—¡Eh, tú! Pero ¿qué pasa? ¿Es que este cacharro no puede correr más? —vociferó un hombre de mediana edad levantándose del asiento. Tenía un aspecto que era la viva imagen de la lujuria. Mejor dicho, su semblante era el mismo apetito sexual. Era un hombre de mediana edad regordete, con una cicatriz en la frente.
Todos los pasajeros del autobús le habían puesto el apodo de «el Salido». Y no era para menos. De los pantalones medio caídos le sobresalía el pene, que estaba en una erección continua y que el propio interesado no se molestaba en ocultar.
—Lo que pasa es que echar un polvo con la chica esa, Yasuko, se mire por donde se mire, es un pelín peligroso. Más que nada porque es pariente lejana del jefe de sección —dijo un joven, apodado «el Currante», que tenía una cicatriz en la frente y mal color de cara—. Yo creo que sería mejor mantenerse alejados.
—¡Será imbécil! —gritó el Salido volviendo la cabeza—. Si hiciera caso a lo que decís cada uno de vosotros, nunca ligaría.
—Si de verdad quieres una mujer, lo mejor es que te cases cuanto antes —dijo «el Abuelete», que tenía una cicatriz en la frente y estaba sentado al lado de la ventana, cerca del conductor—. ¿Por qué no te envía tu madre una foto de alguna mujer del pueblo con vistas a un posible matrimonio de conveniencia?
—Si te casas, ¿podrás ganarte bien la vida? —gritó «el Libertino», que tenía una cicatriz en la frente y llevaba una camisa roja y un traje a cuadros que le sentaban francamente mal.
«El Calculador», con su cara inexpresiva de bonitas facciones, se levantó de uno de los asientos del fondo y, con aspecto nervioso, se apartó el flequillo de su blanca frente rasgada por una cicatriz. Sacó un bloc de notas y se puso a leerlo con voz audible y apasionada:
—El sueldo mensual asciende a 48.500 yenes. El alquiler del piso son 10.500 yenes. Las dietas, 20.000. La suma pendiente de la sastrería, 89.000. El dinero que me prestó un amigo, 50.000…
En ese instante se oyó la voz melosa de una mujer joven por los altavoces distribuidos por el techo del autobús.
—Oye, Shirō. Este sitio está abarrotado, ¿eh?
—Pues sí —respondió «el Cursi» empuñando el único micrófono inalámbrico del autobús. Estaba sentado al lado del Currante. Sus movimientos aparatosos eran los propios de un extranjero, pero, al ser mediano de cuerpo y tener una cicatriz en la frente, no le sentaban nada bien—. ¿Qué te parece si nos vamos a otro lugar?
El Currante se echó rápidamente sobre el Cursi y, tras arrebatarle el micrófono de la mano, dijo en voz baja:
—¡Tonto, más que tonto! Tú dices eso, pero ¿tienes dinero para ir a otro sitio?
—Los fondos de que disponemos en estos momentos son… —El Calculador volvió a leer los apuntes en voz alta—: 3 800 yenes. La factura de este establecimiento asciende a un total de 320 yenes por un café y un ponche de frutas.
—Si sobra tanto dinero, te puedo llevar a un hotel y nos damos un revolcón —dijo en voz alta el Salido dando botes de alegría.
El Currante se quedó de una pieza, tapó el micrófono con la palma de la mano y le dirigió una mirada hostil al Salido.
—¡Silencio! ¿No ves que te va a oír?
De nuevo se oyó la voz de Yasuko por el altavoz:
—En fin, ¿salimos, pues?
—¡Ah!, vale —respondió resignado el Currante por el micrófono que tenía en la mano.
—Entonces, ¿nos vamos? —el Cursi, atónito, negó lentamente con la cabeza—. Si le das una respuesta tan vaga, nunca podrás conquistarla.
El Salido, impaciente, intentó arrebatarle el micrófono al Currante.
—Dámelo. Le voy a decir claramente que vamos a dormir en el hotel.
—Si dices eso, se armará una buena —dijo el Currante empalideciendo mientras empujaba al Salido—. ¡Eh, vosotros! Llevaos a este tipo de aquí. Si le dais el micrófono, le puede decir cualquier barbaridad a Yasuko.
—¡Exacto!
Y diciendo esto, el Cursi, el Creativo, el Enterado y otros se llevaron a rastras al chalado del Salido hasta los asientos de atrás del autobús.
En ese momento, los dieciocho pasajeros del autobús loco salieron de una danza salvaje de luz y una inundación de ruido y se metieron en una noche desolada, iluminada por una luna en forma de limón. El autobús loco tenía la manía de dar acelerones, y hasta ese instante ya había adelantado a varios vehículos; a veces, por el hecho de ser un autobús loco, eran los otros vehículos que se cruzaban con él los que disminuían la velocidad adrede y lo esquivaban, aunque eso el autobús loco no lo sabía. No lo podía pensar porque estaba loco. Ningún loco reconoce que lo está: el autobús loco sólo pensaba en sí mismo, y lo hacía con todas sus fuerzas.
Entre los dieciocho pasajeros se encontraban el Abuelete y también el Niño. Pero la gran mayoría eran jóvenes de entre veinticinco y treinta y cinco años, varones de mediana edad. También había entre ellos una mujer a quien todos llamaban «el Ánima»[37]. Era una adolescente de entre quince y diecinueve años que llevaba un vestido amarillo.
