Quienes le querían decían que la cara de Ben Isaac reflejaba honda sabiduría. Sus facciones eran finas y alargadas. Una recortada barba blanca contorneaba su piel oscura y curtida. Las comisuras de su boca apuntaban ligeramente hacia abajo. Pero una noche a principios de agosto, exactamente una semana después de que su discípulo favorito hubiese realizado con éxito la milagrosa operación a la esposa de don Juan Velázquez, la boca de Ben Isaac relajó el gesto que llevaba todo el día adoptando mientras atendía a sus pacientes, e incluso puede decirse que casi llegó a esbozar una sonrisa.
Estaba sentado en su lugar favorito. Solía retirarse a ese hueco de la muralla que circundaba el barrio árabe de Toledo, separándolo de las soleadas huertas que cubrían las ondulantes laderas hasta el río Tajo.
Con la ayuda de dos pipas de hachís, Ben Isaac oteó el desierto y lo que vio le produjo una sensación de dorada y polvorienta serenidad.
A sus pies el Tajo se enroscaba varias veces sobre sí mismo, de una forma tan nítida que parecía como si la gran cinta plateada se hubiese anudado en un gran lazo. Y justo detrás del río, en su apogeo tras un mes de crecimiento, se divisaba el enorme campamento de la feria.
Fue viajando con esa feria como Ben Isaac realizó su propio aprendizaje junto al herborista que lo adoptó de niño en Túnez.
Aquellos días en el desierto constituían las flores exóticas en el jardín de la mente de Ben Isaac. Cultivaba cada uno de ellos, visitándolos a menudo, regándolos con su nostalgia e inspeccionando cualquier signo de deterioro. Fue en aquellos días cuando se convirtió en hombre, descubrió nuevas hierbas curativas, se casó y tuvo hijos.
Cuando las circunstancias lo llevaron a Toledo, hacía ya tiempo que los había enterrado a todos ellos, y sus sueños habían comenzado a perder fuerza. Aparte del tesoro de sus recuerdos, sólo la visita anual a la feria conseguía devolverle la mágica felicidad de su juventud.
Desde su posición en la muralla, los ojos de Ben Isaac podían captar toda la extensión de la feria. Y en esa hora del crepúsculo el complejo que formaban miles de tiendas, barracas y pabellones, coronado con las innumerables columnas de humo de los asadores, era un regalo para su sentimental espíritu.
En ese mismo instante, como bien sabía Ben Isaac, las improvisadas callejuelas de la feria estaban abarrotadas y el olor ahumado de las salsas norteafricanas se mezclaba con el del vino, al arrullo de los cuchicheos de miles de mercaderes y comerciantes que disfrutaban de su última noche en Toledo.
Más tarde, cuando el sol ya se hubiera puesto del todo, Ben Isaac saldría de la ciudad, como había planeado, y cruzaría el río hasta las tiendas en las que pasaría la noche conversando con sus amigos. Pero de momento era mejor conformarse con contemplar el río y los páramos desde allí, recordando esa misma vista en años anteriores y todas aquellas noches en las que se había escabullido de la ciudad para unirse a las celebraciones.
Tras la muerte de su mujer, cuando él era todavía un hombre joven (al menos desde su perspectiva actual), es decir, un hombre ya maduro pero que conservaba los apetitos de la juventud, había sentido la necesidad en una o dos noches de satisfacer violentamente sus deseos tras todo un año de abstinencia en Toledo. En aquellos tiempos era todavía un hombre salvaje, que se fortificaba mediante los afrodisíacos que él mismo seleccionaba cuidadosamente. Solía beber licor con sus amigos y luego se apresuraba en llegar a una caravana de gitanos, donde lo esperaban ciertas señoritas, dos hermanas solícitas.
Pero llegó un año en que las hermanas no aparecieron por la feria. Habían muerto en los Pirineos, cuando su carro patinó en una placa de hielo, invisible durante una tormenta, y se precipitó al vacío. Todo esto le fue explicado a Ben Isaac con todo lujo de detalles por su madre, una vieja gitana que le relató la historia tan vivamente que le forzó a ver el carro dando vueltas de campana hasta quedar destrozado en el fondo del precipicio, mientras sus ruedas giraban lentamente bajo la oscura lluvia. Había caído tan abajo, le había explicado la anciana, que nadie pudo llegar al lugar, en las profundidades del cañón, hasta pasados dos días. Tras bajar gateando por las resbaladizas rocas, tuvieron que encender un fuego con la maleza del valle y hervir agua para calentar la tierra endurecida por el frío y poder enterrarlas.
