Aquel día, como de costumbre, Isamu Warai[29] se apresuró a ir al baño nada más llegar a la oficina. A pesar de su juventud, tenía la orina floja. Normalmente, en cuanto presionaba el reloj contador para fichar, iba al baño antes de dirigirse a su despacho.
Al salir, Warai se encontró en el pasillo con Keiko Noguchi, de secretaría. Bien pensado, quizá Keiko lo estuviera esperando allí porque conocía la costumbre de Warai, pero en ese momento él no lo sabía, y, pensando que se trataba de una casualidad, le sonrió con ganas.
—¡Hola!
—¡Hombre, Warai! —dijo Keiko. Se le dibujaron unos hoyuelos y rápidamente se le acercó para susurrarle—: Hoy estoy disponible.
—¡Ah!
Warai, al principio, no sabía a qué se refería. Pero el caso es que Keiko se había ruborizado al decirlo y había salido disparada como si huyera, siguiéndolo un buen rato con la mirada. Por fin entendió lo que había querido decir, así que, de la alegría, abrió los ojos como platos y murmuró para sí:
—Claro, aquello debió de ser una excusa.
Cuatro días antes, al salir del trabajo, Warai la había invitado a comer por primera vez, ya que desde hacía tiempo sentía predilección por ella. La cita fue un éxito. Comieron en un restaurante francés, después tomaron una copa en un bar que Warai frecuentaba y finalmente fueron a una animada cafetería. Así pues, fue un recorrido extremadamente apacible, en el que ambos disfrutaron de una noche muy agradable. Tanto es así que Warai, henchido de alegría, la invitó a un hotel.
—Hoy no puede ser —dijo Keiko.
Rechazó su invitación sin rodeos, y Warai pensó que quizá lo hacía para no empañar una noche tan agradable. Pero, por si acaso, quiso cerciorarse:
—¿Cuándo te parece bien?
—Ya te avisaré.
«¿Sería verdad? ¿No sería una excusa? En ese momento tenía mis dudas al respecto, unas dudas que me persiguieron hasta esa misma mañana. Pero Keiko me había dicho: “Hoy estoy disponible”». Eso significaba que estaba dispuesta a ir a un hotel con Warai y, en definitiva, que le iba a entregar su cuerpo.
Warai estaba alborozado, así que se fue a su despacho y empezó a trabajar. Pero estaba demasiado contento para concentrarse.
Isamu Warai tenía 24 años y todavía era virgen. Hasta graduarse en la universidad no había tenido oportunidad de estar con una mujer, ya que lo más importante para él era ser un estudiante aplicado. Gracias a su voluntad y esfuerzo se licenció en una universidad de primera y consiguió un trabajo en una empresa de primera. Una vez que entró en la compañía, todo el mundo reconoció su seriedad e inteligencia, y para no defraudar las expectativas que tenían depositadas en su futuro, no podía quitarse de la cabeza, por ejemplo, la idea de perder fácilmente la virginidad con una prostituta. Le parecía que en el futuro esa experiencia no iba a representar ninguna ventaja para él, y que no podría encontrar a la persona adecuada. Pensaba que había que hacerlo con alguien afín. Por muy importante que llegara a ser, si tenía una primera experiencia miserable no podría deshacerse de un complejo de inferioridad.
Por supuesto, Warai tenía, como todo el mundo, o mejor dicho, más que los demás, apetito sexual, y el sufrimiento que supuso aplacarlo hasta ese día no era como el de la mayoría, sino que, al no poder controlarlo, se veía obligado a encontrar la pareja idónea para perder la virginidad, y le exigían necesariamente desprenderse de una vez de la represión espiritual. Mantener la castidad durante toda la vida era también algo miserable, y se sentía avergonzado con respecto a los compañeros del trabajo que poseían una gran experiencia; por eso tenía complejo de inferioridad. Sin embargo, no se le presentaba la pareja adecuada.
Para Warai, la mujer a quien entregarle la castidad debía cumplir las siguientes cinco condiciones: ante todo, tener una belleza superior a la de diez mujeres; ser refinada y culta; que su belleza y su carácter fuesen los que a él le gustaban; para no tener complicaciones a posteriori, debía ser una mujer que perdonara una infidelidad y que lo quisiera de verdad, sin exigirle matrimonio; y, por último, para que su primera experiencia no le dejara mal sabor de boca, debía ser una mujer que tuviera los conocimientos necesarios y llevara la iniciativa, dado que él no se permitiría tener ni un fallo. Lo cierto es que en su entorno no era fácil encontrar una mujer que reuniera esas condiciones.
No obstante, mientras realizaba su trabajo en el departamento de cálculo de costes para la aceptación de pedidos, se acordó de que por fin había encontrado a Keiko Noguchi. Si en efecto fuera Keiko la pareja que buscaba, pensó, no habría ningún motivo para sentir vergüenza ante nadie por tener con ella su primera experiencia sexual; y se quedó embelesado pensando en sus labios rojos, suaves y tan bien formados, aunque, ¡claro!, bien pensado, a esas alturas ni siquiera la había besado. Pero…, pero esa misma noche podría darle un beso. Por primera vez en su vida iba a poder besar los labios de una mujer. Y nada más y nada menos que los de Keiko Noguchi. Sin temer nada de nadie. Apretaría sus labios contra los suyos: ¡Muaaa! Al pensar en eso, se llenó de gozo y, embargado por la emoción y la alegría, se rió en voz alta mostrando sus blanquísimos dientes.
—Je. Jejejejejeje.
Tajima, un compañero de Warai que estaba trabajando en el asiento de delante, se quedó sorprendido, se inclinó hacia atrás, se dio la vuelta en silencio y le dijo en voz baja:
—¡Eh, tú, pero qué cosas tan raras estás diciendo!
Warai se enjugó los labios precipitadamente con el dorso de la mano y, mientras se los relamía, metió la cabeza entre los hombros.
—Ah, no es nada. Perdona, perdona.
