Cuando su madre le reprochaba algo, Abraham se hundía en los almohadones de su asiento. Le hacía sentirse tenso, como si el estómago se le cerrara ante el pinchazo de uno de sus afilados bisturís de acero. Ella estaba aquejada —había diagnosticado Ben Isaac— de una enfermedad nerviosa que le producía tanto insomnio como ataques de apatía o letargo. Durante estos últimos caía prisionera de una insufrible debilidad. Lo único que podía hacer era permanecer sentada como un jadeante vegetal que intenta cruzar el abismo entre una pequeña inhalación de aire y la siguiente.
De acuerdo con Ben Isaac, cada pocos meses, las pócimas ingeridas por Ester Espinosa de Halevi se acumulaban en su organismo hasta el punto de provocarle casi la muerte. Entonces se las retiraban y ella pasaba una semana sin dormir, en una especie de coma, hasta que su organismo estaba lo bastante limpio para ser drogado nuevamente.
—Durante uno de esos comas —avisó Isaac— tu madre morirá. —Abraham permaneció en silencio cuando oyó esto—. Lo sentirá por ti, que eres su hijo, pero, aparte de eso, estará agradecida de dejar este mundo.
Ahora, a través de las gruesas cortinas, Abraham oía la respiración ronca de su madre durmiendo. En Montpellier le asaltaba el temor de que muriese en su ausencia, preguntándose en su lecho de muerte por qué su hijo no estaba con ella para desearle lo mejor en el más allá. Pero, a su vuelta, la había encontrado como siempre: a veces con la energía de una jovencita y a veces tan llena de achaques como una anciana de más de cien años.
Se preguntó qué pensaría si supiera lo que se cruzó por su mente al ver a Gabriela en la sinagoga. Porque, como si la adivina hubiera escrutado su corazón, Abraham se había pasado la tarde comparando a Gabriela con la portuguesa que había conocido en el burdel de la feria. Y aunque había llegado a la conclusión de que Gabriela era más hermosa y, por supuesto, más apropiada para una boda, su corazón se heló ante la perspectiva de cumplir la promesa que le había hecho años antes respecto a casarse con ella y formar una familia.
La imagen de Gabriela, la visión de la noche en que él le dijo que se iba a Montpellier y el recuerdo de la promesa que le había hecho, buscando acallar sus lágrimas, hicieron que el estómago se le contrajera aún más.
Incómodo en los cojines, se puso de pie y se estiró. Las velas proyectaron en la pared la sombra de sus largos brazos. Mientras sus hombros y su columna volvían a su sitio con algún ligero crujido, oyó que su madre hablaba, protestaba, en sueños. Y luego, cuando su respiración volvió a normalizarse, oyó ruido en las escaleras.
Antes de que pudiera volverse, Antonio entraba en la habitación y lo abrazaba.
—¡Tan enfermizo como siempre!
Abraham rió de buena gana.
—Nosotros los enfermizos vivimos mucho tiempo.
—¿Estás bien? —le preguntó Antonio—. Dime que estás bien de verdad.
—Lo estoy. ¿Y tú? —dijo él—. Aunque no necesito preguntártelo. Te vi en la sinagoga. Esas heridas habrían matado a cualquier otro.
Ahora fue Antonio quien rió.
—Moriré cuando esté listo, ni un momento antes. Y ahora busca un poco de vino y bajemos al río a contarnos cosas, como hacíamos en los buenos tiempos.
Salieron a la calle. La noche ya había envuelto a Toledo con su oscuridad. Pero cuando llegaron al río, los ojos de Abraham se habían adaptado a ella. La luna, que poco antes era un pálido semicírculo en el crepúsculo, relucía ahora como la plata, confiriendo al cielo que la rodeaba un brillo de terciopelo.
En cuclillas junto al río, Abraham observó el precipicio de rocas que subía hasta la muralla de treinta metros. Era difícil imaginar que alguna vez alguien pudiera haberlas hecho ceder en un ataque. Sin embargo, las murallas de Toledo, orgullo de los propios romanos, eran como una mujer que se deja cortejar fácilmente. Habían cedido ante incontables presiones, no sólo de ejércitos bien organizados, sino también de turbas descontroladas y airadas. En la noche del terror, el mobiliario de los judíos había sido lanzado por las ventanas para ser incendiado en plena calle. Y al calor de las hogueras los gritos de los asesinos y de sus víctimas se habían mezclado con el alarido salvaje de la bestia.
