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Como un ejército de diez mil lanceros fantasmagóricos, el humo de las cocinas de Toledo se elevaba en el oscuro aire del atardecer y, desde lo alto de la muralla, Abraham Halevi notó que sus tripas respondían a esta coral de carne en el asador. A espaldas de la muralla, empinadas laderas cubiertas de hierba bajaban hasta el río Tajo. En la penumbra, la hierba parecía negra como la noche.

Unos cuantos niños azuzaban a las cabras y gallinas remolonas para conducirlas hacia la seguridad del perímetro amurallado.

Los balidos nocturnos del ganado se confundían con las voces que venían de la ciudad, formando un murmullo tranquilizador. Desde la orilla de enfrente, los sonidos que llegaban del gigantesco campamento de la feria de verano también denotaban que ese día estival estaba tocando a su fin. Abraham acababa de volver a casa, tras dos años en la escuela de medicina de Montpellier.

Sintió que su cuerpo se adaptaba al familiar ritmo del lugar, acomodándose a él tan perfectamente como un bisturí a la mano diestra de un maestro cirujano.

Dos años en Montpellier. Ahora ese lapso parecía haberse evaporado. Sólo la vista era diferente. Antes de irse, desde la muralla exterior de la ciudad se veían unos meandros del río y tras ellos la planicie, hasta los confines del mundo. Entonces Abraham había sido como un niño protegido en la oscuridad del útero materno. Un niño que rezaba a ciegas para que, más allá de la oscuridad del miedo y la superstición, existiera un mundo claro y nuevo.

—Maese Abraham, por favor, os traigo un recado urgente.

La voz le sobresaltó y Abraham Halevi se volvió con la mano puesta instintivamente en la daga que siempre portaba consigo.

—Maese Abraham, por favor. —Unos peldaños por debajo de él, había un muchacho con el rostro cubierto a medias.

—¿Qué quieres?

—Cierta persona me ha encargado llevaros a su casa. Pero necesitaréis vuestro instrumental médico.

Abraham se puso en pie. Bajo la capa escondía sus cuchillos quirúrgicos y, atado a la cintura, llevaba un pequeño morral con bolsas de remedios en polvo que le había preparado Ben Isaac a partir de unas recetas transmitidas hasta él —según aseguró— a través de decenas de generaciones que se remontaban hasta el principio de los tiempos.

—También me han pedido que os diga que podría ser peligroso —añadió el chico— porque tenemos que salir del barrio.

Mientras bajaban la ladera y emprendían la caminata, Abraham pudo observarlo con mayor detalle. Sólo tendría unos diez años menos que él y un incipiente bigote empezaba a ensombrecerle el labio superior. El muchacho le resultaba vagamente familiar. No había duda, pensó Abraham, de que en los viejos tiempos lo habría reconocido fácilmente. Pero hacía menos de una semana de su vuelta de Montpellier, y los niños cuyos nombres había pronunciado tantas veces en el pasado ahora se habían convertido en un torbellino de adolescentes que alborotaban con sus juegos y chiquilladas las concurridas calles del barrio judío.

A paso ligero, en breve llegaron a la puerta que separaba la zona hebrea del resto de la ciudad. Las palabras del muchacho para Abraham no contenían demasiado misterio. De ellas deducía que algún acaudalado cristiano requería sus servicios. Y, dado que él era un judío converso, un marrano, salir del barrio no le estaba expresamente prohibido. Sin embargo, si algo saliera mal, las consecuencias podrían ser desde una multa hasta la muerte por tormento, el mismo que se utilizaba para extraer confesiones.

Se abstuvieron de intentar cruzar la puerta del muro, una vez vieron que estaba guardada por soldados, y en lugar de ello se internaron por el embrollo de calles que discurrían a la sombra de la muralla.

—¿Quién pregunta por mí?

—El comerciante don Juan Velázquez. ¿Conocéis ese nombre?

Velázquez. No había nadie en Toledo que no lo conociera. Juan Velázquez tenía palacios en casi todos los rincones de España. Su hermano Rodrigo era cardenal del Papa de Aviñón, y se decía que, si el cisma papal pudiera cerrarse y ambos papados llegaran a convertirse en uno, Rodrigo Velázquez —el famoso cardenal de pies descalzos— daría su sangre, o mejor la de mil rivales, para restaurar el poder de la maltrecha y dividida Iglesia.

—Si queréis —ofreció el muchacho—, os llevo hasta la casa.

—No, iré solo —respondió Abraham, sacando una moneda de su bolsa y dándosela al zagal.

—A mí no me da miedo —replicó el chico—. Una vez me quedé hasta el amanecer en el barrio cristiano.

—¿Cómo te llamas?

—Israel Isaac.

Pronunció su nombre bien alto, y cuando sonrió de orgullo, dejó ver el gran hueco que separaba sus dientes. Si nada se hacía con esa boca en breve plazo, toda ella acabaría venciéndose hacia el hueco, como una montaña cuya ladera se excava en demasía, buscando oro. En Montpellier, Abraham había aprendido a realizar una operación muy novedosa. Consistía en implantar dientes de perro o gato en las encías humanas. Algunos cirujanos presumían de que sus implantes podían durar más que lo que vivían los animales de los cuales se habían extraído las piezas.

