Gabriela Hasdai cayó presa de una gran excitación cuando vio a Abraham en la sinagoga, tan cerca de ella que podría haberse lanzado en sus brazos. Pero con la aparición de Antonio Espinosa y las noticias trágicas de Sevilla, el pánico y el arrebato amoroso se mezclaron y unas únicas palabras resonaron en su mente una y otra vez, como un tambor que no acertaba a silenciar: «Corre y vete de aquí, corre, corre.»
Esas palabras siguieron sonando obsesivamente en su cabeza toda la noche, y la distrajeron también de sus asuntos en la feria durante toda la mañana. Y cuando el sol estaba casi en lo alto del cielo, tomó por fin una decisión. Dejó su puesto de venta en la feria, donde comerciaba con las sedas que vestían los cuerpos de los más respetables judíos de Toledo, cruzó la polvorienta explanada y emprendió la marcha hacia la única vía de escape en la que acertó a pensar. El gentío se apretaba en la feria hasta el punto de que cada individuo parecía un dedo de una mano gigantesca, y el sol estrechaba esa mano haciendo que el sudor corriera entre sus decenas de miles de dedos, extraños entre sí, como un secreto compartido entre marido y mujer. A pesar del calor, Gabriela llevaba una túnica cerrada y cofia con velo, no sólo por razones de modestia y para esconder sus facciones a los curiosos, sino también para dar a entender —en caso de que tales precauciones sirviesen para algo en los turbios arrabales de la feria— que era una mujer acaudalada a quien sería imprudente molestar.
Finalmente encontró la raída tienda de campaña de la que le habían hablado. Delante de ella había un hombre tan pequeño que Gabriela tuvo que mirar hacia abajo para verle los ojos, inyectados en sangre, y la frente surcada por toda una vida de preocupaciones y miedos.
—Estoy buscando a Carlos.
El campesino levantó la mano, que era muy ancha para su estatura, se rascó el pecho cubierto con una apestosa túnica y luego escarbó el suelo con los pies desnudos hasta asentarse en él, como una mula que se prepara para no moverse. Parecía intuir la ansiedad de Gabriela y estar dispuesto a jugar con ella.
—Yo soy Carlos —contestó. Su voz sonó sorprendentemente amable; una inesperada joya engarzada en un soporte vulgar—. Yo soy Carlos —repitió—. El mismísimo Carlos, soy yo. —Hizo una pronunciada reverencia y continuó—. Llamadme Carlos. Carlos el Boca, Carlos el Famoso, Carlos el Rey. Después de todo, me pusieron el nombre por un rey. Llamadme como deseéis y me tendréis a vuestro servicio. Seáis quien seáis, o pretendáis ser lo que pretendáis, este Carlos sólo anhela convertirse en vuestro servidor. Y complaciente y honrado siempre, este Carlos os venderá un caballo, si lo queréis.
Concluido su cantarín y colorido discurso, el hombre exhibió una amplia sonrisa de bienvenida. Le quedaban pocos dientes, pero los que tenía estaban cuidadosamente pulidos. Sus encías y su lengua eran de un rojo oscuro tan brillante que Gabriela comprendió al momento la razón de uno de sus apelativos: Carlos el Boca.
—Carlos os venderá un caballo. Un caballo que Carlos os asegura correrá más rápido que el viento. Un caballo… —mientras hablaba, sacó como si nada una bota de vino y se la ofreció cortésmente a Gabriela.
Ella rehusó con la cabeza y, mientras se preguntaba si habría hecho bien despreciando la invitación, el hombre destapó la bota, echó para atrás la cabeza y bebió como si fuese medianoche y no la última hora de la mañana.
Una vez concluido el trago, escupió, se limpió la boca y volvió a escarbar el suelo con los pies. Gabriela se mantuvo en silencio. Un silencio que —había aprendido— compensaba las desventajas de ser mujer a la hora de cerrar un trato con los hombres.
Esperando que dijese algo, Carlos la miró con los ojos muy abiertos. Esperaba que su brillante lengua granate hubiese animado a la de ella a moverse. Finalmente, tras beber otro trago de la bota, la cerró y la acarició cariñosamente, meciéndola en sus brazos como a un bebé.
