6

Por la mañana Abraham se despertó con los cantos de Zelaida en la habitación contigua, y notó en su abdomen la cálida espalda de Gabriela. Mientras dormían, él le había agarrado un pecho con la mano. Se incorporó, apoyándose en los codos. Gabriela seguía dormida. Sus cabellos negros le caían como un velo sobre los suaves hombros. Y, entonces, como si se diera cuenta de que estaba siendo observada, abrió los ojos.

—Pensé que nunca volverías conmigo.

—No digas eso.

—Mi herida ya está curada.

—Nunca quise hacerte daño. Tuve que…

—Lo sé, Abraham, lo sé…

Extendió la mano hacia él y le acarició cariñosamente la mejilla. Abraham sintió una punzada de inquietud: no quería dejarse poseer.

—¿Te reunirás conmigo en Barcelona tan rápido como puedas?

—Sí.

Una vez, dos veces, levantó ella la cabeza y le besó.

—En Barcelona nos casaremos —susurró Gabriela—. Todas las noches dormiremos juntos y haremos niños. Todas las mañanas nos despertaremos contentos. ¿Me prometes eso?

—Te lo prometo.

Por la tarde Abraham volvió a casa de Velázquez. Habían pasado tres días desde la operación de Isabel y dos desde que Antonio trajera la noticia de la masacre de Sevilla.

El miedo y la histeria habían ido aumentando en la judería. De camino entre la casa de Gabriela y la suya, y también durante el trayecto hasta la de Velázquez, Abraham oyó los desgarradores lamentos que se derramaban como gotas de sangre por las ventanas de todas las sinagogas de Toledo. «Después de una tragedia —había señalado Antonio en una ocasión— las sinagogas parecen mazmorras llenas de gritos de tortura, más que templos dedicados al culto divino.»

En cuanto al propio Antonio, Abraham no había vuelto a verlo desde su conversación junto al río. Cada vez que regresaba de visitar a sus pacientes, preguntaba ansiosamente a su madre si Antonio había vuelto a casa. Esa misma mañana había pasado la mayor parte del tiempo en la feria buscando a su primo y al viajante cristiano del cual le había hablado.

Cuando llegó a la cancela del palacio de Velázquez, el sol alcanzaba su cenit y ardía con tal potencia que hasta el aire estaba descolorido de calor.

Dio unos aldabonazos y fue recibido, como siempre, por el enano jorobado, que no le saludó, pues desde que Abraham le había golpeado se negaba a hablarle. Tan sólo le dirigió una peculiar sonrisa y le hizo una ligera reverencia, al tiempo que, prudentemente, se cubría con las manos la entrepierna. Abraham respondió a tan encantador gesto levantándose el sombrero, y pensó que lo mejor que podía hacer era no ofrecerle nunca la espalda a un espíritu tan malévolo. Hecho esto, cruzó el patio hacia la gran mansión.

Hoy Velázquez se encontraba en el pequeño jardín junto a la alcoba de su esposa. Sentado a la sombra de las enredaderas y sosteniendo una copa de vino, lo cual solía hacer desde el comienzo hasta la caída de la tarde, dictaba una carta a su escribano cuando Abraham se presentó.

—Sentaos, acabaré en un instante.

Velázquez concluyó su epístola con las consabidas oraciones y frases protocolarias. El escribano, laboriosamente, rayó en el pergamino con el punzón de su pluma las palabras que faltaban. Era el mismo gigante que casi le corta el cuello a Abraham en su primera visita. Se puso en pie, le dirigió una ligera inclinación de cabeza tan muda como la del jorobado y pidió permiso a su señor para retirarse.

—Vete —contestó Velázquez—, pero asegúrate de mostrarme una copia terminada antes de que caiga la noche. —Después se dirigió a Abraham—. ¿Puedo ofreceros algo de beber?

—No, muchas gracias.

—Un médico nunca bebe mientras está de servicio.

Abraham no dijo nada.