Todos los pasajeros tenían edades y caracteres muy diferentes, pero se parecían en algunos aspectos. Se diría que la forma básica de su cara había sido modificada de acuerdo con su edad o su carácter. Y eso no sólo se podía decir de los pasajeros, sino también del conductor. Incluso era posible que la cara de éste se ajustase a las características esenciales de los pasajeros.
El chófer era un varón de unos treinta años. Tenía una cara algo triste, con una cicatriz en la frente. A juzgar por su aspecto, parecía muy joven. Padecía de artritis crónica en las rodillas. En los cambios de estación, en las noches de lluvia o cuando sentía mucha fatiga, le aparecía el dolor.
Lo que no había era revisor. O más bien se podría decir que los dieciocho pasajeros eran también revisores. Le indicaban al conductor las instrucciones que se les ocurrían. La conformidad de los dieciocho era lo que determinaba el destino del autobús, que el propio conductor desconocía. Lo decidían los pasajeros, si bien todavía no habían llegado a un acuerdo.
—Ya se ha hecho muy tarde —dijo el Abuelete—. Será mejor que llevemos a esta señorita a su casa cuanto antes. Seguro que sus padres estarán preocupados.
—Pero ¡hombre!, ¡si sólo son las diez! —dijo el Libertino—. Y, además, esta moza ya tiene veintidós años. ¡No es ninguna niña!
—Entonces, ¿qué te parece si caminamos un poco por esta calle? —susurró afectadamente el Cursi por el micrófono—. Mecidos por el viento de la noche.
—¡Vale! —se oyó que decía la voz de Yasuko por el altavoz—. ¡Ah! ¡Qué bien me siento!
—¿Todavía tenéis intención de caminar? —dijo el Hambriento a grito pelado—. ¡Me muero de hambre! Ya no puedo caminar. Dadme algo de comer.
—Nada de eso. Primero me tengo que tirar a esta mujer —gritó el Salido desde los asientos de atrás, adonde había sido arrastrado por el resto de pasajeros—. ¡Venga! Invitadme al hotel. ¡Rápido! ¡Rápido!
—Los hombres… —empezó a hablar el Enterado pausadamente— sienten mayor apetito sexual cuando tienen hambre que cuando están saciados. En 1965 la Universidad de Columbia, en Estados Unidos, llevó a cabo una investigación con doscientos estudiantes de ambos sexos, y…
—Pues esta mujer no es atractiva en absoluto —gritó el Ánima con los labios torcidos—. No tiene un solo rasgo de mujer.
—¡Cállate ya, marica! —dijo el Libertino.
—¡Yo no soy ningún marica! —exclamó el Ánima, e inmediatamente levantó la vista para insultarle con voz llorosa—: ¡Tú que sabrás, estúpido! ¡Yo no soy ningún marica! ¡Soy una mujer! ¡Una mujer! —Y, apoyándose en el asiento de delante, empezó a llorar a lágrima viva.
—¡Eh, tú! ¡Caminar en fila india y en silencio es una tortura! —le dijo el Servicial al Cursi—. ¿No puedes decir algo interesante?
El Cursi le respondió:
—Estaba esperando a que esta mujer dijera algo.
—¡Ah, claro! Olvidaba que, para un hombre, estar callado es una señal de hombría —dijo el Crítico.
—En fin, no hay nada que hacer —dijo el Salido—. Dadme el micrófono —siguió diciendo lentamente en un tono derrotado, arrebatándole al Cursi el micrófono—. ¿Qué tal si nos tomamos un lingotazo? Por aquí hay un restaurante de oden[38] que no está mal.
Al Cursi le cambió el color de la cara.
—¡Vaya, hombre! Me has estropeado la atmósfera que había conseguido crear.
—¿Acaso no te acuerdas de que hace poco nos peleamos con el vejete de ese restaurante, por culpa de la cuenta? —El Currante se precipitó hasta donde estaba el Libertino, alejándose del Salido, que seguía en el lugar adonde lo habían arrastrado—. ¡A mí no me lleváis a un sitio tan vulgar!
—¡Hala, Shirō! ¿Tú conoces un sitio así? —dijo en ese momento Yasuko por el altavoz, en un tono animado—. Parece divertido. ¡Quiero ir!
—¡Vaya! ¿Qué te parece? ¿Acaso no está animada? —dijo jactancioso el Libertino, examinando la cara de todos los presentes.
—Sentirá curiosidad por ver los sitios adonde suelen ir los hombres.
—Pues claro. Llevadme allí —dijo el Salido desde los asientos del fondo—. La pondré ciega de aguardiente y después me encerraré con ella en un hotel. Luego, ya os lo podéis imaginar, ¿no?
—¡Vayamos enseguida! —dijo el Hambriento—. Quiero comer oden cuanto antes.
—A… a… aguardiente fresquito, decís…, u… u… una copa de aguardiente… ¡Hecho! ¡Quiero pegarme un lingotazo cuanto antes…! —gritó el Alcohólico con voz soñolienta, para después volverse a dormir apoyando la frente con la cicatriz en el cristal de la ventana.
—Pero, claro… —dijo Yasuko vacilante—, ese restaurante debe de ser un lugar inmundo, ¿no?
—Por supuesto que lo es. Claro. Claro que es inmundo —respondió con celeridad el Currante, acercándose al micrófono que le había arrebatado al Libertino—. Está claro que es un antro extraordinariamente sucio.
—Exacto. Por descontado, no es un lugar al que se pueda llevar a una señorita como tú, tan bien educada —dijo el Cursi por el micrófono desde un rincón.