Gabriela sacó la mano de debajo de su túnica y sus anillos relucieron fugazmente a la luz del sol. Estaban adornados con piedras sin apenas ningún valor, pero brillaban lo suficiente como para atraer la posible codicia de un mísero mercader del norte.
—El caballo es para mi marido —explicó ella al fin—. Lo quiero como regalo de cumpleaños.
—Una señora que regala un caballo a su señor es una esposa llena de gran sabiduría. ¿Qué clase de caballo busca, mi sabia señora?
—Una señora sabia es la que tiene la sabiduría de escuchar el consejo de un hombre sabio.
En lugar de contestar, el hombre se quedó perplejo, demostrando que también Carlos el Boca, Carlos el Famoso, podía utilizar la táctica de guardar silencio, con la que esta distinguida compradora de caballos intentaba camelarlo.
Detrás de él, Gabriela podía ver los caballos. Tenían un aspecto sano, aunque sus capas de pelo no eran tan lucidas como las de los sementales y yeguas de pura raza que se exhibían bajo enormes carpas multicolores en el centro de la feria.
En contraste con sus parientes de alta estirpe y ataviados con sedas de tonos brillantes, a estos ejemplares los mantenían cautivos simplemente mediante vulgares cuerdas amarradas a estacas fijas en el suelo reseco. Por sombra, todo lo que tenían era un árbol gigante en una de las esquinas del improvisado corral, que también servía para cobijar la haraposa tienda de campaña junto a la cual estaba Gabriela.
Fue Carlos quien habló primero, aunque no sin antes volver a humedecer su famosa boca con otro trago de vino. Mientras apretaba el pellejo entre las manos para hacer fluir el líquido, el sol refulgió en el hilillo púrpura.
—Cierta dama viene a Carlos —comenzó diciendo— y viene sola, sin la protección de ningún caballero. Al principio Carlos se sorprende. Luego piensa que debe tratarse de una ramera que llega para ofrecerse al famoso Carlos. Pero él se quita la venda de sus estúpidos ojos y ve que la dama es rica y respetable. Habiendo abierto los ojos, Carlos abre también la boca y pregunta a la dama qué desea. ¿Se le puede reprochar a Carlos esa pregunta? Él es solamente un bobalicón que intenta complacer. La dama le responde que busca un caballo para regalárselo a su marido en su natalicio. Carlos se alegra al oír esto. ¡Qué esposa tan espléndida!, piensa, ¡qué marido tan afortunado! Carlos ha estado casado dos veces y sabe que algunas mujeres son más generosas que otras; ojalá Dios dispusiera que lo fueran todas. Y así, con los ojos y la boca abiertos, Carlos abre ahora los oídos. ¿Para qué los abre? ¿Para que los pajarillos le revelen sus secretos o depositen sus cagadillas? ¿Para ofrecerles su cera a las abejitas? Todos ésos son nobles propósitos que Carlos ha perseguido en otros tiempos. Pero hoy él abre sus oídos para saber qué caballo quiere comprar la dama. ¿Puede ella distinguir entre un animal y otro? ¿Y cuándo se propone comprarlo?, porque hay muchas otras gentes que esperan y ruegan siempre a Carlos que haga tratos con ellas. Pero él ama sus caballos, y sólo se los vende a quienes los tratarán bien. Por tanto, disculpad a Carlos, Carlos el Boca, Carlos el Famoso. Porque aquí está Carlos, ebrio de esperanza, y aquí está la dama a la que se propone servir. Sin embargo, ella no quiere hablar. ¿Será que Carlos le ha ofendido? ¿No ha ofrecido a sus labios el mismo vino que pone en los suyos?
—La fama de Carlos es tan grande —contestó Gabriela— que no puedo desear hacerle este regalo a mi esposo sin hacerme a mí misma el regalo de oírle hablar.
—Cuando Carlos ve que un comprador de verdad quiere comprar, ha de preguntarle qué precio está dispuesto a pagar.
Cuando Gabriela abandonó la tienda del tratante de caballos tenía un nudo tan grande en el estómago que apenas podía mantenerse en pie. Tras dos horas de palabrería y regateos con el hombre, había comprado un caballo. La palabra «judía» no se había mencionado, pero Carlos le había vendido el caballo a un precio inexplicablemente alto. Después, de camino a su propio tenderete de ventas, oyó entre el gentío un par de comentarios sobre los cebados judíos toledanos y lo que les había deparado el destino a sus parientes de Sevilla.
