuna de hacerlo —la corrigió Abraham. Había aprendido a mostrarse prudente en casa de los ricos, pero lo había hecho porque también había aprendido que era un extraño al cual toleraban sólo mientras dijese la verdad y respetase las barreras que lo separaban de sus acaudalados pacientes cristianos.
Cuando Jeanne-Marie le ofreció una copa de vino, se acercó tanto a él que Abraham pudo apreciar el pulso de la joven en las venas de sus sienes y en sus pecas diseminadas por su graciosa nariz.
—¿Hacéis esto a diario, cortar piernas, abrir vientres y practicar otras actividades sangrientas semejantes? Creí que tales cosas estaban reservadas a los barberos.
—Solían estarlo. Pero ahora se reconoce que la cirugía forma parte de la medicina.
—¿Cómo reaccionáis cuando muere uno de vuestros pacientes?
—Con gran tristeza —respondió él sin fingimientos—. Me siento tan triste que acudo al cementerio y ayudo a cavar su tumba.
De hecho, aquel invierno, cavar tumbas era lo único que parecía servirle para combatir la terrible sensación de impotencia que lo invadió con la llegada de la nueva epidemia de peste negra. Cada día, al amanecer, iba de su casa al cementerio y trabajaba con la pala hasta que el dolor de sus músculos le impedía continuar. En ese punto, sus estudiantes de la escuela de medicina le sustituían removiendo la tierra del camposanto.
—Si yo fuera hombre, nunca sería médico.
—¿Qué seríais?
—Quizás molinero, y convertiría el trigo en harina para dársela a los hambrientos y que tuvieran pan que comer.
Abraham observó a Jeanne-Marie. Era esbelta, y tenía un hermoso busto y unos dedos finos y gráciles. Su cuello se arqueaba como el tallo de una flor de rápido crecimiento; su piel era tan blanca y delicada que podían verse las formas de sus huesos. Era como un gatito que jugueteaba alrededor de la brillante pieza que había llamado su atención.
—Si fueseis molinero —comentó Abraham—, viviríais junto a un río y podríais pasaros el día cantando canciones a las lavanderas.
—Si fuese molinero —le corrigió la joven—, sería lo bastante cortés como para abstenerme de cometer tal grosería.
Cuando Abraham abandonó la mansión ya había pasado la medianoche. Antes de que De Tournière lo acompañara a la puerta, Jeanne-Marie le había abrazado envuelta en lágrimas, estrechándose tiernamente contra su cuerpo.
Ahora, inquieto e insatisfecho, Abraham caminaba hacia donde siempre lo hacía cuando no podía dormir, una vieja y medio derruida casa de madera en las lindes del barrio universitario. No se veía rastro de luz a través de las ventanas, pero Abraham ni siquiera probó a empuñar el picaporte de la puerta para comprobar si estaba abierta. En lugar de eso, rodeó el pequeño murete de piedra y se dirigió a la parte posterior de la casa. Allí había unas ventanas cerradas que conocía bien. Sacó su daga e, introduciéndola en la ranura de las contraventanas, las abrió sigilosamente. Luego miró por la rendija para asegurarse de que Paulette estaba sola.
—¿Quién es?
—El médico español.
Con una risita, Paulette saltó de la cama y se acercó a la ventana para ayudarlo a entrar.
—Estás loco —suspiró ella—. ¿Cómo sabías que yo estaría libre esta noche?
—Hombre es quien se atreve a albergar esperanzas.
—Hombre es quien sabe hacer eso y también algunas otras cosas. Quítate la ropa.
—Dame un momento, Paulette.
Ella había vuelto a meterse en la cama, acurrucándose bajo las mantas, pero no sin antes dejar otra vez a oscuras la habitación, cerrando las contraventanas. Lo que Abraham quería en el fondo era hablar, pero ¿hablar con Paulette? Ella era conocida por sus encantos físicos, no por su oratoria.
En realidad, ya no quedaba nadie en Montpellier con quien él pudiese hablar de verdad. Claudio Aubin, su único amigo allí, había perdido la vida en un estúpido duelo hacía seis meses. Hasta entonces, Abraham solía pasarse las noches conversando con él, escuchándolo, refinando con palabras esa sorprendente aventura hacia el conocimiento de uno mismo que estaban empezando a emprender juntos. Y cuando no lo hacían con palabras, lo hacían practicando con la espada. Abraham había aprendido los rudimentos de la esgrima con Antonio, y se había convertido en un maestro bajo la tutela de Aubin. Pero el día en que el propio Claudio aceptó cierto reto caballeresco y se encaminó a él presumiendo de que se limitaría a jugar con su rival, las tornas cambiaron. Resbaló en hierba húmeda y cayó a merced de la fatalidad.
—¿Qué te pasa hoy? —preguntó Paulette.
—Le he amputado la pierna a un niño.
—¿Y por eso sientes lástima de ti mismo? ¿Qué clase de médico eres?
Paulette lo arrastró desde atrás y empezó a quitarle la ropa.
—Métete en la cama y caliéntate, te sentirás mejor.
Pero una vez que Paulette hubo hecho su trabajo y se durmió, Abraham siguió encontrándose igual. Cierto que sentía un pequeño hormigueo en la piel, y que por unos instantes el caparazón de su soledad se había roto, pero ninguna otra cosa había cambiado y los muros de su aislamiento volvían a levantarse solos. ¿Con quién podría hablar?
