11

Como la sede de una fiesta que se ha trasladado a una casa mejor y más excitante, la feria había sido abandonada. Y mientras la nueva casa, el barrio judío de Toledo, recibía con luces y fuego a todos los celebrantes, Gabriela daba vueltas por la antigua sede del terrible ágape.

Había pasado horas escondida en uno de los huecos secretos de la muralla, esperando la oportunidad de escapar. Ahora, vestida de hombre y con el pelo cortado, intentaba abrirse camino entre las ruinas de la feria.

Las brasas todavía ardían en las parrillas donde habían asado la carne. En una de ellas, Gabriela vio los restos de un enorme buey. Una pandilla de niños pelaba su esqueleto, haciéndose con las últimas tiras de carne. Eran pequeños, pero parecían mitad humanos mitad lobos.

Gabriela continuó su camino hacia los corrales de Carlos. Súbitamente se acordó de los seguidores de Moisés, acampados en la falda de la montaña. Fue un milagro que encontrase a Carlos fácilmente. Estaba sentado frente a su tienda, mirando el fuego y bebiendo vino. Tras él se veían sus caballos. Gabriela se apostó en las sombras a un lado del cercado. Intentaba decidir qué caballo coger.

Los animales se movían inquietos dentro del corral, como si fuesen conscientes de la matanza que se estaba llevando a cabo al otro lado de la muralla de Toledo. Pasados unos instantes, los ojos de Gabriela encontraron lo que buscaban: una yegua ruana y bien musculosa. No era demasiado grande como para no poder controlarla, pero sí lo bastante fuerte para llevarla lejos.

La yegua se le acercó. Gabriela comprobó que no llevaba ni rienda, ni bocado ni arneses. Pensó que, montándola a pelo y agarrándose a sus crines, no podría saltar la cerca del corral y, menos aún, cabalgar con seguridad por los senderos. En su primera visita, había visto varios juegos de monturas y cabezales colgando en el interior de la tienda. Ahora, moviéndose como una furtiva, avanzó sigilosamente. De repente un perro saltó justo delante de sus pies, ladrando y amenazando con tirarse a morderla.

—¡Carlos!

—¿Quién llama?

—¡Carlos!

El hombre se aproximó y sujetó al perro. Luego la arrastró a ella hacia el fuego.

—He venido a por el caballo —explicó Gabriela—. Traigo el dinero.

—¿Qué dinero? Carlos no recuerda nada de eso. —La sujetó con más fuerza y examinó su rostro a la luz de la hoguera. Al instante, dejó ver sus blancos dientes soltando una carcajada—. ¡Ahora sí que Carlos se acuerda! Sois la señora que quiere regalar un caballo a su marido por su cumpleaños.

—Su cumpleaños ha llegado ya.

Carlos volvió a reírse.

—¡Vuestro marido es un hombre afortunado al tener una esposa tan abnegada!

—Soy yo la afortunada —replicó Gabriela— por tener un esposo semejante.

Sacudió el brazo para liberarse y dio un paso hacia atrás. El corazón volvía a latirle con fuerza. Pero esta vez no se debía a un temor sordo y continuo, sino a que se sentía completamente aterrada. Respiró profundamente, intentando sacarse de la cabeza que, si no hubiese sido por el perro, ya habría escapado.

—Carlos tiene una esposa —dijo el hombre repentinamente—. Una esposa cuya lengua es tan afilada que es más peligrosa que una daga.

Estaban de pie junto al fuego. Gabriela podía sentir su calor en la cara. Si se hubiera quedado en su casa de Toledo con su hermana, ya estaría muerta. Pero habría muerto en un lugar conocido. Ahora sería Carlos quien la mataría y su cuerpo yacería abandonado y solitario hasta que los pájaros lo encontraran y diesen cuenta de él.

—Carlos no se explica cómo puede vivir un marido con una mujer que tiene esa lengua.

—El marido tendrá sus propios encantos y recursos —contestó Gabriela.

El comerciante sonrió.

—Carlos no tiene encantos, excepto esos encantos que no pueden verse. —Miró a Gabriela y le ordenó—: Dadme vuestro dinero.

—Primero el caballo.

—¿Lo queréis ya?

—Sí.

—Comprendo.

Carlos extendió la mano. Gabriela rehusó con un gesto de cabeza y en el cielo lució un repentino resplandor. Nuevas y más altas llamaradas se alzaban sobre el barrio de la judería.

—Dadme el dinero y luego os daré el caballo.

—Un hombre que tiene nombre de rey no debería intentar engañar a una inocente mujer. Dadme el caballo que me habíais prometido y después podréis reuniros con vuestra esposa.

Mientras decía esto Gabriela metió la mano bajo su manto y sacó un pañuelillo lleno de monedas. Sin contarlas, el hombre se metió avariciosamente el pañuelo en el cinturón.