En la sección a la que pertenecía Warai, el jefe estaba situado enfrente, de espaldas a la ventana, y el resto de empleados se hallaban de cara a él, dispuestos en tres filas de a cinco, como si de un colegio se tratase. A los nuevos o a los malos les hacían sentarse delante, esto es, ante las mismas narices del jefe, pero Warai, que era un trabajador joven y brillante, era el cuarto de la fila derecha. «Eso es. Lo adecuado es que un empleado como yo, brillante y perteneciente a la élite, le entregue su castidad a una mujer bella e inteligente como Keiko Noguchi», pensó Warai.
Keiko Noguchi había entrado a trabajar un año después que Warai, y, como ambos pertenecían a secciones diferentes, él no supo de su existencia hasta dos o tres meses después. Pero los empleados más jóvenes rumoreaban que en la secretaría había entrado una chica guapísima, y por eso Warai se las arregló para ver cómo era. Constató que era tan guapa como se decía: no, mucho más, y se le llenó el corazón de deseo, tanto que hasta le daban punzadas. En esa ocasión se limitaron a presentarse, pero ella ya se había enterado por sus compañeras de que Warai era un empleado perteneciente a la élite y que gozaba de una excelente reputación. Aunque trabajaran en secciones distintas, seguro que se habían cruzado una o dos veces en alguna parte; sin embargo, a pesar de su manía de encontrar una pareja a quien entregarle su castidad, el caso es que, como Warai, por una especie de vergüenza, de amor propio o de cobardía, no tenía la costumbre de observar indiscretamente a una mujer, no vio a Keiko Noguchi hasta que no se enteró del rumor que corría acerca de ella. Por su parte, a Keiko alguien debía de hablarle hablado de Warai, porque lo tenía visto.
Entretanto, Warai fue descubriendo que le gustaba todo de Keiko Noguchi.
No era ni alta ni baja, ni gorda ni delgada, y tanto su peinado como su ropa y su maquillaje eran muy elegantes, así que rebosaba buen gusto por los cuatro costados. Precisamente porque la habían destinado a la secretaría, estaba claro que era una persona inteligente, pero no alardeaba de su educación, sino que tanto sus palabras como su actitud eran discretas. Aun así, no tenía un carácter sombrío. Claro que tampoco era una persona con la que te partieras de risa. Por supuesto, poseía la inocencia de la juventud, pero, de alguna manera, tanto su forma de mover los ojos como la sonrisa que se le dibujaba en la boca transmitían serenidad y hacían pensar que no era ninguna inexperta. En realidad, era un año menor que Warai, pero éste tenía la impresión de que era dos o tres años mayor que él. «Todo eso, en fin, me lo va a entregar a mí», afirmó en voz alta Warai, mientras repetía el cálculo de costes con el que llevaba equivocándose desde hacía rato.
—Sí, estoy seguro de que de virgen no tiene nada.
—¿Qué? ¿A quién te refieres? —le respondió Tajima, asombrado, volviendo la cabeza.
—¿Eh? ¡Ah, no, nada!… —contestó nervioso Warai—. Esto…, no; me refería a Matsumoto, la de contabilidad.
—¡Hombre, por descontado! ¡Como que está casada! —dijo Tajima frunciendo el ceño, y después siguió trabajando.
«Bueno, lo cierto es que Keiko Noguchi reúne casi todas las condiciones. Ahora bien, ¿qué haría si Keiko aprovechara las relaciones sexuales para exigirme que me casara con ella?», se puso a meditar Warai. Estaba totalmente colado por Keiko Noguchi, empezó a pensar que no estaría mal casarse con ella. Pero en su interior rechazó esa idea de manera racional. «No puede ser, no puede ser. La mujer que se convierta en mi esposa debe ser hija del presidente de una compañía o de un alto ejecutivo, y, si es posible, hija única. Es importante para conseguir el éxito social. Como está mandado. Y es que incluso un empleado con un brillante expediente académico recibirá algún día una propuesta de matrimonio, como es lógico. Pero no hay que apresurarse, no. Keiko tiene su orgullo. Por supuesto.
»Es orgullosa, sí señor, y muy altiva. Por eso precisamente la he elegido a ella para tener mi primera experiencia sexual. Pero, claro, no puede ser que me diga que me case con ella. Si Keiko empezara a pensar en mí como objeto de matrimonio, bueno, no, yo sé que ya ha empezado a pensar en eso, el caso es que soy un año mayor que ella. En caso de que yo no mostrara nunca mi propósito, seguro que ella perdería la paciencia y se casaría pronto con otro. En fin, no es probable que un hombre como yo, cuando tenga 29, 30 o 31 años, carezca de propuestas de matrimonio ni de pareja para casarme. Pero entonces Keiko se convertiría en una “solterona”. Aunque seguro que ella no tiene esa obsesión inconsciente de llegar a esa edad. Por supuesto que no. Es evidente». Warai se esforzaba por convencerse con este pensamiento, y, una vez convencido, por fin logró calmarse. «Jamás pasará una cosa semejante. No tiene necesidad de hacerlo».
Warai tenía motivos para tranquilizarse a la fuerza. Si afrontaba la pérdida de castidad con la intranquilidad en el cuerpo, cabía la posibilidad de que la primera experiencia resultara un fracaso total, por un sentimiento de culpa o de miedo. Y no podía fracasar. Debía hacerlo bien. Para tener un recuerdo agradable había que poner toda la carne en el asador. Como es lógico, tenía que estar tranquilo. «Así tiene que ser. Si los dos estamos tensos todo el tiempo, lo pasaremos mal. Y no guardaremos un buen recuerdo. Así que tranquilidad. Calma».
Pero Warai se dio cuenta de que no sólo era necesario estar tranquilo, sino que también había que tener cierta holgura económica para disfrutar por completo de la cita amorosa. Hacía cuatro días que se había gastado casi todo el sueldo con Keiko, y para un asalariado recién incorporado a la empresa como él, gastarse casi toda la paga en una cita era algo que estaba un poco por encima de sus posibilidades; así que, al darse cuenta, se le escapó un grito de espanto:
—¡No tengo dinero!