—Vete ahora a casa —le dijo Abraham gentilmente—. Se necesita más valor para obedecer a los padres y cuidarlos que para andar por los barrios de los cristianos.

El chico miró contrariado a Abraham, pero se dio la vuelta y se marchó.

Abraham se aventuró en las sombras. De niño él también había pasado alguna noche en el barrio cristiano. A veces para afrontar el reto, y otras para robar algo de comida para su madre y él. Sabía que el palacio de Velázquez no estaba lejos de la muralla que separaba a los judíos de los cristianos. Al igual que el palacio de su pariente lejano, Samuel Halevi, el de Velázquez era famoso por sus terrazas ajardinadas; pero, a diferencia de aquél, éste tenía espléndidas vistas sobre el río.

Que Velázquez lo hubiera hecho llamar en secreto no le causó a Abraham ninguna sorpresa. Porque su hermano Rodrigo, así como Fernando Martínez, confesor de la reina y arzobispo de feroces posturas contra el judaísmo, ya había mostrado su apoyo a la prohibición del Papa respecto a los médicos judíos. Preguntado acerca de qué haría él mismo en caso de enfermedad mortal, el cardenal Rodrigo había contestado: «Es mejor morir que deberle la vida a un judío.»

Al poco tiempo, Abraham llegó al lugar preciso por donde antaño solía escalar la muralla. Estaba en el patio trasero de uno de los almacenes de mercancías que, años antes, pertenecieran a Samuel Halevi. El guarda de dicho almacén seguía siendo un viejo amigo y, en unos instantes, a Abraham le había abierto la puerta para que cruzara un recinto inundado por el olor de exóticas especias y pigmentadas telas. Al escalar el muro, los pies de Abraham encontraron fácilmente las pequeñas oquedades que, a modo de peldaños, él mismo había ayudado a excavar cuando era niño.

El muro era tan grueso que uno podía acostarse en él al llegar arriba. A Abraham le resultó irónico que la ciudad la separase esta inmensa cama de piedra. Pero se detuvo de repente. Antiguos miedos volvían a hacerse presentes y sacó la daga. Cerró lentamente la palma de su mano, empuñando con fuerza el mango. Era un regalo de su primo Antonio. «Un regalo que debes llevar contigo siempre que vayas al barrio cristiano», le había dicho.

—Como ahora —musitó Abraham. Y, tras pensar esto, saltó los seis metros que lo separaban de la calle. Cruzaba el muro por primera vez desde su vuelta. Un escalofrío de placer recorrió su cuerpo al aterrizar de pies y manos, como un gato, tras ese salto que casi todo niño judío había practicado muchas veces desde pequeño. Al cabo de unos minutos, Abraham Halevi hacía sonar el metal de su daga contra los barrotes de hierro de la verja del palacio de Juan Velázquez.

La puerta cedió sola. Abraham se introdujo por la apertura. Al instante era lanzado contra una pared, mientras un frío acero le presionaba la garganta. Acercaron un candil a su rostro. A su luz, Abraham vio a dos hombres. Un jorobado cuyo sombrerillo no alcanzaba a taparle la cara, redonda y barbilampiña, y el guardia cuya espada lo mantenía inmóvil, y que era un gigantón con cuello de toro. Bajó la cabeza hacia Abraham. Olía a ajo y a carne quemada. Todo su cuerpo despedía un hedor propio de animal encerrado durante demasiado tiempo.

El jorobado registró a Abraham. Sus manos pronto descubrieron el juego de bisturís que ocultaba bajo el jubón.

—No los toques —advirtió Abraham.

El jorobado, sin dignarse contestar, palpó el morral y los frascos de remedios que contenía.

Abraham levantó violentamente la rodilla y el jorobado fue a parar al suelo. El gigante, asombrado ante semejante osadía, se echó para atrás. Abraham se alejó de la pared y avanzó, internándose en el jardín. Todavía empuñaba su daga y ahora extendía el brazo, haciéndolo sobresalir bajo la manga de su blusón para que la hoja metálica reluciese claramente a la luz de los candiles. El gigante se lanzó en pos de él, blandiendo su espada sin ningún esfuerzo. Cortaba el aire como un ventilador. A la estela del gigante gateaba el maltrecho jorobado, soltando maldiciones e intentando recuperar el aliento.

—¿Qué hacéis?

Los dos siervos se volvieron inmediatamente al oír la voz de su amo.

—¡Don Juan!

—¿Sois Halevi?

—Sí.

—Y yo Juan Velázquez. Bienvenido de vuelta a Toledo.