¿Cuántos murieron? La leyenda decía que diez mil. Algunos de los cuerpos fueron enterrados, otros arrastrados hasta el río y quemados. De pequeños, Abraham y sus amigos se escapaban al río para jugar con los esqueletos abandonados entre los arbustos de las orillas. Pequeños montones de huesos —caderas, fémures, manos enteras con sus sofisticadas estructuras— se conservaban en este improvisado museo.
Las primeras prácticas médicas de Abraham consistieron en armar estos mismos esqueletos. Chirriantes y abombadas articulaciones que había que encajar en cavidades en las cuales no entraban fácilmente. Brazos, piernas y —lo más difícil de todo— cajas torácicas sin romper, que había que encontrar entre los restos de los cojos, los contrahechos y los masacrados, para componer el esqueleto completo de un individuo. Las costillas y las calaveras eran las piezas más preciadas y más difíciles de reunir, pues muchas tenían enormes cráteres producidos por mazas y puños de hierro, y otras presentaban grandes fracturas allí donde había entrado la lanza o la espada.
Cuellos rotos por las horcas, cuerpos descuartizados… Las atrocidades cometidas superaban las descripciones más siniestras y hacían posible que la imaginación de los niños creara la pesadilla más atroz.
Aquellos niños mantenían en el más estricto secreto tanto sus conversaciones sobre la noche trágica como la existencia de ese cementerio donde practicaban sus juegos. Pero, finalmente, los adultos descubrieron sus andanzas. Y una noche, como por arte de magia, todos los huesos desaparecieron. Ningún niño supo nunca quién se los había llevado.
La respuesta le llegó a Abraham en sueños. Y la compartió con mucha seriedad con sus compañeros: una noche, mientras dormían, la bestia se había despertado hambrienta, y había descubierto todos esos huesos todavía sin engullir a orillas del río. De un solo y perezoso bocado, se los había zampado. Apenas le llevó un instante masticar todos aquellos hombres y mujeres con sus gigantescos dientes podridos. Los huesos de los niños se los tragaba sin ni siquiera notarlos, porque eran tan tiernos y delicados como los de cachorro de gato. Así acabó la bestia con las últimas pruebas de la noche del terror. Se había tragado los restos de un universo de seres que en otro tiempo habían reído, cantado, rezado, comido. Se los había tragado con tal desdén y felicidad que aquellos niños que siempre habían escuchado sin derramar ni una sola lágrima incluso el más extenso y descarnado relato de aquellos hechos rompieron a llorar al mismo tiempo con gran amargura por la pérdida de sus mayores y de su museo de huesos. Sentían que se los habían robado para siempre.
—Este vino sabe dulce —dijo Abraham—. Nunca creí que volvería a probar el vino de Toledo, ni que volvería a estar contigo a orillas del Tajo.
Se encontraban en un descampado, donde el río caía por una serie de pequeñas cascadas rocosas. Acompañando el trino de los pájaros nocturnos que cazaban entre los árboles alineados en las márgenes y por la superficie del agua, resonaba la música serena e interminable del borboteo del agua.
En el cambiante espejo de las aguas se reflejaba la luna. En la ribera de enfrente latía el gigantesco corazón de la feria que visitaba Toledo cada mes de agosto. Miles de personas acampaban en aquella extensa llanura. Pero Abraham, sentado junto a Antonio y dejándose llevar por las sensaciones y el momento, lo que gradualmente oía más y más alto era el latido de su propio corazón y el sonido de su respiración en paz, mientras su cuerpo se sentía cada instante más cómodo en la acogedora hierba de las orillas del río de su ciudad natal.
Se volvió hacia Antonio y vio que estaba sacando una bolsa de cuero que él conocía bien, desde muchos años antes de emprender viaje a Montpellier. Antonio extrajo de ella su pipa de barro y unas piedrecillas de pedernal. Con un hábil y entrenado giro de muñeca chasqueó las piedras y encendió el hachís con el que había llenado la pipa, al modo en que Ben Isaac le había enseñado. Inhaló el humo mediante rápidas succiones antes de pasarle la pipa a Abraham. Por primera vez en dos años, probó el acre sabor de esas partículas que ahora entraban en sus pulmones con poder embriagador. Un poder ante el cual había visto sucumbir a su anciano maestro. Entonces la garganta comenzó a arderle y tosió expulsando el cálido humo al aire de la noche.
