Desde que en 1350 la muerte negra había llegado a Montpellier, la ciudad se retorcía de dolor. Había ido sufriendo una desgracia tras otra. Y sucesivas oleadas de epidemias, hambrunas y sequías habían hecho que para los infortunados habitantes de Montpellier el siguiente medio siglo fuese algo así como un período situado entre el purgatorio y el infierno.
Cada vez que la muerte negra se presentaba de nuevo, parecía elegir a sus víctimas favoritas. En otoño de 1399 se cebó sobre todo en los niños. Tan desesperados estaban los ciudadanos de la urbe francesa que mantuvieron ininterrumpidamente encendida una vela tan larga como el perímetro de sus murallas. La vela se hizo famosa en toda Francia y tardó tres años y medio en consumirse.
Por si la vela no ardía con la suficiente fuerza como para librarlos del infortunio, las gentes de Montpellier organizaron procesiones rememorando las cruzadas. Todos los días hacían una que daba la vuelta al muro. Sacerdotes, mendigos, lisiados, niños, comadronas y gentes de toda clase se sumaban a estos desfiles llevando con ellos sus pollos y cabras. Los sacerdotes abrían la marcha por el trillado camino, portando los estandartes de los diferentes ducados, cantando salmos y recitando improvisadas oraciones a Dios. Sólo se paraban para arengar a la sufrida multitud, recordándole sus errores y su falta de pureza en el corazón, o para implorar del rey de Francia y de los reyes de Castilla, Aragón e Italia que apartasen sus amargas querellas y unificaran de nuevo el papado católico.
Pues quién podría poner en duda que la ira de Dios la había provocado el espectáculo de una Iglesia corrupta e incompetente, una Iglesia que ni siquiera se ponía de acuerdo sobre quién era el verdadero representante de Dios en la tierra. Y si todos coincidían en que Dios sólo había uno, y bastaba sólo con él, ¿por qué habría de haber dos papas?
Sin embargo, el Papa preferido de la gente, Benedicto XIII, cuyo nombre de seglar era Pedro de Luna, se encontraba virtualmente prisionero del rey de Francia en la ciudad de Aviñón. Durante seis meses su palacio papal estuvo rodeado de un ejército poco amistoso. Ahora aquella tropa había levantado el sitio, pero el Papa seguía preso en sus propios aposentos, sin poder siquiera viajar a la cercana Montpellier, para rogar a Dios que aliviara el sufrimiento de sus fieles cristianos.
A mediados de noviembre, en medio del barullo de una de las procesiones, mientras los clérigos clamaban al ingrato cielo gris, pidiéndole a Dios que acabara con la sequía que llevaba ya dos años empobreciendo los campos, los cielos finalmente respondieron. Y entonces resonó un sobrecogedor trueno, al tiempo que una fría ráfaga de viento llegó silbando con tal fuerza desde las montañas que todos los estandartes volaron de las manos de los fieles que los portaban. Luego, en el plazo de unos minutos, enormes bolas de granizo comenzaron a caer. Al principio lo hicieron con un cierto intervalo, como si fueran balas de cañón disparadas por algún ángel juguetón, pero pronto su frecuencia aumentó y todos corrieron a refugiarse en la iglesia de piedra, mientras una lluvia de bolas de hielo, del tamaño de un puño, caía sobre la ciudad, rompiendo tejados, destruyendo viñas y aplastando contra la tierra los pocos tallos de las míseras cosechas.
Al día siguiente subió la temperatura, como si la ira de Dios hubiese cesado. Y durante dos semanas la ciudad disfrutó de cielos azules, propios del verano, y se vio envuelta por un cálido y benévolo sol. Sin embargo, a mediodía de la jornada menos pensada, se produjo un eclipse, seguido de un terremoto.
Una vez más, los fieles corrieron a la iglesia, donde pasaron la noche en oración. Al despuntar la mañana, cuando salieron del edificio, vieron que todo estaba cubierto por un manto de nieve, y que las prendas que habían dejado secándose al aire tenían el aspecto de rígidas pizarras blancas.
En enero del año 1400, cuando se desató una segunda epidemia de la peste negra, más de la mitad de la población ya había muerto de neumonía y catarros.