Gabriela pensó que la Iglesia católica se había propuesto separar para siempre a los judíos y los cristianos. A los judíos no sólo se les cobraban impuestos que arruinaban a quienes vivían en las ciudades norteñas, y no sólo se les obligaba a llevar un distintivo amarillo para que los cristianos no se dejaran engañar al comerciar con ellos, sino que también eran las primeras víctimas del furor de los campesinos cuando recolectaban las tasas y gravámenes por cuenta de los reyes y príncipes.
«Un cristiano no debe entrar en casa de un judío. Un cristiano no debe emplear a un judío como médico o cirujano. Un cristiano no debe hablar con un judío en domingo ni en fiesta de guardar. Un cristiano no debe permitir que un judío entre en su casa, excepto como sirviente.»
Cada mes, el papado de Aviñón promulgaba nuevas proclamas restrictivas. Según los judíos más ancianos, los cristianos estaban sucumbiendo a una plaga religiosa, una variante espiritual de la peste negra que los sumía en terrible confusión. Esta confusión, decían, era la causa de que su Iglesia cristiana se hubiese escindido en dos partes, al igual que se había dividido en dos el Imperio romano antes de desaparecer.
Pero aunque los sabios judíos diagnosticaran esta confusión —pues qué podía ser más confuso que una estirpe que adoraba a un mesías cuya semilla había plantado Dios en el vientre de una virgen—, Gabriela y algunos de sus amigos tenían otra teoría.
Durante mil años los judíos habían servido al poder islámico. Eran mercaderes, banqueros y viajantes, cuando los musulmanes reunían ejércitos para conquistar las tierras bañadas por el Mediterráneo. Estuvieron a su lado, controlando y manejando los hilos de las finanzas. Tan íntima era la asociación entre musulmanes y judíos que todavía podía detectarse. En casi todas las sinagogas de España quedaban minaretes como los de las mezquitas, proyectándose desde los techos, como si ambas razas quisieran elevarse hacia un idéntico paraíso.
Pero la era del islam ya había concluido. Algunos decían que la peste negra marcó su final, simbolizando que el mundo moría y estaba a punto de renacer. Otros alegaban causas más profundas y complicadas, y se remitían a cartas astrales para asegurar que el reinado del islam había alcanzado su cenit durante una conjunción demasiado misteriosa para ser explicada. A partir de entonces, la conjunción de estrellas y planetas que beneficiaba a su imperio estaba disolviéndose y otros planetas se estaban alineando. Esta nueva situación astral era la que amparaba el poderío de los reinos de Castilla y Aragón. Junto con sus hermanos de fe, habían formado una coalición para empujar hacia el sur a los musulmanes. Su caudillo y el emblema de su supremacía era el Papa de Aviñón. Un francés ocupaba ahora el cargo. Pero Gabriela sabía que, a su tiempo, moriría y sería sucedido por un papa español. Un papa con ambiciones propias y con muchas cuentas pendientes con quienes habían ejercido hasta entonces su dominio y con quienes habían colaborado voluntariamente como sirvientes de aquéllos: moros y judíos.
—¡Gabriela!
La voz de su hermana sonó cortante y autoritaria. Gabriela levantó la vista hacia Lea, que la miraba inquisitivamente, como era habitual, presta a corregirla en cualquier defecto que encontrase en su comportamiento o en cualquier desliz que permitiese acusarla o regañarla por haberse apartado de lo correcto.
—Gabriela, ¿sabes que Abraham Halevi ha vuelto a Toledo?
—Sí.
—¿Le has visto?
—Le vi ayer en la sinagoga.
—¿En la sinagoga? —repitió Lea—. ¿Hablasteis?
Lea tenía una cara redonda que en cierta ocasión alguien había descrito como una gran torta de queso fundido. Si tal símil resultaba cruel cuando era una niña, lo era aún más ahora, que era una acaudalada matriarca, porque sus facciones, en otro tiempo pequeñas y definidas, hoy apenas se distinguían entre el colgante, fofo y carnoso amasijo de sus pómulos y su barbilla. Solamente en los ojos, de un profundo verde esmeralda, se asemejaba a su hermana soltera.
