ARTICULACIONES

Sucedió poco después del mediodía. Justo cuando suspiraba aliviado haciendo crujir los huesos del cuello tras terminar de traducir un texto sobre el planeta Pikos en el ordenador, noté la mirada de alguien que me observaba por la espalda. Al darme la vuelta, vi al director general, que abría la puerta de la sala de traducción. Me observó fijamente con su cara inexpresiva de siempre. Metí la cabeza entre los hombros y me incliné de nuevo sobre la unidad de control[27]. Hay muchas personas que piensan que es una grosería hacer crujir las articulaciones, y si encima haces ruido con el cuello delante de todo el mundo, son muchos los que, abiertamente, fruncen el entrecejo con repelús y dicen que es algo repugnante. «Seguro que el director general también es de ésos», pensé. Y es que desde la mañana tenía un mal presentimiento. En concreto, mi jefe tenía tendencia a juzgar a la gente por su aspecto y su actitud, y no toleraba los malos modales. Incluso hay quien fue relegado a provincias por haber estornudado mientras escribía un informe, o por haber salpicado de mocos el impecable traje del director.

—¡Hombre, Tsuda!

Me di un susto de muerte. El director, en el momento menos pensado, se había presentado por la espalda sin hacer ruido con los pies, como si fuera un gato. Desde luego, yo soy un hombre-perro. Nunca he intentado tener simpatía por lo que hace un hombre-gato.

—Eh… Sí, sí, dígame.

Al volver la cabeza y hacer ademán de levantarme, el jefe en persona me sujetó el hombro como diciendo: «Quédate, quédate así como estás». Y no me clavaba las uñas.

—Oye, ¿no habrás almorzado todavía, verdad? —dijo, mientras yo veía cómo le brillaban las gafas—. Entonces, ¿qué te parece si comemos juntos? Tengo algo que comentarte.

Me puse a pensar, a la vez que asentía con la cabeza. Qué raro. El director no era de los que recriminan o llaman la atención a un subordinado el mismo día que descubre un error o una falta. Generalmente, lo hace tres o cuatro días después, o incluso un mes después; busca la mejor ocasión y, una vez que ha congregado a todo el mundo, te hace el máximo daño posible maullando con cara de felicidad. Así pues, como no trató de sermonearme tercamente mientras almorzábamos, pensé por momentos que lo que me tenía que decir era algo bueno, aunque yo seguía sintiendo un mal presentimiento. El optimista hombre-perro tenía desde la mañana un evidente mal presentimiento.

Como era de esperar, al contrario de lo que sucede en el comedor de funcionarios, las máquinas de cocinar de la sala del director no paraban de sacar comidas buenísimas, de gran calidad. Estaba yo comiendo tan ricamente, ajeno a las preocupaciones, cuando el director se limpió la boca con la servilleta y me espetó:

—Dime, ¿sabes algo de Mazang?

—Sí, es un planeta situado un poco más allá de Pikos, ¿no? Todavía no tiene trato con la Tierra.

—Verás, es que hemos decidido establecer relaciones diplomáticas con ellos —dijo el director con un suspiro—. Se trata de comercio, ¿sabes?

«¡Vaya!», pensé, y me lo quedé mirando. Tenía la cara compungida. Yo también me limpié con la servilleta, a la vez que se me pasaba por la cabeza: «¿Por qué será algo tan triste tener trato comercial con Mazang?».

El director, con el semblante cada vez más sombrío, me dijo:

—Tenemos que construir una embajada en Mazang y poner un embajador al frente.

—Sí, claro —afirmé con la cabeza—. Es normal.

El director prosiguió mientras se removía en el asiento:

—Los mazangianos hablan con un estilo articulado.

—Ah, pues eso los hace diferentes, ¿no? El embajador tendrá que practicar para hablar sólo en estilo articulado. Aunque, desde luego, el tener que aprender desde cero el idioma mazangiano debe de ser difícil.

El jefe pestañeó repetidas veces.

—En fin, el caso es que el idioma de Mazang se habla exclusivamente con articulaciones. Así es la cosa. ¿Tú te refieres a la gramática? En ese aspecto, los mazangianos tiene relaciones culturales con los pikosianos desde hace mucho tiempo, de modo que se puede decir que tienen la misma gramática que ellos.

—Pues con más razón, entonces. Tratándose del pikosiano, habrá muchas personas que lo dominen, ¿no? Y, en consecuencia, podrán aprender fácilmente el mazangiano.

—¿Tú crees? —dijo el jefe con cara de extrañeza, mientras me miraba fijamente.

—¡Hombre, claro! —le respondí, devolviéndole la mirada también con aire de extrañeza.

—¡Sí, por supuesto!

—Pues eso creo yo.

El director, que no hacía más que maullar, se puso radiante de alegría y sacó medio cuerpo sobre la mesa como si quisiera arrimarse a mí.

—Hace un rato estabas haciendo crujir los huesos del cuello, ¿no es así?

—¡Ah, sí! Disculpe —contesté, agachando la cabeza—. Es una manía que se me escapa sin querer. Ciertamente, es un hábito que resulta una ordinariez.

—No, no, si está bien, está bien. —Por fin mostró sus verdaderas intenciones y se puso a relamerse haciendo ruido como si estuviera dando lengüetazos. Si eso lo hubiera hecho otro, habría fruncido el ceño con toda seguridad—. Y… ¿podrías hacerlo otra vez?

—Por supuesto que sí —dije doblando el cuello a derecha e izquierda y haciendo sonar las articulaciones una por una.

—Fíjate, lo has hecho hace nada y ahora has logrado que suenen de nuevo.

—Y creo que puedo hacerlo una vez más —dije volviendo a hacer crujir el cuello con ánimos renovados.