Como en esa ocasión había hablado algo más alto que antes, dos o tres personas que estaban cerca lo miraron.
—¿Se te ha perdido? —le preguntó Tajima volviendo la cabeza.
—¿Eh? ¿Qué? ¡Ah, sí! —asintió Warai, pero precipitadamente, lo negó—: No, no pasa nada. Está todo en orden. No era mucho dinero.
—Puedes ir a contabilidad para que te adelanten algo.
—Sí, sí, claro. Eso haré.
Pero lo cierto es que a Warai no le gustaba lo más mínimo pedir adelantos en el departamento de contabilidad. Casi todos los empleados solteros lo hacían, pero él no lo había hecho ni una sola vez. Según su parecer, eso no era algo que debiera hacer un empleado de élite como él. A cualquiera que trabajara en el departamento de contabilidad le causaría una impresión de dejadez, y, además de mostrarse vulnerable, le haría sentir complejo de inferioridad.
Cuando Warai era universitario, cada vez que se quedaba sin blanca escribía una carta a su familia, que residía en el pueblo, pidiéndoles dinero. Pero ahora que trabajaba y se había independizado, lo que no podía hacer era escribir a sus ancianos padres para sablearlos, ya que vivían a duras penas de un pequeño bazar en un rinconcito de una pequeña ciudad de provincias. Si enviaba esa misiva, sus padres se las ingeniarían para reunir el dinero, pero para entonces ya seria demasiado tarde.
Warai no tenía más que unas decenas de miles de yenes depositados en el banco, pero los reservaba para una necesidad, mientras que ahorraba una pequeñísima parte de su escaso sueldo para sus gastos. «Sacaré una pequeña cantidad de esos ahorros», pensó Warai. La libreta del banco la tenía en la pensión, pero podía pasarla a buscar en el descanso, al mediodía, y luego ir al banco. Ahora bien, ¿cuánto dinero necesitaría?[30] ¿Bastaría con diez mil yenes? Si retiraba una gran cantidad, estaba seguro de que se lo gastaría todo. Tenía que sacar la cantidad mínima suficiente. «Había que contar. No hace falta gastarse tanto dinero en la comida como la vez anterior, que me costó un ojo de la cara. Pongamos cinco o seis mil yenes. Podemos tomar una copa, pero en la barra del bar de siempre, porque allí me fían. Después está el hotel. Eso sí que es difícil de calcular. Keiko vive con sus padres, por lo que no nos podemos quedar a dormir en el hotel; tengo que llevarla de vuelta a casa. Así pues, por fuerza será más barato. Pero, un momento, ¡menudo problema! No sé cuánto cuesta un hotel para pasar sólo unas horas. Recuerdo haber visto en un pequeño rótulo luminoso de cristal rosa o violeta que costaba varios cientos de yenes, pero lo que no recuerdo es si ese precio era para una o dos personas, ni si era por una hora o por tres. En resumidas cuentas, en el peor de los casos el importe del hotel ascendería a cuatro o cinco mil yenes, así que si saco diez mil yenes, quizá me quede corto. También hay que contar con que si nos entra sed en la habitación, tendremos que pedir una cerveza o cualquier otra cosa. Y está claro que, en un sitio así, tomar algo saldrá caro. Cuando hayamos salido del hotel, es posible que nos tomemos un cafelito. Y quizá cojamos un taxi. En fin, será mejor que lleve unos quince mil yenes. Ahora bien, ¿habrá que hacer algún otro gasto? ¿me dejo algo por contar? ¡Ah, claro!… ¡Unos condones!».
Esto último lo dijo en voz alta, así que las tres o cuatro personas que había a su alrededor empezaron soltar una risilla sofocada.
—¡Oye! ¡Para ya! —Tajima volvió a darse la vuelta con cara de fastidio—. A ti hoy te pasa algo. Te pones a reír con una voz extraña, luego hablas de la virginidad de no sé quién, más tarde montas un follón con el dinero que se te ha perdido. Y ahora vas y dices en voz alta: «Unos condones». Desde hace un rato, cada vez que voy a calcular el total de una gran suma, me despistas con tus impertinencias y tengo que volver a calcularlo todo. ¿Se puede saber qué te ocurre?
—Disculpa, de verdad. No sé dónde tengo la cabeza.
—¡Eh, vosotros! Hace ya rato que estáis armando alboroto —dijo el jefe mirando fijamente a Warai y compañía con las gafas sin aros brillándole—. A ver si nos callamos.
Warai y Tajima metieron la cabeza entre los hombros y volvieron a sus respectivos trabajos.
Respecto al asunto de los condones, también llamados «gomas higiénicas», Warai desconocía si eran o no un artículo absolutamente necesario en sus circunstancias, e incluso ignoraba cuánto podían costar. Lo único que sabía es que se vendían en las farmacias. Pensó que no sería posible comprar sólo uno, que habría que comprar una caja. «Y ¿cuánto costará? Últimamente los productos farmacéuticos se han encarecido, de modo que también los condones, que se venden en las farmacias, habrán subido de precio. ¿Costarán unos mil yenes? ¿O tal vez dos mil? No creo que lleguen a tres mil yenes, porque entonces no estarían al alcance de cualquiera. En fin, hay que preparar una cantidad parecida. Si no los compro, me arriesgo a que Keiko me rechace por no ponerme nada, y en ese caso cabría la posibilidad de que la noche en que debo perder mi virginidad, en lugar de ser como Dios manda, acabara en tragedia, y que además dilapidara una noche de hotel. Pero ¿Keiko se negaría rotundamente a hacerlo a pelo? Como debía de tener experiencia, puede que tomara sus precauciones y estuviera preparada para evitar un embarazo. Supongo que en las farmacias también hay anticonceptivos para mujeres, así que a lo mejor está totalmente equipada para una situación como ésta. Hace cuatro días me dijo que no estaba en condiciones, y esta misma mañana me ha dicho que sí lo estaba, así que quizá todo eso tuviera relación con el complicado cómputo de los días de la regla o de la ovulación, para no quedarse embarazada.
