Era bien pasada la medianoche y la plaza de la catedral estaba vacía, pero a la luz de la luna el pórtico esculpido y las anchas escalinatas tenían un blanco plateado que evocaba la eternidad. Y al alzar la vista a la majestuosa serie de ápices que acababa de ser completada tras un siglo de trabajo, Juan Velázquez no pudo evitar rodear con el brazo los poderosos hombros de su hermano Rodrigo. Sin duda esa catedral, de piedra tallada y con esas estatuas del Cristo y la Virgen, tan perfectamente aplomadas que parecían suspenderse en el aire como los ángeles deben hacerlo en el mismísimo cielo, sin duda tales maravillas, edificadas para el culto, eran obras buenas.
Aunque Rodrigo fuese cruel, había que reconocer que también tenía el valor de ir derecho a la esencia de la vida humana. Sí, tenía valor y arrojo. Pues el mismo Rodrigo Velázquez que había borrado del mapa a los flagelantes de Valencia también había ayunado durante tres meses durante su peregrinación a Santiago de Compostela desafiando el consejo del Papa. Cada noche se detenía donde lo hiciera siglos atrás el apóstol. Nutría su cuerpo con un simple vaso de agua y pasaba la velada entera rezando para preparar la etapa de la siguiente jornada.
«Un santo idiota», se contaba que había susurrado el Papa a sus consejeros, refiriéndose a Rodrigo.
Pero el «santo idiota» se aseguró de que toda España se enterase de su gesta. Y poco después, cuando consintió en brindar su apoyo a Fernando Martínez, no hubo nadie que dudara de su sinceridad ni de su astucia política.
—¡Mírala! —exclamó Rodrigo—. ¡Es una de las iglesias más bellas de toda España!
—Parece una enorme nave.
—¡Exacto!, mi buen hermano. Es una gran embarcación con indestructibles mástiles de piedra. Y va a llevarnos a un nuevo mundo.
—¿Un nuevo mundo?
—Un nuevo mundo cristiano donde la Iglesia ya no será una diminuta minoría luchando contra la marea causada por milenios de ignorancia y opositores fanáticos, sino un mundo en el que la Iglesia y la monarquía se unirán como dos gemelos inseparables y proveerán a las gentes de un terreno firme sobre el cual caminar, sin que los inocentes sean guiados hacia la herejía, sino hacia la fe.
Juan había oído antes hablar así a Rodrigo. Y ahora, como en el pasado, su discurso le sonó de algún modo ensayado, como un extracto de los discursos que debía de pronunciar en el colegio de cardenales; como todos aquellos dogmas que, a él mismo, cuando aún era un muchacho rebelde, se le antojaban simples elucubraciones llenas de pomposidad.
—Un mundo tan fabuloso debe de quedar todavía muy lejos —aventuró Juan.
—España será ese mundo —le corrigió Rodrigo—, en cuanto hayamos echado a los moros de la Península.
El aire veraniego era dulce y cálido. Antes de que sus padres muriesen, las noches así las pasaban en la casa de su progenitor, escuchando las conversaciones de sus mayores y jugando con sus primos jóvenes. La muerte negra se los había llevado prácticamente a todos, y los restos de sus familiares reposaban juntos en un panteón que Juan nunca había tenido el valor de visitar.
—¡Por aquí! —dijo Rodrigo señalando a Juan una puerta lateral de la catedral. Con una enorme llave, el mensajero que los acompañaba la abrió y el mero esfuerzo de hacerlo pareció cobrarse todas sus frágiles fuerzas. Una vez dentro, encendió un candil y los condujo por unas estrechas escalerillas de piedra hasta la sala de los tesoros.
Mientras cubrían los últimos escalones, Rodrigo pudo oler esa familiar mezcla de humedad, dinero y miedo que siempre parecía emanar de los sótanos de la gran catedral.
—La fuerza no tiene nada de malo —había dicho Rodrigo en cierta ocasión—. La fuerza es el brazo derecho de Dios. ¿Alguna vez hubo un país civilizado que existiese sin recurrir a ella?
—Tal vez —contraatacó Juan— un país que depende de su fuerza física no sea exactamente un país civilizado.
Rodrigo estalló en risas.
—En tal caso, mi querido hermano, nunca en absoluto ha habido un país civilizado. Porque aquellos que no han sido capaces de defenderse y de usar sus ejércitos para ampliar sus territorios han desaparecido como tantos otros a los que la noche de la historia se tragó de un único bocado.
