Era ya noviembre cuando Abraham llegó a Barcelona tras haber cubierto a pie casi todo el trayecto. Dormía en los bosques durante el día y de noche caminaba. Al cruzar las montañas se detuvo a trabajar un mes entero en la vendimia, haciéndose pasar por un estudiante de medicina de camino a la gran Universidad de Montpellier.
—¿A los estudiantes de medicina os causan siempre semejantes heridas? —bromeaban los trabajadores de los viñedos al verlo bañarse. Pero por la noche se mostraban amables con él y lo despertaban cuando gritaba en sueños. Al término de aquel mes junto a ellos, el recuerdo de Toledo empezó a remitir.
En Barcelona encontró a Gabriela sin necesidad de buscarla. La primera vez que entró en el mercado judío, la vio tras un mostrador repleto de rollos de brillantes telas. A pesar del desastre de Barcelona del que le había hablado Velázquez, el vecindario parecía haber recobrado toda su vitalidad. La plaza estaba concurrida y Gabriela se encontraba en el centro, rodeada de admiradores a los que hábilmente transformaba en clientes.
—¡Abraham!
Antes de que él tuviera oportunidad de concluir su examen sobre el aspecto de Gabriela, ella se había echado en sus brazos. Él sintió que el corazón le daba un vuelco.
—Abraham, te he esperado durante meses. Don Juan me dijo que saliste de Toledo el mismo día que yo. Pensé que habrías…
—Tienes muy buen aspecto.
En los meses de su lenta peregrinación entre Toledo y Barcelona, al tiempo en que cada noche le torturaban las muertes de su madre y su maestro revividas en terribles pesadillas, Gabriela había ido convirtiéndose en una verdadera reina. Ahora, bajo su chal, llevaba un vestido de seda nuevo ceñido a la cintura y que dejaba parte de su pecho al descubierto. Su alargado cuello lucía un collar que bien servía como exponente de la considerable riqueza de Juan Velázquez. Su cabello, negro y adornado con un tocado a la última moda, estaba coronado de esmeraldas que hacían juego con sus ojos y que ayudaban a resaltar la belleza de su espléndida figura.
—Eres tú quien tiene buen aspecto. Temía que hubieses muerto.
Abraham bajó los ojos y reparó en su haraposa vestimenta. Gabriela le apretó el brazo riéndose.
—Perdona que hoy vaya vestida con tanto lujo. Se supone que debo impresionar a dos asociados comerciales del señor Velázquez. Han venido precisamente de Montpellier.
Abraham miró a su alrededor y comprobó que las posesiones de Gabriela ya no se limitaban a un simple puesto, como el que tenía en la feria de Toledo, sino que las diferentes tiendas bajo su mando formaban un cuadrado completo donde se vendían toda clase de telas y otros productos.
Dos hombres se aproximaron a Gabriela. El primero era de mediana edad, delgado y con las extremidades muy largas. Su pelo cano y expresión amable le daban el aire de un diplomático que ha transmitido demasiados mensajes poco gratos.
—Abraham, me gustaría presentarte a Robert de Mercier y a François Peyre. Caballeros, éste es el señor Abraham Halevi, de quien ya les he hablado.
—Es un placer —dijo Robert de Mercier inclinándose. Hablaba en francés y, mientras le devolvía el saludo, Abraham recordó que los Mercier eran una de las familias más ricas de Montpellier, una familia que incluso había hecho grandes contribuciones monetarias a la escuela de medicina.
—Yo me siento igualmente honrado —exclamó el segundo de los visitantes comerciales de Gabriela. Era mucho más joven que Mercier. Tenía un gran corpachón y aspecto de soldado. Esbozó una franca sonrisa y agarró a Abraham por el brazo—. Mademoiselle Hasdai nos ha contado que estudiasteis medicina en nuestra ciudad. Pero seguro que ha sido demasiado modesta como para informaros de que no sólo somos sus socios en el comercio de tejidos, sino que también somos los más fervientes admiradores de su belleza.
Abraham vio que todos sonreían con buen ánimo.
Mientras él vivía sus pesadillas, Gabriela se había introducido en un mundo de lujos, riquezas y nobles sentimientos.