—¡Muy bien! ¡Increíble! —dijo el jefe mirándome de cintura para arriba, a la par que se echaba ligeramente hacia atrás—. Y las otras articulaciones, ¿también las puedes hacer crujir? Creo que de vez en cuando también haces sonar las de los dedos, ¿no?

—¡Cómo lo sabe! —contesté rascándome la cabeza—. Seguro que le molesta mucho.

—Para ser francos, es cierto que es una manía que no me agradaba —dijo el director revelando lo que pensaba, cosa rara—. Sin embargo, en estos momentos no viene al caso hablar de eso. ¿Eres capaz de hacer crujir todas las articulaciones de los dedos?

No acababa de entender cuáles eran las verdaderas intenciones del director, pero la cuestión es que, con la rectitud que caracteriza a un hombre-perro, no sólo hice sonar todas y cada una de las articulaciones de los dedos de ambas manos, sino también las de las muñecas.

—¡Es increíble! ¡Sí, señor! Y, dime, ¿a que también puedes hacer crujir las articulaciones de los pies?

—Sí, sí que puedo. —El director se quedó con la boca abierta mientras miraba cómo me disponía a quitarme los zapatos—. Pero, dígame, en realidad, ¿qué es lo que pretende de mí?

—Bueno, verás, perdona. Te he puesto a prueba porque dudaba de tus capacidades —dijo el director—. Está bien. Lo que quiero decir es que no hay otra persona más adecuada que tú para ir a Mazang.

Por momentos, me quedé sorprendido.

—¿Como oficial traductor?

—No. Como embajador.

Me quedé pasmado. El director me dijo sonriendo:

—El Ministerio de Asuntos Planetarios estaba buscando una persona capacitada para ir a Mazang. Está claro que, tratándose de ti, te será muy fácil aprender su idioma.

—Pero si yo no tengo la categoría para ser embajador…

—Eso no importa. Te haré ascender tres grados de golpe.

—No hace falta que se moleste, estoy seguro de que habrá montones de candidatos a embajador.

—Sí, pero esas personas no saben hablar con estilo articulado. En cambio, tú…

Por fin me di cuenta del malentendido y me sobresalté.

—¡Ni hablar! Yo no seré capaz de aprender un idioma tan complicado.

El director general entrecerró sus ojos de gato.

—Hace un momento has dicho que se podía aprender fácilmente. ¿No lo habrás dicho de manera irresponsable pensando que no iba contigo, verdad?

—¡No, qué va, no! —dije agitando frenéticamente las manos ante él, como si intentara desprenderme de la maldición del hombre-gato—. Pensaba que al hablar de «estilo articulado» se refería a lo que en gramática se entiende por eso, es decir, «el paso de un sonido a otro mediante el cambio de posición de los órganos de la voz».

—Pero ya te he comentado que la gramática es la misma que la de Pikos. Hace un momento has dicho que eso era muy propicio.

Emití un ladrido y me puse de pie.

—No, por favor. No quiero ir a un sitio tan lejano. Además, por lo que he visto en fotografías, los mazangianos son unos seres con una forma repugnante.

—¡Habrase visto! ¡Qué imprudencia! ¿Qué es eso de que tienen una forma repugnante? Precisamente han desarrollado el estilo articulado porque tienen ese cuerpo —dijo el director levantándose del asiento—. Si te asciendo tres grados de golpe, cuando termines el mandato podrás volver a la Tierra y convertirte en director general. ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

—Pero estoy seguro de que no se ha decidido aún cuándo acabará el mandato, ¿a que no? —respondí. Conocía a un embajador al que, tras haberse especializado en un idioma especial llamado «aradosk», le hicieron ir a un planeta que estaba «en el quinto pino», donde vivían unos elefantes rosados con un grado de civilización bajísimo. Pues bien, no pudo regresar a la Tierra en toda su vida porque no le encontraron sustituto.

—Pero, bueno, ¿qué es esto? Es una orden —dijo el jefe, e intentó calmarme—: Sólo son tres años, hombre.

Aunque la duración del mandato estuviera decidida, lo cierto es que el Ministerio de Asuntos Planetarios lo podía aplazar a su antojo en cualquier momento. Sin embargo, no hice nada por responderle y me volví a sentar dándole vueltas al asunto. «Si rechazo la propuesta, está cantado que la venganza del gato será terrible, y dudo mucho que me asciendan en el departamento si me libro de ir a Mazang».

—No quiero que pienses que el mazangiano es un idioma tan difícil —me dijo el director esbozando una sonrisa de triunfo. Desde su punto de vista, relegaría a un lugar lejano a un subordinado con manías que a él le desagradaban y, al mismo tiempo, siendo yo un candidato apto para desempeñar el puesto de embajador de Japón en Mazang, podía conseguir muchos puntos ante las altas esferas del Ministerio—. Al tratarse en principio de un intercambio protocolario de embajadores, apenas tendrás que enfrentarte a asuntos complicados. Bastará con que te manejes en la conversación diaria. El negocio consiste en que, una vez al mes, los de Mazang nos envíen una cantidad estipulada de uranio a la Tierra y, a cambio, nosotros les hagamos llegar sal. Tú no tendrás que hacer prácticamente nada. Es un trabajo muy sencillo. Y, aun así, está bien pagado y proporciona una buena posición. ¿Qué te parece? ¿Eh? ¿Eh? Mañana empezarás a aprender mazangiano con un profesor nativo que está en la Tierra. Tratándose de ti, estoy convencido de que lo aprenderás enseguida. Jo, jo. Jo, jo, jo, jo, jo. Jo, jo —maulló el director adoptando el aspecto de un manekineko[28] para después levantarse de un salto.

Al día siguiente comenzó, pues, el estudio intensivo del idioma.

