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Al cabo de dos noches, y sentado a la mesa de roble que pertenecía a la familia Velázquez desde el siglo VI —mucho antes de que ningún musulmán hubiese siquiera pensado en poner un pie invasor en la península Ibérica—, Juan Velázquez alzó la vista del barnizado tablero y miró a los ojos de su hermano Rodrigo intentando descifrar el sentido de sus palabras.

En el tiempo transcurrido desde su infancia en común, su hermano había acaparado más poder que el que sus más ambiciosos sueños hubieran podido augurarle. Como todos los hombres de la familia Velázquez, era de constitución fuerte. Tenía el torso grueso como un barril, los hombros anchos y un aspecto zanquilargo. Su cabello era tan negro como el de Juan y lo llevaba peinado hacia atrás. Pero su frente alta le daba a Rodrigo —en opinión de su hermano Juan— un aire pétreo y cruel que, sin duda, le gustaba cultivar.

—Se rumorea —observó Rodrigo— que los judíos de Toledo preparan un levantamiento armado.

Hacía un buen rato que habían cenado. La mesa estaba ya recogida e Isabel se había retirado a sus aposentos. Sólo los hermanos Velázquez permanecían sentados conversando. Entre ellos únicamente se interponía una jarra de vino clarete, fruto de los excelentes viñedos de Rodrigo.

—Los judíos de Toledo —replicó Juan— están más asustados que las gallinas. Se han pasado los últimos días temiendo que les llegue la hora que les ha llegado a los judíos de otras ciudades.

—Fernando Martínez es un hombre de gran rigor. Pero a los judíos no los mata él, los mata su propio dinero. ¿Cómo podría tolerarse que fuesen ricos y vistiesen ropas de encaje mientras la Iglesia y los nobles casi se mueren de hambre?

—Tú no te mueres de hambre, hermano mío.

Rodrigo Velázquez empujó su silla hacia atrás y su tono de voz, como sucedía siempre, según iba perdiendo la paciencia con su hermano, subió de volumen.

—¿Por qué discrepas de mis palabras, Juan Velázquez? ¿Por qué pones en duda lo que digo? ¿Eres tú un simpatizante y defensor de los judíos? Si tanto los quieres, ¿por qué estás satisfecho ante la perspectiva de hacerte con las riendas de sus negocios en Barcelona?

—No es que yo los quiera tanto, mi buen hermano. A quien yo quiero es a ti, Rodrigo, y al Señor.

—Y a ese médico de tu esposa, Abraham Halevi. Supongo que a él también le quieres.

—Halevi no es judío, es un marrano. De hecho, lo he invitado a cenar mañana para que lo puedas conocer.

—¡Un cerdo! —apostilló Rodrigo—. Halevi no es un cristiano, sino un cerdo.

—¿Y qué más te han dicho tus informadores acerca de él?

—De él no me han dicho nada, mi querido y confiado hermano. Pero de su primo Antonio Espinosa sí me han contado mucho. Ése es otro tipo de hombre. Un hombre que no renegó de su religión bajo la sombra de la espada.

—¿Y bien?

—Tuvo la amabilidad de venir a visitarme a mi oficina, donde mantuvimos una pequeña charla.

Velázquez no pudo evitar estremecerse. Él también había visitado la oficina de su hermano en Toledo, aunque no como uno de tantos presos que le hacían el cumplido desnudos tras haber pasado una semana de inanición.

—No sufrió daño alguno —aseguró Rodrigo— ni tampoco confesó, aunque fue interrogado más de una vez. Pero mantendré más charlas con él y, cuando concluyan, confío en que habré obtenido la información necesaria.

—¿Lo tienes en tus mazmorras?

—Mi querido hermano, la Iglesia española no tiene mazmorras. A diferencia de lo que ocurre en otros países, aquí la Iglesia ni siquiera tiene una Santa Inquisición. Son los poderes civiles y la justicia del reino los que se ocupan de esas cosas.

Juan Velázquez alcanzó el clarete y rellenó la copa de su hermano y la suya. Era la tercera jarra que acababan en el plazo de unas horas y, al extremo de la mesa, había otras muchas esperando turno. Le pareció que, cuanto más bebía su hermano, más sed tenía. Y cuanta más sed tenía, más alta se alzaba su voz y más estridentes se tornaban sus pronunciamientos.