Ahora el cardenal abría la marcha a través de una estancia que tenía más recovecos que los callejones de Toledo, hasta que de repente se encontraron frente a la puerta de una cámara abovedada. Juan se detuvo y esperó, mientras su hermano entraba en ella.
Sentado a una mesa grande, escribiendo con la mayor calma y haciendo de cada letra una obra de arte, estaba uno de los monjes que trabajaban para Rodrigo. Vestía una túnica de juez y un sombrero de cuatro picos. En la mano sostenía una gran pluma de ave que, periódicamente, levantaba del pergamino y chupaba con la punta de la lengua antes de volver a mojarla en el tintero.
Al fondo de la espaciosa cámara, alineados en la pared sobre unos bancos de madera, había anillas de metal, grilletes y cadenas. Pero nadie colgaba de ellos. De hecho, las únicas personas que ocupaban los bancos parecían estar bastante cómodas. Se trataba de otros dos de los monjes al servicio de Rodrigo, que permanecían en postura bastante informal a la expectativa de lo que deparase la noche.
Pero incluso más tranquila que las de estos dos monjes parecía la figura que se encontraba en el centro de la sala. Estaba tendida boca arriba sobre una mesa, con las puntas de los pies apuntando directamente al cielo. El cuerpo yacía cubierto por una manta y, bajo él, Juan detectó un bulto que le resultó familiar. Lo formaban las manos entrelazadas sobre el pecho. Y esa postura era la postura en la que los monjes colocaban los cadáveres de los que habían tenido la suerte de morir. Fijándose en los pies, Juan observó que los dedos gordos estaban hinchados hasta parecer dos grotescas zanahorias.
Mientras se aproximaba un poco, Rodrigo retiró la manta que cubría el rostro.
Apareció una cara ancha y de angulosa mandíbula, adornada por una barba negra y rizosa. Tenía los ojos abiertos. El cuerpo estaba todavía vivo y miraba hacia arriba resueltamente.
—¿Por qué ha sido colocado Antonio Espinosa en la postura de los muertos?
—Para ayudarlo a acercarse a Dios, eminencia.
Juan vio cómo su hermano lanzaba otra vez la manta sobre el rostro de Espinosa.
La pluma seguía rayando el pergamino como un pollo que picotea feliz mientras sus compañeros son decapitados de camino al puchero. Ahora, estudiando los muros, Juan comprendió dónde había estado poco antes Antonio Espinosa. Su sangre se había coagulado en el banco sobre el cual lo habían tenido colgado. Y en una bandeja estaban los instrumentos de tortura en cuyo manejo, después de comprarlos en Italia, Rodrigo había instruido a sus fieles seguidores.
—¿Ha hablado? —preguntó el cardenal.
—No, eminencia.
—Lo hará.
Juan vio cómo su hermano se aproximaba a la mesa donde el escribano trabajaba y comenzaba a leer el texto que tenía entre manos.
—¡Mira esto! —exclamó Rodrigo ofreciéndole a Juan algunos de los primeros pergaminos—. ¿Te acuerdas de lo que te dije esta misma noche? Los judíos se proponen defenderse y han concebido un plan para secuestrarme y pedir como rescate el salvoconducto de todos los judíos para ir de Toledo a Valencia y una nave a su disposición para llegar hasta Italia. ¿Alguna vez has oído una idea más estúpida que ésa?
—No parece tan mala —replicó Juan secamente—. Tú eres muy valioso para la Iglesia.
—¡Cerdos! —exclamó Rodrigo—. Cerdos como estos deberían ser ensartados en un asador en lugar de dejarlos trasladarse a Italia. ¿Crees que yo le tengo miedo a morir?
Dicho esto, se dirigió de nuevo a los monjes que ocupaban el banco.
—Encadenadlo otra vez al muro. Veremos lo que el valiente Antonio Espinosa tiene que decirnos.
Por primera vez, el monje del escritorio dejó de escribir.
—No puede ser interrogado, sin alto riesgo de muerte.
—Toda vida está en riesgo —contestó Rodrigo—. Y, ya que el señor Espinosa no tuvo inconveniente en poner en riesgo mi vida, es obvio que tengo derecho a arriesgar la suya.