Para mi sorpresa, el profesor nativo hablaba nuestra lengua con extraña fluidez (para ser de Mazang). Lo curioso es que, al parecer, los mazangianos no habían desarrollado el estilo articulado porque fueran mudos.

Se puede decir, en todo caso, que Mazang es un planeta que ha desarrollado una cultura propia, si bien la composición de su atmósfera y el tiempo meteorológico son prácticamente iguales a los de la Tierra, y parece ser que los mazangianos que vivían aquí hace mucho tiempo hablaban pronunciando los mismos sonidos que los terrícolas. Sin embargo, en un momento determinado se fue extendiendo entre los jóvenes un sentimiento de desconfianza hacia la elocuencia de la letra impresa, y se convirtió en una costumbre sumamente grosera hablar gritando como si se leyera un texto; y el estilo articulado, que hasta entonces había sido un tipo de lenguaje corporal, pasó a ser el idioma común de todos los mazangianos. Por consiguiente, mi profesor solía mostrarse reacio a emitir palabras con la voz, ya que le daba muchísima vergüenza.

En todo caso, en el idioma mazangiano también había letras, que se utilizaban desde la noche de los tiempos cuando uno escribía una carta, en los impresos, en despachos diplomáticos o en obras literarias. En consecuencia, si las cosas se complicaban al hablar, uno podía comunicarse por escrito, aunque, al tratarse del puesto de embajador, me veía obligado a comprender bien la forma protocolaria de una conversación cotidiana, y también a ser capaz de hablar en cualquier momento y lugar de cosas complicadas. Todo esto debía tenerse en cuenta.

La forma del cuerpo de los mazangianos se asemeja muchísimo a la de los terrícolas, pero en su conjunto son tan delgados que parecen esqueletos, a excepción de la cara, que es perfectamente redonda como un globo. Lo único que tienen desarrollado son las articulaciones, con una hinchazón a modo de protuberancias. Por eso decía yo que eran seres con una forma repugnante. Sin embargo, tanto los lugares donde tienen las articulaciones capaces de crujir como el número de ellas son prácticamente idénticos a los de los terrícolas.

Las articulaciones que más se utilizan son, como es lógico, las que más suenan y las que son más fáciles de hacer crujir. En esto, pues, sucede lo mismo que con los terrícolas, lo cual está bien. A saber: las articulaciones que hay entre los metacarpos y las falanges de ambas manos, o sea, la raíz de los dedos de las manos; a continuación, las articulaciones existentes entre los metatarsos y las falanges de ambos pies, o sea, la raíz de los tarsos. Después vendrían las dos muñecas, o lo que es lo mismo, las articulaciones radiales, y, sobre todo, lo que yo suelo hacer sonar con más frecuencia: los huesos del cuello, o sea, el atlas; los tobillos, o sea, la articulación tibiotarsiana; y la primera y la segunda falange de manos y pies. La falange de los dedos es difícil de hacer crujir y emite un sonido muy pequeño, así que se utiliza poco, comparativamente hablando.

Para poder hacer sonar los metatarsos, los mazangianos van siempre descalzos. Y yo también tendré que hacer lo propio cuando vaya a Mazang, como está mandado. Después, en caso de que quiera hacer crujir las articulaciones de los pies en plan cortés, tendré que usar las manos. Pero en plan coloquial, o si se tiene prisa, está permitido hacer sonar los metatarsos o los empeines de los pies ejerciendo presión contra el suelo o el parqué.

A modo de ejemplo, si se hace crujir la primera falange del dedo pulgar de la mano derecha, luego el tobillo, y finalmente la segunda articulación del dedo corazón de la mano izquierda, significa «una persona considerada», o «una persona comprensiva». Ahora bien, si cuando estamos haciendo esto no nos suena el tobillo, se convierte en «tonto», es decir, se confunde y se cambia el significado por completo. Y no sirve de nada que intentemos engañar al interlocutor hablando como si no hubiera pasado nada, o diciéndolo en otras palabras, por lo que el estilo articulado resulta muy complicado en este caso.

Hay ocasiones en las que hay que hacer crujir varias veces la misma articulación. En la mayoría de ellas, se emplean las articulaciones que más suenan; por ejemplo, si se hace crujir cuatro veces, dos a la derecha y dos a la izquierda, la raíz del dedo índice, quiere decir «perdón», o «discúlpeme». Pero esto resulta muy difícil para los terrícolas, y, en mi caso, muchas veces no puedo hacer crujir la raíz por segunda vez. Si no suena la segunda vez a derecha e izquierda, el significado se transforma en: «¡Haz lo que quieras!»; y si sólo falla la izquierda, significa: «¡Que te zurzan!». Si es la derecha la que no suena, se torna en: «¡Vete por ahí!». Por todo ello, me ejercité con todo mi empeño. Si fallas, aunque tengas intención de disculparte, se interpreta como que buscas pelea. Hay otras técnicas avanzadas. Por ejemplo, tomemos la palabra «diluvio». Para decir esto hay que hacer crujir cinco veces seguidas la raíz del dedo corazón de la mano derecha, pero, bueno, como es algo que apenas se utiliza, no hay por qué preocuparse, ya que si sólo suena cuatro veces, quiere decir «inundación», y si lo hace tres veces, «riada». En fin, que se entiende perfectamente.