Sin embargo, para Juan Velázquez el clarete servía a otro propósito. Bebía para ahogar el odio que albergaba hacia su hermano, hacia su papel en la Iglesia, hacia sus palabras pomposas y su abierta complacencia en las ventajas de su cargo. Cierto día, cuando Juan Velázquez le había confesado a Isabel estos sentimientos, ella le había contestado: «¿Por qué habrías de odiarle por ninguno de esos motivos? En realidad, Rodrigo habla demasiado, pero no más que muchos otros hombres. Y, aunque su cargo en la Iglesia le haya reportado riquezas, siguen siendo riquezas mucho menores que las de cualquier comerciante como tú.»

Acerca de las cámaras de tortura, Isabel no había dicho nada. El propio Juan Velázquez las había utilizado para extraer información del subalterno de cierto adversario en los negocios. Más aún, sus dos sirvientes de confianza, el jorobado y el gigante, habían pasado la prueba de esas mismas cámaras antes de ser admitidos en la intimidad del hogar de su patrón.

Ahora Juan posó sus ojos en la mesa. Su hermano ya había vaciado su copa y se incorporaba para agarrar otra jarra. Los Velázquez pertenecían a una familia que, en otro tiempo, casi llegó a ser numerosa. Pero tanto sus padres como sus dos hermanos y sus dos hermanas habían perecido víctimas de la plaga; todos en el espacio de aquella semana en la que la muerte negra visitó su casa en Barcelona.

Ya hacía décadas de eso. Cuando ocurrió, Rodrigo y él eran todavía niños. Al principio fue un tío suyo quien los acogió, y después éste los puso en manos de la Iglesia para que los educara. Juan se marchó tan pronto como tuvo edad suficiente para tener voz en los negocios familiares. Rodrigo prefirió seguir trabajando en el seno de la Iglesia. Pero ambos se reunían siempre dos veces al año, como únicos supervivientes de la unidad familiar. Cuando eran pequeños, como se llevaban seis años, estaban disgregados en pandillas de amigos distintos. Sin embargo, en el momento actual, cual los dos únicos dedos que le quedan a una mano mutilada, estaban forzados a soportarse y depender el uno del otro. Rodrigo insistía en que debían contarse todos sus secretos, todos sus sueños. «De otro modo, ¿de qué sirve tener un hermano?», decía.

Reflejados en la pulida superficie de la mesa, Juan vio los fuertes brazos de su hermano retorciendo el tapón de una garrafa. Había cultivado a conciencia un aspecto cruel, una reputación de fría brutalidad. Diez años antes, cuando un nuevo grupo de la secta herética de los flagelantes se había presentado en Valencia, Rodrigo fue el clérigo que se encargó de aplastarlo.

Esperó hasta que los flagelantes reunieron el coraje suficiente para atreverse a practicar sus ritos en la plaza mayor de la ciudad levantina. Los adeptos, tanto hombres como mujeres, se tumbaron en el suelo, boca abajo y desnudos de cintura para arriba, para cantar sus oraciones, mientras su confesor jefe, vestido con una túnica color escarlata, blandía el látigo añadiendo unas cuantas cicatrices más a las que ya anteriormente les había dibujado en las espaldas.

Sólo entonces, al tiempo que la ciudad entera observaba, Rodrigo actuó.

Sin decir palabra, se abrió camino entre el círculo de espectadores y, de un descomunal bofetón, mandó al charlatán jefe rodando por los suelos. Cuando el hombre osó defenderse alzando su flagelo hacia Rodrigo, éste se lo quitó de las manos y comenzó a golpearlo con él hasta dejar convertida su túnica escarlata en un trajecillo de flecos chorreando sangre. Esa noche, mientras quemaban el cuerpo del infortunado pecador, fue el mismísimo Rodrigo quien predicó a las gentes congregadas.

—El humo procedente de la quema de un hereje quizás suba hacia el cielo —les dijo a todos—, pero su alma bajará derecha a un infierno eterno, mil veces peor que el que este diablo deparaba a los pobres inocentes a quienes hacía tumbarse en las plazas.

Cuando el cuerpo y los troncos de madera de la pira pasaron a ser cenizas salteadas con algún trocillo de hueso, Rodrigo dejó en libertad al resto de los flagelantes, les proporcionó túnicas blancas y les permitió tomar parte en la comunión. Pero no sin antes cortarle a cada uno de ellos, como único castigo, la oreja izquierda, para que en el futuro fueran un poco más sordos a las tentaciones demoníacas.

Juan volvió a levantar los ojos hacia su hermano y lo observó atentamente mientras rellenaba de vino clarete las copas. Se decía que Rodrigo había otorgado a su propio barbero el privilegio de cortar las orejas a esos inocentes descarriados por un mal guía.

