10

Comed un poco más de cordero o el cocinero se sentirá agraviado.

La voz de Isabel de Velázquez sonó un tanto tensa y preocupada. Su esposo se había levantado de la mesa para traer más vino clarete. Doña Isabel se inclinó hacia Abraham y le susurró:

—Temía que no vinierais esta noche.

—Es un honor haberlo hecho, como siempre.

—¿Como siempre? ¿Es preciso que contestéis siempre con tanta formalidad?

—Lo siento.

—No, soy yo quien debe disculparse. Es terrible que hayan matado a vuestro primo.

Abraham no dijo nada. Juan Velázquez había insistido en que fuese a cenar esa noche, la primera que pasaba libre desde el fin de su arresto.

—Soy tu benefactor —explicó Velázquez al invitarlo—. Y tú eres el benefactor de mi esposa. Está aterrada por lo que pudiera ocurrirte. Debes venir, aunque sólo sea para que se tranquilice.

—¿Y qué me decís de vuestro hermano? —preguntó Abraham—. ¿También él se tranquilizará al verme?

—Mi hermano está ocupado esta velada.

Abraham volvió a mirar a Isabel. Sólo había pasado una semana desde la operación, pero se encontraba lo bastante bien como para sentarse en una confortable butaca junto a la mesa del comedor. En lugar del vino con poción médica que había bebido durante la intervención quirúrgica, ahora saboreaba el célebre clarete de los viñedos Velázquez. «La moribunda que conocí —pensó Abraham— debe tener una magnífica fuerza vital, si ha sobrevivido a una operación tan delicada y ha florecido tan saludablemente en sólo unos cuantos días.» Fuerza vital: ése era, según Ben Isaac, el verdadero secreto de la salud. La vida atrae a la vida, como el sauce junto al agua contiene las esencias que curan el reumatismo causado por la humedad, como las flores que crecen al sol contienen el dulce polen que proporciona la miel. Los médicos y los cirujanos pueden potenciar o mermar la fuerza vital, pero no pueden hacerla existir cuando no está presente, más allá de lo que lo hacen los astrólogos y alquimistas.

—Sois como uno más de la familia —dijo Isabel.

Entre los médicos de Toledo era habitual bromear sobre la facilidad con la que las pacientes se sentían atraídas por las manos que las habían curado. Abraham sintió que sus mejillas se ruborizaban ante la perspectiva de que pudiera estar coqueteando con una mujer bella y deseable, cuyo cuñado era Rodrigo Velázquez. Y cuando doña Isabel le sonrió, observó que también las mejillas de ella se estaban coloreando.

Desde su mesa en el patio se veía la feria al otro lado del río. Habían encendido una enorme hoguera y de ella tomaban fuego decenas de antorchas que moteaban el paisaje, revoloteando como moscas por los alrededores.

Juan Velázquez volvió a la mesa con una sonrisa en la cara y dos jarras en la mano. Abraham se levantó para recibirle. El sudor le bañaba la piel. En ese patio se sentía como un prisionero y casi más asustado que en las mazmorras del cardenal. Observó que las cancelas de la verja estaban cerradas con llave. El jorobado y el gigante permanecían sentados, como mellizos dispares, guardando las dos entradas.

—A la salud de la señora de Velázquez y del nuevo heredero de la fortuna de esta casa —propuso levantando la copa que Velázquez acababa de llenarle. Abraham se había mantenido en pie.

Juan Velázquez verdaderamente era, como él mismo había dicho, su benefactor. Lo había salvado de Rodrigo, que sin duda le habría dado muerte, y, ahora, para honrarlo aún más, había insistido en que acudiera a su casa a cenar. También le había proporcionado, por el simple hecho de poner su bisturí al servicio del vientre de su mujer, una reputación que ni doce años de trabajo entre los pobres de los barrios judío y árabe habrían podido reportarle. Una reputación que, si se producía el ataque a la judería, cobraría menos valor que una moneda devaluada.

Tras abandonar la vivienda de la madre de Abraham, Gabriela caminó decididamente, obligándolo a alargar la zancada para seguir su paso. Cuando llegaron a su casa, él la acompañó dentro. Pero después, una vez en la sala, anunció que sólo podría quedarse unos instantes, porque lo esperaban para la cena en el palacio de los Velázquez.

—¿Velázquez?

Abraham vio cómo los labios de Gabriela se contraían con tanta fuerza que aparecieron líneas blancas en la piel que los rodeaba.