El acaudalado comerciante avanzó hasta la luz del candil y Abraham pudo ver a un hombre de mediana edad, alto y corpulento. Su rostro, en contraste con su carnosa figura, era anguloso y rígido. Tenía las mejillas y la barbilla afeitadas, pero lucía un bigote que hacía resaltar su boca ancha y de labios finos. Los ojos, como el pelo, eran muy negros. Permaneció quieto un instante. Sin duda, estaba acostumbrado a causar siempre una fuerte impresión. Luego rodeó los hombros de Abraham con el brazo y lo condujo suavemente hacia la casona. Juan Velázquez tenía fama de cortesano y, mientras avanzaban por un corredor iluminado, Abraham observó su vestido blanco, bordado en oro y adornado con una capa roja. La urgencia médica debía haberle privado de alguna velada importante.

—Perdonaréis mi rudeza, al haberos hecho llamar tan tarde —dijo Velázquez—, pero he tenido a un muchacho procurando encontraros desde el mediodía.

Abraham dudó de su sinceridad. A los comerciantes ricos no les gustaba que viesen entrar en sus casas a médicos judíos. Y un comerciante rico que además tenía un hermano cardenal difícilmente constituiría una excepción a la regla.

—Y también me perdonaréis por alterar vuestros compromisos. Sé que acabáis de volver a Toledo y tendréis muchos amigos a los que atender.

Abraham reprimió una sonrisa irónica. Si Juan Velázquez se parecía en algo a su hermano Rodrigo, el cual predicaba que la respiración de los judíos que rehusaban creer en Cristo contaminaba hasta el aire, sus deseos acerca de los amigos de Abraham se limitarían a enviarlos a su propio infierno.

—Ben Isaac me dio vuestro nombre.

Era curioso que Velázquez justificara por qué había recurrido al nombre de Halevi, cuando ningún otro médico judío sería lo bastante loco como para adentrarse de noche en barrios cristianos.

—Mi mujer lleva tres días dando a luz. He llamado a las mejores comadronas de la ciudad, pero no me sirven de nada. No tengo hijos. Comprendedme, por favor.

—Os comprendo —aseguró Abraham, entendiendo que, si hubiera que elegir, la vida del niño debería salvarse antes que la de la madre. Un buen sentimiento cristiano que, sin embargo, Abraham nunca había conseguido compartir del todo.

—Ben Isaac ha estado aquí esta tarde. Aseguró que sólo había tres opciones.

—¿Cuáles?

—La primera, no hacer nada y confiar en que, quizás, el niño nazca antes de que mi esposa muera en el parto.

«Y que quizás nazca muerto», pensó Abraham.

—La segunda, que un cirujano llegue al útero de mi esposa y… —a Velázquez se le quebró la voz— arranque al niño de sus entrañas para poder sacarlo. En este caso, ella seguramente sobreviviría.

Abraham asintió. Llegar al útero y matar a una criatura viva era un empeño que, a pesar de sus habilidades médicas, se le antojaba terriblemente arduo. Ahora entendía por qué Ben Isaac le había pasado a él el caso. La cirugía era una práctica que aquel médico musulmán se negaba a utilizar. Alegaba que su pulso no era lo bastante bueno, pero Abraham sabía la verdad. Ben Isaac fumaba tanto hachís que involuntariamente causaba con su bisturí innecesarias heridas cuya sangre no podía soportar.

—¿Y la tercera opción? —preguntó Abraham, aunque la conocía de sobra.

—La tercera consiste en que cortéis el útero de mi mujer y saquéis vivo al niño.

Abraham permaneció en silencio.

—Ben Isaac me contó —añadió Velázquez— que Julio César nació así.

—Sí, y su madre murió durante el parto.

—Pero —insistió Velázquez—, ¿no sería más fácil sacar vivo al niño, mientras la madre también permanece con vida?

—¿Cómo sabéis que es un niño?

—Me lo han asegurado las comadronas.

—¿Y cómo lo saben ellas?

Velázquez pareció irritarse un poco.

—¿Cómo sabe uno esas cosas? Os aseguro que, si yo fuese médico, ahora estaríais en casa con vuestra madre y yo estaría cenando con el ministro de la reina, mientras mi hijo mamaba feliz del pecho de su madre.

Cuando Juan Velázquez se casó con su segunda y joven esposa, poco después de que la primera muriese tras veinte años de amarga esterilidad, se dijo que la harina usada para los pasteles de boda podría haber alimentado a todo Toledo durante una semana.

Mientras hablaban, llegaron a una puerta. Velázquez la abrió. Al fondo de un dormitorio lo suficientemente grande como para ser un salón de baile había una cama con dosel adornada con tejidos hilados en oro que reflejaban la luz de las velas. Guiado por Velázquez, Abraham se aproximó al lecho. De repente, dos mujeres emergieron de las sombras. El médico las reconoció al instante. Sonreían servilmente y se esforzaban en causar agrado.

—Doctor Halevi —dijo Velázquez—, os presento a las mejores comadronas de Toledo.

Las viejas se regocijaron nerviosamente. Era costumbre que los ricos recompensasen a las comadronas cuando su labor concluía con éxito. Pero, en caso contrario, la mala fortuna de sus pacientes podía alcanzarlas a ellas.