El silencio se prolongó y fue haciéndose más incómodo. Ella notó que Abraham estudiaba atentamente su rostro, que ahora era más afilado y reflejaba un temperamento más nervioso que el de antaño.
—Es un honor conoceros —dijo Abraham finalmente—. Y os congratulo por haber encontrado a alguien tan digno de vuestra valiosa admiración.
La vivienda de Gabriela era tan suntuosa como su vestido. Allí encontraron a Zelaida, la vieja y leal servidora que la cuidaba desde el día en que nació. Gabriela volvió a la plaza y Abraham se metió en el baño caliente que Zelaida le preparó con diligencia.
Tener una bañera en casa era un lujo casi desconocido, incluso en Toledo. Tumbado dentro del agua, mirando por la ventana el resplandeciente cielo otoñal, Abraham repasó, como si lo viese en un gigantesco fresco, su viaje desde la meseta castellana.
Vistiendo todavía la capa del gigante, pegajosa y resbaladiza por la sangre que la empapaba, había galopado en un caballo robado hasta un campamento de judíos, sito en los dominios de un terrateniente que concedía a los herejes el privilegio de labrar sus campos. Sin que su señor lo supiese, esos judíos pagaban su interesada generosidad escondiendo a refugiados que huían de Madrid y de Toledo.
Abraham ya había estado una vez en ese campamento. Había ido con Antonio, y ya entonces el diminuto pueblo estaba protegido por una empalizada. Los largos y afilados maderos apuntaban al cielo como lanzas. Cuando Abraham se acercó a ellos, docenas de perros enrabietados comenzaron a ladrarle.
Poco después se abrió una pequeña puerta en la empalizada y tres hombres armados con ballestas salieron a su encuentro. Llevaban ropas de campesino y grandes zuecos de madera.
—Tiempos peligrosos —dijo Abraham.
—Peligrosos para los extraños —contestó el más corpulento.
—Me llamo Abraham Halevi, soy primo de Antonio Espinosa —explicó primero en español y luego en hebreo.
Al oír el nombre de Antonio, los tres hombres se relajaron y, finalmente, cuando vieron que Abraham hablaba hebreo, dejaron de apuntarle con las ballestas.
Mientras daban de comer a su caballo y lo acicalaban, Abraham curó la pierna fracturada de un hombre a quien le había caído encima un árbol cortado. Después, tras pedirles a sus anfitriones que lo despertasen pasada una hora, se echó a dormir. Nadie había visto pasar a Gabriela ni sabía nada de ella, y aunque los campesinos le ofrecieron a Abraham quedarse tanto tiempo como quisiera, decidió mantener la delantera con respecto a las turbas de gentes que habían acudido a la feria de Toledo. Porque ahora se dispersaban en pequeños grupos en todas direcciones, perpetrando las subsiguientes cacerías y asaltos.
Antes de partir, los campesinos le indicaron la ruta que llevaba al siguiente asentamiento judío. Y así fue como viajó Abraham: de refugio en refugio.
Al cabo de los días, el caballo se debilitó y se vio obligado a alargar sus paradas. Al final, pasada una semana, el caballo sucumbió al esfuerzo.
Dondequiera que Abraham llegase, el nombre de Antonio le abría todas las puertas. ¿En qué lugar no habría estado Antonio, llamando a sus hermanos judíos a las armas y relatándoles historias de coraje guerrero y de confianza en el futuro? Empezaba a parecerle que media España judía se había pasado las noches sentada, hablando de las nobles gestas que la esperaban y de las gigantescas leyendas a las que daría pie. Sin embargo, la noticia de la muerte de Antonio siempre se recibía con fatalismo, la gente se encogía de hombros y bajaba los ojos al suelo. Abraham aprendió a romper ese silencio, añadiendo que Antonio había muerto defendiendo la judería de Toledo y que, por cada una de las muchas heridas recibidas, su primo había hecho pagar a un soldado atacante con su vida.
—Véngame en cuanto puedas —le había susurrado Antonio a Abraham en su último aliento.
Cuando salió del baño y se vistió con las finas ropas que Zelaida había colocado en su cama, Abraham se preguntó qué pensaría Antonio, desde el paraíso de los guerreros en el que a su juicio merecía sin duda estar, si pudiese ver cómo su primo cubría las recientes cicatrices con ropajes tan suaves y caros; si pudiese verlo vistiéndose frente a un espejo digno de Cleopatra; si pudiera contemplarlo recortándose la barba con una cuchilla lo suficientemente afilada como para rajarle el cuello de un tajo a cualquiera de sus enemigos.