»Pero, bueno, ¡qué más da! De todos modos, más vale prevenir que curar. Hoy es un día muy importante para mí. Por si acaso, para no cometer ninguna torpeza, hay que prepararse para cualquier eventualidad. Hay que ser precavido. Voy a pensarlo todo bien otra vez. Primero, entramos en el hotel. ¿Qué hacer si, cuando estemos delante, de repente sale con que no quiere entrar porque le da vergüenza? Hombre, no creo que pase eso, pero, en todo caso, si se hace la estrecha, no debo ponerme nervioso ni enfadarme. Si no, nos pondríamos a discutir delante del hotel y durante algún tiempo no habría una segunda oportunidad. Hay que tener paciencia para convencerla y tranquilizarse. Bien, prosigamos. Una vez dentro del hotel de citas[31], ¿qué pasos habrá que seguir hasta llegar a la habitación? ¿Será igual que en un hotel de negocios o cualquier otro hotel? En fin, ¡qué más da! Si lo desconozco, no pasa nada. En cualquier caso, no hay que tener miedo ni mostrarse tímido. Lo más importante es mostrarse imponente. Total, tampoco estoy haciendo nada malo. Veamos. Hemos entrado en la habitación. Acto seguido, le quitaré el vestido a toda prisa. Pero ¡un momento! Espera, espera, espera. No hay que precipitarse. Es esencial crear un buen ambiente. Por lo tanto, ante todo, pedimos una cerveza o un zumo y nos relajamos un rato para crear un ambiente propicio. No debo impacientarme pensando sólo en el tiempo que podemos estar en el hotel ni en nada por el estilo. Cuando vea que Keiko ya se ha relajado, acercaré mi cuerpo al suyo y, abrazándola por los hombros, le susurraré algo al oído. ¿Qué podría decirle? “Esto es como un sueño”. Sí, eso está bien. Seguro que ella me preguntará algo. ¡Ay! Pero ¿qué…?».
—El hecho de pasar una noche como ésta contigo… Siempre había soñado con esto. Con que llegara esta noche. Este momento.
—¿Hace mucho que te gusto?
—Desde el mismo día en que te vi. Estoy loco por ti. Eres preciosa y refinada, no vulgar como las demás; tienes estilo, buen gusto y… Y, además, un gran atractivo sexual —se decía para sí, y, a medida que hablaba, se iba excitando más y más, hasta que soltó un jadeo.
—Yo también. Yo también, desde hace mucho tiempo, te…
—¡Keiko! ¡Ah, Keiko! —Warai abraza el suave cuerpo de Keiko Noguchi.
—¡Ahh! —Keiko se arquea hacia atrás.
«Bien, ha llegado el momento. Ahora es cuando la beso, ardientemente».
—¡Keiko!
Warai acerca su cara al rostro blanquecino de Keiko Noguchi, que está tendida boca arriba, y la besa en los labios.
—¡Agg! ¡Aggg! ¡Qué tipo más guarro! ¡Mira que darle un morreo a la mesa! —gritó asombrado Tajima, que desde hacía rato tenía la cabeza vuelta hacia él y contemplaba estupefacto sus extravagancias.
Warai, asustado, se puso a toser y volvió a fijar rápidamente la vista en los documentos.
—Mira que te gusta rezongar, ¿eh? ¡Qué tipo más pesado! —le espetó Tajima a Warai dirigiéndole una sola mirada como si lo tomara por loco, y después se dio la vuelta.
Pensando que se había interpuesto un obstáculo en su camino, Warai chasqueó la lengua. Fue un jarro de agua fría, ya que había creído que estaba viviendo aquella situación de verdad, por eso pilló un buen cabreo. «Y pensar que me encontraba en un momento crucial. ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí! En el beso. El primer beso».
Warai pensó que podía besarla, y de nuevo se quedó embelesado. ¡Cuánto tiempo había esperado impaciente aquel momento! Hasta entonces había tenido que refrenar fuertemente aquel deseo de los días de juventud, cuando le hervía la sangre hasta casi explotar; así, había estudiado cómo oponerse con todas sus fuerzas a los sueños eróticos en los que le entraban ganas de cometer actos obscenos a plena luz del día. Con el fin de descargar su energía, se había puesto a practicar judo, y se había aplicado tanto que llegó a conseguir el cuarto dan[32], pero, como no sabía qué hacer con el vigor que le sobraba, todas las noches se abrazaba al futón y se reconcomía por la tristeza. Un día que estaba nevando, no pudo más y se lanzó al jardín de la pensión completamente desnudo, abrazó un muñeco de nieve y tuvo un orgasmo mientras lanzaba gemidos a diestro y siniestro. En otra ocasión, al grito de «¡Perdón por introducir mi pene de hierro!», ya que cuando estaba congestionado era como de acero candente, abrió un gran agujero en la gruesa piel de una enorme sandía que acababa de comprar y se le quedó todo el pito teñido de carmesí. Pero todo aquel sufrimiento, todo aquel dolor, se vería recompensado esa noche, ya que haría el amor no con un muñeco de nieve ni con una sandía, sino con una mujer de carne y hueso, con la espléndida Keiko Noguchi. Por fin podría hacer el amor, el amor, el amor, el amor, podría hacer el amor. Con los ojos congestionados saliéndosele de las órbitas, Warai fijó la mirada inestable en la hoja de cálculo de costes y, jadeando violentamente como un perro vagabundo, se dio cuenta de que, sin poder remediarlo, tenía el pene erecto bajo el pantalón. «¡Ah! No puede ser. ¡Madre mía! No voy a poder caminar. Si me llama el jefe de improviso, se va a armar la gorda. Si me levanto de repente, no podré evitar que se escuche un ruido como cuando se rompe una rama por la raíz. Es cuestión de tranquilizarse. Seamos razonables. Eso es. Sigamos adelante con nuestra estrategia. Ante todo, levantaré lentamente y a pulso a Keiko Noguchi, que estará embelesada con mis besos. Seguro que no pesa mucho. La llevaré con parsimonia hasta el lecho y la acostaré sobre las sábanas. Acto seguido, le desabrocharé el vestido.