—¡Anda! ¿Es que te parezco una «señorita»? —le preguntó Yasuko aparentemente insatisfecha, pero sin poder disimular del todo la satisfacción porque la hubiera llamado así.
—¡Qué asco de mujer! —espetó el Ánima—. ¡Siempre pavoneándose!
El Masoquista se separó lentamente de su asiento, caminó por el pasillo del centro del autobús, se situó al lado del Currante y, tras arrebatarle el micrófono, se puso derecho y empezó a hablar con voz afligida:
—Yo siempre voy solo a ese sitio tan inmundo. Y yo solo me bebo unas cuantas copas de aguardiente de un trago. Me emborracho y, a veces, cuando vuelvo a mi casa, me quedo dormido en el suelo, cubierto de barro y vómitos…
—¡Yo me bajo! —dijo el Currante recuperando el micrófono—. Eso que has dicho se lo voy a contar a tu jefe. Seguro que no te asciende.
—¡Vaya! ¡Pobrecillo! —dijo Yasuko—. ¿Por qué te haces tanto daño a ti mismo?
—¡Está claro! Era un recurso para que sintieran compasión por él —afirmó el Crítico asintiendo con la cabeza y sonriendo con sorna.
—¡A ver si arreglas la situación! —le dijo precipitadamente el Currante al Creativo—. Invéntate una historia disparatada y arréglalo como puedas.
El Creativo le respondió con perezoso ademán.
—Una historia disparatada te la puedo contar enseguida, pero lo de inventarme algo es complicado, la verdad.
—¡Perdón! ¡Perdón! ¡No me hagas caso! —se disculpó el Currante humillándose—. Bueno, tampoco le demos tanta importancia. Que alguien pronuncie un discurso que sea verdad. ¡Venga, rápido!
El Creativo cogió el micrófono de mala gana y se puso a hablar con voz cansada.
—Yasuko, cada vez que me comparo contigo, me doy cuenta de la distancia que nos separa, y me desespero. Por eso mismo caigo en la soledad, me entristezco y me entran ganas de maltratarme. ¿Por qué crees que me pasa eso? Pues porque te quiero y, en cambio, tú no me correspondes.
—¡Anda! ¡Imbécil! ¡Mira que arrancarse con una declaración de amor! —gritó enseguida el Cursi—. Yasuko todavía no está preparada para oír esas cosas, hombre. Lo que se suele hacer últimamente es inducir a las mujeres a que se declaren a los hombres.
—Sí, pero como discurso, ¿acaso no tiene mucha más fuerza decir «te quiero»? —le dijo el Creativo al Cursi con cara de pocos amigos, tapando el micrófono con la mano.
—¡Mierda! Ése es un discurso cuando se declara uno con más elocuencia —dijo el Crítico—. Tú ni siquiera sabes distinguir entre realidad y ficción. Por eso es improbable que te puedas inventar algo de verdad.
—¡Eh, chicos! Yasuko se ha quedado callada —dijo el Currante con cara de preocupación, levantando la vista hacia los altavoces—. Seguro que se ha ofendido.
—¿Qué? Me gustaría conocer a una sola mujer que se enfade porque le hacen una confesión de amor… —dijo el Libertino.
—Seguro que está emocionada. Por eso no dice nada —dijo con total seguridad el Creativo, asintiendo para sí con la cabeza.
—¡Me muero de hambre! —dijo el Hambriento—. ¡Venga, maldita sea! ¿Qué hacemos, vamos al restaurante o qué?
—Esto…, lo que acabas de decir, ¿es cierto? —preguntó Yasuko con voz seria.
—¿Lo veis? Hasta este preciso instante estaba emocionada —dijo el Creativo vanidosamente.
—¡De eso nada! Lo que pasa es que ha tenido un choque emocional al haberte declarado de repente —dijo el Currante—. ¡Vamos! ¿Cómo piensas responder? Sabes que no puedes hacerlo adecuadamente. Se te han complicado las cosas.
—¡Di que lo que acabas de decir es un disparate! ¡Di que es mentira! ¡Sé sincero! —gritó el Abuelete poniéndose de pie—. Yo soy el que decide si quiere de verdad a esta señorita. Vosotros no hacéis más que decir que la queréis por el físico. ¿No tenéis otro sentimiento que no sea el de querer engañar a esta inocente criatura? Contesta sinceramente y pídele disculpas. ¡Venga! ¡Rapidito!
—¡Cállese, imbécil! ¿No ve que si digo eso, esta mujer se volverá a su casa en un arrebato de cólera? —dijo el Libertino sonriendo forzadamente—. ¿Crees que te he insultado? No, peor aún, quizá pienses que me he burlado de ti, ¿es eso?
—¿Por qué se me habrá escapado decir que te amaba? —dijo el Cursi en tono grave, volviéndose hacia el micrófono. Era como si verdaderamente estuviera contemplando su interior—. Lo cierto es que esta noche estoy raro. Estoy seguro.
Nada más decir esto, el Cursi echó una mirada a todos y, orgulloso y con cara de satisfacción por lo que había dicho, le devolvió el micrófono al Currante. El Crítico se rió abiertamente sin hacer caso.
—Es verdad. Esta noche Shirō está un poco raro —resonó encantadora la voz de Yasuko por los altavoces—. Parece como si dentro del mismo Shirō existieran varias personas. Es como si al hablar estuviera dividido.