—Se lo debo.

—¡Abraham! ¡Su hermano ha matado a Antonio!

—Yo maté a Antonio.

—Sabes lo que quiero decir.

—No, me temo que no lo sé. —Notó cómo su propia ira se despertaba—. Quizá debas explicármelo.

—En realidad —contestó Gabriela—, no creo que desee explicar ninguna delicada cuestión moral al gran médico cirujano de Toledo. O quizá debería decir «al maestro, al rabino», ya que tienes la sabiduría de reconocer tus deudas con el hermano del mismo hombre al que le gustaría ver a todos los judíos de esta ciudad asesinados.

—Hace tan sólo unos días que tú misma pregonabas que te ibas a Barcelona, a trabajar para don Juan Velázquez.

—Hace tan sólo unos días —replicó Gabriela con amargura— tú hacías planes para nuestra boda. Dijiste que nos casaríamos en Barcelona y allí es donde voy, mi querido futuro esposo. Más aún, creo que tu madre y tú sois idiotas por no venir conmigo.

Abraham sintió repentinamente vergüenza y se echó para atrás. En la prisión de Rodrigo había soñado con ese momento junto a Gabriela, suponiéndolo un milagroso oasis. Y se había prometido que, si alguna vez escapaba, se casaría con ella inmediatamente.

—¿Sabes qué? —continuó ella—. Pagar una deuda al diablo no es algo de lo que uno deba enorgullecerse. Es mejor rechazar sus regalos.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir, Abraham Halevi, que a veces estás demasiado dispuesto a vender tu alma. Tal vez no sea conmigo con quien quieras casarte, sino con las riquezas de Juan Velázquez.

Él permaneció sin moverse. Mientras observaba a Gabriela, vio que el enfado de ella iba desvaneciéndose y que su postura desafiante se transformaba en un gesto de súplica. Una respuesta le vino a Abraham a la mente: si era él quien tan dispuesto estaba a vender su alma, ¿por qué era también él quien se proponía quedarse en Toledo a afrontar una muerte casi segura, mientras ella procedía a salvarse huyendo a Barcelona?

Pero no pudo hablar. No porque intentara evitar aumentar aún más su ira, sino porque sabía que de lo que realmente le acusaba era de no amarla como ella le amaba a él.

—Muy bien, Abraham, gracias por acompañarme a casa.

—Que tengas un viaje bueno y seguro, Gabriela. Te veré pronto, te lo prometo.

—Viajaré con cuidado —respondió ella—. Y te diré una cosa más acerca de lo mucho que confío en tu amigo Velázquez. Me ofreció una carroza para viajar, pero preferí arreglármelas sola y asegurarme de que no me traicionaba. Te aconsejo, mi futuro esposo, que tomes similares precauciones.

Se dio la vuelta y Abraham sintió un repentino dolor en el corazón, como si la estuviera viendo morirse. Avanzó hacia ella, listo para decirle que la amaba de verdad y que quería viajar a su lado y protegerla. Pero a su mente acudió la imagen de Antonio, colgado por las muñecas de unos grilletes, en las cámaras de Rodrigo Velázquez. Se frotó los ojos. Antonio, fue él quien le rogó que le ayudara a morir. Antonio, a quien un loco le había arrancado la piel a tiras. «Quítame la vida —le había suplicado—, y venga mi muerte cuando puedas.»

—¡Abraham!, ¡Abraham!

Se estaba tambaleando. Gabriela lo sujetó justo cuando estaba a punto de caerse hacia adelante.

—¿Estás bien?

—Sólo cansado —contestó Abraham.

—¿Te traigo algo de beber?

—Debo irme.

Le dio un beso de despedida, un beso rápido e informal, como si la despedida apenas mereciese ese nombre. Sin embargo, durante el trayecto hasta la casa de Velázquez, Abraham se detuvo a meditar varias veces, y deseó que Dios le infundiera amor por Gabriela y le forzase a cumplir la promesa que había hecho en las mazmorras del cardenal Rodrigo Velázquez.

El vino clarete daba lo mejor de sí reflejado en los ojos de doña Isabel. A la luz de las velas brillaban con la intensidad del enorme rubí que llevaba colgado al cuello y que descansaba sobre la piel de su pecho. Ante la insistencia de don Juan, Abraham había estado contando las peripecias de sus dos años en Montpellier. Y durante su relato de las oscuras noches en las que tanto alumnos como profesores se escabullían sigilosamente hasta las salas de conferencias para practicar disecciones prohibidas, Isabel se había reído con tantas ganas que el antes sombrío patio adquirió un aire festivo y alegre. Abraham, con la ayuda de un vaso de clarete tras otro, flotaba en su propia elocuencia, con el paternal consentimiento de don Juan y el impulso de la grata risa y los comprensivos ojos de su bella esposa.