—Amo esta ciudad —susurró Antonio—. Mientras tú estabas fuera estudiando, yo he viajado por toda la península: Barcelona, Valencia, Sevilla, Granada, y he advertido a la gente de las masacres que se avecinan. Pero cuando vuelvo a Toledo, siento que me reencuentro con mi corazón.
La mención de Antonio de la palabra corazón, le hizo a Abraham concentrarse en el suyo. Como había diseccionado muchos corazones, sabía que el suyo sería un músculo gigante surcado por canales llenos de sangre. En Montpellier, cierto conferenciante afirmó en una ocasión que, de alguna misteriosa forma, el corazón controlaba y regulaba la sangre, enviándola por todo el cuerpo de manera cíclica. ¡Extraña idea, que la misma sangre de los pies estuviese, al minuto siguiente, en las manos o en el propio cerebro! Abraham pensó que la sangre de su corazón era especial y única. Al ver a Gabriela en la sinagoga, había sentido que le hervía en las venas, como el líquido de un tazón en el que se introdujese un hierro candente.
También ahora notaba excitación y calor en el corazón. A la luz de la luna contempló la cara de Antonio. Esa cara familiar que había visto durante su infancia prácticamente cada noche ahora se había endurecido y transformado en la de un hombre.
—Cuéntame —dijo Abraham, tras reunir el valor necesario—. Cuéntame otra vez lo de Sevilla.
—Una pesadilla, eso es todo. Una pesadilla peor que otras. Un sueño tan horrible que sólo cabe rezar para olvidarlo.
Abraham se inclinó hacia él. La noche era cálida, pero sintió un temblor interno, como si sus huesos tuvieran prisa por lanzarse al río y reunirse con todos los suyos, que el agua se había tragado hacía veintidós años.
—Ni siquiera a ti —confesó Antonio— puedo explicarte más. —Fumó de su pipa y exhaló el humo violentamente antes de volver a pasársela a Abraham—. ¿Quién conoce los designios de Dios? Si no fuese por la noche del terror, nosotros no habríamos nacido. Ahora los judíos de Sevilla están muertos. Debemos llorarlos, pero también aprovechar la lección que nos han dejado para protegernos.
—Es duro decir algo así. ¿De verdad crees que los vivos deben aprender a costa del infortunio de los muertos?
En lugar de contestar, Antonio comenzó a reírse. Intentaba ponerse serio, pero seguía riendo. Abraham comprendió que no reía de felicidad. Más bien estaba liberando su ira y amargura.
—Sí —afirmó Antonio—, creo que algunos de nosotros debemos morir para que otros vivan. Y también sé que yo soy de los que morirán. Pero tú, Abraham, parece que tienes gran fe en la vida, incluso en tu vida, de otro modo no te habrías pasado seis años estudiando para convertirte en médico.
Él miró hacia el río. Azul y plateado a la luz del día; escarlata al atardecer. Y, ahora, una serpiente negra apenas visible reptando frente a ellos.
—Tengo esperanza, lo cual es extraño porque ya no creo en nada. —Su éxito en la operación de Isabel Gana de Velázquez, del cual hacía sólo veinticuatro horas, se le antojaba tan lejano como un suceso de alguna vida pasada—. Espero que venga un mundo mejor, libre de plagas y supersticiones y del enloquecido deseo de matar a otros seres humanos. En un mundo así celebraría ser médico y curar a todo el que pudiera.
—El hombre del cuchillo de plata —exclamó Antonio.
—¿Cómo?
—El hombre del cuchillo de plata. Así es como te llaman ahora en el barrio. Sólo llevo unas horas aquí y ya he escuchado maravillas acerca de tus operaciones y tus hazañas en las casas de los cristianos. Enhorabuena, admirado primo. Has arriesgado la vida yéndote a Montpellier y has vuelto convertido en un santo.
—Gracias, primo.
—Pero el cuchillo que solías blandir de pequeño era una espada, ¿te acuerdas? Ninguno podíamos ganarte cuando jugábamos.
—Me acuerdo.
—Yo todavía tengo una espada —dijo Antonio—. Con ella he matado a hombres de verdad. Tres en Sevilla y antes varios otros en otras partes. ¿Tú has matado a alguien?