Según parece, cuando la conversación se refina y sutilmente va complicándose, llegan a entrar en juego la articulación radio-cubital, la rotular, la del omóplato o la coxofemoral y, finalmente, la sacroilíaca, pero esto está fuera del alcance de los terrícolas. Las personas como yo, aunque practiquemos mucho, sólo podemos hacer sonar la articulación cubital de chiripa. Pero no suponía ningún inconveniente en las conversaciones cotidianas más comunes. Ahora bien, lo que sí suponía un problema era la palabra «uranio», de uso muy frecuente e inevitable en las conversaciones con altos funcionarios del gobierno de Mazang al tratarse de un artículo de comercio. Para decir «uranio», había que hacer crujir una vez el hueso del cuello y después hacer sonar, a derecha e izquierda y al mismo tiempo, la articulación coxal, lo cual me costaba horrores. El profesor mazangiano que me daba clases me enseñó cómo hacerlo: bastaba con torcer un poco hacia dentro las ingles; pero para mí era demasiado. Al principio no me sonaban en absoluto, pero al poco empecé a hacerlas crujir hasta cierto punto; debía saltar lo más alto posible y después caer al suelo con las piernas abiertas y arqueadas. Esos pasos me parecían algo grotesco, así que rezaba para que los artículos de comercio no fueran tema de conversación en los actos públicos, como la fiesta de bienvenida del embajador. Y es que, claro, era la postura que se adopta al hacer aguas mayores en un retrete de estilo japonés.

En su origen, desconocía si en el estilo articulado se transmitía al interlocutor el contenido de la conversación mediante los sonidos peculiares de las articulaciones, o bien era porque se transmitía la conversación para saber qué articulaciones se hacían sonar. El hecho es que, como me preocupaba un poco, se lo fui a preguntar al profesor mazangiano. En definitiva, en caso de que se difundiera mediante los sonidos, estaba claro que el ruido emitido por mis articulaciones sería muy diferente al de los mazangianos, y es que había muchas articulaciones que emitían el mismo sonido. Y, por si fuera poco, resultaba dificilísimo distinguir el ruido de las articulaciones de los mazangianos.

Lo que me respondió mi profesor me tranquilizó bastante. Al parecer, en su origen no era más que un estilo desarrollado a partir de un lenguaje corporal, en el que no había un protagonismo ni de la vista ni del oído. Por lo tanto, cuando se conversa, se revela todo el cuerpo al interlocutor, y se dice que hay que hablar con gestos muy exagerados para que el otro sepa qué articulación se está haciendo crujir. Sin embargo, hay que emitir obligatoriamente algún ruido con las articulaciones, por pequeño que sea. Si sólo se finge que se hace ruido, entonces el otro no nos hace ningún caso. En especial si hablamos con un ciego, ya que éste sólo puede distinguir los sonidos. Por contra, podemos decir que si se trata de un sordomudo, se convierte en un estilo muy práctico. Sin embargo, parece ser que la palabra «mudo» designa en mazangiano a un paciente idiosincrásico que no es capaz de hacer sonar las articulaciones.

Tras cerca de cuatro meses de duro estudio, me subí a la misma nave espacial abarrotada de sal que inauguraba los viajes regulares, y me fui a Mazang, lejos de mi familia. Pero, bueno, tampoco es que hubiera estado cuatro meses practicando tan sólo el estilo articulado. También aprendí sus costumbres, a tener buenos modales, etcétera, además de estudiar el idioma escrito en letras, que es el original de Mazang, y la pronunciación necesaria para contactar con la Tierra. Mis conocimientos de la gramática pikosiana me resultaron muy útiles.

Lo primero que me llamó la atención al llegar a la capital de Mazang fue la tranquilidad que reinaba. Al parecer, era algo natural puesto que se consideraba una descortesía emitir sonidos. Así, por ejemplo, los coches no hacían sonar el claxon ni se oía el ruido de los motores. Y en las fábricas tenían instalados aparatos para insonorizarlas totalmente. Por lo que me contaron después, se dijo que la nave espacial en la que viajábamos, al aterrizar, «había emitido un estruendo tan grande que en cientos de años jamás se había producido nada igual». Tanto es así que parece que incluso se produjeron algunas muertes como consecuencia del ruido atronador.

Sin apenas tiempo de tomarme un respiro en el pequeño y céntrico edificio de la embajada, me llevaron sin dilación a la recepción de bienvenida. Allí el jaleo brillaba por su ausencia; tan sólo sonaba una música relajante para no entorpecer la conversación a través de las articulaciones. Ni que decir tiene que no había ninguna persona indiscreta a mi alrededor que fijase su atención en mí y alzara la voz. En la Tierra, el profesor me había advertido de que cuando estuviera aquí tuviera mucho cuidado con reírme o llorar en voz alta, porque era una gran descortesía hacia los demás; se consideraba que quien lo hacía tenía una inteligencia comparable a la de un bebé. Otra cosa era sonreír, dado que era un tipo de lenguaje corporal. Eso sí era algo muy bueno, y de hecho en la recepción casi todos los invitados me devolvían la sonrisa al verme.

Me presentaron a los altos funcionarios, a las personalidades civiles y a gente del mundo de la cultura, así como a sus respectivas esposas, y mientras me manejaba desesperadamente en el estilo articulado, fui llegando a la conclusión de que, para los terrícolas que no estábamos acostumbrados a ella, esta forma de comunicación era muy incómoda, y que acaso era un estilo que demuestra una gran cultura y refinamiento. En resumidas cuentas, puesto que se trata de un estilo en el que todas las personas presentes deben prestar atención al que está hablando, se rechaza de forma natural a todos los maleducados que osan inmiscuirse en la conversación. Ahora bien, aunque uno quiera inmiscuirse, no llama la atención de los demás a no ser que haga más ruido con las articulaciones que la persona que está hablando. Esto hace que se establezcan conversaciones muy corteses.

Por otro lado, también había invitados que llevaban en los dedos anillos con micrófonos para amplificar el ruido de sus articulaciones, pero esto era algo reservado a las mujeres, que sólo podían emitir un pequeño ruido articular.