»¡No! ¡Eso no va bien! Si le quito primero el vestido, está claro que se resistirá diciendo que le da vergüenza. Además, si la desnudo a ella primero, podría resfriarse mientras espera a que me desvista. Así las cosas, será mejor que me desnude yo primero. Eso es. Es lo mejor. Me quitaré la chaqueta, la corbata, la camisa y, por último, los pantalones».
Warai estaba pensando en estas cosas cuando, de repente, recordó que durante casi una semana no se había cambiado de calzoncillos, ya que hacía mucho que no ponía una lavadora, absorbido como estaba por la despreocupada vida de su pensión. Tenía los calzoncillos negros, y, a pesar de ser sólo mediodía, le llegó un desagradable olorcillo procedente de la entrepierna. «Ehhhhh. ¡Madre mía!». Con los ojos como platos, atormentado por el remordimiento, Warai se levantó inconscientemente y se cuadró soltando palabras disparatadas con la mirada perdida.
—¡Mis calzoncillos están negros como el carbón! —dijo desgañotándose, y enseguida volvió en sí. Entonces se percató de que todos los empleados de la oficina dejaron de reírse y se fijaron en él, que estaba en las nubes, así que se sentó a todo correr y se encorvó como un galápago.
—Wa… Wa… ¡Warai! —gritó el jefe. Con las gafas sin aros brillándole de ira, se le dibujaron un montón de arrugas verticales en toda la cara.
«¡Madre mía! ¡La que he liado! Ya ha puesto esa voz de reproche violenta, histérica y chillona».
Cuando Warai iba a meter el cuello en el caparazón, tuvo la suerte de que sonara el teléfono del jefe.
—Sí, sí. Soy yo. ¡Ah! ¿Se trata de eso? Pues ya debe de estar listo. Sí. Le llamo enseguida. Hasta luego. —El jefe colgó el teléfono de golpe con cara de pocos amigos y le preguntó a Warai en voz alta—: ¡Oye, Warai! Me imagino que ya habrás terminado el cálculo de costes del formato R-62 para el pago del estudio Abe que te pedí ayer, ¿verdad?
—¡Ah! ¿Se refiere a eso? Pues todavía… —Warai se puso de pie y por momentos tartamudeó—. Esto… El caso es que lo estaba haciendo precisamente ahora.
El jefe tenía un cigarrillo en la boca, y su cara reflejaba mal humor.
—¿Todavía lo estás haciendo? Un hombre de tanta valía como tú… Es un trabajo urgente. ¿Hasta dónde has llegado? A ver, tráemelo.
—Sí, señor.
Preparó y recogió rápidamente la hoja de cálculo que tenía sobre la mesa y se dispuso a llevársela al jefe, pero en ese preciso instante emitió un gemido y se paró en seco. Todavía seguía con el pene tieso, y éste amenazaba con desbaratar con violencia la cremallera del pantalón. Si intentaba caminar, por fuerza se le rompería, y antes de eso se desvanecería del dolor.
—Pero ¿a qué esperas? ¡Te he dicho que lo traigas inmediatamente!
—Sí, claro. Sí. Sí. Sí. —Warai abrió la entrepierna a derecha e izquierda con un ángulo de 160 grados y afianzó firmemente sus dos piernas. La tela de la parte delantera del pantalón se le aflojó y, al sentirse cómodo de esa guisa, se puso a caminar totalmente patiabierto.
—¡Que lo traigas ya! ¿Qué forma de andar es ésa? ¡Basta ya de juegos, maldita sea! Pero ¿qué te pasa hoy? Déjame ver. ¿Así que era esto? Pe… pero si está a medias. Desde luego, no te reconozco. ¿Qué es esto? Una hora de reposo en el hotel, quinientos yenes por persona. ¿Es que no sabes que no se pueden hacer garabatos en la hoja de cálculo de costes? A ver… El precio de la pieza del cabezal es éste, así que veintitrés piezas ascienden a esta cantidad. En cuanto al eje, sólo hay uno. En total, veintidós millones quinientos mil yenes.
Warai estaba distraído al lado de su jefe, que escrutaba la hoja de cálculo que él había hecho, y de repente reparó en que tenía el dinero suficiente para comprarse unos calzoncillos nuevos.
¿Qué hacer? No había que precipitarse. «Cuando llegue el mediodía, aprovecharé el descanso para comprarme unos calzoncillos y después me iré a la pensión para ponérmelos. Así podré mostrárselos dignamente a Keiko. ¿Por qué me preocupaba, pues, si era algo insignificante? ¡No pasa nada, hombre! ¡Qué tonto llego a ser!». Nada más serenarse, Warai se llenó de gozo, pero sin darse cuenta, se puso a reír y, con el puño, le propino al jefe un enorme golpe en la espalda.
—¡Uppss! —El jefe, sobresaltado, se tragó el cigarrillo que sujetaba en la boca—. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ayyyyyyyyyyyyyyyyyyyy! —Se cayó de la silla y se puso a rodar por el suelo—. ¿Qué…? ¿Qué diablos haces?
En cuanto llegó el descanso del mediodía, Warai salió pitando del edificio de su empresa, se compró unos calzoncillos de 500 yenes en una tienda de ropa para caballeros que había en las inmediaciones, tomó el metro, volvió a la pensión y allí se cambió de ropa interior. Cogió la libreta de depósitos, se fue a un banco que había cerca para sacar 18.000 yenes y volvió a tomar el metro. Aunque era mediodía, el metro del centro estaba relativamente lleno. Pero Warai encontró un huequecito y se sentó haciéndose sitio por la fuerza. «Bueno, ya está», pensó, y, apoyándose en el respaldo del asiento, ya que estaba rendido, se dejó llevar por el traqueteo de los vagones, suspiró profundamente de alivio y soltó una risilla disimulada. «Ya no me dará vergüenza quitarme los pantalones delante de Keiko. Mi entrepierna está limpia como una patena. ¡A ver, como que llevo unos calzoncillos recién estrenados!». Al pensar en esto, no cabía en sí de gozo, y, como si cantara dijo en voz alta:
—Mis calzoncillos están relucienteeeeeesssss.
