La fachada de la casa de Meir Espinosa estaba hecha de piedras cuadrangulares. Sobresalía junto a un embarrado callejón y tenía una gran puerta de madera reforzada con hierro. Construida en varias plantas, aparecía coronada por una cubierta de tejas rojo anaranjado.
Por la noche, sus ventanas apenas podían distinguirse y ningún paseante percibía ni siquiera el menor atisbo de luz a través de sus ranuras.
—Deben permanecer cerradas —dijo Alfredo Meir Espinosa— para que en nuestra casa no puedan entrar los espíritus de los muertos.
—No seas supersticioso —le recriminó Abraham—. Los espíritus de los muertos con seguridad tienen ambiciones más altas que rondar a la pobre gente de Toledo.
—Hay otros espíritus —insistió Meir—, los espíritus de los monstruos que no consiguen encarnarse en este mundo. Y éstos tienen tantos celos que pueden envenenar el corazón y la sangre de los vivos. Mi propia madre murió después de dejarse una noche la ventana abierta.
—Tenía noventa y seis años —apuntó Abraham— y, de todos modos, si lo consideras tan peligroso, ¿por qué sales de noche?
—Siempre llevo un amuleto.
—Una zarpa de lobo —señaló Abraham riendo—. Yo pensaba que creías en la ciencia.
—Creo en la ciencia —aseguró Meir—. Creo en todo.
La noche en que Toledo supo de la masacre en Sevilla, Ester Espinosa de Halevi la pasó en casa de sus familiares, enfrentándose con sus propios y amargos recuerdos.
En la habitación contigua, oía los desconsolados lamentos de su cuñada Vera, esposa de su hermano Meir. Su hijo Antonio Espinosa había ido a Sevilla a visitar a sus abuelos. Él había escapado, pero ellos perecieron.
Durante horas, la familia lloró a coro su marcha. Luego Ester se retiró a su alcoba para esperar a Abraham.
Aunque su hijo ya tenía veintiún años, ella sabía que el lazo que había entre ellos seguía siendo tan fuerte como siempre. A veces era algo que le proporcionaba dolor en vez de amor, pero su relación nunca se interrumpía. Aunque perdiese a su hijo, seguiría sin interrumpirse. Únicamente dejaría de reportarle cariño y preocupaciones continuas y sería la causa de una desesperación y una pena constantes.
Mientras su cuñada lloraba rompiéndole el corazón, Ester era incapaz de percibir la dulzura de aquella noche veraniega. Un antepasado de su padre fue el abuelo de Samuel Halevi, pero otro había sido poeta, célebre por sus versos a la bondad y belleza de noches como ésa. Ester siempre pensó que Judá Halevi debió ser un iluso que perdía el tiempo componiendo frases tontas sobre el tiempo. Ahora no estaba del todo segura.
Ya había pasado la medianoche, pero el calor del sol aún persistía en el ambiente. Recordó el olor de Toledo cierta noche, veinte años antes, e imaginó que esa noche olería igual en Sevilla. El humo de la madera y el de la carne humana se mezclarían formando una atmósfera acre y nauseabunda que penetraría en las casas saqueadas, oxidándose en las esquinas de las habitaciones vacías como un triste eco de las voces de quienes en otro tiempo las ocuparon.
Pero ahora su casa no estaba vacía. Al otro lado de la pared, en el dormitorio de su hermano y su cuñada, seguían sonando llantos, atemperados de vez en cuando por las observaciones que su hermano hacía con su voz ronca. Pronto los rollizos cuerpos de sus parientes caerían en la cama, rendidos de cansancio. En otros momentos, cuando practicaban el rito matrimonial, el peso de los cónyuges hacía que las correas que sujetaban el colchón chirriasen como una enorme familia de roedores aterrorizados.
Tampoco las casas de Sevilla permanecerían vacías mucho tiempo. En una semana, los primos de la ciudad de los campesinos que las habían quemado y desvalijado se instalarían en ellas, incorporando a sus vidas lo que quedase en pie del vecindario judío. Así había sucedido en Toledo tras la noche del terror.
Notó el suave chasquido de la puerta de entrada al abrirse. El ruido de los pasos de Abraham subiendo por la escalera le sonó como si su propio cuerpo volviese a casa y se reencontrase a sí mismo.
—¡Todavía no te has acostado!
—No es noche de dormir.
—Me habría gustado venir antes, pero tenía que visitar a una paciente.
—¡Qué médico más abnegado! —observó Ester con sarcasmo. Su hijo estaba de espaldas, quitándose la capa, pero ella vio cómo los músculos del cuello se le tensaban al oír sus palabras.