—Debéis ser muy valiente —comentó— para atreveros a hacer prácticas en esas condiciones.

—Pero, Isabel —protestó su esposo—, nuestro buen doctor es especialista en el arte de las escapatorias estrechas.

Al otro lado del río, los fuegos de la feria resplandecían ahora con un rojo fosforescente. Abraham confió en que, para entonces, Gabriela ya hubiese llegado al lugar donde la esperaba su caballo. Por primera vez se le ocurrió que ni siquiera le había preguntado cómo, siendo mujer, se las había arreglado para conseguirlo y acordar su entrega.

—Contadnos más cosas —le urgió doña Isabel.

Abraham se sintió repentinamente descorazonado. Isabel estaba radiante, brillaba precisamente en aquellos aspectos que Gabriela era apagada. «Todo el mundo sabe —le había dicho Ben Isaac a Abraham en una ocasión— que hay mujeres que malgastan su vida amando a algún hombre sin ninguna esperanza de ser correspondidas. Pero también hay hombres que se pierden por amor. Deseo es lo que uno debe sentir por las mujeres. Aprovéchate de ellas cuanto puedas y reserva el amor para tener hijos.»

Las antorchas que Abraham había visto hacía una hora en ese momento se extendían desde la feria hasta la ciudad formando una gran avenida. Desde la mesa era imposible comprobarlo, pero se preguntó si sus portadores no estarían concentrándose junto a las murallas de la villa.

—¿Habéis notado —preguntó— que parece haber una procesión que marcha desde la feria hacia Toledo?

Velázquez asintió con la cabeza y se puso de pie.

—Acerquémonos al muro y veamos.

Abrió la marcha a través del patio hasta las escalinatas que llevaban al punto más alto del muro que circundaba su palacete. Abraham le siguió de cerca. Cuando llegaron al borde, se asomaron para comprobar que cientos de antorchas se sucedían entre la ciudad y el río. Prácticamente todo el espacio intermedio estaba ahora iluminado. Si Gabriela no hubiese partido inmediatamente después de despedirse de él, le habría sido imposible cruzarlo sin ser interceptada.

—Mi hermano se lamentó de no haber podido acompañarnos esta noche —explicó Velázquez—. Dijo que él, como mi esposa, admiraba vuestro valor.

A veces es peligroso tener semejantes admiradores, pensó Abraham. Pero, en lugar de hablar, inclinó cortésmente la cabeza hacia su anfitrión. El clarete, que apenas unos minutos antes había hecho la noche tan grata, parecía haberse evaporado de sus venas. Sus sentidos estaban obnubilados por la alarma y el peligro, y no a causa de la borrachera.

Su corazón se encogió, convencido de que esa noche se produciría el ataque. Por eso Rodrigo se encontraba ausente. Abraham miró a su alrededor. El gigante y el jorobado seguían en sus puestos, guardando las salidas y, en los bancos junto a ellos, tenían dispuestas sus armas.

—Así que vuestro hermano está ocupado esta noche.

—Me aseguró que iría a la feria.

—Y ahora la feria ha decidido venir a nosotros.

—Es cierto —contestó Velázquez—. La feria ha decidido llegarse hasta nosotros y visitar Toledo.

—¿Qué clase de visita? —le interpeló Abraham, preguntándose qué eufemismos usaría Juan para referirse a una matanza.

—Una visita muy desgraciada, pero necesaria.

Isabel se unió a ellos. El rico comerciante continuó hablando.

—A mi esposa y a mí nos honraría que fueseis nuestro huésped esta noche. Ya os hemos preparado una habitación.

Abraham apartó los ojos de Velázquez y los posó en Isabel.

—Lo siento —dijo ella, repitiendo las mismas palabras que había utilizado para consolarle por la muerte de Antonio—. Esto debe ser muy duro para vos.

«¿Esto?», pensó Abraham. ¿Qué quería Isabel decir con «esto»? ¿Que le sería duro ser apresado de nuevo? ¿O que, mientras descansaba confortablemente en su cuarto de invitados (quizá el mismo que utilizaba Rodrigo), le sería duro oír los lejanos ecos de la matanza en su barrio?