—Tal vez estas mujeres puedan dar cuenta al doctor del problema que impide el nacimiento de mi hijo.

—Excusadme —le rogó Abraham mientras se apartaba un poco de Velázquez para hablar a solas con ellas. Llevaban noches enteras atendiendo a doña Isabel; tenían los ojos enrojecidos y las arrugas ahondadas por la fatiga. Eran hermanas: las señoras Cisco.

La mayor siempre llevaba la voz cantante. Se apoyó lastimosamente en el brazo de Abraham.

—Demasiado flaca. El señor Velázquez es un hombre muy grande, pero la señora está más delgada que una planta de alubias viviendo en pleno desierto.

—Muchas mujeres delgadas tienen hijos.

—Pero el niño viene atravesado —protestó la comadrona—. No se puede hacer pasar un carro atravesado por una puerta estrecha.

—¿Han intentado darle la vuelta?

—Tres días lo venimos haciendo.

—¿Y la abertura?

La comadrona estiró dos dedos, manteniéndolos muy juntos.

—No es ni siquiera una ventana, menos una puerta.

—¿Qué hizo hoy Ben Isaac?

—Hizo preguntas, como usted. Después consultó sus cartas de astrología y le dio a la señora una poción de aceite de girasol.

—¿Causó efecto?

—Se le puso la tripa más dura que una piedra. Después consiguió empujar con fuerza durante más de una hora. Ben Isaac intentó entonces colocar al niño, pero no logró nada. Luego volvió a consultar sus cartas y dijo al señor Velázquez que os mandara llamar, porque haríais una operación milagrosa que salvaría a la madre y a la criatura.

—Ben Isaac tiene mucha fe —contestó secamente Abraham. Sabía que todas aquellas cartas eran sólo un truco teatral que Ben Isaac reservaba para sus pacientes ricos.

—Sí, doctor.

Abraham volvió al centro de la habitación, donde Velázquez lo esperaba con gran impaciencia.

—Han hecho todo lo que podían —le informó Abraham.

Velázquez miró a las hermanas comadronas como si fueran un par de perros callejeros a los que estuviese a punto de patear. Ellas se refugiaron en las sombras. Satisfecho de haberlas asustado, cogió a Abraham por el brazo y lo llevó hasta la cama. Sobre ella había un crucifijo de oro. La herida del costado del Señor estaba conformada por diminutos rubíes. Representaban un hilo de sangre brillante que descendía hasta el faldoncillo, hecho de oro. Sentada bajo el pequeño altar, asiendo la mano de la esposa de Juan Velázquez, había una anciana vestida de negro y cubierta con un velo. Era la madre de Isabel.

A pesar de las decenas de velas, las gruesas paredes de piedra absorbían la mayor parte de la luz. Abraham casi tuvo que subirse a la cama para distinguir el rostro de su paciente: doña Isabel Gana de Velázquez. Cuando se inclinó sobre ella, la presencia de su madre y de su marido desaparecieron de la mente del médico. Los ojos de Isabel eran grises y no reflejaban esperanza alguna. Su piel de marfil había adquirido un tono pardo y estaba cubierta de capas de sudor, tras los violentos esfuerzos. Los hoyuelos de sus mejillas se habían convertido en oscuras cavidades que presagiaban la muerte.

Abraham corrió las cortinas del dosel, encerrándose a solas con la enferma, su enferma. Sonrió, intentando infundirle seguridad. Pero, aunque los labios de ella se combaron, era imposible saber si le estaba devolviendo la sonrisa o simplemente hacía un gesto de rendición total.

—¿Puedo? Por favor, perdonadme —murmuró Abraham mientras retiraba la sábana que cubría el vientre de la señora Velázquez.

Lo primero que vio es que, sobre su ombligo hinchado, en la parte más elevada del cuerpo, habían puesto el ojo de un animal.

Sin duda era cosa de las comadronas. Creían que el ojo de una liebre, extraído en marzo y secado en pimienta, tenía el poder de hacer salir a los bebés difíciles de parir. Cada primavera cientos de conejos caían víctimas de esta superstición y agonizaban en las trampas preparadas por mujeres, en general mayores, que escalaban religiosamente las rocas a ambas orillas del río, intentando granjearse el suministro de ojos para el año siguiente. Estas mismas mujeres estaban convencidas de que, si una pareja encontraba impedimentos para concebir —y por lo tanto dejaba a las comadronas con un montón de inservibles ojos metidos en jarros de pimienta—, las partes íntimas de los cónyuges debían cubrirse con vello pubiano de lobo.

Abraham retiró el ojo de liebre de la blanca y tersa piel. Tantos meses en pimienta le habían dado un aspecto tan seco y siniestro que, con toda seguridad, el ojo asustaría y disuadiría de venir al mundo a cualquier niño lo bastante infortunado como para intuir su presencia al otro lado de las paredes del útero. Los músculos del vientre de Isabel se contrajeron, empujando al niño arriba y abajo, cual pelota que se resistiese a ser lanzada.