—Gracias —dijo—. Pero ahora Carlos quiere saber por qué no estáis vos con vuestros amigos. ¿No os da miedo estar sola en una noche así?

—Dadme el caballo. —Gabriela podía captar la desesperación en su propia voz—. Os estáis perdiendo la fiesta.

El hombre rió.

—Carlos no encuentra ningún placer en matar judíos. ¿Os sorprende saberlo?

—¿Por qué habría de sorprenderme?

El comerciante levantó su bota de vino, todavía medio llena.

—Tomad un poco —ofreció a Gabriela—, como regalo de un ladrón que no mata judíos a una mujer que no está tan desvalida como dice.

—Ya que me lo ponéis así, beberé —contestó Gabriela. Aceptó la bota y la puso sobre su rostro apretando el pellejo y dejando que el vino le mojara la garganta. El primer trago, para la sed, solía decir su padre, y el segundo, para reunir coraje.

—¡He dicho un poco, no la bota entera! ¿Qué clase de mujer sois vos?

—Una mujer como cualquier otra.

Carlos recuperó su bota.

—Incluso los hombres casados pueden tener tentaciones.

—Y si Carlos el Famoso tuviera tentaciones, ¿qué estaría tentado de hacer?

—¿Quién podría decirlo?

—Yo no podría —aseguró Gabriela—. Tal vez otro traguito de vuestro vino me ayudaría a saberlo.

—La bota de Carlos está casi vacía —dijo él mostrando el enflaquecido pellejo de cuero—. Si queréis tomar más vino y disfrutar aún más de su hospitalidad, tendréis que ir a su tienda.

—Una mujer debe ser prudente antes de entrar en casa de un extraño.

Desde Toledo llegaba un rugido constante, salpicado con las explosiones puntuales de las cubas de aceite y unos agudos alaridos que, pensó Gabriela, podrían ser tanto los aullidos de los asesinados como los ecos de su propio pánico resonando en su cabeza.

—La casa de un rey —continuó Carlos— es lugar seguro para sus súbditos.

Extendió de nuevo la mano y Gabriela, que había estado cobijándose junto a la fogata, esta vez la aceptó, permitiendo que Carlos la ayudara a incorporarse y la llevara al interior de su tienda.

—Las mujeres tememos la oscuridad —murmuró Gabriela. Hasta entonces había pensado que tendría que ser ella quien lo sedujera.

—No es preciso temerla.

Y entonces, con un rápido movimiento, Carlos apretó su cuerpo contra el de ella, besándola en los labios y abrazándola con fuerza.

—¡No! —protestó Gabriela. Pero, sin apenas esfuerzo, él la metió en la tienda, la tumbó boca arriba y se echó encima de ella.

—No luchéis con Carlos —susurró—. Carlos es demasiado fuerte para vos.

—Por favor.

—Sed mi mujer y os ayudaré a escapar.

—Ayudadme ahora…

—Os estoy ayudando. Os ayudo a hacer feliz a Carlos.

Tenía su rodilla entre las piernas de ella y la sujetaba mientras le retiraba la túnica. Gabriela se obligó a permanecer quieta, sin oponer resistencia. No hizo movimiento alguno, sólo llevó la mano lentamente hacia el sitio, junto al cinturón, en el que llevaba escondido un pequeño cuchillo.

—Ahora seréis la esposa de Carlos, una esposa joven y bella. Carlos os hará feliz y os mantendrá a salvo. Carlos os quiere, os desea, os tiene para él. Ahora sabréis lo hombre que es Carlos, Carlos el Hombre, Carlos el Rey, Carlos, Carlos, Carlos…

Gabriela lo rodeó con sus brazos y lo atrajo hacia sí. Después agarró la empuñadura del cuchillo con las dos manos y lo clavó con todas sus fuerzas en el centro de la espalda del hombre.

—Carlos… —musitó él por última vez. Sus brazos se abrieron en cruz con tal violencia que Gabriela pudo oír el crujido de las articulaciones. Ella seguía clavándole el puñal en la herida, apretando la espalda de él hacia su propio pecho, cuando Carlos la agarró por el cuello con ambas manos. Pero aunque Gabriela podía sentirlas en su piel, notó que los dedos de Carlos se iban quedando sin vida.

Cuando finalmente pudo liberarse y rodar hacia un lado, sus manos y muñecas estaban empapadas de la sangre del muerto y sus muslos estaban manchados de aquellos fluidos que ni siquiera la muerte había interrumpido. Gabriela se agachó para coger tierra y empezó a frotarse rabiosamente la cara, las manos, los muslos y también el pubis.

En la tienda encontró los aperos de monta que necesitaba y otro juego de ropas de hombre. Llevaba una hora cabalgando, cuando reparó en que ni siquiera había cubierto con una manta la desnudez del muerto.