Abraham se volvió para mirarla. La felicidad que ella había sentido por su vuelta se transformó en irritación contra sí misma por tener una lengua tan larga y estúpida, y también contra él, por reaccionar de forma tan rápida.
—Lo siento —dijo Ester—. Pero, de todas las noches, ¿tenía que ser ésta cuando fueras a la ciudad?
Él asintió. Ella percibió que un atisbo de culpa ensombrecía por un instante el rostro de su hijo; otra noche dedicada al servicio de sus pacientes cristianos, ¡como si valiera la pena comprar algo con el dinero que le daban!
—Ya, total, podías haber pasado la noche allí. Es peligroso venir tarde a casa.
—Quería verte.
—Antonio ha estado aquí —siguió Ester—. Te vio en la sinagoga. Se quedó esperándote, pero finalmente dijo que tenía que ir a reunirse con los otros hombres.
—¿Cómo está?
Ella se encogió de hombros. Antonio llevaba dos años anticipando que ataques así se producirían. Ahora estaba dominado por la violencia y la ira.
—¿Y tú —preguntó finalmente Abraham—, cómo estás tú esta noche?
Su tono era suave y ella sintió que podría alimentarse de él como si fuera pura miel.
—No demasiado bien —contestó humildemente.
Sus ojos se posaron en la cara de Abraham. Había momentos en los que él hacía honor a su apodo, el Gato.
—Voy a esperar a que Antonio regrese —anunció Abraham—, pero tú debes irte a dormir ya.
—No estoy cansada.
—Es mejor que duermas —dijo Abraham con voz suplicante—. Déjame darte un vaso de vino.
—Puedo dormir sin él.
—Claro que puedes.
—De acuerdo, un vaso pequeño.
Mientras Abraham iba a por él, Ester sintió que se despertaba en ella una inquietud que había permanecido latente durante toda la noche. Siempre se sentía así cuando se aproximaba el vino. Un repentino encogimiento en el estómago denotaba que llevaba toda la velada esperando ese vaso. Y no era sólo por el vino, naturalmente, sino por las pócimas que su hijo echaba en él.
Procedían de Ben Isaac y, como todos sus productos, tenían dos caras. Al pensar en el anciano, Ester vio claramente su rostro. La barba, que hacía sólo veinte años era negra, hoy se había convertido en lana blanca. Las suaves líneas que antes contorneaban sus mejillas, eran ahora trincheras profundamente excavadas. Sus labios se habían hecho más finos, y permanecían quietos cuando, en otro tiempo, habían vibrado con las risas. Sus ojos castaños, que solían observar curiosos a todo aquello que se moviera, habían oscurecido y sólo se iluminaban desde dentro. Como el rabino al que Ester había preguntado un día acerca de la esperanza, Ben Isaac sólo creía en Dios de un modo primitivo y pagano. Pero en lugar de sentirse vacío y asustado, estaba lleno de ese desierto del cual había sido arrancado de niño. Los sueños sobre la vida que nunca vivió se habían convertido en una cárcel que lo mantenía cautivo noche y día.
Sin embargo, siempre había ayudado a Abraham. Y cuando su hijo se fue a Montpellier, Ben Isaac volvió con Ester por un tiempo.
Abrió los ojos. En la mano sostenía un vaso vacío. Casi siempre ocurría del mismo modo. Con el primer sorbo de vino le sobrevenía un repentino apagón que duraba una hora. Luego se despertaba. Así actuaba la pócima, le había explicado Abraham. Pero ella sabía que los apagones conllevaban siempre algo más: un recuerdo de aquella mañana en la que se había despertado para encontrarse de improviso en los brazos de su marido muerto.
Sólo una vela permanecía encendida en la habitación. Meir roncaba en la estancia contigua. ¡Si supiera cuánto se parecía a un burro cuando dormía!
Frente a ella, Abraham seguía sentado, esperando a Antonio. La débil luz coloreaba su rostro en oro. Con su cuidada barba negra, sus mejillas todavía hundidas por el viaje y sus gruesos labios combados, parecía una de esas esbeltas y elegantes estatuas de Cristo que los cristianos compraban de tan buena gana en los mercados. De hecho, contemplando la cara de ese hombre, Ester se sintió de pronto incapaz de recordarlo como un bebé. Éste era, supo decirse, otro de los trucos de la pócima. Unas noches te hacía olvidar el pasado y otras te hacía recrearlo con un suave halo sentimental.
—Hoy vino la adivina —dijo.