—Pues, pues sí —dijo nervioso el Currante, y, recorriéndolo todo con la mirada como buscando ayuda, se puso a hablar con todas sus fuerzas—. De… de… dentro de mí, hay muchas, hay dieciocho personas. Co… co… como si fueran en el autobús. Hay uno que es cursi, otro que es alcohólico, otro que es vicioso… —le echó una mirada rápida al Salido e, inmediatamente, miró para otro lado—. Y además…, además…
—¿Quién es el que acaba de hablar? —preguntó Yasuko con una risilla sofocada.
—El Currante.
Yasuko no pudo contener la risa y durante un rato siguió riéndose.
El Currante no se ofendió, sino que se limitó a sacar un pañuelo y enjugarse el sudor, que le manaba a chorros.
—Pero eso de que me quieres, ¿es verdad? —dijo Yasuko recuperando el gesto serio.
—Te gustaría que te dijera sin parar que te quiere. Una y mil veces —dijo el Ánima con la boca torcida de nuevo—. ¡Es una engreída de mucho cuidado!
—Dime: ¿a que no es mentira que me quieres? ¿A que lo dices de corazón? ¿A que sí? —La voz de Yasuko fue adquiriendo un tono suplicante y después nervioso.
—Es…, es verdad —contestó el Currante como resignado.
Aun a sabiendas de que iba a ser inútil, el Cursi dijo ladeándose hacia el micrófono.
—¡Te quiero!
—¡Ah…! —A Yasuko se le escapó un suspiro de alivio.
—¡Mierda! Está exultante. ¡Qué mujer más narcisista! —dijo el Ánima mostrando su disgusto.
—Las mujeres son todas iguales —dijo el Enterado—. El hecho de querer o no a alguien pasa a ser una cuestión secundaria. Para casi todas, lo más importante es que alguien las quiera…
—Pero ¿a que tú piensas que yo no te quiero? —preguntó Yasuko con cierto desagrado.
—Bueno, eso…
El Currante estaba a punto de contestar precipitadamente, pero el Crítico le detuvo a tiempo:
—Chis… Es mejor que permanezcas callado.
—Eso es. Será mejor que te calles y dejes hablar a esta mujer. Así también ella podrá confesarte su amor. Y entonces estaréis en igualdad de condiciones —dijo el Cursi.
—¡Mierda! De todos modos, seguro que es incapaz de decir «te quiero» abiertamente —dijo el Ánima esbozando una sonrisa sardónica—. Estoy convencida de que antes dará mil rodeos.
Y así fue.
Yasuko empezó a hablar.
—Verás, si no tuviera interés en ti no saldría sola contigo, ¿no te parece? Yo jamás he dicho que no te quiera. ¿Por qué crees eso?
—¡Genio y figura! ¡Qué encanto de mujer! —gritó con alegría el Salido, y, liberándose de las manos de los pasajeros que lo sujetaban, se abalanzó hacia el pasillo para coger el micrófono—. Vamos. Dilo ya. Di que te lleve a un hotel para acostarnos.
Varios pasajeros le cortaron el paso al Salido interponiéndose entre él y el micrófono, obstruyeron el pasillo y lo empujaron con violencia.
El Libertino le arrancó el micrófono al Currante, que estaba en plena disputa, y dijo con una sonrisa burlona:
—Bueno, en ese caso, ¿me quieres?
Yasuko vaciló unos instantes y contestó:
—Sí.
El Fisgón gritó a todo meter mientras echaba un vistazo por la ventana:
—¡Eh! Aquí hay un hotel enorme. ¡Es una casa de citas! ¡Cuesta 1 200 yenes la estancia!
—¡Qué bien! Es ideal, ¿no? Venga, venga. Estamos tardando mucho —dijo el Salido a voz en cuello mientras se debatía con todas sus fuerzas—. Llevadme allí inmediatamente, aunque sea a rastras.
—Ni hablar. ¡Eso no se puede consentir! —gritó el Abuelete poniéndose de pie—. Es descabellado intentar seducir a una señorita de buena familia y ultrajarla llevándola a un hotel. Es algo propio de granujas. No lo puedo consentir.
—Hombre, eso de ultrajarla es un poco exagerado —dijo el Crítico.
—No se puede hablar de ultraje cuando uno se lía con alguien de mutuo acuerdo —dijo el Enterado.
—¿De verdad queréis entrar en ese hotel? —alzó la voz el Hambriento en tono de tristeza—. Si me gasto el dinero en el hotel, ¿qué pasará con la cena de esta noche?
—El saldo en estos momentos —dijo el Calculador— es de 3 480 yenes. En caso de que nos alojemos en el hotel y paguemos por ello, nos quedarán 2 280 yenes.
—Quedan ocho días para cobrar la paga —dijo el Currante con voz afligida.
—¿Qué? Yo pediré un adelanto en Contabilidad —dijo el Libertino.
—Venga, rápido, hagamos algo —gimió el Salido agitado como un loco dejando ver como hasta entonces su pene enfurecido—. Si no nos damos prisa, nos pasaremos de largo el hotel.
—Estoy de acuerdo —asintió el Libertino. Se acercó al micrófono y dijo con resolución—: ¡Venga! Entremos en el hotel.
—¿Eh? —dijo Yasuko sin aliento.
—¡Vaya! ¡Se ha enfadado! —El Currante metió la cabeza entre los hombros.
—Nada de eso. De enfadarse, nada —dijo el Fisgón con un brillo de interés en los ojos—. ¡Caramba! Esta mujer estaba absorta en una meditación.