Una estudiante de secundaria que estaba sentada al lado de Warai se levantó a toda prisa y huyó despavorida con la cara pálida.
Cuando se dirigía a su oficina por el distrito financiero después de bajarse del metro, Warai advirtió que todavía no había decidido a qué hotel llevaría a Keiko. «¡Anda! ¿Adónde podría llevarla? Tengo que decidirlo ya. No estaría mal llevarla a las callejuelas de la zona comercial donde está el bar al que voy habitualmente. Allí hay dos o tres hoteles, y además no hace falta tomar un taxi. No, pero no puede ser. Esa zona no me hace mucha gracia que digamos. Por allí suelen merodear mis compañeros de trabajo, y podrían descubrirme al entrar en el hotel. Además, a lo mejor a Keiko no le gusta. ¿Dónde habrá más hoteles? ¿En aquellas callejuelas del sub-centro por las que he pasado dos o tres veces?».
Warai se dio cuenta de que había pasado de largo la entrada del edificio donde estaba su oficina, así que retrocedió enseguida. Pensando que tendría que saltarse esa zona con el taxi, entró en la recepción y subió al ascensor. «Pero ¡espera un momento! En esa zona hay muchos grupos violentos y, al ver a una pareja, nos rodearían, se meterían con nosotros y, si te fías, hasta nos desvalijarían». Había leído artículos en el periódico que decían que a los hombres los golpeaban produciéndoles heridas de distinta consideración, y a las mujeres se las llevaban retenidas. «¿Estaré a salvo?».
«¡Hombre, ya lo creo que sí! ¡Venga! No hay por qué preocuparse. Claro que no. En caso de que esos tipejos nos rodeen, yo soy cuarto dan de judo. Soy un tipo fuerte». Mientras Warai estaba sumido en estos pensamientos, se bajó del ascensor y se dispuso a enfilar el pasillo que conducía a su oficina. «Si veo que me van a rodear, lo primero que haré será ponerme contra la pared de cualquiera de los lados de la calle, para así proteger a Keiko. Y entonces me lanzaré sobre el tipo que venga delante».
—¡Hola, Warai! ¡Cuánto tiempo sin verte! —le dijo Kumamoto, un empleado de la misma promoción que él que trabajaba en el departamento comercial y que había estado mucho tiempo en provincias viajando por negocios. Le alargó la mano con una sonrisa en los labios—. ¿Cómo te va?
Nada más agarrarle la mano que le había tendido Kumamoto, Warai dio un fuerte grito. El cuerpo de aquél salió disparado por los aires en el pasillo.
—Pero ¿cómo puedes ser tan bruto? ¿Acaso tienes algo en contra de Kumamoto o qué? —le reprochó a Warai el jefe; éste se encontraba al lado de Kumamoto, que yacía entre gemidos en la cama de la enfermería de la empresa, con la cabeza llena de vendas. Warai se disculpó humillándose.
—Lo siento de veras. Es que estaba pensando en las musarañas y…
—Creo que tiene una ligera conmoción cerebral, pero, en fin, para asegurarme le haremos un electroencefalograma —dijo el médico con cara atónita—. El caso es que en esta empresa hay gente realmente muy bárbara.
Por la tarde había una reunión informativa interna, y tanto Warai como otros muchos compañeros se reunieron en la sala de conferencias para escuchar las explicaciones del jefe de sección de tecnología sobre una nueva máquina. Pero, claro, Warai no tenía la mente allí, sino que sus expectativas y su imaginación estaban puestas en el placer que iba a sentir aquella noche. En medio de esa ilusión, Warai ya se había quitado la ropa, incluidos los calzoncillos nuevos, y estaba completamente desnudo. Jadeando violentamente, alargó sus manos temblorosas hasta el vestido de Keiko, dispuesto a quitárselo. Pero lo que a él le resultaba más complicado era no saber qué tipo de vestido llevaría Keiko. Cuando la había visto de soslayo esa misma mañana, ni siquiera había reparado en qué ropa llevaba. Además, la ropa de mujer, a diferencia del traje masculino, que es más o menos uniforme, difiere mucho según el tipo de prenda. Por consiguiente, nunca se sabe dónde se esconden los botones, las cremalleras, los broches o los corchetes. «Si no cuento con su ayuda, me será imposible quitarle el vestido», pensó Warai, y desistiendo por el momento de ese asunto, pasó al capítulo de la ropa interior. Pero también esto era algo sumamente complicado. La imagen que tenía en su cabeza sobre la ropa interior femenina era tan pobre que creía que en las partes pudendas sólo llevaban un pedacito de tela blanco o un cordel enrollado y colgando de manera complicada. Hasta entonces ni siquiera se había acercado a la sección de lencería femenina de unos grandes almacenes, para no estimular su apetito sexual. Era un gran engorro, la verdad. Así que lo mejor era improvisar y confiar en que Keiko cooperaría cuando llegara la hora de desnudarse.
Bueno, por fin llegaba lo más problemático: el coito propiamente dicho. Lo primero era agarrar las piernas de Keiko y separarlas con fuerza. A ambos lados y con fuerza.
Warai, que ni siquiera podía imaginar, porque lo desconocía, que existieran las caricias y los prolegómenos, se dio cuenta de su ignorancia sexual cuando se puso a imaginar cómo le iba a introducir a Keiko su furioso miembro viril. «¿Por dónde se meterá? ¿Cómo serán las partes nobles de una mujer?». Había oído que tenían meato urinario y órganos genitales diferenciados. «¿Tendrían un agujero aparte para cuando dan a luz? De ser así, si añadimos el ano, tendrían cuatro agujeros en total. Pero ¿en qué orden? Se supone que no tendrían los agujeros dispuestos horizontalmente, ni tampoco a trochemoche o al tresbolillo, sin orden ni concierto, dispersos como en una pesadilla. Así que estaba claro que estarían en una fila vertical guardando un cierto orden. Pero ¿cuál? El agujero por el que salen los niños y el orificio en cuestión deben ser el mismo ya que se trata de los órganos genitales. Si fuera así, tendrían tres agujeros, y, como el ano es el que está más atrás, no creo que me vaya a equivocar y se lo meta por allí. Total, que de los dos agujeros que quedan, ¿por dónde tendré que penetrarla? ¿Por el de arriba o por el del centro? Un momento. Por lo que he visto en los mapas anatómicos, la vejiga urinaria está delante y el útero o matriz detrás. Es decir, la parte por la que se lo debo meter es…».