—Nunca.
—«No matarás» —recitó Antonio. Espesada por el humo, su voz había adquirido un tono tétrico. Era el eco de los gritos de los moribundos de Sevilla—. Yo he matado, Abraham. He matado para proteger a los míos y para protegerme a mí mismo, y pronto tendré que volver a matar. Tú también lo harás, porque no tardará en haber un levantamiento contra los judíos de Toledo. El arzobispo Martínez nos hará otra de sus visitas de cortesía y los que no se conviertan morirán. Ya ha sucedido en media docena de ciudades. Ahora Rodrigo Velázquez, que es el cerebro y la mano derecha de Fernando Martínez, se ha propuesto adornar la corona con una nueva joya: la conversión completa de Toledo. Cree que los judíos de la ciudad estamos tan apegados a nuestras riquezas y a nuestro poder en la corte que nos convertiremos a miles antes de permitir que nos maten. Pero, esta vez, en lugar de dejar viva a una comunidad de judíos a la cual los marranos podrían reincorporarse posteriormente, se asegurarán de que mueran todos los judíos no conversos y de que todas las sinagogas sean transformadas en iglesias.
La voz de Antonio tenía ahora un tono que Abraham conocía bien: retaría a cualquiera que negase lo que estaba diciendo.
—No te preocupes —añadió con suavidad Antonio ante el silencio de su primo—. Tú y yo estamos destinados a tareas diferentes. Yo soy soldado por naturaleza. Quizá tengo demasiada sangre de mi padre. Pero tú eres distinto. Tienes talento para ser un verdadero caudillo, no sólo un combatiente.
—Yo no quiero acaudillar a nadie.
—Pero lo harás algún día, de buena gana o por la fuerza de las circunstancias. Porque eres tú quien rompe moldes. Sin la protección de los judíos ni de los cristianos, pasarás tu vida en el exilio. Sin embargo, el hombre a quien no protege nadie construye su propia muralla. No eres soldado, pero el bisturí será tu espada. —Antonio le abrazó por los hombros y Abraham sintió la fuerza de su primo inundándole.
Una vez más, Antonio encendió la mecha con sus pequeñas piedras de pedernal y fumó. Era tan tarde que todas las hogueras ya se habían apagado al otro lado del río. Sólo quedaba el resplandor de algunas brasas, diminutas trazas de los hombres, en comparación con las grandes trazas de la luna y las estrellas resplandeciendo con su fulgor blanco. Al mirarlas con los ojos entornados, Abraham las vio como afiladas agujas de luz. Antiguas pesadillas transpiraban por su mente, por su piel, hasta que el aire que le rodeaba se cargó de demonios y los oídos comenzaron a zumbarle con sus gritos.
Al amparo de la oscuridad, se encogió apoyando la espalda en un árbol. Adoptaba esta postura a menudo: sentado, con las rodillas pegadas al pecho y los brazos rodeándolas en un gesto protector. Como el embrión del niño muerto que una vez había visto sacar a Ben Isaac del vientre de una embarazada tras cuatro meses de gestación. Como él mismo, cuando estaba en el vientre de su madre, fruto de un error cometido la noche en que Marte y Venus se fundieron, formando una sola estrella en el firmamento. Como él, también, la mañana en que se acobardó ante la espada.
La fuerza de sus recuerdos fue desvaneciéndose, el ataque de pánico remitió y, como siempre sucedía, se sintió agradecido de verse respirando con normalidad nuevamente.
Abrió los ojos. Antonio se inclinó hacia él y lo miró fijamente.
—Entonces, querido primo, ¿seremos nosotros quienes salvemos a los judíos toledanos?
—¿Necesitan que alguien los salve?
—Esta misma noche, mientras nosotros nos ensoñábamos al arrullo del río, los hombres de Rodrigo Velázquez iban por la feria planeando un nuevo ataque.
—¿Estás seguro de eso?
Antonio asintió.
—Cierto viajero es un viejo amigo mío. Es cristiano, pero de plena confianza. Esta noche, mientras tú estabas en casa de Velázquez, yo asistía disfrazado de monje a una reunión secreta.
Abraham no pudo reprimir una sonrisa. Antonio, que siempre estaba de ciudad en ciudad como un general reclutando tropas, era célebre por sus disfraces. Una vez llegó a su casa vestido de sacerdote y Meir Espinosa, sobrecogido ante semejante aparición, se desmayó al abrir la puerta.