Juan estudió cuidadosamente los pergaminos. De acuerdo con su contenido, un comerciante ambulante había oído cierta conversación entre varios judíos toledanos acerca de un plan para engañar a Fernando Martínez. Cuando fue interrogado, el comerciante negó saber nada de todo eso. Pero cuando trajeron a un niño y lo amenazaron en su presencia, confesó haber sido testigo de una reunión en la plaza de la sinagoga, en la que los participantes habían acuchillado una sagrada forma eucarística hasta hacerla sangrar. Una vez que todos los presentes hubieron bebido de esa sangre, se conjuraron para secuestrar al cardenal preferido del arzobispo. Ningún otro nombre o dato había aportado el comerciante, alegando no conocer a nadie en la ciudad; todo esto para luego admitir al final de su concienzudo tormento que conocía a uno de los conspiradores, Antonio Espinosa, por haberlo visto en Barcelona.
A Espinosa, desnudo, lo levantaban ahora para colgarlo por las muñecas en las anillas de hierro. Cuando lo hubieron hecho y estuvo suspendido sobre el banco de madera, Antonio cruzó los pies, parodiando la crucifixión.
—¡Míralo! —dijo Rodrigo—. Se diría que espera que Dios le bendiga a él también.
Juan no contestó. Aunque Espinosa fuese inocente del cargo que se le imputaba, sin duda era culpable de otras conspiraciones. Merecía morir. De eso Juan Velázquez estaba seguro y, en cualquier caso, se dijo, aunque Antonio no lo mereciera, probablemente su muerte era inevitable. La única desgracia era que todo eso resultaría poco grato de contemplar. Al menos podría haber tenido la suerte de ganarse un final rápido y simple. Apartó la mirada de Espinosa y se volvió. Su hermano Rodrigo había agarrado un flagelo. Desde su gran victoria en Valencia, este artilugio constituía su sello personal.
—No es preciso que te quedes, querido hermano.
—Me quedaré.
—Lo digo porque, aunque no te estremezcas de pavor al ser testigo de la bajada del señor Espinosa a los infiernos, quizá no te guste ver lo que va a ocurrirle a su primo, si se muestra igualmente terco.
—¿A Abraham?
—Sí, a Abraham Halevi, el antiguo médico de la ilustre señora de don Juan Velázquez.
Juan sintió una terrible impresión en el pecho, como si un enorme puño lo hubiera golpeado.
—¿Dónde está ahora?
—En la cámara contigua.
Inmediatamente, el vuelo de su látigo rasgó el aire. Produjo un prolongado silbido que acabó con un ruido sordo, propio de la carne desgarrándose. Un segundo después el siguiente silbido comenzó. A su fin, Espinosa dejó escapar una queja.
—Vete a ver a tu médico, quizá puedas consolarle —le dijo Rodrigo a Juan.
Este último permaneció indeciso por unos instantes. Uno de los monjes se le acercó.
—Si me permitís, don Juan, os llevaré hasta él. —Con delicadeza, el monje le agarró por el brazo.
—¡Estúpido! —gritó Juan Velázquez. La parálisis que siempre se apoderaba de él en presencia de su hermano mayor se desvaneció. Y sintió la ira que siempre sentía al comprender que había sido manipulado. Agarró al monje por el cuello y lo lanzó con todas sus fuerzas al otro extremo de la habitación. Pero cuando alcanzó el pasillo, el monje estaba de nuevo a su lado, disculpándose servilmente e indicándole el camino hacia la celda donde Abraham Halevi estaba preso.
Su mazmorra se encontraba un piso más abajo, en los sótanos de la misma catedral. Estaba completamente a oscuras hasta que el monje, acercando a una rendija el candil que portaba, dirigió un rayo de luz hacia el banco donde Abraham permanecía sentado.
—Abre la puerta —ordenó Velázquez.
—No está permitido, señor…
—Abre la puerta o te haré sentir envidia de Antonio Espinosa por lo bien que lo trata el destino.
—Sí, Don Juan.
La puerta de hierro crujió al ser abierta y Abraham se puso en pie.
—¡Don Juan Velázquez, qué inesperado honor!
El comerciante se volvió hacia el monje.
—Déjanos solos.
—No está permitido…
—Dile a mi hermano que lo he ordenado yo. Y enciende todas las luces del corredor.
Juan Velázquez esperó hasta que los pasos del monje dejaron de oírse y entonces llevó a Abraham hasta la parte más iluminada de la celda. Tenía un ojo hinchado y andaba con gran dificultad, cojeando de una pierna.