Todavía dudaba Gabriela si contestar o no a su hermana cuando apareció Abraham Halevi. Sonrió, se quitó el sombrero negro de médico e hizo una cortés reverencia. Pero antes de que hablase se presentó a su lado el rabino de los judíos toledanos, Samuel Abrabanel.
Por un momento Gabriela se sintió como una marioneta de las utilizadas en las injuriosas pantomimas que se hacían en Toledo acerca de los judíos: el rabino, el médico, la matrona, la comerciante: cuatro judíos ridículos, vestidos con ropas pretenciosas, comportándose afectadamente y cortejándose bajo el abrasador sol. Por fin, el rabino Abrabanel, quien más de una vez les había dicho a ambas hermanas que la soltería de Gabriela era una vergüenza casi insoportable para toda la comunidad judía de Toledo, rompió el silencio.
—¿Así que el famoso doctor ha regresado a su pueblo para ejercer su gran labor?
—Exactamente —murmuró Abraham.
—Y ha comenzado con buen pie. Ayer tuve la satisfacción de verlo en la sinagoga.
—¿Y qué pensasteis, rabino, de las noticias que se dieron allí? —preguntó Abraham—. ¿No os preocupa que Toledo sea la siguiente ciudad en la lista?
Samuel Abrabanel se rió.
—Los viejos tenemos más sentido. ¿Por qué iban los cristianos a atacar su ciudad más importante, la que alberga la catedral donde bautizaron al gran cardenal Rodrigo Velázquez? Ni siquiera él se cortaría una mano para curarse un dedo. Un hombre que espera ser papa no abrirá las puertas de esta ciudad a quienes quieren destruirla.
—Me dejáis más tranquilo —dijo Abraham. Luego se volvió hacia Gabriela y se descubrió de nuevo para saludarla—. Adiós.
Al momento Abraham comenzó a alejarse y su sombrero negro de ala ancha, sobresaliendo entre la muchedumbre, atrajo los zalameros gritos de los vendedores de seda y lana. No obstante, antes de irse, sus ojos se habían posado un instante en los de Gabriela. Y en ellos la joven había intuido la promesa que iba a hacerle esa misma noche.
El rabino Abrabanel también se despidió de Gabriela.
—Cásate con un creyente. Ten hijos. Confía en Dios.
Gabriela estaba sentada en un taburete, repasando las cuentas de su negocio a la humeante luz de una lámpara de aceite, cuando Abraham llamó a su puerta. Al oírle llegar no pudo evitar un ingenuo acceso de felicidad, como si todo lo que iba mal se fuese a arreglar milagrosamente.
Antes de que pudiera levantarse, él entró en la habitación y se quedó mirando el cerrojo abierto tras de sí. Al menos sus manos recuerdan, pensó Gabriela, lo que su corazón consigue olvidar con tanta facilidad. Ella avanzó hasta el borde del círculo de luz del candil. Él permaneció inmóvil, esperando que Gabriela se deshiciese en admirativos comentarios acerca de su traje nuevo: un joven médico marrano que había sobrevivido al viaje a Montpellier y que ponía su ciencia al servicio de los cristianos ricos de Toledo.
—Tu tienda estaba llena. El negocio debe irte muy bien.
—Lo bastante, como a ti. Cada día aparece un nuevo canto al milagroso médico de los cuchillos de plata.
—Muy graciosa.
Abraham se quitó el sombrero y lo dejó sobre el mostrador. Cuando Gabriela se enamoró de él, sus facciones parecían suaves e inacabadas. Tenía la cara de un niño que soñaba con convertirse en héroe. Ahora la gordura infantil se había esfumado y los huesos se le marcaban claramente: pómulos altos de hombre castellano, ojos negros, nariz poderosa. Si llegaba a viejo, el rostro de Abraham seguiría avanzando en la misma dirección. Con cada década la piel se pegaría más a los huesos, contorneándolos. Sus ojos negros se harían más grandes.
—Me alegro de verte. Temía no ser bienvenido.