Una vez me quedé sorprendidísimo cuando un tipo se dirigió a mí hablando. Se limitó a decirme:

—Soy mudo, así que le ruego que me disculpe…

Yo estuve a punto de contestarle: «¿Es que acaso no estás hablando?», pero por fin me acordé de lo que me habían enseñado en la Tierra: que era un paciente idiosincrásico. Al parecer, por el hecho de ser mudo no se le discrimina. Llevaba un fular rojo que lo identificaba como alto funcionario del Gobierno. El caso es que resultó verdaderamente curioso escuchar cómo se disculpaba larga y pesadamente, en voz baja, con una letanía sin fin: «Ser mudo es algo muy incómodo…», bla, bla, bla. Yo ignoraba si las personas que se desenvuelven en el idioma mazangiano debían hablar con este tipo de individuos, o bien saludarlos en estilo articulado, así que me quedé un tanto desconcertado, pero enseguida recordé las palabras de mi profesor: «Lo más educado consiste en no emitir sonido alguna con la boca», y por consiguiente me expresé en estilo articulado. Ciertamente, creo que de esa forma me adecué perfectamente a las normas de cortesía.

El lugar donde se celebraba la recepción se quedó a oscuras y un foco alumbró una zona elevada junto a la pared. Era como si quisieran que todo el mundo mirara hacia allí. Poco después subió al estrado el Ministro de Asuntos Exteriores, al que me habían presentado hacía unos momentos, y empezó a pronunciar un discurso para darme la bienvenida. Como era de esperar, el Ministro habló un estilo articulado con elegancia y unos modales exquisitos. Al final, me presentó y se bajó de la tarima.

En ese momento, me enfocaron con la luz. El foco empezó a moverse como si me guiara hacia un determinado lugar; como si me dijera que subiera a la tribuna. Me había hecho a la idea de que tenía que pronunciar un saludo por la toma de posesión, y para eso había estado practicando, de modo que me dirigí hacia el estrado guiado por el foco.

En la tribuna habían colocado un micrófono a la altura del pecho, y en el suelo habían puesto otro. Eran para amplificar y difundir por toda la sala el sonido de las articulaciones de manos y pies. Total, que hice una reverencia y me dispuse a hablar. Lo que pasó es que, como había estado conversando con muchas personas desde hacía rato, había articulaciones que ya no me crujían, y, además, era un estilo articulado aprendido de forma improvisada. Sudé la gota gorda. Creo que para los mazangianos que estaban en primera fila debió de ser, sin duda, un discurso disparatado, bastante corto y que terminó a trompicones. Posiblemente no habrían escuchado nada igual hasta entonces.

—Soy el embajador de la Tierra, que ha sido presentado hace unos momentos por el Ministro. Estoy muy contento de haber venido a este planeta. Esto tiene relación con el comercio de un mazangiano en la Tierra, y ha empezado en gran medida. Por ello, estoy muy contento de haber venido. No obstante, ese animalito embajador no se muere enseguida. Y es que no está acostumbrado a este planeta. Por fortuna, en estos momentos, de acuerdo con el lugar en el que nos hemos encontrado con uno de todos los de ese lugar, todos los mazangianos, absolutamente todos, están cubiertos de un amable lodo. Yo me acabo de enterar ahora mismo. Me gustaría pedirles algo. Les ruego que Mazang muera cuanto antes y que todos de una. Les pido su colaboración. A partir de ahora. En definitiva, en otras palabras, les mendigo a todos ustedes su colaboración. Si se trata de una muerte ridícula, sean tan amables de prestarme atención. Allí no hay más que uno, así que yo voy para allí.

Por fin me bajé del estrado en medio de una salva de aplausos realizados con el ruido furtivo de las articulaciones. Como cabía esperar, no hubo ningún maleducado al que se le escapara la risa. Pero me pregunto si no habría alguien que luchara desesperadamente para contenerla. Sobre todo tuvo que resultar un enigma la segunda parte, cuando confundí el verbo «hablar» con el verbo «morir» al no poder hacer sonar la segunda falange del dedo meñique de la mano derecha. Pero, bueno, aunque para mí fue algo ridículo, el hecho es que me salió bastante bien tratándose de la primera vez que hablaba en público. A los que se rían, les diría que intenten pronunciar, aunque sea, unas solas palabras en estilo articulado, y verán.

La única ocasión en que me he sentido humillado delante de una multitud ha sido ésa. Los quehaceres de un embajador no son algo que esté reglamentado de forma especial. Aparte del trabajo, poco apropiado para un embajador, de contactar con la Tierra una vez al mes, es decir, cada vez que salía o llegaba una nave con el cargamento regular, mis funciones se limitaban a la asistencia a reuniones protocolarias o recepciones, y el tiempo restante lo empleaba en estudiar el idioma y practicar con las articulaciones.

Así transcurrió un mes, y luego dos, y fui acostumbrándome a los hábitos, la comida y el extrañísimo aspecto de los mazangianos. Además, poco a poco la vida se fue haciendo más llevadera, hasta que, por fin, pasaron seis meses. Quiero decir seis meses según el cómputo terrestre, porque en Mazang ese tiempo equivale a un año y dos meses.

Ese día me propuse ir a una fiesta de hermandad entre embajadores que se celebraba periódicamente; al ser una recepción sólo para los embajadores de otros planetas, suponía un gran desahogo para mí, ya que podía comunicarme con ellos con la palabra. El caso es que mientras me cambiaba de ropa tarareando una canción, me llamaron por videoconferencia desde la Tierra. Me resultó muy raro, porque no era la hora habitual de las comunicaciones, pero me senté delante de la pantalla. Asustado, di un bote de varios centímetros. El que llamaba era el mismísimo Director General de Información del Ministerio de Asuntos Planetarios, aquel maldito hombre-gato que me traía por el camino de la amargura.

—¿Eh?