—Sé para qué querías a mis hijas —acabó diciendo la gitana, cuando concluyó su relato. En ese momento Ben Isaac se dio cuenta de que su encorvado cuerpo estaba vestido con gasas color púrpura, y que el olor a muerte que él había estado percibiendo durante toda la narración no procedía del recuerdo de aquellas infortunadas chicas, sino del perfume con el cual su madre se había acicalado.
—Si quieres, puedes tenerme a mí a cambio —se ofreció la vieja gitana.
—Eres demasiado amable conmigo —contestó Ben Isaac.
—Te cobraré la mitad —insistió la vieja— porque yo soy solamente una y no dos.
—De hecho —replicó Ben Isaac—, yo había venido a la feria sólo para saludarlas y decirles que he estado enfermo, con una infección de… ya me entiendes…
Al siguiente año, con algunos remordimientos, Ben Isaac se acercó a las casetas de los gitanos para llevarle a la vieja un pequeño regalo. Pero ella también había desaparecido.
El hachís circulaba por su sangre al mismo ritmo perezoso que el humo de las fogatas de la feria se elevaba hacia el cielo. Patas de cerdo y vacas enteras habían comenzado a asarse desde primeras horas de la tarde, y el aroma de la carne braseada, suculento y dulzón, se esparcía por toda la ciudad de Toledo.
Justo después del mediodía, Ben Isaac se había encontrado con sus viejos amigos de la feria. Yussel Al Khan, que tenía veinte años más que él, se había vuelto tan frágil que la piel le recubría los hombros con tantas arrugas como las de una manta que tapa el cuerpo de una persona agitada por la fiebre. No faltaban muchos años para que sus huesos fuesen a parar a cualquiera de las tumbas que flanqueaban los caminos entre las grandes ciudades de España.
—Éste será mi último burro —vaticinó Yussel a Ben Isaac mientras le presentaba a su nuevo compañero animal.
—Tú eres bastante más testarudo que él —contestó Ben Isaac—. Al final serás tú quien lleve al asno a sus espaldas.
Ben Isaac oyó un rumor de sandalias en las escalinatas. Dirigió la vista hacia allí: una mujer joven subía hacia él. Llevaba la cabeza descubierta. Sus cabellos negros, peinados con raya en medio, le caían sobre los hombros, contrastando con su vestido blanco de algodón.
Ben Isaac apartó la mirada. Los ojos se le habían llenado de lágrimas. En los últimos tiempos se había vuelto muy sentimental. El más leve motivo que le hiciese recordar a su esposa bastaba para que sus ojos se humedecieran. Respiró hondo, se volvió hacia los páramos hasta que sus lágrimas hubieron cesado y el aire seco hubo barrido toda huella de su cara. Para cuando la mujer llegó hasta él, Ben Isaac había recobrado la compostura y su porte de médico dispuesto a oír los problemas ajenos.
Pero la mujer se mantuvo en silencio, y cuando él finalmente la escudriñó a la luz del atardecer, vio que ella también había estado llorando. Era Gabriela Hasdai. Bajo la iluminación rojiza del sol poniente, su rostro resplandecía con tintes dorados y sus ojos parecían más profundos que el Tajo.
—Siento molestarte, pero Ester Halevi me ha dicho que podría encontrarte aquí.
Ben Isaac asintió. El hachís le había vaciado la mente de los problemas inmediatos. Ahora recordó que Abraham y su primo Antonio llevaban varios días sin aparecer. Se presumía que estaban presos en las mazmorras de Rodrigo.
—Abraham ha regresado —anunció Gabriela—. Ester pensó que a ti te gustaría saberlo.
—Claro —aseguró él mientras algo en su interior se desanudaba. Era la tensión que había estado sufriendo desde el arresto de su alumno. El aire del atardecer le resultó ahora mucho más respirable, porque en cuanto supo de la desaparición de Abraham lo dio por muerto.
—Antonio no ha vuelto —añadió Gabriela.
—¿Continúa preso?
—No.