—Entonces —continuó Rodrigo— dices haber oído que los judíos de Toledo están asustados por lo que les pueda ocurrir.

—Sí.

—¿Y tu médico marrano, que tiene un primo judío, habla contigo de estas cosas?

—Habla de las cosas de las que hablan los médicos.

—Ser el médico personal de don Juan Velázquez es un gran privilegio para cualquier galeno.

—Mayor privilegio es ser el médico personal de la señora de Juan Velázquez.

—Pero ahora se encuentra recuperada, ¿no es así?

—Se halla en buen proceso de recobrar la salud.

—¿Y Diego está bien?

—Mi hijo está cada día más fuerte.

—Entonces no hay motivo para que ese médico que ya ha ganado grandes honores siga viviendo en la ciudad de su ilustre patrón.

—Pero es aquí donde él vive —replicó Juan—. Y cuando tú y él os miréis el uno al otro mientras cenáis en mi propia mesa, confío en que abandones tu rudeza de habla, para que así él pueda disfrutar un poco del honor de conocer al ilustrísimo cardenal de Castilla.

—El honor será mío.

Juan reconoció interiormente que Rodrigo estaba perfecto en su papel. Según se aceleraba su ritmo de bebida, su retórica se hacía más oportuna y florida. Pronto llegaría al siguiente y último escalón del proceso. Revelaría la pequeña sorpresa que tenía preparada. Pues siempre que se reunían Rodrigo albergaba algún asunto oculto al cual dedicaba todos los movimientos previos que configuraban la velada.

—Será educativo también para el médico —apuntó Juan—. Quizá pueda aprender de ti lo ventajoso que es permanecer fiel a la cristiandad. Pues él es un converso, la abrazó en su día.

Rodrigo soltó una carcajada.

—¿Me estás pidiendo que le brinde a ese cerdo la protección de la Iglesia?

—Exactamente eso —sentenció Juan—. Ya que lo expones de una forma tan cruda.

—¿Y por qué habría yo de hacer algo tan fuera de lo común? ¿Tan sólo porque me lo pide mi hermanito?

—Porque, querido mío, no me complace que mi esposa muera sin tener la oportunidad de criar a su hijo, tu sobrino, y de verlo convertido en hombre, y…

—¡Basta! Un sacerdote tiene la suerte de poder mantenerse al margen de los asuntos propios del lecho matrimonial de su hermano. Ni tu esposa ni tu médico serán molestados. Y estaré encantado de conocerle en… tu propia mesa.

—¡Gracias!

—Pero te sugeriría, querido hermano, que, si quieres mantenerlo vivo, le persuadas de que consienta en emprender viaje muy pronto.

—Ya lo he hecho.

—¿Y adónde irá?

—A Valencia —explicó Juan. La mentira le sorprendió incluso a él mismo al momento de haberla pronunciado. Sin embargo, también le permitió percatarse de que le había tomado aprecio a Abraham Halevi. Tal vez por su juventud y la estupidez de sus ambiciones. O quizá se trataba de su propio, y durante largo tiempo frustrado, deseo de tener un hijo—. Quiero que vaya a Valencia y me represente ante cierto mercader árabe. Puede ser que incluso aprenda a hacer algo útil para mí.

Ahora que la mentira quedaba envuelta en esa última verdad sería más difícil detectarla.

—Se están concentrando en Madrid —le avisó Rodrigo—. El arzobispo y sus amigos quieren que Toledo sea la siguiente. Les preocupa que una fruta tan madura y apetitosa no se haya recolectado todavía.

—Los judíos toledanos llevan aquí desde hace mucho tiempo —reflexionó Juan—. Es seguro que el rey los protegerá como a sus fieles súbditos.

Rodrigo volvió a reírse y a rellenar su copa.

—El rey tiene doce años. Incluso la sangre azul es débil a esa edad.

Sonaron golpes en la puerta, e inmediatamente se abrió, presentándose el sirviente jorobado.

—Ha llegado un mensajero para el cardenal Velázquez.

—Hazle entrar.

Un hombrecillo cruzó la sala como lo haría un ratón asustado. Apenas medía lo suficiente como para susurrar su mensaje al oído del destinatario.

—Vete —le dijo luego Rodrigo—. Pronto nos reuniremos.

A continuación, se volvió hacia Juan sonriendo de oreja a oreja.

—Hemos comido y bebido lo bastante para superar a cualquier jovenzuelo. Quizá debemos abandonar la mesa por unos momentos. ¿Te importaría pasear conmigo al aire libre?