Paulette le había acusado más de una vez de utilizarla como un felpudo y luego olvidarse de ella hasta la siguiente vez que volvía a necesitarla. La acusación tenía fundamento. Abraham veía a Paulette como lo que era: una pobre criada que mantenía a sus impedidos padres templando los nervios de los adinerados solteros de Montpellier.
Él era un hombre de mundo que, en realidad, aparte de Gabriela, Paulette y unas cuantas prostitutas de feria, no tenía mayor experiencia. ¿Con quién podría casarse? ¿Con alguna de las jóvenes judías de Montpellier? Para evitar problemas en la universidad, se había mantenido completamente al margen de la pequeña comunidad judía del lugar. Con el curso de los años había aprendido bien su papel. Debía comportarse como un eunuco perfectamente controlado y entrenado, como una máquina al servicio de quienes pudiesen permitirse el lujo de pagar sus servicios, como un médico para ricos a los que no amenazaba pronunciando palabras que no quisieran oír, como un hombre que no alardeaba de ninguna creencia que pudiera convertirlo en proscrito.
En consecuencia, Abraham vivía su vida, protegiéndola con rígidas rutinas y reglas, que utilizaba como precauciones, como quien protege la llama de una vela de los peligros del viento.
Se acordó de la persona que él mismo era el pasado verano en Toledo, cuando el barrio fue saqueado y rompió con Gabriela. Y vio un chiquillo que se había tomado a sí mismo por un hombre. El chiquillo, deslumbrado por sus nuevas habilidades y la visión del mundo que lo esperaba, había pregonado su ciencia a todo aquel que quisiera escucharlo, sobre todo a sí mismo. La noche en que curó a Isabel de Velázquez de verdad pensó que realizaría operaciones con las que nadie había soñado durante siglos. Después de todo, incluso Ben Isaac estaba de acuerdo en que la ciencia médica llevaba más de un milenio enterrada en la oscuridad de la superstición humana, y que ese milenio ahora tocaba a su fin.
Parecía claro que la idea de la medicina había cambiado. Durante los nueve años que Abraham vivió en Montpellier, la disección había pasado de ser una práctica furtiva a ser un acontecimiento público, contemplado por cientos de estudiantes. Sus propios cursos de anatomía y sus conferencias sobre la ciencia de nuestros ancestros atraían a decenas de alumnos.
Sus ambiciones empezaban a materializarse, pero el mundo parecía indiferente a ello. Por cada vida salvada por la cirugía, diez mil perecían a causa de la peste. Por cada mente abierta a la ciencia, diez mil bocas gritaban complacidas cuando un hereje cualquiera era quemado en la hoguera.
Según van haciéndose mayores, los hombres empiezan a conocerse a sí mismos. Pero ni siquiera Ben Isaac le había avisado de que un sueño cumplido podía poner de manifiesto la propia esterilidad de ese sueño. Casi pudo oír la voz de Antonio preguntándole: «¿Dónde está esa nueva era que predecías con tanta certidumbre?» Tras una década de incansable trabajo, lo que habían conseguido no se parecía en nada a una nueva era ni a un renacimiento de la fe del hombre en Dios y en sí mismo, sino a una interminable procesión de enfermos.
—Quítate la ropa —le había susurrado encantada Paulette. Abraham pensó que ella ejercía una profesión en la que se encontraba con escenas mucho más gratificantes que él cuando uno de sus clientes se desvestía. No sintió la más ligera satisfacción imaginando las alegrías que podría reportarle su propio oficio. Solamente sintió espanto por las nuevas miserias y desgracias humanas que podría revelarle.
Jeanne-Marie era alguien nuevo, alguien diferente. Tumbado junto a Paulette, Abraham recordó su figura distinguida y especial. Cuando lo había abrazado, llena de gratitud por atender a su sobrino, él había creído captar la promesa de su inocencia. La imagen de sus caderas, apretadas de modo cándido contra las de él, y el recuerdo de aquellos labios de niña que habían besado con mayor pasión al niño enfermo que a su médico provocaron en Abraham un deseo tan claro como la voz de Jeanne-Marie. El hombre que se casara con ella tendría algo por lo que vivir. Y no sólo sería ese deseable revestimiento corporal en el que venía envuelta, sino también dinero, posición y la esperanza de que su heredero creciese entre lujos y una cierta protección familiar.
De repente, Abraham se sorprendió a sí mismo albergando estos pensamientos y quedó atónito al comprobar que estaba soñando con tener hijos. ¿Qué pensaría Antonio si supiese que su querido primo se desembarazaba de un sueño para perseguir otro?
Mientras Paulette seguía durmiendo profundamente, él pensó en Antonio. De su primo había aprendido que un hombre debe vivir y morir cargando con las decisiones que toma. Pero, con el retorno de la peste negra a Montpellier, ese invierno Abraham había aprendido otra cosa igualmente amarga: que sus ambiciones y sus éxitos, por grandes que fuesen, no eran más que los sueños de un chiquillo que pretendía revestir su vida de aventuras y de glorias.
Cuando los primeros rayos del día se abrieron paso a través de las rendijas de las contraventanas, Abraham seguía despierto, observando cómo la habitación tomaba forma con la luz. Poco después caminaba resueltamente hacia el cementerio. Notaba por anticipado en los hombros y en los brazos el peso de la pala de hierro, y también presentía el olor de la oscura y húmeda tierra, cuando se abría para recibir el contenido de los coches funerarios. A veces, cuando sus huesos y músculos protestaban de cansancio, sentía que libraba un combate personal con el diablo, una carrera para ver si podía enterrar tan rápidamente como la peste negra podía matar.