—¿Alguna vez has matado a un hombre? —le había preguntado Antonio en una ocasión.
«Ahora he matado a tres», pensó Abraham. Primero a Antonio y luego a los dos sirvientes de Juan Velázquez. Y hoy estaba en casa de otra de sus sirvientes: su propia prometida.
Durante su viaje, mientras dormía, Abraham había soñado con los horrores de la masacre. Pero por las tardes y las noches, mientras cabalgaba, a menudo había pensado en su conversación con Antonio acerca de los muchos giros que podía dar la vida. El giro que él experimentaba ahora lo había llevado hasta Barcelona. Pero esa misma ruta también le llevó en su día a Montpellier, para ir a la escuela de medicina, que había representado ese sueño de libertad que con tanto entusiasmo había compartido con Antonio.
Ahora, tras su muerte y tras el saqueo de casi todos los barrios judíos de España, sólo un loco pensaría que los semitas podían aspirar a ser libres, ya fuera por la fuerza de la gracia, del conocimiento o de sus dotes para la oratoria. No obstante, de la misma forma, sólo un loco creería que las cosas se arreglaban volviendo a los hábitos de los felices tiempos pasados, como si todo lo ocurrido no fuese más que una tormenta de verano que no volvería a estallar.
Aquella noche Gabriela ofreció una cena a los comerciantes de Montpellier. Con cada brindis Abraham apuró ansiosamente su copa. Cuando los invitados se retiraron, se sentía completamente embriagado por el vino, pues lo cierto es que le había sabido a miel, tras haberse hartado del vinagre con el que le habían agasajado sus anfitriones de las montañas.
Por fin, cuando Zelaida se retiró discretamente a la cocina, Abraham se encontró sentado a solas con Gabriela en los confortables almohadones de su nueva y lujosa casa.
En un abrir y cerrar de ojos, ella se había convertido en una rica señora, una dama de sociedad a la que cualquier gran terrateniente podría pretender como amante o incluso como esposa. Abraham podía imaginar a Ben Isaac riéndose y mofándose de él por interesarse más por Gabriela cuanto más inalcanzable se le antojaba que era para él.
Pero cuando Gabriela le contó su propia huida de Toledo y la forma en que había utilizado a Carlos, Abraham se mostró confuso.
—Matar a un hombre es una experiencia terrible.
—Terrible, sí —coincidió Abraham. Intentó mirarla a los ojos. Estaba más guapa que nunca. Parecía intacta, como si nadie le hubiese puesto jamás la mano encima, y menos el cuerpo. Sus labios y sus caricias seguían siendo los mismos de siempre—. Yo también he matado. De hecho, he privado a tu gran señor de dos de sus mejores criados.
Mientras hablaba, percibió que Gabriela se sobrecogía. Había perdido parte de su inocencia, pero conservaba la capacidad de sentir dolor.
—Abraham, dime la verdad. ¿Aquel hombre que quería casarse conmigo ahora piensa que mi honra no está lo bastante limpia?
—Yo no pienso nada —respondió Abraham.
—Entonces, permite que piense yo —dijo Gabriela con voz súbitamente cortante—. Llevas todo el día mirándome como si fuese la mayor ramera de Gomorra. O me quieres y te casas conmigo, o me dejas ya en paz.
Abraham se puso en pie. Gabriela avanzó hacia él.
—Todavía podemos conservar cosas buenas entre nosotros —añadió ella. Su expresión se había suavizado y comenzaba a llorar como solía hacerlo antaño.
—¿Puedo preguntarte —Abraham se vio a sí mismo indagando— si François Peyre te ha pedido que te cases con él?
—¿Quieres saber si le he contestado que sí?
El corazón de Abraham pareció dejar de latir. Vivió un momento de completa oscuridad mientras se volvía hacia Gabriela. Y entonces, como el manto del que uno se despoja, el efecto del vino abandonó su mente. En otros tiempos temió la oscuridad, pero ahora había pasado tres meses viviendo en sus entrañas. Caminando bajo el cielo negro cada noche, la oscuridad a la que solía temer había pasado a ser su casa, y optó por ella.