—Una vez bebisteis estando de servicio. La noche en que operasteis a mi esposa.

—Estaba muy cansado —señaló Abraham.

—Y quizá también alterado.

—Quizá.

—¡Bien! —remarcó Velázquez abruptamente—. Sé de otro motivo para alterarse. Se ha producido una nueva matanza de judíos, esta vez en Barcelona. Dicen que han muerto miles y que decenas de miles se han convertido. La carta que acabo de dictar va dirigida a mis aliados comerciales en Barcelona, en ella les doy instrucciones para que se hagan con el negocio de la lana que los judíos dejan vacante. A partir de ahora enviaremos mercancías y partidas de lana a Italia y otros puntos del este.

Desde su silla en el patio, Abraham podía ver a sus pies, más allá de las columnas de la casa, los tejados rojizos de la ciudad de Toledo. Era una vista magnífica. Algunos elogiaban los grandes encantos de las blancas ciudades del sur, pero a él le gustaban los colores toledanos, las calles color tierra, las piedras marrón-verdosas, los ocres semidesiertos que se extendían alrededor de la ciudad.

—Debéis comprender —añadió Velázquez— que Fernando Martínez tiene el apoyo de las gentes.

—Es el confesor de la reina madre, pero también un fanático.

—¿Por qué un fanático?

—Fernando Martínez —empezó a explicar Abraham cautelosamente— es un fanático porque pretende eliminar a toda una estirpe. Quiere matar o convertir hasta al último judío de España.

—¿Y qué veis de malo en ello? ¿Por qué un judío habría de estar condenado a permanecer judío? ¿Por qué no puede ser feliz siendo cristiano? ¿Por qué no ha de mezclarse con los demás y contribuir a hacer del nuestro el más espléndido de los reinos?

Ambos hombres habían estado sentados a la misma mesa, hablando pero sin apenas mirarse, mientras cada uno de ellos exponía sus predecibles argumentos. Pero ahora Abraham se sintió repentinamente conectado con Velázquez. Unirse, convertirse en uno: las almas de la gran comunidad humana unidas de corazón a corazón, de alma a alma, de Dios a Dios. Ésta era una visión que incluso Antonio apoyaría. Abraham observó a Velázquez. Era mucho mayor que él y le estaba sonriendo. Se le antojó que le hacía una calurosa invitación a salir de su mundo invadido por el miedo y refugiarse en la seguridad de la parte cristiana de la ciudad.

—Os pregunto de hombre a hombre, como persona —añadió Velázquez—, ¿por qué vos, o vuestra amiga Gabriela Hasdai, habríais de vivir una vida de segregación que se vuelve contra ambos? Después de todo, ¿qué había antes de los judíos? Un montón de vagabundos por el desierto que nada sabían de Dios. Y entonces llegó Abraham, y con él llegó el conocimiento de Dios. Quienes tuvieron fe se hicieron judíos. Por un tiempo los judíos gobernaron su propio destino. Aquél era el momento de ser judío. Pero se volvieron corruptos, perdieron su poder. Finalmente, Dios envió a su Mesías para salvar a los judíos. Y ahora es a los cristianos a quienes Dios presta atención. Uníos a nosotros.

Velázquez se sirvió más jerez y volvió a ofrecerle a Abraham el vaso que había rechazado. Luego continuó hablando.

—Soy comerciante. Sé apreciar el valor de las gentes y de las cosas. Estaba desesperado, pero Ben Isaac me dijo que vos podríais hacer un milagro. Contraté vuestros servicios porque no me quedaba otra opción. Pero ahora que he tenido la oportunidad de estudiaros a mi antojo y, aunque os deba las vidas de mi mujer y mi hijo, sigo sin saber lo que valéis de verdad. Desearía saber más de vos, así que, por favor, sentíos libre para hablar conmigo de hombre a hombre. A pesar de todo, aunque yo sea cristiano y vos judío, y nos corresponda ocupar un lugar distinto, los dos intentamos labrar nuestro propio destino. Pero labrar significa sacrificar algo. Por tanto, contestadme, por favor, de igual a igual, ¿por qué no os convertís en uno de nosotros? Todos somos hijos de Abraham.