—Toledo no tiene escapatoria —sentenció Antonio—. Has vuelto para encontrarte una guerra.
—He vuelto para cuidar de mi madre —replicó Abraham—. Para cuidar de mi madre y pagar mi deuda con mi maestro, Ben Isaac.
—Tampoco puedes negar —añadió Antonio— que te resulta grata la idea de ser admirado en tu ciudad.
Abraham se acercó a su primo y le agarró por la manga.
—Escúchame bien, la vida no es sólo una sucesión de guerras a espada. En Europa hay un nuevo movimiento naciendo, un deseo de salir de la oscuridad y volver a las enseñanzas y la claridad de los antiguos imperios. Durante más de mil años la Iglesia ha mantenido a las gentes agarradas por el cuello. Incluso hoy, Toledo tiene motivos para temerla. Pero la Iglesia se muere. Con sus dos papas, es como un perro de dos cabezas que corre simultáneamente en dos direcciones mientras por todos los lados la acosan herejes y enemigos de la más diversa índole. En pocos años, la Iglesia, tal como la conocemos, ya no existirá. En su lugar habrá surgido una era de aprecio a la razón y a la ciencia. Una era en la que la fuerza central de nuestro universo ya no será el terror, sino el hombre y el conocimiento.
Abraham se detuvo, sorprendido de haber dicho todo eso. Pero sus palabras le sonaron verdaderas. Después de todo, cuando había diseccionado cadáveres en Montpellier, ¿alguna fuerza del cielo había bajado para fulminarlo? Y cuando utilizaba los conocimientos adquiridos durante sus exploraciones secretas de esos cuerpos, ¿no salvaba vidas de forma espectacular? ¿Dónde estaba escrito que toda enfermedad y dolencia tuviera que desembocar en horribles sufrimientos? La Iglesia había usado su poder para inclinar la mente humana hacia la superstición. Y ahora ella misma se deshacía en pedazos.
—En Montpellier —explicó Abraham— he abierto cuerpos para ver de qué estaban hechos y cómo funcionaban.
—¿Así que tú no matas, pero también sacas provecho de la muerte?
—Antonio, entiéndeme. Yo mismo era tan supersticioso que, la primera vez que abrí un cadáver, estaba convencido de que no encontraría un corazón sino algún trazo de su alma.
—¿Y lo encontraste?
—No.
—¡Por tanto crees que el hombre carece de alma!
—Creo que sí la tiene —protestó Abraham—. Pero no sé si es un don divino o la construye él mismo.
Al instante se avergonzó al oírse pontificar sobre un asunto tan trascendente con tal suficiencia y seguridad. Deseó que el río pudiera llevarse las palabras que había pronunciado. Sin embargo, no era posible y había puesto sus pensamientos más íntimos a merced del juicio cínico y demoledor de Antonio. Aun así, prefirió quedarse callado antes que contradecirse intentando arreglar su imprudente desliz. Observó cómo su primo agarraba la jarra de vino y bebía un buen trago.
—Yo también he oído esas cosas —dijo Antonio—. Dicen que la Iglesia está agonizando y que comienza una nueva era. E incluso que, mientras continúe el cisma papal, las puertas del cielo permanecerán cerradas para todo hombre o mujer que fallezca. Pero no creo que tales habladurías signifiquen el fin de la Iglesia. Ahora está debilitada, es verdad. Con un papa en Roma y otro en Aviñón se ve confusa y escindida. Pero la confusión es parte del crecimiento. La Iglesia es como un niño a medio camino entre su infancia y la madurez. Todavía no ha podido probar su propia fuerza y sólo necesita que alguien la dirija. Yo creo que esa dirección la encontrará pronto y, de hecho, creo que la encontrará en la figura de Rodrigo Velázquez, hermano de tu patrón, cardenal del Papa de Aviñón y adalid del odio a los judíos. No va a detenerse en su campaña contra los judíos, porque ése es el principal asunto que puede unir de nuevo a toda la Iglesia. Los judíos son los peores herejes y la Inquisición que comenzó en otros países pronto será instaurada también en éste, lista para quemar a los infieles y reforzar el poder eclesiástico. Sí, primo mío, admito que las fuerzas de la razón están en marcha, pero no son nada comparadas con las que se le oponen. Como una herejía más, la razón será reducida a cenizas.