Enseguida el rostro de Abraham se volvió hacia ella. La vela se reflejaba en sus pupilas; su brillo hizo pensar a Ester que su singular hijo estaba tan blindado por dentro que hasta sus ojos eran como los muros de una ciudad fortificada.
—¿Quieres saber lo que dijo? —Él asintió con la mirada—. Dijo que esta semana conocerías a la mujer digna de ti.
—¿Y quién podría ser?
—No quiso dar a entender —Ester se encontró a sí misma justificándose— que tú seas especialmente difícil de emparejar, sino que se necesita una mujer de mucha valía para sacarte del fango.
Dicho esto, notó que los labios le vibraban tras haberse atrevido a pronunciar esas palabras. Exactamente igual que le habían vibrado los oídos cuando Meir le refirió que Abraham había practicado una operación quirúrgica en el barrio cristiano y, después, aligerado sus tensiones en un burdel de la feria.
—Gabriela Hasdai te ha enviado un recado —continuó diciéndole a su hijo—. Dice que le gustaría verte mañana por la tarde —ahora la voz de Ester tenía un tono nuevo, un tono casi de victoria—. Gabriela es una mujer muy deseable para cualquiera —añadió.
—Ciertamente lo es —coincidió Abraham—, aunque tú no lo creías así antes.
—También las madres pueden cambiar de idea alguna vez. Veo en Gabriela a una chica que ya debería estar casada.
—Sí, ya es hora de que se case —refrendó Abraham—. Tiene veintiún años.
—Para ti también es hora. Hace más de ocho que eres hombre según nuestras costumbres.
—Estuve mucho tiempo fuera estudiando medicina y todavía debo completar nuevos estudios.
—Algún día lo harás —sentenció Ester de Halevi—. Pero, mientras tanto, tal vez deberías formar una familia. Hay cosas peores que casarse con Gabriela.
—Valiente forma de plantearlo —contestó él con hastío.
—Es muy guapa y muy de fiar.
Abraham guardó silencio.
—¿Oyes lo que te digo?
Ester se acercó a la mesa y rellenó su vaso. Beber en exceso era pecado, lo sabía. Pero también sabía que vendrían noches en las que no habría ni vino ni pócimas, y entonces tendría la oportunidad de felicitarse a sí misma por no pecar. Por el momento, las pócimas eran como el propio hombre que las preparaba, Ben Isaac: le hacían mirar hacia adentro y arder la sangre. Donde antes había sentido tan sólo miedo al vacío, ahora había una cálida llama. En semejante estado, una vez Ester le había dicho a Meir:
—¿No está escrito en el Zohar que Dios se oculta a nuestras mentes pero se revela a nuestros corazones?
—El Zohar —había bramado Meir— está redactado por herejes cabalistas e idióticos. Deberían fustigarlos.
—Léelo, Meir —le había urgido su mujer, Vera, que era más tímida que un pajarillo y llevaba el cabello gris en trencitas anudadas bajo la barbilla. Había dado a luz a Antonio entre tales gritos de felicidad que el barrio entero siguió el acontecimiento.
—¿Dónde lo has conseguido?
—Abraham me dio un ejemplar.
—¡Abraham! —había exclamado Meir con sarcasmo—. Abraham, el gran hombre de ciencia, el gran hombre nuevo para una nueva era, el judío que tiene reparos en entrar en la sinagoga.
Ester tomó un poco más de vino. Hacía apenas unos segundos pensaba en el poder de Dios para iluminar su corazón y ahora se dedicaba a recordar grotescas discusiones que habían tenido lugar a la hora de la cena. Solamente la llegada de Antonio había impedido que Meir, tras un soliloquio sobre el valor del sufrimiento y la resignación, hubiese vuelto a preguntarle a Ester por qué no había echado a su hijo converso, a su marrano, fuera de su casa. Así, aunque siguiera sin proporcionarle paz alguna, ese hijo díscolo al menos le dejaría disfrutar de intimidad.
Ester se levantó de la silla. Vio que Abraham la estaba mirando, pero supo que no pronunciaría palabra. Y entonces retornó, lenta y aturdida, hacia la alcoba en la que estaba su cama. Por última vez echó una mirada a su hijo, que intentaba taponar sus propias heridas. La luz de la vela oscilaba en la noche estival. Cuando era niña, había vivido muchas noches como esa, en las que ella y sus amigos, tanto niños como niñas, se habían escapado al Tajo, para bañarse desnudos en el plateado río. A la luz de la luna, sus cuerpos habían brillado como espíritus blancos. Ester agarró las gruesas cortinas de su alcoba y las corrió.