—No puede ser. No puede entrar en ese hotel bajo ningún concepto —gritó el Abuelete con intención de enfilar el pasillo en dirección al asiento del conductor—. ¡Eh, chófer! Haga el favor de pasar de largo este sitio. ¡Pase de largo! ¡Pase de largo!
El Libertino y el Fisgón le cortaron el paso al Abuelete, que intentaba llegar hasta el conductor.
En el pasillo del autobús siguieron los empujones, y por unos instantes se produjo un gran alboroto.
El Abuelete blandió su bastón y atizó al Libertino y al Fisgón en la cabeza.
Los dos gritaron de dolor.
—¡Aaaaaayyyyy!
El Abuelete se fue hasta el asiento del chófer y le gritó al oído:
—¡Eh, oiga! Pase de largo este lugar cuanto antes y diríjase a la avenida. A una calle donde haya más luz y que sea más grande. Y devuelva a esta señorita a su casa sana y salva.
—¡Qué pesado es usted! —dijo el conductor, que mostró su fastidio frunciendo las cejas. Se volvió hacia los pasajeros y les gritó—: ¡Eh, todos! Hagan algo con este viejo, que no para de dar la paliza.
Yasuko soltó un gran jadeo y preguntó:
—Pero, a ver, si entramos en este hotel, ¿qué va a pasar?
—¡Mierda! Y ahora va y se hace la ingenua —dijo el Ánima.
En ese instante, el Salido se escurrió entre varios pasajeros que estaban peleándose y gritó por el micrófono que tenía agarrado el Libertino.
—¿Es que no lo habéis entendido todavía? ¡Estoy diciendo que quiero follar!
El Cursi gritó a todo pulmón y agarró el micrófono, pero ya era demasiado tarde.
—Esto, no… —gritó Yasuko perpleja.
—¡Tonto, más que tonto! ¿Acaso no conoces otra forma mejor de hacerlo, como las personas normales? —le gritó el Cursi al Salido echándole la bronca.
—Pero ¿qué dices, hombre? ¿Por qué va a ser malo follar? De todos modos, se va a seguir haciendo, ¿o no? —replicó el Salido, alborotado como siempre, mientras los demás pasajeros lo sujetaban por los brazos.
—Si hablas sin reserva, hasta las personas menos recatadas se cortan —dijo el Cursi—. Mira, ¿no te das cuenta de que se ha enfadado y no quiere hacerlo contigo?
—¡Mierda! Lo que pasa es que le gusta hacerse la estrecha —dijo el Libertino con aires de suficiencia, alargando el brazo hacia el micrófono—. ¡No me dejéis aquí!
—¿Qué quieres decir? —dijo el Cursi en guardia, sin dejarse quitar el micrófono.
—Bueno, digo que eso no es malo. Tengo mucha experiencia. Confía en mí. —El Libertino cogió resuelto el micrófono y, con cierta dejadez, se puso a hablar—: Así que no me quieres, ¿es eso?
—Verás… Yo sí te quiero. Te quiero. Lo que pasa es que hay ciertas circunstancias que… —respondió Yasuko ambiguamente.
—¿Quieres decir que te doy lo mismo? Entonces, no tienes ninguna prueba de que me amas, ¿me equivoco?
—¡No te pongas así!… —dijo Yasuko con la voz temblorosa como si fuera a llorar—. Si me dices eso, así, de repente… Yo te quiero. Lo que…, lo que te digo es verdad.
—Muy bien, pues vente conmigo.
—¿Eh? Yo solo me adelantaré al hotel y ¿entonces qué pasará? —gritó lastimeramente el Salido.
—No te preocupes. Es evidente que te va a seguir —dijo el Libertino con total confianza.
Yasuko dijo con voz susurrante:
—Va… vale. Me entregaré a ti…
—¿Lo ves? ¿Qué te decía? —dijo orgulloso el Libertino mientras miraba a su alrededor con aire triunfante abriendo las ventanas de la nariz—. ¿Lo ves como te va a seguir? Las mujeres son así.
—¡Mierda! ¡Vaya exagerada! «Me entregaré a ti». ¡Como si fuera algo importante! —murmuró enfadada el Ánima.
—¡No es posible! Y si digo que no puede ser, es que no puede ser —gritó el Abuelete plantándose en medio del pasillo—. Sal inmediatamente. Sal cuanto antes de este sucio antro. Estos jovencitos se creen que pueden liarse, así, sin más, como si fueran cachorros, sin antes haber contraído matrimonio legalmente.
—¡Cállate ya, pesado! —dijo el Salido dándole un empujón al Abuelete.
El Abuelete salió despedido por el pasillo hasta el asiento del conductor, se cayó de bruces y se dio un fuerte golpe en la cabeza. Los ojos le daban vueltas.
—A juzgar por lo fácil que ha respondido a la invitación, es posible que esta señorita no sea virgen —dijo el Fisgón riéndose por lo bajini.
—¡Ah! Pero ¿es que aún dudas de que sea virgen? —dijo el Ánima.
—¡Me muero de hambre! —dijo el Hambriento—. Con esta gazuza es imposible hacer nada.
—¿Se van a alojar? —preguntó una antipática voz femenina por los altavoces.
El Currante respondió de inmediato:
—No. Sólo vamos a descansar un rato.
—¡Eh! Este hotel es fantástico —dijo el Fisgón con los ojos brillantes.