Cabellos de color blanco coronaban las patricias facciones de Jean de Tournière. Sus ojos azul acero, su nariz aguileña, sus fuertes rasgos y una frente surcada por las arrugas verticales tan propias de los sabios hacían que De Tournière pareciera uno de esos legendarios senadores cuya retórica había estudiado con tanta admiración y tanto celo.
También compartía con aquellos senadores el hecho de tener una voz profunda y sonora. Era capaz de hacerse oír en las reuniones del consejo de la Universidad de Montpellier, dominando la situación y articulando largas frases en latín con la cadencia de Virgilio o de Julio César, según más conviniera.
Pero hoy no hablaba ni de amor ni de guerra. Era el año 1400 y Jean de Tournière, rector de la Universidad de Montpellier y médico personal de tres papas, aseguraba a la circunspecta Madeleine de Mercier que su precioso hijo pronto se pondría bien. No obstante, mientras elegía con maestría sus palabras y las pronunciaba de un modo perfectamente calculado para que resonaran en la habitación amplificándose y produciendo el efecto deseado, perdió el control de sus pensamientos.
Era verdad que en otro tiempo había deseado a esa dama. ¿Quién no había admirado la abrumadora belleza y juventud de la renombrada señora judía Madeleine de Mercier? Recordó lo adorable que era cuando se inclinaba hacia él en las fiestas de sociedad, rozando encantadoramente sus orejas con sus labios, mientras pretendía susurrarle algún florido cotilleo transmitido por el caliente arroyo de su dulce aliento o cuando se ponía el perfume que, con tantos nervios, él le había regalado y la íntima fragancia de éste emanaba por el pasadizo que su vestido de terciopelo dejaba abierto entre sus pechos. Es decir, cuando Madeleine era joven, cuando aún no se había entregado ni se había malgastado tanto.
Pero, llegada la hora en que finalmente ella le sedujo, cuando todavía permanecía ligada a un marido de su propia familia y entre cuyos venosos y endebles brazos había pasado, y aún habría de pasar, muchas noches y muchos años, la tierna fruta se había convertido en una cáscara demasiado dura y salada. La noche de su triunfo con Jean de Tournière fue seguida de muchas veladas de total silencio entre los nuevos y singulares amantes. Pero pasaron los meses y se presentaron muchos e inevitables compromisos sociales, en los cuales, para desmayo del respetable De Tournière, se apreciaba que el vientre de Madeleine de Mercier iba ganando tamaño de forma ostentosa. A las nueve lunas de su infortunado primer encuentro de carácter íntimo, De Tournière recibió un mensaje reclamando su atención inmediata: el niño había nacido con la membrana amniótica envolviéndole la cabeza, y Madeleine, temerosa de que esto pudiera constituir un mal presagio, llevaba dos horas llorando a lágrima viva.
El niño creció y se convirtió en un muchachito guapo pero, había que admitirlo, también enfermizo. Todos los años tosía como un condenado desde Navidad hasta Semana Santa. Todos los veranos, en cuanto le daba el sol, su piel se pelaba o se cubría de manchas y úlceras. Con el frío, se presentaban de forma invariable unas misteriosas fiebres y unos extraños cardenales que le salían bajo la translúcida epidermis. Y las llamadas de urgencia, solicitando la ayuda de Jean de Tournière, se multiplicaban indefinidamente.
Pero ni como padre ni como médico podía proporcionarle cura.
—El problema es su estado general. Es como un árbol del que brotan ramas muy débiles.
—Pero, Jean, ¿no puedes hacer algo para sanar el árbol?
Madeleine se gastó una fortuna en pócimas hechas a base de flor en polvo y polen de abeja. Consultó a los astrólogos hasta hacerlos desgastar las propias estrellas de tanto escudriñarlas. Todas las comadronas de Montpellier fueron llamadas a consulta y pronunciaron sus respectivos veredictos. Después forzó a Jean de Tournière a sangrar al chico de manera regular, especialmente el primero de mayo y en el equinoccio de otoño.