—Tal vez —sugirió Abraham— deberías casarte con François Peyre o con cualquier otro que sea incluso más conveniente para tus planes.
Ahora fue Gabriela quien se levantó y dejó de verter lágrimas.
—Cuando me case, será por amor.
Se acercó tanto a Abraham que él pudo ver las trazas de hierro en sus verdes ojos.
—¿Y qué me dices de ti mismo, mi viejo amigo, Abraham? ¿Qué planes has estado haciendo tú? ¿Los has hecho como judío, como cristiano o como hombre sin fe?
—¿Es que tengo alguna elección al respecto?
—A ti te gusta pensar que sí la tienes.
—Me gustaría tenerla, por supuesto. De hecho, la muerte de Antonio me lo ha puesto más y más fácil cada día. Si no ansiara regir mi propia vida, ésta sería algo sin valor en cuyas redes quedaría atrapado sin ninguna razón. Para sobrevivir, debo querer vivir y, si valoro en algo mi vida, debo querer que siga un curso que valga la pena. La última vez que hablé con Antonio le dije que quería convertirme en un gran médico. Contestó que algunos hombres son guerreros y otros hacen otras cosas. Él era un guerrero, dijo, y yo iba a ser un hombre de ciencia. ¿Al final qué ha ocurrido? Que el guerrero ha muerto. ¿Y quién lo mató? Yo lo hice, yo, el hombre de ciencia. Para eso sirvieron todos mis años de medicina, me proporcionaron los suficientes conocimientos para envenenar a mi primo, a mi hermano espiritual, que había sido sometido a tortura por don Rodrigo Velázquez.
»Dos veces, mientras caminaba hacia aquí, me robaron, casi me matan. Y en cada una de las ocasiones, cuando me vi a mí mismo todavía con vida, tuve que preguntarme para qué vivir, y si mi amargura por la muerte de Antonio debía hacerme cambiar mis decisiones o… debía hacerme reafirmarlas. Aunque ahora me doy cuenta de que, quizá, según tú, todos estos meses he estado luchando por nada, en vano. Quizá Gabriela Hasdai podría haberme ahorrado todos estos problemas. Quizá ella haya encontrado todas las respuestas sobre cómo debo vivir mi vida, del mismo modo que ha encontrado sus nuevos vestidos de gran dama.
—Las penurias te han hecho demasiado orgulloso, querido. Nada cambiará el hecho de que naciste judío. Y el espacio en el que vive un judío es siempre muy pequeño.
—Tú naciste mujer, y el espacio con el que cuentas tampoco es muy grande.
—Es verdad que nací mujer y, a veces, frente a un gran peligro, me disfrazo para que mi debilidad se torne invisible. Pero, a pesar de ello, a todas horas en mi corazón acepto que soy una mujer. Ése es mi destino y es lo que da sentido a mi vida. Pero hay otra realidad que conforma mi destino: he nacido judía. Tú también naciste judío, ¿no es verdad?
—Mi madre era judía. Mi padre no sé lo que fue.
Gabriela se encendió contra él.
—Lo dices como si presumieras de ello —objetó con amargura—. Amas tanto tus miserias que te complaces en pensar que tu padre fue un desalmado bárbaro por cuyas venas corría la sangre de Gengis Kan. ¡Qué buena forma has elegido de magnificar los desvelos de tu madre!
—¡Ramera! —gritó Abraham, al tiempo que, perdiendo el control, levantó el brazo y abofeteó el rostro de Gabriela, enviándola al otro extremo de la habitación—. Retira lo que has dicho o te mato.
Sintió un escozor en sus nudillos donde había golpeado los dientes de Gabriela. Y deseó volver a hacerlo.
Ella rió desafiante.
—¡Mátame! Me harás un gran favor. —Luego se puso en pie y avanzó hasta la puerta—. Tienes grandes dotes para conversar, Abraham Halevi. Supongo que estarás orgulloso de hablar con la mano del mismo modo que debía hacerlo tu padre. Olvídate de ser sólo un judío más, has nacido para rabino especializado en grandes disputas.
Pero al cabo de un instante soltó el picaporte y se volvió hacia él llorando de nuevo.
—¿Significa esta disputa que nuestro amor ha terminado?