—¿Otra copa de vino?

—Gracias —contestó él—, pero a pesar de vuestra amable invitación me temo que debo irme a casa. Comprended que mi madre no puede dormir sin las pócimas que le suministro y, a su edad, una noche en vela puede destrozar toda una semana.

—¡Vuestra madre! —exclamó Velázquez—. Ése es un problema con el que no había contado.

Desde donde se encontraba, Abraham podía ver que las antorchas se habían acumulado cerca de la parte más baja del muro que separaba el barrio judío del barrio cristiano. Pronto las escaleras de asalto se apoyarían en ese muro. Se volvió para examinar de nuevo la verja de la casa de los Velázquez. Ahora ambos guardias estaban de pie.

—Buenas noches —dijo Abraham—. Por favor, ordenad a vuestros sirvientes que me abran la cancela.

—Podríamos traer a vuestra madre hasta aquí… —ofreció Juan.

Abraham se volvió. Las escalas de asalto, con sorprendente rapidez, habían sido colocadas ya en el muro. Una gran cruz estaba siendo erigida en lo alto de él. Si Antonio siguiese vivo, habría sabido qué hacer. Abraham bajó la mirada desde el muro de la casa hasta la calle, situada casi diez metros por debajo. Los dos sirvientes se encaminaban ahora hacia él. El jorobado rugía entre dientes, avanzando con amenazadores pasos y protegiéndose la entrepierna con una mano.

—¿Y bien? —preguntó Velázquez.

Abraham apretó las manos, intentando controlar su temblor. Su corazón latía tan fuerte que podía sentir la presión de la sangre en los oídos.

—Es una oferta generosa —contestó—, pero iré personalmente a buscarla. Por favor, entregadme mi capa.

Mientras Velázquez se volvía y entraba en la casa, Abraham vio que la cruz empezaba a arder. En su capa estaban su daga y sus medicinas. El gigante y el jorobado se aproximaron a él.

También Isabel contemplaba la cruz en llamas.

—Id con mucho cuidado —dijo—, los hombres de mi marido os protegerán.

Abraham asintió.

—Sois muy gentiles.

Su corazón se asemejaba al Tajo cuando discurre por los rápidos. Hacía tanto ruido que apenas podía oír a Isabel. Quería asomarse otra vez a la calle, buscando salida, pero no se atrevió. El jorobado se encontraba justo detrás de él y Abraham olió el amargo aroma de sus ropas. El gigante estaba a unos pasos de distancia, mirando a Juan Velázquez que volvía con la capa de Abraham.

—¿Todavía insistís en iros? Mis criados pueden traer a vuestra madre sin vos.

Abraham tomó su capa de manos de Velázquez y se la echó por los hombros. Sintió el peso del cuchillo junto a su estómago y volvió a aproximarse al borde del muro. El jorobado se colocó a su lado e intentó agarrarle el brazo.

—Adiós —dijo Abraham, antes de retirar la mirada de Velázquez y dirigirla hacia la calle. Luego levantó la rodilla una vez más y el jorobado quedó nuevamente doblado. Vio el brazo del gigante levantándose hacia él, pero para entonces ya se había lanzado al vacío con los brazos extendidos para que su capa se llenara de aire. «El Gato», le habían llamado durante muchos años. Y había ejecutado saltos parecidos montones de veces.

Al caer en la calle, rodó sobre sí mismo. Hubo otro sonido sordo; el jorobado había caído a pocos pasos de él fracturándose los huesos contra el empedrado. Abraham salió a la carrera sin mirar atrás. Cuando desapareció por el laberinto de callejones, creyó oír la voz de Isabel gritando su nombre, a mayor volumen que los aullidos de dolor del jorobado.

Mientras corría hacia la cruz en llamas, las calles permanecían virtualmente en silencio. Pero cuando se aproximó al viejo almacén de Samuel Halevi, el barrio estaba iluminado por una nueva luz color escarlata, tan potente como la luz del día, proveniente de las antorchas y las casas incendiadas. Los sonidos de la lucha se mezclaban con el crepitar de las llamas y los bramidos de los soldados que aporreaban con maderos las puertas de las casas de los judíos reacios a abrirlas sin oponer resistencia.

En el patio del almacén, Abraham se detuvo a quitarse la capa. Sólo un judío llevaría ropas tan formales en una noche así. Después se frotó con sus manos ensangrentadas la camisa y el calzón. Hecho esto, corrió a llamar a la puerta de la tienda de Gabriela, gritando su nombre. Pero no obtuvo respuesta y se dirigió a su propia casa.