Sin embargo, cada vez que lo sangraban, la vida del muchacho amenazaba con írsele del cuerpo junto con la sangre. Tan pronto como le drenaban las venas de las piernas, su sangre, de un rojo alegre y lleno de brillo, chorreaba como una fuente, tal vez muy contenta de poder escaparse.
Una de las incisiones en el tobillo nunca terminó de cicatrizar. Constantemente se abría, presentando feos colores y un olor malsano. De Tournière iba cortando progresivamente la carne que estaba en peores condiciones y después bañaba la herida con ungüentos y la taponaba con paños importados de los más remotos lugares de la tierra. Durante dos años estuvo sangrando al niño poniéndole sanguijuelas en el pecho y el estómago. Pero, a pesar de todo esto, el tobillo se negaba a mejorar. De hecho, empeoró aún más. La infección afectó a toda la pierna y el chico vivía permanentemente con fiebre.
De Tournière, desesperado, hizo llamar a Abraham Halevi: el judío que había vuelto a poner la cirugía en manos de los médicos, en perjuicio de los barberos; el doctor cuyo osado bisturí había dotado de gran renombre a la escuela médica de Montpellier hasta en los más exigentes círculos parisinos.
Y ahora que por fin había llegado Abraham, un joven converso de finas y alargadas manos y nariz rota, Madeleine intentaba ganárselo con todos los encantos que le quedaban. Tenía cincuenta años y todavía se lanzaba sin pudor alguno a coquetear con un hombre cuya edad doblaba. Simplemente contemplarla, ofreciéndole a Abraham con tanta afectación su mano desnuda de guante y agachándose para mostrarle el canalillo del pecho, hacía pensar en las ancestrales proclamas sobre las calamidades de la carne.
¿Cómo pudo haberle sucedido todo aquello a él?, se preguntaba el amargado De Tournière. Para empezar, ella se había asegurado de cazarlo a solas. Una hora en solitario con Madeleine de Mercier fue en su día un premio imposible, con el que Jean de Tournière había soñado continuamente. Era un sueño del que el paso del tiempo y la decadencia de la belleza de Madeleine lo habían conseguido curar. Pues había visto, como reverso de la naturaleza, que, de su prometedora juventud de mariposa, acabó surgiendo una arrugada larva.
Pero el caso es que ella lo había atrapado diciéndole que su marido estaba de viaje, lo cual resultó ser sólo una manera de hablar, pues, para ella, su marido estaba siempre de viaje, hasta el punto de que Madeleine invitó sin trabas a De Tournière a todas sus famosas fiestas invernales. Pero la primera fue la importante.
De todas las personalidades de Montpellier, acicaladas, empolvadas, embutidas en sus mejores galas y sus mejores modales, sólo con el arzobispo valía la pena conversar. Tras la cena, cuyo menú resultó bastante decepcionante, porque se presumía que Madeleine ofrecía la mejor mesa de la ciudad, la concurrencia se entretuvo con uno de los habituales y aburridos concursos, consistente en ver quién podía componer los más ingeniosos y halagadores pareados en honor a la anfitriona de la velada.
Ganó De Tournière, y como recompensa recibió el privilegio —dudoso privilegio— de besar a Madeleine en ambas mejillas. En ese instante, percibió, por primera vez en años y fluyendo desde lugares por los cuales ya no sentía el más mínimo interés en contemplar, el perfume que él le había regalado antaño.
Para él, el tono de la fiesta lo condicionó ese inesperado e indeseable aroma. A continuación del poético concurso, vino otro de los juegos preferidos de Madeleine: se levantaron los tapices de las paredes del comedor para descubrir, no pinturas religiosas, sino tableaux vivants, jóvenes desnudas, excepto por los sedosos pañuelos que cubrían sus cuellos, colocadas en grupos que representaban escenas bíblicas.
Parecían un vivo mercado de nalgas rosadas, muslos palpitantes, pechos de todos los tamaños, formas y texturas. Los asistentes a la fiesta quedaron tan impresionados por esa sorpresa que se olvidaron de las carencias de la cena. En lugar de recordar el insulso menú, se dispusieron a pellizcar y hacer cosquillas a las sirvientas, que llenaron el salón con sus risitas mientras intentaban salvaguardar de los toqueteos alguna parte de sus cuerpos.