Abraham palpó la zona hinchada. El útero estaba distendido con la criatura dentro. Tal como habían anticipado las comadronas, el niño venía de lado, pero seguía vivo. Abraham lo sintió moverse bajo la palma de su mano.

Las cortinas del dosel se abrieron y Velázquez entró en el íntimo recinto.

—¿Practicaréis la operación?

—Es muy peligroso, no puedo asegurar llevarla a buen fin.

—Sólo Dios hace milagros —afirmó Velázquez, en tono práctico, dando a entender que su hermano ya había cursado las solicitudes adecuadas.

—La paciente debe dar su consentimiento.

—Ella consiente.

Abraham miró a la señora de Velázquez. Asentía con la cabeza. Antes de que pudiese hablar, el dolor de una nueva contracción le hizo morderse los labios.

—Con la ayuda de Dios —anunció Abraham— lo intentaré.

Salieron del espacio entre las cortinas y el médico pidió agua hirviendo, un brasero de carbón, un hierro cauterizante, una botella de vino y abundantes paños limpios para enjuagar sangre.

—¿Aviso a un sacerdote?

La voz de Velázquez pasó súbitamente de ser la de un poderoso mercader a parecer la de un chiquillo asustado.

—Todavía no. El niño aún no está listo para el bautizo.

Mientras Velázquez ordenaba a las comadronas que trajesen lo necesario, Abraham acercó una mesita a la cama y, sobre ella, colocó cuidadosamente sus bisturís, todos ellos comprados en Montpellier, así como los fármacos preparados por Ben Isaac.

Abraham no tenía la menor idea de dónde conseguía el anciano sus pócimas. Pero Ben Isaac, con todas sus manías supersticiosas y su cínico sentido del humor, hacía los mejores calmantes, somníferos y remedios de Toledo. Y de buen grado se los suministraba a Abraham, a cambio de que éste realizase los trabajos quirúrgicos que a él tanto le desagradaban.

Abraham vació un cuarto de un frasquito de polvos en un vaso de vino. Quería forzar a Isabel a dormirse lo bastante profundamente para que no sintiera dolor, pero sin excederse un ápice, ya que mucho anestésico mataría al feto.

—Por supuesto —le había confesado Ben Isaac—, yo mismo he probado todos los compuestos. —Y, sonriente, había añadido—: Pero prefiero el hachís, porque permite disfrutar de los sueños, permaneciendo consciente.

Había otra poción que Ben Isaac le había entregado a Abraham. Una que servía para que el paciente olvidase todo el dolor sufrido, aunque durante la operación realmente padeciese una auténtica agonía. El viejo doctor, que había aprendido su oficio atendiendo a los soldados de las guerras en los reinos del sur, le describió cómo había practicado una amputación, mientras el herido aullaba y suplicaba que no le cortasen la pierna, al son de la sierra seccionando el hueso.

Sin hacer preguntas, Isabel de Velázquez aceptó beberse el vino que le ofrecían. Debió ser una mujer muy hermosa cuando Velázquez la vio por primera vez, pero el presente trance había convertido su cara en la de una vieja y su cuello estaba arrugado tras tantos días de lucha con el dolor. ¿Por qué —se preguntaba a veces Abraham— algunos niños parecen probar el valor de sus madres, viniendo con los pies por delante, de nalgas o enroscados en posturas que nunca debieron inventarse? ¿No se dan cuenta de que su nacimiento conlleva peligro y agonía para ellas? ¿O quizás es éste el verdadero pecado original de los niños: llegar como si nada a los brazos de una madre que ha pasado tormentos enormes para recibirlos?

—Ahora dormiréis —dijo Abraham suavemente—, pero durante la operación es posible que volváis a despertaros. Entonces yo os daré a beber más de este líquido y, en unos minutos, habremos acabado y vuestra criatura habrá nacido.

Comprobando primero que Velázquez no podía oírla, Isabel le indicó a Abraham que se aproximase a ella.

—¿Me dolerá?

—No —le aseguró él—. Os prometo que no os haré daño.

Pero, instantes más tarde, Isabel se encogió de miedo y cerró los ojos, porque el médico colocaba junto al lecho un brasero al rojo vivo.

—Empecemos.

Abraham tenía preparados en la mesita otros tres vasos de vino mezclado con las diferentes pócimas. Tan pronto como Velázquez cerró las cortinas tras él, le dio a beber a Isabel el segundo vaso. Ella apenas tuvo fuerzas para tragar. Abraham le acarició la garganta, presionando para asegurarse de que ingería el líquido. En la punta de los dedos, sintió el tacto cálido y aterciopelado de su piel.

Fuera de la vista de Isabel, la más joven de las hermanas Cisco trajo un canasto lleno de mantas, listo para el bebé. La mayor, simultáneamente, puso un hierro entre las brasas.

—Cuenta hasta diez —le había indicado Ben Isaac— y justo diez segundos después de darle el segundo vaso llegará el único momento idóneo que tendrás. Hazlo lo más rápido que seas capaz y toca todo lo menos posible. Tú sabes bien lo poco que te gustaría que alguien te tocase los órganos internos. Y, sobre todo, reza para que, en virtud de tu rapidez, tu Dios de los judíos te perdone por inmiscuirte en lo que él en persona se ha mostrado tan reacio a subsanar.