En Montpellier había crecido unos centímetros, pero su voz seguía siendo la misma. Suave y persuasiva, alcanzaba el corazón de Gabriela, ofreciéndose a rodearlo con un halo de calor y seguridad.
—¿Soy bienvenido?
A su pesar, ella sintió un leve arrebato de amargura ante la insegura formalidad de él.
—Por supuesto que lo eres —su propio tono le pareció demasiado rígido y formal, como el de una estatua de madera. Su último encuentro en la tienda, cuando Abraham le dijo que se iba a estudiar medicina en Montpellier, había estado salpicado de lágrimas e imperdonables acusaciones que Gabriela había olvidado.
—¿De verdad?
—¿Te irías si dijese que no lo eres?
Al final, Gabriela sonrió y desapareció la tensión del ambiente. Luego acarició el brazo de Abraham.
—Zelaida está dormida, pero si se despertase y descubriera que te he echado, me mataría. Ven a la parte de atrás y te prepararé un caldo caliente.
Gabriela abrió el camino, apartando unas gruesas cortinas, hacia la habitación que era a la vez su cocina, su sala de estar y su dormitorio. Al hacerlo, tapó por un instante la luz del candil, dejando a oscuras la estancia, pero sabía que Abraham la seguiría sin dificultad. Solían llamarle el Gato, porque de todos los niños era el más rápido en saltar muros. Sin embargo, ella había sido tan ágil como él y, sólo unos años antes, le había costado muy poco acompañarle, escapándose de la casa paterna, saltando la valla y sorteando las tiendas de campaña de los soldados y las chabolas de los campesinos, para bajar al río.
Gabriela puso agua a hervir en un cacharro de bronce sobre un hornillo de alcohol en el centro de la habitación. Tal como solían hacerlo, Abraham y ella se sentaron en el suelo a ambos lados del fuego. Ahora había nuevas capas de suaves alfombras y los apenas visibles tapices que cubrían las paredes de piedra eran más caros y exóticos. Tras sólo unos minutos de esta antigua familiaridad, Gabriela vio cómo la expresión de Abraham se relajaba. Mirándolo en aquella luz, casi se convenció de que volvían a estar igual de juntos que antes, y que sus almas se entrelazaban como lo habían hecho cuando eran niños.
Acompañando esta sensación de cercanía, le llegó el recuerdo de las noches que había pasado sola en su habitación. Noches en las que no se había parado a entretenerse pensando en la inocente manera en que habían eludido el control de los soldados en sus escapadas al río para mostrarse mutuamente su precoz amor. Noches en las que primero había aprendido a llorar y después a sentirse tan amargada que no le salían las lágrimas.
—Debería haber venido a visitarte.
—Has estado ocupado.
—La semana que llevo aquí se me ha hecho tan corta como un día. Ben Isaac me ha obligado a ocuparme de hasta el último caso quirúrgico de Toledo.
—¿Te gustó Montpellier?
—Eché de menos Toledo, aunque estuvo bien salir. Me habría quedado allí dos años más, pero resultó imposible.
—Lo sé.
En Toledo no cabían los secretos. Incluso antes de que el propio Abraham recibiera la noticia, Gabriela supo que su tío ya no podría enviarle más dinero a Montpellier. En un impulso caritativo ligeramente malicioso, estuvo tentada de asumir la carga personalmente. Pero antes de que pudiera enfrentarse a Meir Espinosa, decidiéndose a hacer algo tan impropio como prestarle dinero a un hombre, Abraham regresó.
Ahora él estaba donde su viaje había comenzado: en la habitación del amor al que había renunciado para poderse ir.
La brisa que entraba por las rendijas de las contraventanas meció la llama del candil. El rostro de Abraham también oscilaba; entre el del adolescente que un día fue, atormentado por sus temores y esperanzas, y el rostro de un hombre.
—Me alegro de estar aquí.
—Tu lengua se ha hecho más suave y diplomática —observó Gabriela—. ¿También os enseñan eso en la famosa universidad de Montpellier?
Inmediatamente captó la expresión defensiva de Abraham y se apresuró a acariciar su brazo. Durante un momento, la mano de Gabriela avanzó por su manga, como un diminuto y vulnerable ejército invasor. Abraham la cubrió con la suya.
—Tu lengua sí habla claro.