Al doblar una esquina, tres campesinos se toparon con él. Estaban borrachos e iban alborotando las calles. Abraham les hizo una broma acerca de cortar carne judía y, en cuanto tuvo oportunidad, siguió corriendo. Desde la siguiente calle pudo ver la sinagoga. De su plaza se alzaban humeantes llamas y por un momento se sintió hipnotizado. Tal vez el ataque no fuera tan violento como había temido. Pues, a pesar del ruido y las llamas, todavía había muchas calles que estaban vacías y en las que parecía reinar la calma. Tal vez Rodrigo se conformara con incendiar el interior de unas cuantas sinagogas y soltar unos cuantos discursos, puesto en pie sobre las cenizas de los libros de oraciones.

Entonces oyó gritos a su espalda. Una muchedumbre venía por la calle, justo hacia donde él estaba, portando antorchas. Abraham se refugió en un portal y cuando el gentío hubo llegado a su altura se mezcló con él y se dejó llevar hacia la plaza. Al llegar a las puertas de la sinagoga, vio que estaba rodeada de soldados. Los bancos y los libros habían sido amontonados en el centro para encender una enorme hoguera. A los ancianos de la congregación los habían obligado a agruparse alrededor de la pira. Estaban de rodillas sobre el pavimento mientras Rodrigo Velázquez, en pie, leía en voz alta pasajes de la Biblia.

Retrocediendo para evitar que el cardenal lo reconociera, Abraham se las ingenió para volver hasta el extremo de la plaza y echó a correr de nuevo por el laberinto de callejuelas que llevaban a su casa. En algunas de esas calles se veían pequeños grupos de campesinos, provenientes de la feria. Algunos de ellos habían conseguido abrir las puertas de las casas y estaban forzando a sus moradores judíos a salir al exterior. Abraham evitó estos encuentros y, a pesar de que las calles se iban llenando de gente con gran rapidez, logró arribar, cuchillo en mano, hasta su propia calle y el portón de la casa de su tío.

La puerta había sido destrozada. Abraham subió a toda prisa las escaleras y oyó la voz de Ben Isaac que chillaba una serie de palabras incomprensibles. Eran maldiciones en árabe. Las lanzaba como andanadas de flechas disparadas con un arco.

Al cabo de breves instantes, Abraham alcanzó la puerta de la habitación de su madre.

Ester estaba sentada sobre la cama, con la cabeza apoyada en la pared. De pie, entre ella y el gigante que trabajaba para Juan Velázquez, estaba Ben Isaac. Blandía un pequeño cuchillo mientras el gigante se acercaba amenazante a él, con su tremenda espada todavía envainada, pero con los brazos abiertos y dispuesto a quitar de en medio al anciano.

Abraham se detuvo un momento. Después avanzó sigilosamente a sus espaldas con la intención de agarrarle por detrás con una mano mientras con la otra le ponía su afilado cuchillo en la garganta.

Pero el gigante debió oír la llegada de Abraham, porque se volvió justo en ese instante y le propinó un tremendo puñetazo en la cara haciéndole perder el equilibrio. Abraham sintió cómo se le achataba la nariz al rompérsele el hueso y los cartílagos.

Sacudió la cabeza intentando despejarse mientras se arrastraba fuera del alcance de los pies del gigante. En su mano todavía sostenía su daga de hoja larga y curva, que, en realidad, no había utilizado nunca. Hizo esfuerzos para ponerse en pie. Los orificios nasales se le llenaron de sangre. Recordó el día de su forzoso bautismo, y la urgencia indescriptible con la que había sentido la necesidad de expulsar la sangre para no ahogarse.

El gigante sacó la espada y miró a Abraham y a Ben Isaac intentando decidirse. El viejo árabe seguía lanzando maldiciones.

Con aire de desprecio hacia Abraham, el gigante agarró la espada con ambas manos y la hizo oscilar brevemente para probar la flexibilidad de su hoja, moviéndola arriba y abajo con tanta delicadeza como la de un pájaro cuando se sacude un ala mojada. Inmediatamente, con un repentino golpe de revés, hundió la espada hasta el fondo en el vientre de Ben Isaac.

Los gritos en árabe cesaron. El anciano se dobló como una espiga de trigo ante la hoz. Mientras caía, Abraham miró atónito el reguero de sangre que manaba hacia el suelo.