Abraham arrastró su mano desde la garganta hasta la boca de Isabel, y con delicadeza le abrió los labios. En la otra sujetaba el más grande de sus cuchillos. El vaho del aliento de la dama en su hoja, le indicó que estaba dormida. Cambió el cuchillo por un pequeño y afilado escalpelo de acero. Por un momento titubeó, preguntándose qué le ocurriría a él mismo si la operación fracasase. Luego apoyó la punta del escalpelo en el vientre de Isabel de Velázquez y todo lo demás abandonó su mente. En Montpellier había practicado varias veces esta operación, pero siempre con mujeres ya fallecidas.

La piel se rasgó. Una blanca y roja capa de carne se hizo visible bajo ella. Secando la sangre que manaba, Abraham introdujo el cuchillo en una fina capa de grasa, tersa como el mármol. Volvió a secar y seccionó el músculo de la barriga, hasta que el útero apareció. Mientras cogía otro paño para absorber la sangre, Isabel de Velázquez abrió los ojos.

—Dormid —murmuró Abraham. Y después se volvió hacia la señora de Gana, la madre de Isabel, que sostenía a su lado el siguiente vaso de vino—. Aún no. El niño todavía no se ha movido.

Abraham soltó el paño utilizado y volvió a cortar, esta vez más profundo. Ahora se produjo una contracción acompañada de un sonoro quejido de Isabel. Un borbotón de sangre salpicó el rostro y las ropas de Abraham. Tapó la herida, sopesando si debería haber sangrado a la parturienta por los tobillos, antes de comenzar la operación. Isabel gemía y su mandíbula estaba empezando a castañetear. Temblor de muerte, pensó Abraham, presa del pánico. De repente, entre la carne seccionada vio un atisbo de algo nuevo, algo retorcido y color escarlata. Sujetó los contornos de la incisión para agrandar la herida: era la oreja de un niño.

—Dadle el vino, señora.

Mientras la señora de Gana forzaba a su hija a tragárselo, Abraham conseguía tocar al niño. Estaba vivo, lo intuía, podía notarlo. Cuando sus manos rodearon el cuerpecillo, Isabel profirió un grito. Pero en ese momento las comadronas la sujetaban con firmeza mientras lloraban con ella. Lo primero que reconoció Abraham fueron los hombros del niño, escurridizos por la sangre de su madre y después, de repente, lo había liberado y lo elevaba del vientre materno hacia la luz de las velas.

—¡Está vivo! —exclamó la señora de Gana casi ahogándose—. ¡Isabel…!

Sin embargo, Isabel gemía tan alto que la voz de su madre se hizo inaudible.

El niño llegó completamente azul. Abraham lo palmeó y su primer aliento fue una tos entrecortada. Volvió a golpearlo en la espalda y, esta vez, el niño lloró, a gran volumen, con una tonalidad musical alta y colorida.

Lo colocó en su cestita. Con una mano seguía enjuagando sangre. En la otra sostenía el cordón umbilical, que todavía latía con fuerza.

—Ahora dadle ya el cuarto vaso de vino —ordenó el doctor Halevi.

Sintió una fiera alegría. En su mano el cordón pasaba de tener color azul a blanco. Y, mientras sus dedos volaban ágiles, primero atándolo dos veces y después cortando entre ambos nudos, supo que había realizado esa operación más rápido que nunca.

La menor de las comadronas cogió al niño y lo envolvió en mantillas. Su llanto llenaba la habitación como una música saltarina. Abraham se volvió hacia la señora de Velázquez y empezó a cerrarle la herida. Al momento se dio cuenta de que debería haber esperado a la placenta, pero justo cuando estaba maldiciendo su estupidez, el útero se contrajo gentilmente y la expulsó sin más complicaciones.

Abraham se inclinó hacia Isabel, al tiempo que la mayor de las hermanas Cisco sacaba el hierro candente.

—Todavía no —le susurró Abraham, pero ya era tarde para que Isabel no abriera los ojos y viese el metal al rojo vivo avanzando hacia ella. Una vez más, gritó. Y esta vez lo hizo tan fuerte que Juan Velázquez irrumpió corriendo en la alcoba.

Sin reparar en ello, Abraham procedió a coser la herida con el hilo que Ben Isaac le había proporcionado. Abraham Halevi era más veloz que cualquier costurera —solía bromear su profesor— y a cada par de puntos se detenía un instante para dar un suave masaje a la tripa de Isabel. A la vez, notaba cómo, milagrosamente, el útero continuaba contrayéndose de forma perfecta.

Pronto las capas internas estaban cosidas. Y, cuando lo estuvieron las externas, Abraham se encontró preparado para aplicar el hierro al rojo.

Con el alarido final de Isabel, un olor a carne quemada inundó toda la habitación.

«¡Eso es!», se dijo Abraham. Y ahora que todo había concluido los brazos empezaron a temblarle.