—Por el agujero del centro.
Involuntariamente, Warai soltó un grito de alegría por el descubrimiento y, acto seguido, escondió la cabeza entre los hombros. «¡Madre mía! Esta vez sí que he metido la pata hasta el fondo; la he pifiado delante de los mismísimos jefes de cada sección. Por estar, está hasta el director gerente. Me van a echar un rapapolvo que para qué».
—En efecto. Es el agujero del centro —dijo el director del departamento técnico mirando a Warai con una expresión de total sorpresa. Estaba hablando delante de un plano que colgaba de la pizarra—. Ésa es la ventaja de esta nueva máquina: el lugar por donde pasa el eje. ¿Cómo lo ha sabido?
—No, bueno, es que… —Warai se ruborizó y se rascó la cabeza—. Pensé que podía ser por ahí.
—Vaya, parece que estás muy ducho en este nuevo producto; ¿qué te parece si te vas con Negami a explicarles el funcionamiento a los clientes habituales? —le propuso el jefe cuando eran las tres pasadas. Warai conocía bien el mecanismo de las máquinas y sabía confeccionar un presupuesto in situ, además de que acudía con frecuencia a negociar con los clientes con los que cooperaban los empleados de su oficina.
—¿Tiene que ser ahora mismo? —dijo Warai con mala cara mirando su reloj de pulsera. Era muy posible que si ahora se iba a ver a los clientes no regresara a la oficina a tiempo para su cita.
—¡Venga, hombre! Por favor —dijo el jefe como quien no quiere la cosa, mirando para otro lado. Por supuesto, el jefe sabía que la mayoría de los empleados jóvenes no estaba de acuerdo con hacer horas extras.
—Está bien —contestó Warai de mala gana. «Todo el día he estado pifiándola una y otra vez, así que si me negara a cumplir esta orden, el jefe iba a sentirse molesto».
Cuando se dirigía en taxi con Negami hacia la oficina de los clientes, Warai dio un gran bote sobre el asiento y gritó:
—¡Buuuff! ¡Dios santo! ¡Madre mía!
El taxista, asustado en grado sumo por los gritos, soltó el volante y, por unos instantes, se subió a la acera con la cara blanca como el papel.
—¡Oiga, jefe! ¡Vaya susto que me ha dado! —vociferó el taxista—. He estado a punto de cargarme a un peatón.
—Pero, vamos a ver, Warai, ¿a ti qué te pasa? —le preguntó Negami a Warai intentando alejarse lo máximo posible de él.
—Fiuuuu —Warai emitió un gemido y se llevó la mano a la frente—. Es que me acabo de dar cuenta de que no he quedado con Keiko Noguchi en la hora y el sitio para vernos.
«Pero, en fin, no importa. Bien pensado, tampoco es algo para ponerse así. Cuando llegue al destino, la llamo enseguida por teléfono y sanseacabó». Esto es lo que pensaba Warai, y, una vez se hubo calmado, se rió en voz alta.
—Guajajajaja. Perdona, hombre, perdona. Bien pensado, es algo que no tiene la menor importancia.
En cuanto llegaron a la empresa Equipos Informáticos Andō, hicieron pasar a Warai y a Negami al salón de recepciones, donde, al parecer, los esperaban con impaciencia. Nada más sentarse los dos en un sofá, aparecieron el director del departamento técnico y el jefe de la sección de materiales, los saludaron apresuradamente y, de inmediato, empezaron a hablar de negocios. Warai no encontraba el momento para solicitar un teléfono, y por eso estaba sumamente impaciente. Y, como es lógico, hacía oídos sordos a los negocios. Entretanto, Negami tenía dificultades para explicarse y buscaba la colaboración de Warai, pero éste no hacía más que repetir expresiones como «bueno», y ladear la cabeza. Como estaba en Babia, lejos del tema que allí se estaba tratando, nadie le prestó la menor atención ni se dirigió a él durante ese tiempo. Permanecía al margen de la conversación y estuvo abstraído un buen rato, pero de repente consultó el reloj y comprobó que eran las cuatro y cuarto. La conversación parecía estar en pleno auge. Pensando que le iba a resultar imposible volver a la oficina antes de las cinco, Warai dio un profundo suspiro. El aire del suspiro pasó violentamente por su garganta y se le escapó un fuerte ruido. Los tres se quedaron mirando a Warai con extrañeza, pero retomaron la conversación. Warai volvió a mirar el reloj al cabo de un momento y emitió un ridículo suspiro, interrumpiendo el diálogo. A la cuarta vez, los tres fijaron la mirada en él.
—Oiga, ¿se encuentra bien? —le preguntó el director del departamento técnico. Warai se levantó negando con la cabeza.
—No, qué va, nada de eso. Nada en absoluto. Esto…, ¿podría usar un momento el teléfono?
—Si lo que quiere es llamar por teléfono, tiene uno al fondo del pasillo frontal, en la portería del salón de recepciones.
—Pues sí que han elegido a un tipo raro en su empresa, ¿eh?
Justo al salir de la sala, Warai pudo oír cómo el jefe de la sección de materiales, el que le había indicado dónde había un teléfono, le decía estas palabras en voz baja a Negami, pero él no estaba para esas historias, de modo que se dirigió corriendo al pasillo, se abalanzó sobre el teléfono y marcó el número directo de la secretaría de la empresa.