—Lo siento, Abraham, perdóname.
—Lo merezco. Debería haber venido nada más llegar, pero…
—Comprendo que sintieras temor, habiéndome rechazado un día.
Por fin había conseguido decirlo y, a pesar suyo, la mano comenzó a temblarle.
Se produjo un silencio. Él no se movió. Gabriela recordó cientos de noches en las que había soñado con un momento como ése: Abraham y ella sentados juntos en la oscuridad.
—Debo irme pronto —dijo él abruptamente—. Mi madre me espera… —Sin embargo, no se movió.
Gabriela sintió el despertar de una sensación largamente olvidada. La sensación de una puerta abriéndose en su corazón por la que entraba el viento del amor, que llegaba hasta su alma. En su adolescencia, había asumido, sin ni siquiera cuestionarlo, que, cuando su corazón se abría, el amor que sentía era tanto el que fluía desde ella hacia Abraham como el que fluía desde Abraham hacia ella. Vivía aquella sensación interpretándola como el producto de dos almas que se unían, dos personas convirtiéndose en una a los ojos de Dios.
—Celebro que hayas venido —aseguró Gabriela—. Esta vez era yo quien quería decirte que se va. He hecho arreglos para vender la tienda y abandonar Toledo.
—¿Abandonar Toledo?
—Me voy a Barcelona antes de que este barrio sea incendiado hasta los cimientos. Ocurrirá, estoy convencida, antes del verano.
—¿Y de verdad crees que estarás más segura allí que aquí?
—Sí y tú también lo estarías.
Él rió. Su boca adoptó un gesto desdeñoso que nunca había exhibido años atrás.
—¿Y qué vas a hacer en Barcelona?
—Trabajaré para el comerciante Velázquez que me ha comprado la tienda de aquí.
—¿Velázquez?
—Es un hombre honrado —aseguró Gabriela—. Al menos eso creo yo. ¿Y tú?
Abraham se atusó el negro cabello con los dedos, como solía hacer cuando iba a proponer alguna trastada infantil. Pero en esta ocasión se encogió de hombros y dijo:
—No lo sé.
—¿No lo sabes? ¿Abraham Halevi no se ha formado una opinión sobre la honradez de su cliente? No puede ser que te hayan hecho cambiar tanto en Montpellier.
—Supongo que es razonablemente honrado en cuestiones de dinero.
—¿Y en otras cosas?
—No lo sé —repitió Abraham.
—¿Tienes miedo —insistió Gabriela— de que no sea fiable en cuestiones de amor? ¿Crees que con sus monedas de oro y sus ojos castellanos podría seducir a la joven e indefensa Gabriela Hasdai? —Sabía que debía refrenar su lengua, pero todo lo que no había dicho en años le hervía dentro y exigía salir—. ¿Crees, gran doctor, que todos somos tan fáciles de seducir como tú, por unas cuantas promesas de dinero y un sitio en la casa de los cristianos?
Abraham siguió sin contestar y sin moverse.
—Lo siento.
—No te disculpes.
—Velázquez no me seducirá. Y quiero que vengas conmigo.
—¿Yo?
—Sí. —Ahora se le presentaba a Gabriela la oportunidad de decir lo que había estado pensando y diciéndose a sí misma desde que había visto a Abraham en la sinagoga—. Ven conmigo a Barcelona. Tu madre también será bienvenida. Has dicho que no te dolió dejar Toledo para ir a estudiar. Estoy dispuesta a admitir que hiciste lo correcto, y estoy dispuesta a admitir que no he cesado de reservarte mi amor. Hubo un tiempo en el que confiamos el uno en el otro. Y es norma de la comunidad que no debemos permanecer solteros. ¿Por qué no nos casamos? Podríamos vivir en buena armonía como marido y mujer. Tú tendrías libertad para continuar tus estudios y tu madre siempre tendría un lugar seguro en nuestra casa —se detuvo, falta de aliento. Notó que tenía los ojos cerrados. Todas las frases elegantes y arrebatadoras que había ensayado se habían esfumado de su memoria, y las palabras que acababa de pronunciar le sonaban a locura. Abrió los ojos. Abraham todavía estaba sentado con las piernas cruzadas, esperando—. Eso es todo —dijo Gabriela—. Puedes tomarlo o dejarlo.