—¿Qué quieres decir con eso? —me dijo con el pelo alborotado, cosa rara en él—. Ha habido un problema. Tienes que emplearte a fondo para resolverlo. Escúchame bien. Hoy mismo tenía que aterrizar en la Tierra la nave regular, pero, justo antes de llegar, ha sido capturada por las fuerzas rebeldes al Gobierno de la Tierra, que se han apropiado del uranio que llevaba a bordo. Al parecer, la tripulación de la nave de Mazang ha tenido tiempo de llamar a la sede de su planeta, y el Gobierno de Mazang ya está en conocimiento de la situación. Están encendidos de ira. Así pues, no estamos en condiciones de seguir comerciando con el planeta, al no poder garantizar ni siquiera la seguridad de los tripulantes de la nave.

—¡Qué bien! —grité yo sin darme cuenta—. Eso quiere decir que puedo volver a la Tierra, ¿no?

—Pero ¿qué tonterías estás diciendo? —dijo el director fulminándome con la mirada. Tenía las pupilas completamente dilatadas—. La superación de esta crisis forma parte de tu trabajo, y es de tu responsabilidad no escabullirte de los problemas. Desde que empezamos a comerciar con ellos, ya se han fundado en la Tierra más de diez empresas relacionadas con el uranio que nos envían de Mazang. Por lo tanto, si se interrumpe el comercio, estas empresas, que ya han alcanzado un tamaño gigante, caerán inmediatamente en dificultades económicas, y eso también pondrá en peligro la subsistencia del Gobierno. En consecuencia, yo seré despedido. Si eso sucede, te maldeciré.

—Lo siento. Perdón. —Los ojos del director brillaban de una forma especial, así que con la precipitación arañé con ambas manos el espacio que había delante de mí—. Está bien. ¿Qué debo hacer?

—En estos momentos, el Gobierno de Mazang está celebrando una reunión ministerial. Es una conferencia de consulta sobre las medidas que deben tomar tras este incidente. Vete para allá y convéncelos. Échales el discurso de tu vida para que sigan adelante con los indispensables intercambios comerciales.

Me quedé desconcertado.

—Un momento, por favor. Usted sabe que yo hablo como mucho lo indispensable para la vida cotidiana, ¿verdad?

El director levantó la vista:

—Entonces… ¿no has progresado nada en el estilo articulado desde que llegaste? Y dime, ¿qué has estado haciendo cada día, pues?

—No, nada de eso. Por supuesto que he estudiado mucho —me disculpé a la desesperada—. Lo que pasa es que los terrícolas tenemos una serie de limitaciones físicas más allá de las cuales no podemos progresar.

—Pero eso es una obligación que se supone que debías cumplir. Lo siento, no puede ser. ¿O acaso piensas que soy de los que permiten evasivas como que no puedes comunicarte? Muy bien, si dices que no puedes, ¡qué se le va a hacer! En el caso de que se ponga fin a las relaciones diplomáticas con Mazang, nosotros ya no tendremos necesidad de mantener el servicio regular de naves. Y sabes lo que eso significa, ¿verdad? Que, mientras no se restablezca el comercio, no podrás volver a la Tierra en tu vida.

Al oír esto, se me escapó un ladrido y di un salto.

—Lo, lo, lo haré. Convenceré a los miembros del Gabinete como sea.

—¡Hombre! Haber empezado por ahí…

Resoplando, le formulé una pregunta:

—Dígame, ¿qué ha sucedido con la tripulación de mazangianos? Se supone que debían ir cuatro a bordo. Me imagino que los habrán liberado, ¿no?

—Han muerto todos —me contestó el director—. Las estrategias de liberación resultaron infructuosas y los soldados del ejército rebelde acabaron con ellos.

Yo me puse a aullar a todo meter.

—Al menos, me imagino que habrán derrotado a los asesinos, o sea, a esos soldados contrarios al Gobierno…

—Huyeron y, para colmo de males, poco a poco han ido adquiriendo más poder —dijo el jefe mirándome fijamente, tras fruncir ligeramente las cejas—. Lógicamente, tú no cuentes nada de esto. Limítate a decir que estamos luchando con la ayuda de las fuerzas gubernamentales, y que los responsables van a ser eliminados. Que su aniquilación es sólo cuestión de tiempo.

Estaba a punto de echarme a llorar, pero pude decir con voz turbada:

—Si descubren que es mentira, ¿qué pasará? Aunque se restablezca el comercio, si vuelve a haber víctimas entre los mazangianos, me matarán.

—No es ninguna mentira. ¿Qué quieres decir con «si descubren que es mentira»? —el director gritó abriendo su boca completamente roja—. Nuestro ejército está luchando contra ellos de veras —repuso bajando la voz y los ojos—. Al parecer, el que más insiste en interrumpir el comercio es el Primer Ministro. Bastaría con convencerlo a él. Lo has entendido, ¿no? Pues nada, ojalá tengas éxito.

En cuanto se cortó la comunicación por videoconferencia, me puse en pie como si levantara el vuelo, me precipité hasta el botiquín y devoré un montón de reconstituyentes para las articulaciones. Estaba claro que no tendría más efecto si me las tomaba de una vez, pero tenía la impresión de que no podía conseguir mi objetivo sin agarrarme a algo.

Al llegar a la residencia del Primer Ministro, que era donde solían celebrarse las reuniones del Gabinete, entré precipitadamente en la sala de conferencias pese a la oposición del guardia. Los ministros mazangianos debían de suponer que yo acudiría aunque no me llamaran. Se diría que estaban esperándome impacientes.

Estaban reunidos sentados en un semicírculo. Se comunicaban en estilo articulado acomodados en sofás, y no había mesas. Al punto, me planté en medio de ellos y, de pie, me manejé en estilo articulado. Como estaba atolondrado, no podía hablar con propiedad.