Warai quedó con Keiko Noguchi a las cinco y media en la Cafetería Zigzag, que estaba detrás de la estación de tren, pero, al regresar al salón de recepciones constató que la conversación seguía su curso. Y no parecía tener visos de terminar pronto. Cada treinta segundos aproximadamente Warai miraba su reloj y soltaba profundos suspiros. Poco después dieron las cinco, la hora de salida de la oficina. «Esto no puede ser. Seguramente tendré que ir corriendo hasta El Zigzag sin pasar por la oficina. A lo mejor ni siquiera me da tiempo de comprar condones en la farmacia. Si me acuesto con Keiko sin haber preparado nada, y ella tampoco ha tomado ninguna precaución, se quedará embarazada sin remedio. Embarazada. Em… Emba… Embarazada». Warai, sobrecogido, se enderezó y, con la mirada perdida, aspiró haciendo mucho ruido. «¡Ah, claro! Es posible que una mujer lista como Keiko emplee adrede algún método para casarse conmigo, como, por ejemplo, quedarse embarazada. Y ¿qué hago si se me presenta con una barriga enorme y me dice: “Éste es tu hijo”?». Sólo de pensar en esa posibilidad, Warai se quedó horrorizado. «Si se me ocurre decirle que no quiero casarme, a lo mejor me trae a su padre. Y éste, agraviado y encendido de ira, montará un escándalo. “¡Eh, tú! ¡Mira la barriga que le has hecho a mi hija! ¿Qué te has creído? ¿Qué piensas hacer? Vamos, ¡di algo!”».
—¿Se puede saber qué le pasa? —le dijo a Warai el director del departamento técnico, que le había estado preguntando en repetidas ocasiones qué le sucedía. Al ver que no obtenía respuesta, le dijo irritado, en voz alta—: ¿Qué le parece? Pero dígame algo, ¡por el amor de Dios!
—Sí, sí —dijo Warai levantándose. Con los ojos completamente fuera de las órbitas, se cuadró ante él y gritó salpicando saliva—: Le ruego que me perdone. Tengo grandes ambiciones. Todavía es muy pronto para contraer matrimonio. Mis padres son pobres y están muy viejecitos. Viven en provincias y esperan que su hijo alcance una buena posición social —dijo entre gimoteos y lloros—. Si no es con la hija del presidente de una empresa o de un alto ejecutivo, yo…, yo…, yo no puedo casarme, como comprenderá. Le pido que me perdone. Discúlpeme, se lo ruego. Yo sólo quería perder mi virginidad lo antes posible.
Al final pudo acudir a la cita en El Zigzag, y sólo hizo esperar unos diez minutos a Keiko Noguchi. Por suerte había una farmacia en el recinto de la estación, así que antes de ir a la cafetería pasó por allí para comprar una caja de condones.
En principio, todo salió más o menos bien, y esa noche Warai perdió su castidad con éxito. Claro está que cometió algunos errores. Con las prisas se olvidó de abonar la cuenta en el restaurante y, al salir, pensaron que quería irse sin pagar; a pesar de que Keiko le había dicho en el hotel que se desnudaba ella sólita, decidió hacerlo él y, como consecuencia, le rompió la cremallera del vestido; después Keiko se quitó antes que él la ropa interior, a toda prisa, y, al verla desnuda, Warai se excitó tanto que derramó su espeso semen en los calzoncillos que acababa de estrenar. Además, ella le dijo que no hacía falta que se pusiera condón, pero él no se fiaba, y cuando iba a ponérselo volvió a excitarse y esa vez el líquido blanquecino cegó los ojos de Keiko, que estaba echada sobre la cama. El condón se le salió y se quedó dentro de Keiko, y tuvo que arrancárselo. Además de estas meteduras de pata, cometió siete u ocho más como mínimo, pero todas ellas eran razonables en una noche destinada a perder la virginidad. Eran pifias que se podían perdonar, así que se puede decir que fue un gran éxito teniendo en cuenta el objetivo que pretendía. Lo que pasa es que Warai era muy estricto a la hora de juzgar sus fallos en esa precisa ocasión. Mientras elaboraba a conciencia el plan de operaciones que seguiría a partir de entonces, se preguntaba qué consecuencias tendría la sucesión de fallos de esa noche. Estaba convencido de que Keiko lo despreciaría por completo. Se habría desenamorado, y es posible que no quisiera saber nada más de él.
Lo extraño es que, en esos momentos, y aunque sólo se hubiera acostado con ella una vez, con artimañas destinadas a perder su virginidad, Keiko ya formaba parte de su existencia. Cuando salió del hotel, ya había decidido que quería casarse con esa mujer a toda costa. Pero, pese a todo, tenía que enmendar su comportamiento vergonzoso de esa noche y ganarse su estima cuanto antes. ¿Cómo podría lograrlo?
Warai acompañó a Keiko hasta la terminal de ferrocarriles privados, que estaba bajo tierra. La noche era cerrada, desierta y lúgubre y ambos enfilaron un paso subterráneo, cuando Warai descubrió que a la sombra de una columna había cuatro o cinco tipos ociosos que parecían de la mafia. «¡Peligro! Esos tipejos a lo mejor se meten con nosotros». Warai pensó que no le importaba que los atacaran. Les haría una llave de judo y saltarían por los aires, y así, protegiendo a Keiko, se ganaría su estima. «¡Venga! ¿Es que no me vais a atacar? Primero lanzaré hacia la derecha al que me venga de frente. Después, al que me venga por la izquierda».
Finalmente, los mafiosos no buscaban pelea ni nada por el estilo, y Warai y Keiko llegaron sin novedad a las taquillas de la estación.
—Me lo he pasado muy bien, ¿sabes? ¿Me invitarás otra vez? —dijo Keiko volviendo la cabeza frente al torniquete de acceso al andén, y, sonriente, le tendió la mano a Warai, que seguía pensando qué sucedería a partir de entonces.
Warai le cogió la mano y gritó de alegría.
El grácil cuerpo de Keiko dio un salto, superando ampliamente la altura del revisor, y rebasó el torniquete.