Ben Isaac descruzó las piernas. Había conocido a Antonio a través de Abraham y le había visto muchas veces. Lo consideraba un joven con el temperamento de su primo, pero sin su sensatez. Ben Isaac siempre pensó que Abraham era tan lúcido que, si tenía un poco de suerte, llegaría a vivir lo suficiente como para lamentarse por haber llegado a viejo. Por lo que se refiere a Antonio, tal arrepentimiento no estaba escrito en los astros. Para sobrevivir por un largo período necesitaría, no ya suerte, sino una legión de ángeles de la guarda.
—¿Y Abraham? —preguntó Ben Isaac—. ¿Se encuentra bien o está herido?
—Está bastante bien —respondió Gabriela.
—¿Le gustará que un anciano amigo suyo acuda a visitarlo?
—Sí.
El cielo se había oscurecido lo suficiente como para que el resplandor rojo de las fogatas lo pintara de lunares.
—¿Has ido allí hoy? —preguntó Gabriela señalando la feria.
—Por la tarde.
—¿Van a atacar la judería? Dicen que han llegado cientos de seguidores de Rodrigo Velázquez y Fernando Martínez.
Ben Isaac se había hecho esa misma pregunta a lo largo del día. Pero aunque la feria le había parecido más concurrida que de costumbre, daba la impresión de que todo el mundo estaba allí por un motivo sin dobleces. Yussel no había oído nada extraño. Aunque él mismo había opinado que, si el cardenal bajase en persona a ofrecerse como cabecilla del ataque, los soldados le seguirían y los acontecimientos podrían precipitarse fuera de todo control. La posibilidad de que algo así sucediera era muy pequeña a juicio de Yussel; el propio Ben Isaac la había descartado, hasta que, cuando abandonaba el ferial, oyó la conversación de dos hombres acerca de los saqueos en Valencia. No sólo comentaban la noticia, sino el hecho de que los atacantes de los judíos hubieran pagado a algunos elementos para que se escondieran durante la noche en el interior del barrio y luego abriesen sus puertas.
Sin contestar a la pregunta de Gabriela, Ben Isaac se puso en pie y la siguió escaleras abajo. Poco después de que su mujer muriera, había dejado de temer su propia muerte. Y una vez que dejó de temer su muerte, se redujeron también sus preocupaciones por las muertes de otras personas. Las malas noticias se le antojaban ahora como la lluvia que caía lejos de los confines de su propio desierto.
—Eres un viejo —se susurraba a sí mismo con desprecio en tales ocasiones—. Eres un cínico resabiado y obsoleto. Muérete ya.
Al cabo de unos minutos, Ben Isaac se sentaba cruzando las piernas en el suelo de la casa de Ester Espinosa de Halevi. Frente a él estaban Ester y Abraham, que llevaban toda la velada paralizados por una profunda y silenciosa tristeza.
—Debemos irnos esta misma noche —insistió Gabriela—. Es estúpido esperar más tiempo. Tenemos que marcharnos mientras sigamos vivos para emprender el viaje. Todo está listo. Mi sirvienta ha partido ya y yo he comprado un caballo y un carruaje en el cual hay espacio para todos nosotros.
El hematoma en la frente de Abraham había adquirido un tono amarillento y morado. Ben Isaac acababa de vendarle las costillas.
—Yo lo maté —susurró Abraham cuando estuvieron a solas—. No pude soportar verlo así…
Se interrumpió; Ben Isaac le miró a los ojos. Era el chico a quien había estado enseñando durante años, el peculiar estudiante judío cuya ambición resplandecía con el brillo del oro, desafiando ser corrompida. Pero cuando Abraham le confesó haber matado a Antonio, Ben Isaac, que sabía que en su lugar habría hecho lo mismo, se vio incapaz de llegar hasta él y confortarlo. La tarea de un médico era amar la vida, no cercenarla, ni siquiera en defensa de la causa de la misericordia. Sin embargo, ¿no había acabado el propio Ben Isaac con el sufrimiento de su esposa? No obstante, al hacerlo se había condenado a ese desierto de soledad en el que Abraham entraba ahora.
—Un médico no puede jugar a ser Dios —le había repetido a Abraham cientos de veces—. El deber de un médico es el de utilizar sus artes y habilidades para proteger la vida de otros.
En este instante, Abraham se enfrentaba a su reproche.
—No quiero irme —exclamó Ester rompiendo el silencio—. Pero Abraham y tú debéis partir sin mí. Casaos y empezad una nueva vida. Saber que estáis a salvo, juntos y criando niños, es lo que yo quiero.