—Por aquí, por favor —dijo la voz de la camarera del hotel por los altavoces.
—Sí, señor. Y la habitación es fabulosa —dijo el Fisgón echando un vistazo a su alrededor—. Tiene un toque erótico. ¡Qué maravilla!
—¡Vaya, al final ha venido a la habitación! Y hay una cama de matrimonio —comentó el Salido con alegría y se puso a alborotar otra vez—: ¡Venga! Empujad a esa mujer hasta ahí. ¡Al ataque!
—Es… espe… espera un poco. La camarera todavía está en la habitación. —El Libertino, el Cursi y el Currante corrieron a detener al Salido.
—¿Van a darse un baño? —preguntó la camarera.
—Sí, gracias —contestó el Cursi.
—¡A mí el baño me trae sin cuidado! —chilló el Salido—. ¡Venga! ¡Al ataque!
—Es… espe… espera. Espera. —Varios pasajeros volvieron a sujetar al Salido—. Ésa es la camarera.
—¿Hay alguien que quiera tirarse a la camarera?
—¡Llegados a este punto, cualquiera vale! —gritó trastornado el Salido—. ¡Al ataque!
—Si no hacemos callar a este tipo, no hay nada que hacer. Se perderá todo el encanto —dijo el Servicial.
—Está bien, pues llevémosle de nuevo a los asientos de atrás —dijeron el Crítico y otros pasajeros. Acto seguido, sujetaron al Salido, lo arrastraron a la fuerza hasta el fondo.
—¿Desean tomar algo? —preguntó la voz de la camarera.
—Pues ahora que lo dice… —se puso a pensar el Cursi.
—Algo de papeo. Pe… pedid algo de papeo —suplicó el Hambriento con una voz patética—. Me voy a morir de un momento a otro.
—¡No y no! —chilló el Currante—. Si pedimos algo en este sitio, nos costará un ojo de la cara.
—Pero si pedimos algo para comer, el ambiente cambiará —dijo el Servicial.
—¡Quiero una copa! —El Borrachín, que hasta entonces había estado dormido, levantó la cabeza de repente—. Pedidme algo de beber.
—Bueno, pues cerveza, por favor —dijo el Cursi por el micrófono—. Y algo para picar.
—¿Cuántos botellines desean? —preguntó la camarera.
—¡Una docena! —gritó el Borrachín.
—Uno es suficiente.
El Libertino sonrió forzadamente y dijo:
—¿Qué? ¿Un botellín? ¡Menudo rácano!
—¡Mira! La camarera ya se ha ido. ¡A follar se ha dicho! —gritó el Salido, sujetado por los demás pasajeros en uno de los asientos del fondo—. ¡Al ataque!
—¡Estúpido!, ¿no ves que va a volver dentro de un momento para traer la cerveza? —dijo el Currante.
Por los altavoces se oía el ruido cada vez mayor de alguien que aspiraba entrecortadamente por la nariz.
—¡Caramba! Esta mujer se ha puesto a sollozar —sonrió burlonamente el Fisgón.
El Niño, que hasta entonces había permanecido sentado, observando con atención el panorama justo al lado del conductor, ladeó la cabeza, se dio la vuelta y preguntó en voz alta:
—¡Eh! ¿Por qué está llorando esta chica?
—Los niños, ¡a callar! —dijo el Libertino.
—¡Qué malo llego a ser! —dijo el Masoquista—. ¡Soy una bestia! ¡Un depravado! Ávido de sexo sucio, guarro.
—A ver, ¡que alguien consuele a esta mujer! —dijo el Currante con voz turbada mirando a su alrededor.
—De eso nada. No hay necesidad de consolar a nadie. Si lo hacemos, se nos subirá a la parra, y empezará a decir que quiere marcharse.
El Ánima se mostró de acuerdo con el Libertino y añadió:
—En efecto. No llora de verdad. Quiere hacer ver que es una ingenua, está haciendo teatro.
El Libertino le quitó el micrófono al Currante y se puso a abroncar a Yasuko.
—¡Bájate! Aquí no se lloriquea.
—Es que… es que… —Yasuko seguía sollozando—. Tengo miedo. Yo… te… tengo miedo.
—¡Aaahh! Me han entrado ganas de follar —dijo el Curioso dando un grito fuera de lugar.
—¡Toma! Ha llegado el momento. Hagámoslo. ¡Al ataque! —gritó el Salido.
La camarera entró en la habitación tras haber tocado a la puerta.
—Aquí les traigo la cerveza.
—¡Oooh! ¡La cerveza, ha llegado la cerveza! —De la alegría, el Borrachín pegó un bote en el asiento—. Dejadme que me la beba. Dejadme que me la beba enseguida.
—Es… espera. No es cuestión de beber con ansia. —El Cursi sujetó al Borrachín por el hombro—. Cuidado con esa mano, granuja. Primero le toca a Yasuko. ¿No ves que no hay más que un botellín? No debes dar la impresión de que quieres beber desesperadamente. Si Yasuko deja algo, entonces te lo puedes terminar tú.
—¡Venga! Bébetela de un trago —dijo el Servicial por el micrófono—. Tranquila.
—Gracias —respondió Yasuko.
—¡Ay! ¡Ay! ¡Esta mujer está dispuesta a bebérselo todo de un trago! —gritó el Borrachín inclinándose hacia atrás.
—¡Venga! ¡Otra cerveza! —dijo el Servicial.
—¿Todavía le piensas servir más? —dijo el Borrachín prorrumpiendo en sollozos—. No va a dejar ni una gota. ¡Buaaa!