Entretanto, en compañía del arzobispo, De Tournière anduvo de una escultura viva a otra, inspeccionando a los modelos que representaban a la Virgen y a Jesús mamando de sus pezones rosas, o los alucinados ojos y las peludas axilas de los pastores que adoraban al recién nacido, o las bocas abiertas y el teñido vello del pubis de los atónitos testigos de la resurrección.
—Valiente forma de intentar sublimar los deseos más bajos del hombre —observó Jean con sarcasmo.
—De sublimarlos y de paso satisfacerlos —precisó el arzobispo. Sus ojos se posaron en un adolescente Jesús cuyas heridas lamía con esmero un idiótico poeta—. Creo que le presentaré mis respetos a la señora y me retiraré.
En este punto, también De Tournière tuvo la impresión de que debía retirarse. Pero mientras que el arzobispo era un anciano, él sólo tenía sesenta años y no iba a consentir que lo tomaran por un puritano falto de virilidad ausentándose tan temprano. En lugar de irse, acalló su ansiedad llenándose de vino el estómago. Al cabo de poco, De Tournière, que ya bebía sin recato, oyó el viento de su propio destino silbándole en los oídos.
Con el pretexto de enseñarle la obra maestra de cierto joven pintor holandés, Madeleine de Mercier, la bruja vampiresa, lo condujo hasta la habitación a la cual llamaba «de sus tesoros». En realidad, como bien comprendió De Tournière mientras sostenía una gran copa de plata, la pretendida «habitación de los tesoros» era claramente una especie de tocador desprovisto de clase y de arte. ¿Tocador? Quizá no, porque incluso esa palabra sonaba demasiado virginal para describir el mal gusto y los terciopelos rojos y morados que predominaban entre aquellas cuatro paredes. Había pilas tan grandes de almohadones que un colegio entero de jóvenes sirvientas podía acomodarse en ellos.
El pintor en cuestión se llamaba Hubert van Eyck y su cuadro estaba apoyado de modo incongruente contra un muro, como una Biblia abandonada en un burdel. Retrataba, con vivo detalle, a una señora vestida hasta el cuello. Pero lo hacía con tal realismo que su cabello parecía real, los ojos tenían tanta profundidad que De Tournière quiso sumergirse en ellos y un pequeño lunar en un lado del cuello inspiraba tanta delicadeza que sus labios se combaron hacia adelante dispuestos a besar esa diminuta y oscura imperfección. De Tournière se sintió arrebatado, como si la mujer que tenía enfrente estuviera viva y respirando.
«¡Ahí! —quiso gritar De Tournière—. Ahí, en tu propio retrato, el cual tú misma no has sabido comprender, están tu verdadera belleza y tu inocencia.»
De repente la habitación se oscureció como si hubiese habido un eclipse. La bruja había apagado todas las lámparas, dejando encendida sólo la chimenea. Volvió a rellenarle la copa de vino y la abrumadora esencia de su perfume rancio se esparció por la estancia como una gran ola. Mientras De Tournière se consolaba apurando su copa, esa ola fue alzándose y formando una nueva cresta que le atrapó también a él. No quedó claro si él se había tropezado o si ella lo había empujado, pero al instante estaba tumbado de espaldas, y visiblemente humillado, sobre los gruesos almohadones de satén.
—Te has derramado el vino en la camisa —dijo ella.
Luego se arrodilló y, con mano diestra, empezó a desabotonar la camisola del embriagado De Tournière, que sintió que los dedos de ella le quemaban el pecho como hierros al rojo vivo. Notó cómo Madeleine se restregaba ávidamente contra su piel, pero estaba tan borracho que su cuerpo no respondió. El deseo, como le había confesado en cierta ocasión al arzobispo, no le acompañaba siempre. No siempre estaba presto. Pero, cuanto más lo acariciaba Madeleine, más podía sentir que su resistencia se iba desvaneciendo, hasta que acabó desapareciendo por completo. Él, Jean de Tournière, su señoría, su ilustrísima, que había sido médico de tres papas y era rector de la universidad más renombrada del mundo, con unas caricias y unas friegas, volvía a balbucear y babear como un niño. La piel se le puso suave y resplandeciente, sus huesos anquilosados se volvieron ágiles y flexibles, incluso sus retorcidos y regordetes dedos de los pies, en la boca de la bruja, se tornaron delicadas gemas rosadas con pequeñas perlas en la punta: sus descuidadas uñas.