—No lo sé.
Gabriela le puso la mano en el hombro.
—Si hubieras venido conmigo cuando salí de Toledo… —Se acercó aún más, apretándose contra él—. Sabes que no quiero que te vayas. Eres mi amor, mi futuro marido, y por fin has llegado hasta mí.
Con el llanto de ella, Abraham sintió que su propio corazón se comenzaba a abrir. Había llegado el momento de hablar y perdonar, pero cuando quiso hacerlo, su boca se negó a articular palabra. Se sentía tan cansado que no lograba pensar con claridad y dejó que Gabriela lo arrastrara hasta los cojines, le quitara la ropa y compartiese con él su cálida desnudez. Mientras la abrazaba, los recuerdos se agolparon en su mente, mezclándose lo que había oído acerca de la historia del viaje de ella con la memoria de su propio viaje. Así fueron apareciéndosele imágenes de las humillaciones que debía haber padecido Gabriela, y con estas duras visiones, Abraham finalmente se durmió.
Horas después, soñaba que estaba desnudo en un desierto. Al principio creyó que se trataba de algún lugar situado entre Toledo y Barcelona. Pero según fue haciéndose más consciente de su falta de ropas y según su piel fue tornándose más sensible y vulnerable, hasta intentar encogerse y disminuir de tamaño en un movimiento defensivo, comprendió que era un desierto mucho más antiguo: el desierto del Sinaí en el reino de Canaán.
Cuando le invadió esta certeza, los dedos de sus pies excavaron la arena, como si en ella se escondiera toda la verdad. Con el rabillo del ojo vio que el cielo se había tornado de un color escarlata profundo y llamativo. Era como el rojo del interior de la boca de un recién nacido. Y supo que si miraba al cielo vería al mismísimo Dios, no a Dios vestido de hombre, ni de zarza ardiendo o de animal, sino a Dios en su ser puro: una figura cuya visión le arrancaría los ojos del rostro. Los cerró con fuerza, negando con la cabeza y cubriéndose la cara con las manos, pero la voz de Dios empezó a atronarle e hizo temblar la tierra. Abraham se asustó, tuvo la sensación de que le habían cauterizado el alma con un hierro al rojo. Cambió de opinión, y sus manos intentaron obligar a sus ojos a abrirse. Sin embargo, en lugar de conseguirlo, sintió que su cerebro iba a explotar, mientras él adquiría una nueva e inmensa conciencia. Entonces cayó de la cama. El sol ardiente resplandecía y él tenía los ojos bien abiertos.
—Perdóname —se oyó a sí mismo decir en voz alta. Le dolía la nariz y estaba de rodillas—. Perdóname.
Por primera vez recordó que eso mismo había dicho la noche en que los soldados le rompieron la nariz y le hicieron arrastrarse por el suelo para abrazar una religión nueva. Ahora, con los ojos desmesuradamente abiertos, las palabras resonaban en su pecho y el sol cubría su dorado trecho a través de las sombras, iluminando las paredes encaladas, el arcón de roble, las alfombras de Persia y el lecho junto al cual Abraham estaba arrodillado y entre cuyas suaves sábanas todavía dormía Gabriela Hasdai. Su piel era tan brillante como la del propio becerro de oro. Su oscura cabellera relucía en su cabeza como un sol negro.
Dios estaba en la habitación. El sueño había acabado, pero la presencia de Dios llenaba la alcoba como un gigantesco halcón en plena cacería. Los latidos de su propio corazón y del de Gabriela reverberaban en las paredes y llenaban los oídos de Abraham, penetrando hasta su pecho y resonando en su cabeza.
Luego, sintiendo que Dios se había ido, se encontró de pie, solo, notando cómo el color de la mañana se desvanecía y la piel se le erizaba. Gabriela Hasdai rodó sobre su espalda y sonrió somnolienta a Abraham. Las sábanas resbalaron dejando al descubierto sus suaves pechos. Colgando de una cadena de oro, la estrella de David brillaba en el valle de sus senos. Abraham se arrodilló junto a ella, hambriento por tocarla. Pero entonces el sueño comenzó a evaporarse y se acordó de todo lo que Gabriela le había contado.
Dos horas después, Abraham Halevi salía de Barcelona en dirección a Montpellier.