—Mi hermano me ha relatado que los judíos del barrio han planeado secuestrarlo. Por eso os interrogan junto a vuestro primo.
Abraham asintió con la cabeza.
—Mi esposa no habría sobrevivido sin vos, ni tampoco mi hijo. Os debemos mucho.
Abraham volvió a asentir. Velázquez le puso la mano en el hombro. No sólo había visto nacer a su hijo, sino que creía haber encontrado al hombre perfecto para cuidar de la salud del niño hasta que tuviera edad de hacerse cargo de sus negocios.
Ben Isaac le había dicho que Halevi quería llegar a convertirse en un gran cirujano. Pero pronto no quedarían judíos en los que pudiese practicar sus habilidades y su ciencia. Y después de los judíos, avanzó Rodrigo, los marranos serían eliminados.
—No voy a preguntaros si esa ridícula acusación tiene un fundamento cierto o no. Somos hombres de bien y sabemos que los hombres de bien deben mantener entre ellos el honor.
Abraham sonrió ligeramente y se apartó el pelo de la frente. Tenía una alargada y lacerante herida que le llegaba hasta las sienes. De forma casi instintiva, la mano de Juan Velázquez se extendió para tocarla.
—Estáis malherido.
—Solamente en mi amor propio.
—Abraham, quiero que vayáis a Barcelona como os he pedido. ¿Habéis pensado en ello?
—Lo he pensado, don Juan.
—¿Y qué habéis decidido?
—Tengo responsabilidades que atender aquí, en Toledo. Por el momento no puedo abandonarlas. Pero quizá en un futuro, cuando los actuales peligros hayan remitido, vos y yo podríamos…
La voz de Abraham se interrumpió. Y Velázquez, que se disponía a insistir en su propuesta, oyó unas apresuradas pisadas aproximándose. Levantó la vista hasta ver al monje de Rodrigo que llegaba corriendo con un candil chorreante de cera.
—Don Juan, vuestro hermano requiere que vos y el médico acudáis de inmediato a su presencia.
—Perdonadme —dijo Abraham mientras volvía al interior de su celda para recoger su manto y su sombrero. Poco después, con el porte propio del médico que se encamina a una visita, recorría el corredor junto a Velázquez.
Cuando llegaron a la sala de interrogatorios, Velázquez comprobó que el silbante látigo de su hermano no había contribuido a mejorar el buen ánimo de Antonio Espinosa. Todavía estaba encadenado a la pared, pero su cabeza colgaba hacia un lado y todo su cuerpo parecía deslavazado, como si las articulaciones de los hombros ya no fuesen capaces de sostenerlo. Estaba envuelto en un paño hasta la altura del cuello, pero a través de la tela habían manado regueros de sangre que la hacían asemejarse a un mapa en el que ríos, lagos y océanos aparecían marcados en tinta roja.
Rodrigo, que estaba de pie mirando a Espinosa, se volvió hacia la entrada para recibir a su hermano y al médico.
—Mi querido hermano y don Abraham Halevi, el gran médico y cirujano de Toledo, ¡qué placer veros!
Juan se asombró al contemplar cómo Abraham contestaba a Rodrigo con una cortés reverencia. Y mientras el cardenal se acercaba a Abraham para estrechar su mano, Juan advirtió que los ojos de Espinosa se abrían ligeramente.
—Es un honor encontrarme con vos tan pronto —exclamó Rodrigo—. Mi hermano ya me dijo que tendría el gusto de conoceros.
—El gusto es siempre mío.
—Sin embargo —continuó Rodrigo—, ahora nos ocupa un problema de suma urgencia. Vuestro primo se halla en una situación muy desgraciada. Se niega a hablar y se niega a morirse. Vos sois un gran doctor y, quizá, podríais suministrarle algún remedio que le ayudara a revitalizarse.
—Será un honor —respondió Abraham. Y Juan observó cómo buscaba bajo su manto esa bolsa de medicinas que se había convertido en un objeto familiar en casa de los Velázquez. El médico avanzó hacia Antonio, que había vuelto a cerrar los ojos.
—¿Me permitís retirarle la manta?
—En este hospital —contestó Rodrigo— siempre es el médico quien manda.