Pronto todo su cuerpo se vio reducido a una especie de gran bola de cera derretida. Y el recuerdo de los pechos de su madre se abrió camino en su mente a través de sesenta años de historia empapada de vino. Finalmente esa imagen emergió y pudo contemplarse a sí mismo, un pequeñuelo ser con barba blanca, corona y trajecito de terciopelo, mamando del enorme pecho blanco de una virgen cuyo aspecto le sonaba vagamente familiar.
Sin saber siquiera lo que hacía, De Tournière saltó jubilosamente sobre el cuerpo de la bruja. Sus manos rodearon su cuello arrugado y jugaron a estrangularla. Comprendió entonces que el dolor que sentía en su pecho no se lo producían dos cuchillos, sino los puntiagudos pezones de Madeleine, y que las piernas de ella no abrazaban su cuerpo con la intención de asfixiarlo, sino para atraerlo más hacia sí, y que el fuego ardiente que sentía en el estómago era parte de otra actividad diferente, una actividad secreta, misteriosa y voluptuosa, en la que su cuerpo estaba inmerso.
—¡Puta! —gritó con todas sus fuerzas.
Hoy, esa misma habitación, con sus descoloridas y horribles cortinas y sus almohadones, en los que se habrían sentado no se sabe cuántas nalgas desnudas, se encontraba ocupada en su centro por la camita de un niño. Estaba colocada sobre una pequeña plataforma y envuelta en seda. Su decoración era tan sobrecargada que, de alguna manera, en lugar de un lecho parecía un gran catafalco funerario.
A su lado, sentados en taburetes y colchoncillos de terciopelo, unos cuantos músicos tocaban el laúd y cantaban para el pobre paciente. Por supuesto, lo hacían desafinados. Además, Madeleine había mandado llamar a sus dos astrólogos favoritos. Bebían vino mientras fingían trabajar en un rompecabezas de líneas y puntos al que llamaban «carta astral».
De Tournière avanzó hacia la ventana, y Madeleine y Abraham fueron a su encuentro.
—Monsieur Halevi.
—Excelencia.
—¿Habéis examinado al paciente?
—Lo he examinado, excelencia.
—¿Y qué pensáis que debería hacerse?
—La herida en el tobillo es muy grave.
Halevi hablaba un francés con soniquete español, pero muy correcto y preciso. Sonaba como si cada sílaba hubiese sido retenida, arrastrada y saboreada en la boca antes de que él la dejara salir.
—Sí, es muy grave.
—Está gangrenada y la infección se extiende a la pierna.
—Sí, doctor, eso puedo verlo.
—Como es obvio, la pierna debe ser amputada.
—Sí —asintió De Tournière—. La pierna debe ser amputada. La cuestión es dónde, a qué altura, y si el chico resistirá una operación así. Tiene once años y ha estado enfermo la mitad de su vida.
Hacía más de un año que De Tournière sabía que esa pierna debía amputarse, pero hasta esa semana había creído que era mejor dejar que el niño muriera en paz, antes que matarlo mediante una operación agónica.
Sin embargo, la insistencia de Madeleine había logrado que De Tournière llamara al renombrado médico español. Si tenía éxito, De Tournière sería halagado por ello. Pero si el hijo de Madeleine moría, lo cual era muy probable, sería a Halevi a quien verían como a uno más de esos médicos que juegan a ser dios con sus bisturís y sacrifican las vidas de sus pacientes por pura ambición personal.
—El buen doctor me ha estado diciendo —explicó Madeleine de Mercier— que muchos enfermos se reponen sin problemas de operaciones parecidas. También ha inventado una nueva clase de pierna artificial. Incluso un niño puede utilizarla sin dificultad.
—¿Una pierna artificial?
—Sí —intervino Abraham.
De Tournière se encontró mirando directamente a los ojos negros del judío.