—Esto…, disculpen… —dijo el Hambriento en voz muy baja—. Al menos podría comer lo que hay para picar…
—¡Vaya tipejos más miserables! —suspiró estupefacto el Cursi—. Sólo de pensar que los tengo por compañeros ya me dan ganas de llorar.
—Bueno, ¿qué? ¿Nos metemos en el baño? —le preguntó el Servicial a Yasuko.
—Lo del baño puede esperar. —El Salido, furioso, empujó con todas sus fuerzas a los que le sujetaban y se levantó muy sonriente, con la cara roja como un tomate—. No puedo esperar más. Vamos a follar cuanto antes. La camarera ya no va a venir. Ya te han dado de beber. ¿Y encima habláis de meteros en el baño? ¡No te fastidia! Vamos cuanto antes al asunto. ¡Al ataque!
—La cerveza. Lo primero es la cerveza.
—¡Será pesado! —El Salido le dio un puñetazo al Borrachín, y éste gimoteó y se desplomó.
—Y digo yo…, como medida conciliatoria, ¿no podríamos follar mientras picamos algo? —dijo el Hambriento.
—¡Ah! O sea, que tú eres capaz de hacer las dos cosas, ¿no? ¡Venga ya, hombre! —gritó el Libertino dirigiéndose hacia el micrófono—. Yasuko, ya no puedo aguantar más. Venga, ven aquí.
—Eso es. ¡Qué bien! —dijo el Salido retozando por el pasillo—. Échate. Eso es. Eso es.
—¡Ahhh! ¡Qué feo! Soy un ser deplorable. Un cerdo —dijo el Masoquista mesándose los cabellos.
El Niño, asustado, se puso de pie sobre el asiento.
—¡Eh! ¡Escuchadme todos! ¿Qué le pasa a esta chica?
—Aunque te lo explicásemos, no lo comprenderías. Todavía eres muy pequeño —dijo el Enterado.
—¡Al ataque! —El Salido armó un auténtico alboroto en el vehículo.
El autobús empezó a traquetear arriba y abajo, a derecha e izquierda.
—¡Ay! Te lo ruego. No seas tan bruto —dijo la voz sollozante de Yasuko—. Más suavecito, hombre.
—¡Pues claro que sí! Más suave —el Servicial empezó a susurrar estas palabras con voz insinuante—. ¡Oh! ¡Qué guapa eres! Eres sumamente bella. Me gustas. Me gustas un montón.
—¿Lo dices de verdad? ¿De verdad me quieres?
—Pues claro. Te quiero. Te quiero.
—¡Al ataque!
—¡Qué hambre! ¡Me muero de hambre!
—No habrán puesto micrófonos ocultos en esta habitación, ¿verdad? —El Fisgón recorrió toda la estancia con la mirada.
—¡Ay! ¡Ay! Suave. Más suave —dijo Yasuko sollozando.
—Y digo yo: ¿por qué todo el mundo maltrata a esta chica? Perdonadla de una vez, hombre. Perdonadla. …El Niño se puso a llorar en silencio.
—¡Anda! ¡Esta mujer lleva unas bragas rojas! —volvió a gritar el Fisgón.
—Arráncaselas —dijo el Salido dando un salto—. ¡Grrrr! Estoy excitadísimo. Excitadísimo. Ya mismo estoy a cien. ¡Al…! ¡Al…! ¡Al ataque!
—Yasuko, te quiero. Me gustas. Yasuko, te quiero. —El Servicial se puso a botar sincronizando sus movimientos con las vibraciones del autobús, y siguió haciendo lo mismo con todas sus fuerzas.
—Eso es. Ya he podido quitarle las bragas. ¡Al ataque!
—¡No te precipites! —gritó raudo el Enterado, con los ojos como platos—. Ese agujero no es.
—¡Al ataque! ¡Al ataque!
El autobús loco se metió por entre la maleza y las ruedas se hundieron en una ciénaga. Durante unos instantes estuvo patinando. Pero enseguida la carrocería se arqueó un poco y aquel autobús con forma de pene salió a duras penas de la espesura para introducir su cabeza en el interior de un túnel oscuro y grande en la falda de la montaña. Las luces del techo del autobús se pusieron de color rojo y el interior se oscureció. Las luces rojas alumbraron las caras de los pasajeros, que estaban sumamente excitados; tanto que parecían seres de otro mundo.
El autobús dejó de avanzar y, poco a poco, empezó a moverse adelante y atrás. Daba marcha atrás y luego avanzaba para volver a retroceder. Debido al errático movimiento del pistón, la carrocería empezó a vibrar frenéticamente arriba y abajo, a derecha e izquierda. Los pasajeros iban dando saltos mientras seguían gritando a coro.
—¡Al ataque!
—Te quiero. Me gustas.
—¡Mierda! Vista de cerca, mira que es fea la tipa. ¡Vaya careto! —gritó el Ánima—. ¿A vosotros os pone caliente alguien así?
—¡Jiiiiii! —se oyó un grito lastimero por los altavoces.
—¡Caramba! Esta mujer ha empezado a hablar con elocuencia, ¡sí, señor! —gritó el Fisgón.
El Niño se puso a llorar y a gemir al tiempo que trepaba por el asiento hasta casi tocar el techo del autobús.
—Tengo miedo. ¡Tengo miedo!
—¡Al ataque!
—Me gustas. Te quiero.