Sin pensarlo, se lanzó contra el gigante, que en ese momento liberaba su espada del cuerpo de Ben Isaac, y extendió el brazo hacia ella, intentando retrasar el momento de su propia muerte. En la otra mano portaba su daga curva e hizo que su punta se clavara en la túnica del gigante. Esperando ser enviado a hacer compañía a Ben Isaac en cualquier momento y convencido de que la presión que sentía sobre su cuerpo la ejercía la espada del gigante cortándole la carne, clavó su cuchillo haciéndolo penetrar en el cuerpo del criado de Velázquez, primero a través de la túnica y luego del jubón, mientras, hablándose a sí mismo durante un interminable instante, iba recordando las disecciones que había hecho y el punto exacto que tenía que buscar entre las costillas para alcanzar el corazón. Finalmente se descubrió a sí mismo gritando. Sin darse cuenta, había abierto la boca y entonado el aullido de una bestia salvaje.

Un momento después, todo había concluido. Abraham estaba en el suelo encima del gigante. La daga había entrado en su cuerpo hasta la empuñadura. Su nariz rota sangraba a chorros. Cuando miró la cara del gigante, vio que también estaba llena de sangre y saliva.

Abraham se puso en pie. La daga salió haciendo un pequeño sonido de aire desatascándose. Los dos hombres habían caído junto a Ben Isaac, cuya sangre e intestinos formaban un lago rugoso y oscuro. Abraham avanzó hasta la cama. Su madre seguía en la misma posición en que la había visto cuando él entró en la habitación. Le puso la mano en la frente. Estaba fría, congelada. Probablemente habría muerto mientras dormía, hacía ya horas. Al mismo tiempo que él estaba bebiendo clarete en la casa de Juan Velázquez.

Le besó los labios. Estaban rígidos y helados. Después, incapaz de seguir contemplando su rostro un instante más, la cubrió con su mejor manta.

Había una palangana de agua sobre la mesa. Se lavó la cara y la nariz lo mejor que pudo y con unas tiras de tela que cortó de su camisa se taponó las fosas nasales. La fractura no era demasiado grave, pero esta vez tendría que curarse sin que Ben Isaac le ayudase.

Le quitó al gigante su capa de cuero y se la echó sobre los hombros para esconder mejor el instrumental médico y la daga que se había atado a la cintura.

Bajó por las escaleras y llegó a la alcoba de sus tíos. Estaban sentados en el suelo, uno al lado del otro. Sus cráneos machacados se inclinaban cada uno en una dirección, en un gesto de incredulidad.

Abraham se paró un instante a la puerta de su casa. Las turbas enfervorizadas seguían creciendo y corrían de una calle a otra. Decían que en la feria quedaban caballos y ropas, a la espera de que alguien se apoderase de ellos. Abraham empezó a caminar deprisa. A cada paso, ráfagas de dolor le punzaban el cerebro. Y cada vez que se detenía a descansar, la imagen de Ben Isaac con las tripas fuera se apoderaba de su mente.

Rodeó la sinagoga. El aire estaba tan cargado de alaridos como podría estarlo de oscura lluvia. Se encaminó hacia las puertas del muro del barrio judío. Habían sido forzadas con arietes y ahora estaban desatendidas. Salió de Toledo como un hombre libre y, poco después, empezó a correr hacia el río.

Se arrodilló en la orilla y palpó cuidadosamente su nariz. La punta estaba achatada y el puente se inclinaba hacia el labio superior. Cerró los ojos, apretó los dientes e intentó forzarse los huesos de la nariz para colocarlos bien. Cuando comenzó a sangrar de nuevo, concluidos los esfuerzos, volvió a lavarse y se cambió de ropa.

Entonces se volvió para mirar por última vez la ciudad de Toledo. Quinientos años después, la Nueva Jerusalén se convertía en su propia pira funeraria. Abraham se ajustó la capa del gigante buscando reconfortarse. Notó el desgarro que su daga había causado. Pensó que al gigante le habría alegrado saber que la sangre de su verdugo se había mezclado con la suya.

Al otro lado de la muralla, a sólo unos cientos de metros de distancia, los incendios, los gritos de las víctimas y los alaridos de las masas resonaban en un único clamor. La bestia estaba rugiendo. Su voz era una coral de vida y muerte; su garganta, un cúmulo de estrechas calles y pasadizos; su lengua, un haz de llamaradas que subía intentando lamer el cielo.