Abraham apartó el paño. Sin poder evitarlo, Juan sintió que el estómago se le encogía. Espinosa había sido lacerado como un animal de despiece. La piel de su torso y su estómago se desprendía en jirones, igual que la de los muslos. La zona genital era un amasijo de coágulos de sangre. Abraham se volvió para encarar a Rodrigo. Juan notó que la expresión del médico era perfectamente serena, la misma que había observado en él justo antes de proceder a operar a Isabel.
—Descuelguen al paciente de la pared y colóquenlo sobre la mesa —indicó Abraham Halevi.
—Como vos digáis —asintió Rodrigo, haciéndoles una seña a los monjes.
Una vez que Espinosa estuvo sobre la mesa, cubierto de nuevo por la manta, Abraham volvió a dirigirse al cardenal.
—El paciente no puede hablar porque se encuentra en un estado de poca conciencia. ¿Puedo administrarle un ligero estimulante?
—¿Ese estimulante le animará a decir la verdad?
—El paciente desea sin duda decir la verdad. Estoy seguro de que le ayudaré a cumplir ese anhelo en cuanto tenga fuerzas.
—Muy bien.
Juan vio cómo Abraham extraía un pequeño sobre de su bolsa y abría la boca de Antonio. Tras pedir un poco de vino, le hizo tragar los polvos que había puesto en su lengua. Sujetándole la cabeza con las manos, lo incorporó ligeramente sobre la mesa y le ayudó a ingerir la mezcla. Mientras lo hacía, los Velázquez oyeron que Abraham le susurraba algo a su primo.
—¿Qué habéis dicho? —espetó Rodrigo.
—He dicho «Shalom, Antonio» —contestó Abraham todavía sujetando la cabeza de su primo.
—Decidme con qué objeto —ordenó el cardenal Velázquez.
—A veces significa «un saludo, Antonio». —Ahora Juan vio que el rostro de Espinosa se contraía, mientras se cubría súbitamente de sudor y su cuerpo se agitaba convulso.
—El paciente responde a los efectos del estimulante —explicó el médico.
Los brazos de Antonio se extendieron hacia atrás, como las alas de un pájaro desesperado por lanzarse a volar. La manta cayó al suelo. Los ojos de Juan Velázquez se posaron inmediatamente en la zona inundada de sangre, entre las piernas.
—Tapadlo —bramó Juan, mientras él mismo se agachaba para recoger la manta. Pero antes de que tuviera tiempo de incorporarse, el cuerpo de Antonio Espinosa comenzó a tiritar de forma incontrolable, como el de las personas en trance de muerte por efecto de la gran plaga.
—El paciente continúa respondiendo bien al estimulante —añadió Abraham.
De repente cesaron las convulsiones de Antonio y su cabeza descansó inerte en los brazos de su primo. Abraham tomó la manta de manos de Juan Velázquez y cubrió el cadáver.
—El paciente ha respondido del todo al estimulante —anunció Abraham Halevi.
—¿Cuándo hablará? —exigió el cardenal.
Juan se volvió hacia la pared. Abraham había engañado a su hermano Rodrigo. Pero lo que Rodrigo le había hecho a la virilidad de Antonio era una imagen que había quedado grabada en los ojos de Juan Velázquez, como el arañazo de una zarpa de rata.
—Infortunadamente —le oyó decir a Abraham— la respuesta del paciente al estimulante ha sido tan poderosa que ha ahogado cualquier otra respuesta o deseo que pudiera tener.
Velázquez se dio la vuelta y comprobó que el rostro de su hermano se tensaba de ira.
—De acuerdo, entonces tendremos que ver qué tal ocupáis vos el lugar de vuestro primo —Rodrigo hizo un gesto a los monjes—. Quitadle todas las ropas.
Pero Juan Velázquez se interpuso en el camino de los monjes.
—Tocadlo y estáis muertos.
Había desenvainado una afilada daga y por la puerta aparecieron raudos sus dos guardaespaldas, el jorobado y el gigante.
Los monjes miraron confusos a Rodrigo.
—¿Proteges a un judío desafiando a la Iglesia?
Juan vio que el rostro de su hermano había empezado a recobrar rápidamente su color.
—Protejo mi propiedad —contestó Juan—. Protejo al médico personal de mi esposa, de mi hijo y de mí mismo. ¿Tienes tú alguna objeción al respecto?
Hubo un largo silencio. Juan advirtió que el gigante tomaba posiciones acechando al cardenal.
—Me resulta muy grato —contestó por fin Rodrigo— comprobar que la casa de los Velázquez se preocupa por sus «criados».