—¡Gabriela!
—No tienes que contestarme hoy.
—No puedo abandonar Toledo. Mis pacientes dependen de mí.
—Antes de que acabe el verano estarán todos muertos y tú también.
Gabriela no quería confesar que un astrólogo le había leído la mano y le había aconsejado que se marchase después de pedirle a un viejo amor que la acompañase. Ni ella misma habría tomado en serio esa recomendación si no hubiese soñado, durante tres noches seguidas, con la destrucción de Toledo y la muerte de sus judíos. La mañana después del último sueño, Velázquez la había hecho llamar a su presencia.
—Gabriela, eres una mujer maravillosa —dijo Abraham—. Mi mejor amiga de la infancia.
—Y tú también eres mi mejor amigo de la infancia, y mi primer y único amor. Pero también eres un idiota. Si me amaras, encontrarías razones para venir conmigo.
Él suspiró. Parecía que en estos tiempos todos se empeñaban en darle consejo: Velázquez, Gabriela, su madre. Todos tenían planes para su futuro, aunque se suponía que el futuro debería ser algo desconocido.
Tomó las manos de Gabriela en las suyas. Ella se acercó a él y, a la luz del candil, Abraham vio los contornos de su pecho y notó el despertar de los deseos de ella. Durante su ausencia había dejado de ser una chiquilla nerviosa y se había convertido en una mujer segura de sí misma. Sintió una sacudida interna: la de su corazón desprevenido ante la fuerza del amor de Gabriela. Mientras ella le acercaba el rostro con los labios prestos para el beso, él mantuvo los ojos abiertos y fijos en los de ella.
Al poco estaban tumbados en la alfombra. Él seguía mirándola a los ojos, pero la había atraído junto a su cuerpo y sentía su vientre pegado al suyo y sus piernas entrelazándose. El amor era el amo de Gabriela. La necesidad de amar, pero también la de ser amada. Sin embargo, a pesar de todo, se había reservado completamente para Abraham. Él sintió que su corazón empezaba a corresponder al corazón de Gabriela. Notó su pecho abombándose como si el amor hubiese estado allí prisionero durante demasiado tiempo y pugnase por liberarse.
—Pídeme lo que quieras —la voz de Gabriela se había convertido en un suspiro suplicante.
—Ve a Barcelona tú primero —contestó Abraham—. Envía delante de ti a Zelaida con tus cosas. Inmediatamente. Yo os seguiré luego, con mi madre y la familia de mi tío. En cuanto llegue, tú y yo nos casaremos.
—Cásate conmigo ahora. Viajemos juntos y podremos cuidarnos el uno al otro.
—No.
Por un instante contempló la posibilidad de hablarle a Gabriela del plan que Antonio y él habían tramado. Pero a la luz del día el proyecto de secuestrar a Rodrigo Velázquez le parecía demasiado arriesgado como para tener éxito, aunque todavía no había podido encontrar a su primo para decirle que lo desechaba.
—Ve tú delante —insistió Abraham—. Vete ahora, mientras todavía se puede.
—Ven conmigo, Abraham, por favor.
Él vaciló.
—No puedo abandonar a Antonio, pero si él también viniese con nosotros…
—Antonio nunca se irá de Toledo mientras viva. Está deseoso de luchar, deseoso de morir.
—Gabriela, por favor, haz lo que te digo. Vete ahora y deja que yo te siga lo antes que pueda… —Pero ella había metido las manos bajo la túnica de él y empezó a acariciarlo, atrapándolo de nuevo en las redes del deseo. Era imposible pensar en Antonio, en Rodrigo Velázquez o en otra cosa que no fuese el arrebato de pasión que le provocaba Gabriela.
Sin embargo, cuando estuvieron entre sábanas y Abraham se inclinó sobre ella, tuvo que cerrar los ojos. Gabriela dio tal grito de vulnerabilidad que él gritó con ella. Un atisbo de ira y desesperación rompió su corazón, y mientras el cuerpo de Gabriela se rendía al suyo, él quiso acometerla y poseerla más profundamente, más violentamente, como si sólo a través del deseo ambos pudieran librarse de la sombra de la bestia que los acechaba.