—Ahora mismo acabo de recibir una comunicación de la Tierra. Yo he recibido. Es lo que me esperaba. No, no. Es algo triste, la verdad. Es una lástima. Al respecto, para ustedes es algo duro, y yo más aún. Dicen que han vivido y muerto uno de los cuatro tripulantes. ¿Lo han oído?

—Lo hemos oído —me respondió el Primer Ministro, que estaba sentado en el asiento principal. Su cara reflejaba dificultades—. Por lo que a mí respecta, soy de la opinión de que habría que interrumpir el comercio con la Tierra para que no se repita una tragedia de estas proporciones.

Yo me precipité a hablar:

—Pero ¿es que se va a repetir una tragedia como ésta? No, no. —Negando con la cabeza, hice sonar las articulaciones con más fuerza de la necesaria—. En estos momentos, yo no asumo una de las responsabilidades de la Tierra. Si no es así, yo no puedo regresar. En aras de la seguridad, al parecer aquel misterio asume la responsabilidad. La seguridad es del misterio. El misterio es la garantía de todo el Gobierno de la Tierra. Díganme que lo jure. Rectifico. Juro que no es así.

Había confundido «Ministerio» con «misterio». El Ministro de Asuntos Exteriores, que estaba observando con gesto de frustración mi desesperado intento por articular las palabras, medió en la comunicación.

—El caso es que, por mucho que usted nos lo jure o que el Gobierno de la Tierra lo garantice, lo cierto es que hay unas tropas que están a punto de provocar una revolución, así que nosotros no podemos estar tranquilos en absoluto.

—Eso está bien. ¿Está bien? Está bien —recalqué—. Ya no hay fuerzas aliadas. Hay enemigos. Los hay. Ganaremos, perderemos. No hay enemigos. Está bien. —Me puse de los nervios porque no me acordaba de la palabra «guerra»—. Ganaremos, perderemos. Y, además, ganaremos. Una de dos, seguro.

—Entonces, si se acaba esa guerra, ¿se restablecerán las negociaciones comerciales? —preguntó el Ministro de Asuntos Exteriores.

—Es la guerra. Guerra —dije yo poniéndome de pie—. Esto…, una vez que acabe, las conversaciones aquí y allá son inútiles. Si se interrumpe un comercio, bajará la industria hacia el interior. Hay mucha gente. La vida morirá. —Como estaba haciendo un esfuerzo titánico, empezaron a fallarme algunas articulaciones.

—A partir de ahora, más que el comercio… —dijo el Ministro de Información conteniendo su ira y haciendo sonar sus articulaciones con frialdad—. Respecto a los tripulantes fallecidos y a la nave en la que viajaban, me gustaría preguntarle cómo piensan compensarlo.

—A ese respecto, hagan lo que quieran. Rectifico. Hagan lo que quieran. Rectifico. Hagan lo que quieran. Rectifico. Hagan…

La articulación de la raíz del dedo índice me empezó a fallar; las estaba pasando canutas. Todos los ministros gesticularon para mostrar que lo entendían.

—El asunto de las familias de las personas después de haber sido asesinados los tripulantes es un engorro. Lo veo. Es toda una vida. Lo veo. Rectifico. Daremos el dinero que vemos. —«Al menos me perdonarán que me tome esta licencia sin consultar a nadie», pensé. El problema era la palabra «nave» de «nave espacial»; empezó a fallarme la articulación de la muñeca derecha y no me salía, así que volví a pasarlas canutas. Tenía que cambiarla por otro vocablo—. Sobre el asunto de que fuera a algún lugar el «boga, boga», en el «boga, boga» de la Tierra, el venir a este planeta era el «boga, boga» de la Tierra. El volver también era «boga, boga» de la Tierra. Por eso, la necesidad de «boga, boga» de este planeta a partir de ahora no existe. Por eso, por eso… —La articulación del dedo meñique me empezó a fallar—. El «chof chof» de este planeta, a partir de ahora no es nada triste. En absoluto existe el camino de la bebida del «chof chof». La sal desde aquí del «chof chof» es sal de la sal. Hasta ahora, sal. Esa sal es, a partir de ahora, sal de sal.

El Primer Ministro dijo mirando a sus ministros:

—Este hombre no hace más que decir que van a compensarnos con un cargamento de sal; que el servicio regular de naves correrá totalmente a cargo de la Tierra, o que van a compensar económicamente a las familias de las víctimas. En resumen, las indemnizaciones de las que habla son todas de tipo material. No veo que haya buena fe por su parte.

Yo me apresuré a dar un paso adelante y le dije al Primer Ministro:

—La buena fe, le pido que la tenga. —Excepto el Primer Ministro, todos los demás miembros del Ejecutivo mostraban un semblante que parecía indicar que estaban de acuerdo con las condiciones que yo había expresado. Pero yo tenía cada vez más articulaciones que no me sonaban—. Esa buena fe me saca sangre. El Gobierno de la Tierra no es más que un ogro, ¿está caliente? Sí, lo está. Lo que no hay es eso. El desnudo es natural. Eso es uno de nada. Sí, sí hay algo. Como todos se han quedado sin lágrimas, eso es todo. Como lo tienen, no se preocupen, porque todos vosotros sois gilipollas. Como nosotros no estamos mirando, una forma de decirlo no se puede decidir de antemano. ¡Eh! Esto es. ¡Hola! Disculpen, pero lo que estoy hablando ahora se acerca a una gilipollez.