—Se pondrán bien los dos.

Usando hasta el último de los paños, limpió por fuera la herida. Volvió a palpar el vientre y notó que el útero se encogía y se iba haciendo más duro, un síntoma excelente. Pronto no sería más grande que un puño.

Cuando Isabel volvió a abrir los ojos, el niño ya estaba listo para serle ofrecido. Ella extendió débilmente los brazos y, con la ayuda de su madre, colocó al pequeño junto a su pecho. En ese momento el rostro de Isabel, como todos los rostros de las madres a las que Abraham había atendido, esbozó una sonrisa dulce, pero apacible.

—¿Por qué —le había preguntado Abraham a Ben Isaac en cierta ocasión— esa sonrisa es siempre tan contenida? ¿Acaso las madres temen mostrar su verdadera alegría ante un médico pagano?

—No —le contestó Ben Isaac—. Las mujeres de Toledo tienen todas la misma expresión, fruto de una excesiva contemplación de la Virgen.

Dicho esto, Ben Isaac fingió adoptar, él mismo, esa sonrisa leve, inofensiva y enigmática, mientras miraba hacia atrás para asegurarse de que nadie había oído su comentario, tan poco prudente y tan poco cristiano.

El recién nacido yacía tranquilo sobre el pecho de su madre y Abraham limpiaba sus bisturís. Carne y acero. Cada vez que cortaba la piel de alguien, seguía asustándose ante la posibilidad de matarlo. Anudó los cordeles que cerraban la bolsa de cuero de su instrumental y la guardó de nuevo en el bolsillo interior de su capa. Sabía que lo más seguro sería esperar en casa de Velázquez hasta el amanecer. Pero también que su propia madre no se dormiría hasta que él no hubiese regresado. Y, si pasaba la noche en vela, tardaría días en recuperarse, porque los dolores que padecía necesitaban una permanente cura de sueño.

La criatura era niño. Y llevaría —había anunciado con orgullo su padre— el nombre de su abuelo, Diego Carlos Rodrigo Velázquez. Mientras tanto, el nuevo Diego Velázquez apartaba satisfecho los labios del pezón de doña Isabel y se quedaba dormido. Durante esos momentos de punzante alegría, Abraham pensó que una madre y su hijo están atados para siempre, pero, sin embargo, ni siquiera los gruesos muros y las contraventanas de roble de la mansión de un rico comerciante podían garantizar la salud de esa relación.

El doctor Halevi aceptó el licor que Velázquez le ofreció y lo bebió de un trago.

Velázquez, sorprendido, se apresuró a rellenarle el vaso, inclinando su damajuana de fino cristal. Halevi repitió el trago. Y luego se recordó a sí mismo: «Cuidado, los judíos y los marranos no beben. Los comerciantes cristianos beben. Los campesinos beben. Los soldados beben mientras les hierve la sangre al son de las casas incendiadas, pero los marranos no beben nunca.»

El brandy le hizo sentir un ardiente lago en el estómago, que enviaba fogonazos a su sangre. En la piel notaba ahora una ligera quemazón, un recuerdo del riguroso sol de verano bajo el cual también habían madurado las uvas de ese licor.

—Sois hábil —le dijo Velázquez— y rápido. Exactamente como me dijeron que seríais. Volveréis mañana, para aseguraros de que mi señora se encuentra bien.

—Lo haré.

—¿Vivirá? —Velázquez dejó caer la pregunta en un tono que pretendía ser indiferente, de hombre a hombre, como si el rico mercader, que podía comprar el acceso a cualquier lecho con sábanas de seda, aunque no amara a su mujer, al menos la valorase en el momento de haber dado a luz. Quizá no se daba cuenta de lo afortunado que él mismo era de haber vivido para ver a su propio hijo, de haber vivido para contemplar que el hijo que ahora admiraba era suyo.

—Si Dios quiere, llegará a ser abuela.

—¿Vuestro Dios o el mío?

Abraham sonrió. El alcohol le hacía efecto, y también a Velázquez.

—Soy un marrano. Fui bautizado con la espada cuando era niño.

—Ser bautizado por la espada no es una experiencia grata.

—Muchas experiencias no son gratas.

—Pero vivís con vuestra madre en el barrio judío.

—Mi madre no tenía deseos de cambiar de aires.

—¿Vos tampoco?

—Yo sólo era un niño —contestó Abraham—, difícilmente podía desear cambiar de aires.

Quedaba licor en su copa, pero no volvió a acercársela a los labios. Algunos marranos se valían de su conversión al cristianismo para evitar las restricciones impuestas a los judíos. Otros osaban ingresar en la Iglesia, utilizando su educación hebrea para convertirse en eruditos sacerdotes, incluso obispos, cuya especialidad consistía en convencer a los judíos reacios del error que cometían al negarse a reconocer a Cristo como el Mesías. Pero muchos marranos, como Abraham, se habían convertido a la fuerza y, como resultado, permanecían en tierra de nadie.