—¡Oh, cielos! Soy un depravado. Un cerdo. Un asqueroso cerdo.
—¡Tengo hambre! Me muero. Estoy a punto.
—Tengo miedo. ¡Tengo miedo!
—¡Al ataque!
El Abuelete, que había perdido el conocimiento por el shock de las vibraciones y la intensidad del alboroto, por fin recobró el aliento.
—Pero ¿qué, qué pasa aquí? ¿Qué es este follón? Pero, cómo, ¿os lo estáis montando? De ninguna manera. Basta. ¡Basta! ¡Saca eso de ahí inmediatamente!
—¡Demasiado tarde, imbécil! —gritó el Libertino.
El Abuelete negó con la cabeza.
—¡No! Todavía estamos a tiempo. ¡Para ahora mismo!
—No. Es malo para el cuerpo —dijo el Enterado.
—Y ¿qué pasa si se queda embarazada? ¡Basta! ¡Basta! ¿Me oyes? ¡Que pares!
El Abuelete se puso a alborotar en el pasillo del autobús junto con el Salido, y allí se armó la de San Quintín. El vehículo se empezó a balancear ostensiblemente como si fuera una barquichuela a merced de las olas.
—¡Al ataque!
—Me gustas. Me gustas. Me gustas. Me gustas.
En ese momento se abrió la puerta delantera y entró un policía.
—Esto es una inspección.
—¡Eh! ¿Es que os vais a acobardar? —El Salido, indignado, cogió en volandas al policía y, empleando todas sus fuerzas, lo lanzó por la ventana.
—Ese policía debe de ser conocido tuyo, ¿no? —le dijo el Libertino al Abuelete, fulminándolo con la mirada—. Si se te ocurre hacerlo otra vez, ¡maldita sea!, me las pagarás todas juntas.
—¡Ahhhhhhh! —El gemido de Yasuko salió por los altavoces e inundó el autobús.
—Pero ¿qué es eso de ir gritando así? ¡So cretina! —la insultó el Ánima.
El Servicial repetía desesperadamente en voz alta, como un poseso: «Éste es el momento justo».
—Yasuko. Yasuko. Yasuko. Yasuko.
—¡Al ataque!
—Tengo miedo. ¿Qué va a pasar? ¿Qué va a pasar con nosotros?
—¡Ahhh! —exclamó Yasuko.
El interior del autobús se llenó de luces rojas y una gran parte de los pasajeros salieron despedidos de sus asientos a causa de la vibración.
El Servicial también se sumó al griterío como si le fuera a estallar la garganta:
—Yasuko. Ya… Ya… Ya… Ya…
El autobús se detuvo de repente.
Todos los pasajeros fueron a parar al techo y muchos de ellos se desmayaron al estrellarse sus cabezas.
Se apagaron todas las luces del techo y, en un instante, la oscuridad se apoderó del autobús.
—¡La que se ha liado! —se oyó cómo retumbaba la voz del Abuelete—. Esta señorita está embarazada. Hay que avisar a sus padres. Si se lo dicen al jefe de sección, se va a armar una buena.
Dentro del autobús se encendió una luz tenue. Los únicos que no habían perdido el conocimiento eran el Abuelete, el Currante y el Masoquista.
—¡Ay! ¡Qué desastre! Estoy acabado. Me van a despedir de la empresa —gritó con voz turbada el Currante mientras temblaba de terror por la preocupación.
El Abuelete se puso a chillar como un descosido.
—¡Te lo tienes bien merecido! ¡Es el castigo por haber perdido la razón y haberte abandonado al apetito sexual!
—Soy un cerdo. Una bestia. Un monstruo abominable dominado por las bajas pasiones —dijo gimoteando el Masoquista—. Castigadme, por favor os lo pido. Soy un cerdo.
—¡No! —dijo sollozando el Currante—. No. Me dan miedo los castigos. ¡So…! ¡Socorro!
Por los altavoces, en medio del silencio, se podían oír los sollozos de Yasuko.
El Salido recobró el conocimiento y se puso en pie, agitando la cabeza y tambaleándose por el pasillo.
—¡Eh, vosotros! ¡Levantaos! —Enseguida se excitó en grado sumo y volvió a chillar—: ¡Venga! ¡Hagámoslo de nuevo! ¡Al ataque!
—Pero ¿otra vez? —preguntó atónito el Abuelete.
—Por supuesto que sí. Da lo mismo hacerlo una vez que dos o tres. ¡Al ataque! —dijo el Salido mientras zarandeaba al Servicial para despertarlo.
Pero el Servicial seguía tirado debajo del asiento. No había manera de que despertara del estado letárgico en el que se hallaba sumido.
—¡Qué se le va a hacer! Me las arreglaré yo sólito —dijo despacio el Salido, sonriendo maliciosamente con los ojos brillantes. Acto seguido, recogió el micrófono, que estaba tirado en el pasillo—. Muy bien, señorita. Esta vez te lo voy a hacer a lo bestia. Jijijijijiji.
Y bien, amigos, a partir de este punto ya no tiene sentido seguir con la historia, por más que lo intente. Aquí termina el cuento.
¿Eh? ¿Que, contando con el conductor, sólo han aparecido diecisiete pasajeros, dice?
¿Que qué habrá pasado con el que falta? Pues no es otro que el que les está contando la historia, que está tumbado sobre la rejilla mirando hacia abajo, es decir, yo mismo. ¿Y que cómo me llamo?
Yo soy «el Espíritu de la Astracanada».