—Sabes bien que no puedo irme sin ti —replicó Abraham—. Si quieres que vaya a Barcelona, tendrás que venir conmigo.
—Moriré aquí —dijo Ester con un hilo de voz que apenas pudo oírse—. Déjame morir en mi casa, no en un carromato de campesinos en el camino a ninguna parte.
—Entonces yo también me quedaré. Gabriela se adelantará. Ha conseguido un transporte en la feria, y si no nos hemos reunido con ella antes de medianoche, se irá sin nosotros.
Ben Isaac vio cómo Gabriela luchaba para no perder el control de sí misma. Tenía razón en insistir en que debían irse. Y Abraham estaba loco al no transigir. Pero todo el que lo conocía sabía que nunca dejaría que su madre muriese sola. Y todos los que conocían a Ester de Halevi sabían que, fuesen cuales fuesen sus palabras, nunca cortaría el cordón que mantenía a su hijo ligado a ella.
—¿Ben Isaac, podrías…? —Gabriela no completó la frase—. Adiós —dijo de forma abrupta. Evidentemente enfadada, saludó con una pequeña reverencia primero a Ester, luego a Abraham y finalmente a Ben Isaac, y se encaminó a la calle, escaleras abajo.
Una vez más, Ben Isaac se encontró con los ojos de Abraham buscando los suyos, pidiendo que alguien comprendiera su postura y la reafirmara.
—Ve tras ella —le dijo en cambio. Todavía estaba bajo los efectos del hachís, pero al otro lado de la puerta podía oír los pasos de Gabriela vacilando sobre el camino que debían seguir—. Al menos acompáñala a su casa.
Abraham permaneció inmóvil.
—Ve —le aconsejó Ester—. Haz lo que dice tu maestro.
Por un instante, Abraham se comportó como el titubeante adolescente que era cuando Ben Isaac lo vio por primera vez. Luego cogió su capa negra y envainó en ella la daga que siempre llevaba de noche.
—Tengo que salir de todos modos. Hay un paciente que he de visitar.
Ben Isaac aguzó el oído junto a las escaleras hasta comprobar que las voces de Abraham y Gabriela se entremezclaban. Después volvió a la habitación. Ester se había quedado dormida, en una de esas pérdidas de conciencia que cada vez resultaban más frecuentes en los últimos tiempos. Se arrodilló frente a ella.
La cabeza de la mujer descansaba ligeramente hacia un lado. Su rostro de finas facciones parecía una máscara de paz. Un mechón de pelo se le había desprendido y le caía sobre un ojo. Ben Isaac se lo colocó tras la oreja. La cara de Ester no le era desconocida a sus dedos. En la noche del terror, cuando todos los médicos judíos de Toledo habían sido asesinados, él fue al barrio a atender a los heridos.
—¿Crees que deberían casarse?
Los ojos de Ester se habían abierto de repente. Ben Isaac seguía arrodillado delante de ella, con la mano en su rostro. Se apresuró a retirarla, pero la mano de ella lo impidió, agarrándola y haciéndola mantenerse posada en su cara.
—Tú y yo deberíamos habernos casado.
La voz de Ester sonó vaga.
—¿Judía y musulmán? —apuntó Ben Isaac, aunque sabía que ella estaba inmersa en sus sueños y no lo escuchaba.
—Quiero dormir.
—Duerme —la animó él. Se incorporó y, con considerable esfuerzo, llevó a Ester desde su silla a un diván. Puso una almohada bajo su cabeza y una manta ligera sobre su cuerpo. Luego se sentó a su lado, y empezó a acariciarle la frente mientras Ester adoptaba una respiración profunda y serena. Las manos de Ben Isaac parecían ya de cuero viejo, su entrecejo lucía tan satinado y suave como el de una chiquilla, pero era tan viejo y transparente como el de su amigo Yussel. Costaba imaginarse que en su día Yussel y él hubiesen hecho a las jóvenes gitanas saltar de emoción al verlos llegar. Hoy su amigo estaba enamorado de su nuevo burro y él, el que fuera un viudo insaciable, se daba más que por satisfecho con acariciar a una durmiente señora cuyo gran amor era su hijo.
Ester extendió la mano y abrazó las piernas de Ben Isaac. Él se sintió en paz y lleno de dulzura. Comenzó a cerrar los ojos y también se abandonó al sueño. Su mente se fue llenando con el eco de la respiración de ambos, y con la alargada cinta de plata que formaba el río Tajo al ponerse el sol.