—¿Es que también sois carpintero?
—Los buenos cirujanos son muchas cosas.
—Jean —terció Madeleine, que había puesto su mano sobre el brazo de su amante al percibir que se tensaba a consecuencia de esa rabia característica que todavía no había aprendido a controlar—. Jean, ha traído la pierna artificial para que podamos verla.
En una silla junto a la ventana, había una caja de madera con forma alargada. Halevi la abrió. En su interior, De Tournière vio una pierna que no estaba hecha de una sola pieza, sino inteligentemente construida a base de segmentos encolados entre sí y que formaban un cesto para sujetar el muñón. Abraham se agachó para sacarla del estuche. En él relucía una sierra de acero.
—Mira, Jean, incluso tiene herramientas para ajustar la longitud de la pierna.
De Tournière bajó los ojos para escrutar el rostro de Madeleine. Sus pupilas temblaban. La pobre mujer se estremeció.
—¿Has pedido el parecer de tus astrólogos?
—Lo he pedido —contestó ella—, pero todavía no me han respondido nada.
Los dos hombres avanzaron hasta una zona iluminada desde el oscuro rincón en el que deliberaban. Desde el día del eclipse los astrólogos de Montpellier se habían estado enriqueciendo a costa del miedo del pueblo. El más prominente de ellos era Leonardo Montreuil, un hombre de faz pálida y doble barbilla oradada por incontables cráteres que se ponía rojo cuando alguien contradecía sus puntos de vista.
—Leonardo, decidnos qué habéis decidido vos.
—Hemos llegado a la conclusión y al sano juicio —pontificó el astrólogo con el tono serio de un inquisidor— de que la operación prescrita no es peligrosa pero tampoco deja de serlo. El niño es Sagitario, y Saturno está en su casa. Se trata de una conjunción poco relevante, pero Aries también reside ahí y Libra se encuentra en posición favorable. Más aún, el cirujano es Tauro, lo cual resulta indicado para tratar a un Sagitario; pero debe añadirse que no estamos en un momento particularmente bueno para Tauro, aunque también es verdad que los ha habido peores, incluso en un pasado cercano.
Leonardo se detuvo y sonrió a Madeleine. Ella lo miraba en un trance tan profundo que hasta había soltado el brazo de Jean, olvidándose de él.
—¿Y entonces? —preguntó la mujer.
—Entonces —contestó Leonardo— el asunto está en manos de Dios.
—Gracias —dijo De Tournière.
Estaba claro que Leonardo Montreuil, primo del principal rival de Robert de Mercier, haría este tipo de predicción. Por supuesto, la haría deseando que la operación se llevase a cabo y que las consecuencias fueran funestas.
—Y vos, señor Halevi —siguió interpelando Madeleine—, ¿habéis practicado muchas operaciones similares?
—Algunas.
—¿Lo ves? —exclamó la dama dirigiéndose a De Tournière—. Te dije que la operación podría hacerse sin riegos.
—Se trata de una operación plagada de riesgos —avisó Abraham con perfecta claridad.
Los músicos seguían tocando, el niño miraba impasible al techo, como si además careciera de la inteligencia para saber de lo que se estaba hablando.
—Pero vos sois un médico que ha estudiado en la escuela de Jean —argumentó Madeleine de Mercier—. ¿No es así, Jean, no es este hombre tu mejor cirujano?
—Lo es —aseguró De Tournière.
—No obstante —insistió Abraham—, aun contando con que su excelencia en persona dirija la operación, el resultado seguirá siendo incierto.
—¡Vos! —exclamó de repente De Tournière recordando la historia—. Vos sois quien le hizo la cesárea a la cuñada del cardenal Velázquez.
—Sí.
—Entonces ahorradnos vuestra falsa modestia, si os place, y tened la amabilidad de proceder a amputar la pierna de Jean-Louis de Mercier.
De Tournière liberó su brazo de la mano de Madeleine, que había vuelto a agarrarlo temiendo su intempestiva ira, y avanzó a grandes zancadas hasta la cama para mirar al niño a la cara. Era su hijo: el único y frágil vestigio de su también único y frágil intento de reproducirse carnalmente.