Me impacienté porque cada vez decía más incoherencias. Por si fuera poco, a la incoherencia del discurso se le sumaban ahora la falta de educación y la descortesía. Y el motivo es que, como sucede en la Tierra, las palabras descorteses con las que se injuria a alguien suelen ser cortas; así, al no poder hacer crujir las articulaciones que hay que utilizar, se acortan las palabras y se alteran el lenguaje honorífico y las palabras corteses, y entonces se acaba por decir palabrotas. Puesto que hacer enfadar a los miembros del Gabinete supondría un grave problema, continué produciendo sonidos a base de doblar con todas mis fuerzas las articulaciones que no me crujían. Aun así, fueron en aumento las palabras descorteses que se mezclaban en el discurso, y tanto al Primer Ministro como a los demás asistentes se les empezó a teñir la cara de rojo de la indignación. Pensé que aquello no podía ser y, aguantando el dolor, seguí haciendo crujir las articulaciones a la fuerza. Por fin, me sonaron las de los tobillos, pero me disloqué el hombro izquierdo. Las demás articulaciones también se me enrojecieron y se me hincharon y, cada vez que hacía el gesto de doblarlas, la cabeza me daba vueltas, se me nublaba la vista y sentía un dolor que, sin darme cuenta, me hacía pegar un bote. Pero no podía permitirme vociferar o gritar. Apreté los dientes y, gimoteando por lo bajinis continué haciendo sonar las articulaciones.

—La risa de ese tejado. No hay. Ya es distinto. Mierda. Pero idos un poco por ahí, por aquí. Ahí vais y os morís. Yo no tengo aquello de un planeta. Vosotros, que estáis un poco allí, ¿sois el cono de una mujer?

La cara del Primer Ministro se ruborizaba cada vez más, y hasta se le marcaban las venas de la frente. Se le hinchó la cabeza, ya de por sí redonda como un globo, y en esos momentos parecía que le iba a estallar.

El Ministro de Economía intervino en estos términos:

—Primer Ministro. Todo parece indicar que los terrícolas no son capaces de entender el concepto abstracto de la indemnización espiritual. Sólo piensan en una restitución material. Si ésa es su peculiaridad, creo que no hay por qué contradecirlos, ¿no le parece? Si lo que desean es compensarnos con sal, pues aceptémosla. Además, de su propuesta se desprende que en la Tierra no necesitan tanto el uranio como nosotros la sal. En consecuencia, podemos cambiar el uranio por otro producto que tenga menos importancia para nosotros.

Yo perdí la serenidad. Si dejaban de enviar uranio a la Tierra, se acabaría el Gobierno actual y, en consecuencia, yo no podría regresar jamás.

—Espere. Espere un montón. Esto, espere esto y aquello. Los pelos de mierda de las personas que van cambiando. En cualquier caso, está bien recibir lo de ahora. Dénoslo. Esto, el viejo verde tal cual no va a cambiar. Esto apesta, tú. El que disimula ¿es la mujer de estos tiempos? ¿Es un retrete?

Me falló la articulación de la muñeca derecha y me fracturé el hueso del dedo corazón de la mano izquierda. Me retorcí por el intenso dolor. Pero no podía dar por finalizado el asunto así como así. Como fuera, tenía que producir el sonido correspondiente a «uranio», que tan problemático me resultaba. Ahora bien, aunque hiciera crujir la articulación coxal a derecha e izquierda simultáneamente, me temblaban las articulaciones de ambos tobillos, y al haberme dislocado el hombro izquierdo, no podía saltar muy alto ni, en consecuencia, caer. Eché un vistazo a mi alrededor. En un rincón de la sala había una consola con un florero. Hasta allí me fui casi a rastras. Dejé el florero en el suelo y me encaramé a la mesita. En primer lugar, hice sonar una vez el hueso del cuello, y después con las piernas arqueadas, salté al suelo. Se oyó un ruido muy desagradable y me falló el grado de abertura de la coxal, que era de 180 grados. Las piernas se me quedaron abiertas en forma de M.

Me arrastré por el suelo. Sentía un dolor tan agudo que, de repente, se me salió la lengua de la boca. A pesar de todo, todavía me quedaban cosas que decir. A la desesperada, me manejé con las articulaciones que me seguían crujiendo. Sin embargo, era triste pensar que no entendían lo que yo decía. Si lo hiciera por escrito con todas mis fuerzas, sería lo mismo.

—Dénmelo. La flor de carne del final. Una cosa quiero decir ahora, un mundo de gusanos de retrete. No habrá otra cosa, después de la bola de una mujer. ¡Hola! Aquí, con la forma de la sombra de un lerdo repugnante, le daré un golpetazo con la cabeza. Todos vosotros habéis venido con la mierda. Largaos. Haceros una paja y nada más.

La cara del Primer Ministro estaba tan congestionada que casi le manaba sangre de los poros, y, en un abrir y cerrar de ojos, palideció y se cayó al suelo gimiendo que a lo mejor había sufrido una hemorragia cerebral. Se armó un gran alboroto. Todos los miembros del Gabinete se olvidaron de mi presencia y se acercaron corriendo a donde estaba el mandatario.

Pensé que aquello ya no tenía arreglo y me resigné. «No he logrado persuadirlo», pensé. Noté que iba perdiendo el conocimiento.

Una vez que recuperé la conciencia, le pregunté a una persona y, para mi sorpresa, por vez primera me enteré de que las maniobras de persuasión habían sido un éxito. La Tierra y Mazang habían restablecido sus intercambios comerciales. El porqué, no acierto bien a comprenderlo.

Por otro lado, al Primer Ministro se le había puesto la cara tan roja, no porque estuviera enfadado, sino por haberse visto obligado a contener la risa. Como supone una descortesía reírse, estuvo conteniendo la respiración mientras escuchaba mis palabras sin sentido. Hasta que por fin perdió el conocimiento, para después, claro está, recuperarlo.

Por lo que a mí respecta, me llevaron a un hospital en cuanto recobré el aliento, ya que mi cuerpo no volvía a su ser. Al parecer, tenía todos los huesos y articulaciones en un estado bastante lamentable, y aún ahora estoy convaleciente en un hospital de Mazang. Por cierto, ese hospital se llama Afasia.