»Te preguntarás qué traerá todo esto a los judíos. Pues desde luego no una era de la razón sino de persecuciones. Con cada año y cada década, la Iglesia crecerá, recuperando su antigua fuerza. Y a nosotros nos perseguirán y nos forzarán a escondernos bajo tierra. Si fracasamos a la hora de resistir y asirnos a nuestras creencias, nos exterminarán como a todas esas razas que sólo aparecen en los libros de historia. Nuestra única esperanza es la de resistir con las armas.
—Pensaba que tenías a los judíos por el pueblo elegido y protegido por Dios —observó Abraham.
Antonio soltó una desdeñosa carcajada.
—Elegidos, sí, pero para ser ejemplo de muerte y sufrimiento. Si sobrevivimos, será por nuestro propio ingenio y esfuerzo, no por la protección de Dios. Él protege a quienes se protegen a sí mismos.
—¿Y qué ingenio y esfuerzo crees tú que han de mostrar los judíos de Toledo para salvarse a sí mismos?
—Deben derrotar a sus enemigos —contestó Antonio.
—Los judíos de Toledo no tienen armas, lo sabes. Desde la noche del terror se les ha prohibido poseer siquiera una espada.
—Entonces, primo mío, tendremos que usar la inteligencia.
Antonio se aproximó de nuevo a Abraham. Su olor a hachís y vino borraba los años transcurridos y hacía que todo fuese como cuando, en la adolescencia, tramaban sus aventuras junto al río. Sin embargo, aquellos juegos infantiles, aquellas luchas con bandas rivales, se habían convertido en guerras de adultos. Y en lugar del simple regocijo por la victoria, lo que estaba en juego era el seguir vivo.
—Amigo mío —continuó Antonio—, el viajero me ha dicho que puede conseguir ballestas para armar al menos a unos doscientos de los nuestros.
Abraham recordó la primera vez que vio en Montpellier armas como aquéllas. Despedían las flechas con tal fuerza que partían en pedazos hasta las dianas de roble grueso.
—¿Doscientas ballestas les habrían servido de algo a los judíos de Sevilla?
—Si hubieran estado armados, se habrían defendido —aseguró Antonio.
—¿Y habrían rechazado al invasor?
—No.
—Ahí lo tienes. Si estás en lo cierto, habrá diez mil campesinos preparándose para destruir nuestro barrio. Aunque matásemos a doscientos, o a cuatrocientos, el resto derribaría las puertas y conseguiría su propósito.
—¿Y qué idea mejor propones, hombre de ciencia? ¿Que le supliquemos dulcemente al cardenal que acepte nuestra rendición y tenga misericordia de sus dóciles judíos?
—Se me ocurre algo —murmuró Abraham. Tenía fija en la mente una imagen del cardenal, desde que viera un retrato suyo en la casa de Juan Velázquez. Era el retrato oficial con su nuevo vestido cardenalicio—. No tenemos suficientes hombres para contener a un ejército. Pero, privado de su jefe, quizás tampoco haya ejército alguno que contener.
—¿Qué insinúas?
—Rodrigo Velázquez —aclaró Abraham—. Supón que lo capturáramos como rehén a cambio de la seguridad de los judíos de Toledo.
—¿Capturar a Velázquez?
—Se propone visitar a su hermano. Y yo voy a su casa a menudo para atender a mi paciente. Cualquier noche, mientras camina de la iglesia a su casa, podríamos apresarlo y traerlo a la vieja judería.
Antonio arrebató la botella de las manos de Abraham y la lanzó contra las piedras del centro del río. Después agarró a su primo por los hombros y lo sacudió hasta hacerlo toser.
—¡Estás loco! —clamó Antonio. Pero su voz estaba llena de un amor que a Abraham le hizo sentirse finalmente en casa—. ¿Secuestrar al cardenal? —Sólo Abraham Halevi podría concebir una idea tan descabellada—. Pero, espera, conozco un modo mejor. Mi amigo cristiano es también conductor de carros. Si una noche pudiera sustituir al cochero de Velázquez…
Ni siquiera tras la caminata de vuelta a casa, Abraham se sentía cansado. Cuando se sentó en la habitación de su madre, al tiempo que escuchaba su respiración, cerró los ojos y dejó que la conversación con Antonio resonase una y otra vez en su cabeza.