Sabía que Velázquez estaba sometiéndolo a examen. Y también sabía que, como en la mayoría de las pruebas que había tenido que vivir, había poco que ganar superándolas, mientras que fracasar supondría costes. Por ahora, no había fracasado.

—Es duro —observó Velázquez— ser marrano. No se tiene el consuelo de ser judío, pero sí los inconvenientes.

—En estos tiempos tan turbulentos, muchos soportan inconvenientes. Yo doy gracias por padecer inconvenientes ligeros.

—Deberíais haber estudiado diplomacia —apuntó Velázquez con énfasis— y no medicina. —Con ello daba a entender, como captó Abraham, que no estaba siendo en absoluto diplomático, sino descortés. El gran y acaudalado comerciante lo había invitado a su casa, permitiéndole salvar las vidas de su esposa y su heredero y dándole la oportunidad de encontrar amparo en él. En lugar de hacerlo, el ingrato se defendía. «Y seguiré defendiéndome combativamente —pensó Abraham—. ¡Que el mercader vaya a comprar conocimientos a otra parte!»

Dejó su copa sobre la mesa y se volvió hacia la cama. Isabel tenía los ojos cerrados. La manta que la cubría oscilaba al suave ritmo de su sueño. Introdujo la mano y palpó una vez más el sensible vientre. Después, mientras las comadronas lo observaban, retiró la ropa de cama e inspeccionó posibles hemorragias. Si la herida cerraba rápido y no subía la fiebre, Isabel pronto estaría sana. Pero ya no podría tener más hijos, porque, tras las incisiones en el útero, éste nunca recobraba la suficiente fuerza para concebir sin acabar abriéndose como un pastel horneado en exceso. Ben Isaac, que le había enseñado los secretos de la operación, también le previno acerca de esto.

Recogió su capa y se la echó por los hombros. Era negra, como el sombrero de ala ancha que sostenía en la mano. En Montpellier se había ganado el derecho a vestir las prendas propias de los médicos.

Velázquez abrió las contraventanas. Los últimos vestigios de la noche aún envolvían la ciudad, esperando disolverse pronto.

—Mañana por la noche —dijo Abraham— vendré a visitar a vuestra esposa una vez que ya haya oscurecido.

—Aquí me encontraréis —contestó Velázquez extendiendo su mano para cerrar el trato. En su palma había un pañuelo de seda envolviendo doce monedas de oro. Abraham dejó que Velázquez se lo colocara entre los dedos y sintió su peso. El dinero significaba seguridad, libertad y también peligro; todo acuñado en un mismo material brillante. Lo guardó en un pliegue secreto de su capa, que estaba acolchado para que las piezas metálicas no tintinearan entre sí al caminar.

—Hasta mañana —se despidió Abraham.

Shalom! —pronunció Velázquez—. Id en paz. —Colocó sus manos sobre los hombros de Abraham y apretó. Tenía la fuerza de un hombre poderoso—. Gracias —añadió—. Vos sois todo lo que Ben Isaac me prometió: valeroso, cortés y capaz. Estoy en deuda con la maravillosa ciencia que habéis traído de Francia.

A los pocos minutos, Abraham escalaba el muro que separaba los distintos barrios. Cuando llegó a lo alto, se quedó tumbado un instante, llenando sus pulmones con el aire de la noche.

¡Victoria completa!

Había entrado en la casa de Juan Velázquez, había abierto el vientre de la mujer más apreciada de Toledo, había extraído de él a un niño vivo…

El dulce tacto de la cabeza del pequeñuelo, el tibio calor de sus hombros y muchas otras sensaciones retornaron, y él las percibió en sus manos. Durante seis años había estado preparándose para aquel momento. Cuatro años como aprendiz de Ben Isaac, dos en la escuela de medicina de Montpellier y, mientras tanto, cada noche, repitiéndose a sí mismo: «Llegaré a ser médico cirujano y mi ciencia ayudará a destruir la superstición, el más grande de los nubarrones a cuya sombra he crecido, la más infame de las tierras que cubren las tumbas de todos mis predecesores en el conocimiento de la medicina.»

Sintiéndose avergonzado, como un adolescente que se deja llevar por su hilarante y ridículo orgullo, quiso subirse a la muralla y celebrar su triunfo a golpe de trompeta, para que Toledo entero se despertara con él.

En lugar de esto, como un hombre adulto que sella una alianza, se puso la mano en el pecho. Sintió su corazón latiendo fuerte, vivo; vivo a pesar de todos los que, con el espectro de la plaga todavía recorriendo Europa, le habían asegurado que ningún judío sobreviviría a un viaje de ida y vuelta entre Toledo y Montpellier.

Seis años había tardado en formarse dentro de él su sueño. El sueño de convertirse en un hombre nuevo para una nueva era. El sueño de ser un judío con la suficiente inteligencia y el suficiente conocimiento como para escapar del enclave, diminuto y vulnerable, en el que estaba destinado a vivir.

Ahora, con unos cuantos tajos de bisturí, sus ataduras se habían roto para siempre y comenzaba su gran viaje.