—Ser hombre supone tener un curioso destino —contestó el doctor Halevi con un eco de temor y peligro en sus palabras—. Porque yo no soy solamente un hombre, sin más; un hombre sin labrar y que podría ser cualquier otro hombre. También soy un hombre específico y concreto: Abraham Halevi. Y este hombre, Abraham Halevi, sabe que vos habláis con honradez y sinceridad. Y sabe también que el corazón de un cristiano es tan importante a los ojos de Dios como el de un judío. Pero Abraham Halevi también sabe que su padre fue asesinado por una muchedumbre que odiaba a los judíos. Y que, incluso esta misma noche, esa misma gente podría atacar el barrio judío de Toledo. Me pedís que hable con vos, don Juan, de hombre a hombre, como un hijo de Abraham a otro, pero debemos hablar, asimismo, de cristiano a judío, porque eso es lo que somos.

Velázquez agitó su copa de vino. Abraham observó los reflejos del sol en el líquido.

—Ahora soy yo quien ha hablado y vos quien permanecéis en silencio, don Juan.

—Es porque lo habéis hecho con gran elocuencia. Sin embargo, no habéis contestado mi pregunta. ¿Por qué un judío habría de estar obligado a permanecer judío? ¿Por qué no puede ser feliz siendo cristiano? Y no me digáis que debería preguntárselo a un rabino, porque es vuestra respuesta la que me interesa, ya que sois hombre al que respeto. ¿O es que no sabéis contestarme por vos mismo? ¿Creéis que vuestra gente renunciaría a su religión, como hicisteis vos, tal y como me habéis relatado?

—Me preguntáis —contestó Abraham— por qué un judío no puede hacerse cristiano y ser feliz, pero si todos los cristianos fuesen felices, ¿por qué habrían de ir por ahí matando a sus vecinos? Quizá sean más felices los judíos, puesto que no tienen esa necesidad.

—No obstante —apuntó Velázquez—, según las crónicas de los historiadores, cuando los judíos gobernaban la tierra de Israel, lo hacían con la espada.

—Es cierto —admitió Abraham—. Pero todo país ha de defenderse.

—Y así debe hacerlo España —coincidió Velázquez—. Debe protegerse de sus enemigos internos.

—Pero los judíos no son enemigos de España, son sus servidores.

—Son enemigos de la gente —observó el rico comerciante—, porque son quienes sobrecargan sus espaldas hasta romperlas, recaudando los impuestos.

—Sin embargo, esos impuestos no los fijan ellos ni son para ellos; los entregan al rey y a los terratenientes. Ellos sólo los cobran.

—Son la faz visible de la tiranía —insistió Velázquez.

—Cuando llegó la plaga —dijo Abraham—, en algunos países acusaron a los judíos de envenenar los pozos. En Alemania les hicieron construir casas de madera, los metieron en esas mismas casas y les prendieron fuego. Los judíos desaparecieron y, sin embargo, la plaga no desapareció.

—Pero la gente se sintió mejor —opinó Velázquez— porque creyó haber ahuyentado al diablo.

—Quienes aplicaron el fuego se sintieron quizá mejor —replicó Abraham—, pero los que estaban dentro de las casas también eran gente y no se sintieron mejor.

Velázquez dejó cuidadosamente su copa sobre la mesa de mármol. Causó un ligero sonido que, por alguna razón, le recordó a Abraham el ruido que algunas veces hacían los huesos fracturados al ser de nuevo colocados.

—Pensáis como los antiguos griegos —observó Juan Velázquez.

—Mi madre suele decir —contestó Abraham— que pienso como un rabino.

Velázquez sonrió.

—Bueno, pues si fueseis un rabino, os transmitiría un mensaje para vuestra gente. El mensaje es: abandonad Toledo. Por el momento, Martínez no se ha atrevido a venir aquí. Pero lo hará, y muy pronto. Y cuando lo haga, mi querido rabino marrano, las cosas se pondrán muy feas.

La ira que había ido acumulándose en Abraham durante toda la charla le hizo levantarse repentinamente. Anduvo desde la mesa hasta la pared más lejana del patio. Fuera de Toledo no había refugio para los judíos toledanos. Esta ciudad, la Nueva Jerusalén de la época moderna, era sin duda el lugar donde deberían afrontar su destino.

Velázquez rompió el silencio.

—Para mi nuevo negocio, necesitaré a alguien que se ocupe de los asuntos del comercio y que hable árabe, además de francés e italiano. Tendrá que vivir en Barcelona. Habrá riesgos que correr, oportunidades que aprovechar. Será un puesto perfecto para empezar una nueva vida.

—Yo ya tengo una nueva vida.

Velázquez rió.

—Tenéis gran temperamento. Sólo los muy jóvenes y los muy estúpidos pueden permitirse el lujo de tener un temperamento así. En cualquier caso, preferiría que os matase la defensa de mis intereses que no la espada de algún campesino. Pensad en mi oferta y hablaremos de ella.

Velázquez se puso en pie. Tenía, como bien había advertido Abraham, algo que ningún judío podía entonces poseer: confianza en el futuro.

—Guardo una sorpresa para vos —anunció el comerciante—. Después de la discusión tan seria que hemos mantenido, espero que os resulte agradable.

Velázquez abrió la puerta que daba a las habitaciones de su esposa y la llamó en voz alta, avisándola de que él y Abraham se disponían a adentrarse a su encuentro.

Isabel estaba sentada en su cama. Iba vestida con un traje blanco que destacaba sus generosos pechos. Llevaba unos guantes blancos, largos hasta los codos, y una tiara de joyas preciosas le adornaba la frente.

—Don Juan, don Abraham, no me miréis así. Estáis provocando el rubor de una mujer enferma.

—Te miramos únicamente con la más alegre sorpresa —contestó su marido—. Hasta el médico se sorprende de encontrarte tan bien.

—No se sorprende, sólo se alegra —precisó Abraham.

Luego se adelantó, tomó la mano de Isabel y la besó como si estuvieran presentándolos en una fiesta. Dos veces la había abierto para drenar la herida, pero hoy comprobaba que, a pesar del trance, Isabel de Velázquez comenzaba a recobrarse. Sin embargo, su rostro parecía aún extraordinariamente frágil. Finos huesos dominaban orgullosos sus mejillas. Una piel blanca y casi translúcida dejaba ver las venas azuladas y palpitantes. Negros mechones de cabello con las puntas teñidas de cobre, y rizados en grandes bucles, caían suavemente sobre sus pálidos hombros.

—Mi marido y yo esperamos que, aunque vuestra operación haya tenido éxito, no dejéis de seguir visitándonos como un amigo.

—Por supuesto que lo haré.

—Nos honraría que nos acompañarais en la cena, dentro de tres días. El hermano de mi marido, el cardenal, vendrá a visitarnos y tiene interés en conocer al milagroso marrano, como os llama mi esposo, que con tanta destreza utiliza sus cuchillos de plata.

Abraham se ruborizó a su pesar, mientras el corazón se le encogía ante el tamaño del inesperado giro que había dado su suerte. Necesitaba encontrar a Antonio urgentemente. El plan que les había parecido tan descabellado súbitamente parecía más factible.

—Venid al atardecer —le indicó don Juan—. Nos sentaremos en el patio y veremos…, como le gustaba decir a vuestro pariente poeta, el que vivía en Barcelona, veremos al cielo sangrar en el río. Después, cuando mi hermano haya regresado a sus deberes en la catedral, me diréis si habéis decidido convertiros en mi socio en Barcelona.