MANERAS DE MORIR

Cierto día, de repente, se presentó un oni[11] en la empresa.

Tenía la piel roja[12], sus brazos eran como de roble y llevaba una barra metálica con botones de hierro. Con ella destrozó la puerta de la sección segunda del departamento de cálculo de costes. En ese momento nos encontrábamos en la oficina los diez empleados, incluido el jefe de sección. Como siempre, éste estaba sentado de espaldas a la pared, al fondo de la estancia. Los nueve empleados estábamos dispuestos en filas de a tres enfrente del jefe, como si se tratara de un aula escolar. Mi asiento era el primero de la fila izquierda. Cuando el oni entró por la puerta, el asiento más cercano a él era el último de la fila derecha, así que el mío era el más alejado, exceptuando el puesto del jefe de sección.

Al oír el ruido provocado por el derribo de la puerta, todos nosotros, que estábamos realizando trabajos de cálculo, levantamos la vista y clavamos la mirada en el oni. El que estaba sentado en el último asiento de la fila derecha era Ichinose[13], un hombre campechano con buena reputación entre las empleadas de la empresa. Justo después de que el oni entrase, Ichinose se quedó mirando cómo blandía la barra de hierro en posición de ataque y, creyendo que se trataba de alguien de la oficina que estaba haciendo una travesura, agitó levemente una mano y forzó una sonrisa como diciendo: «Venga, hombre, déjate ya de bromas». Acto seguido, volvió a centrar su mirada en los documentos que tenía sobre la mesa.

El oni dejó caer su barra de hierro sobre la cabeza de Ichinose. No sé si fue por la puntería con que le acertó, pero el caso es que la cabeza se hundió casi por completo entre los hombros. Los huesos de la parte superior de la cabeza se le debieron de hacer añicos, porque de entre el cabello sobresalía el extremo puntiagudo de un trozo de hueso blanquecino. Ichinose permaneció inmóvil, con la parte superior del cuerpo ligeramente inclinada sobre la mesa. Entre sus hombros resaltaba con especial fuerza su cabello negro, largo y tupido. Del extremo de la cabeza brotaba un hilillo de sangre que fue resbalando por el pelo, llegó a los hombros de la camisa blanca y de ahí se deslizó hasta el pecho.

Nadie profirió el menor grito. Más que estupefactos por la escena que habíamos presenciado, todos nosotros nos habíamos quedado pasmados por un sentimiento de irrealidad, como si estuviéramos teniendo un sueño que nos sobrepasaba, y no logramos reaccionar de una manera normal como para emitir un alarido. A mí me pasaba lo mismo.

Con parsimonia, el oni levantó la barra de hierro como diciendo: «A ver quién es el próximo». Empezó a echar un vistazo por la sala, y entonces Nitani[14], el que se sentaba a la izquierda de Ichinose, es decir, en el último asiento de la fila del centro, se levantó. Era un varón de treinta y dos años, de piel morena, que pertenecía al sindicato de la empresa. Le encantaba acusar a los demás, y tenía un carácter apasionado y luchador hasta límites insospechados. Apuntó al oni con el dedo y se puso a vociferar:

—Pero ¿qué haces? ¿Tú qué crees que es un ser humano? ¿Un ente insignificante? ¿Crees que está bien ir matando por ahí a personas, así, sin más? ¿Qué mal te ha hecho este hombre para que lo hayas asesinado brutalmente? Por más que seas un oni de verdad, al menos podrías decir algo sobre los motivos que te han movido a matar, ¿no te parece? Y también tenías que haberle dado una disculpa antes de asesinarlo.

En ese instante se oyó un ¡zas! como si alguien machacara una sandía. La barra de hierro del oni se estrelló contra el cráneo de Nitani. Esta vez acertó cerca del occipucio. Nitani se inclinó hacia delante, y su cabeza quedó aplastada encima de los documentos desordenados que tenía sobre la mesa. Los sesos de color marrón grisáceo se desparramaron sobre una lista con el precio de ciertos materiales. Nitani extendió ostensiblemente las manos a derecha e izquierda de la mesa, y empezó a mover compulsiva y frenéticamente las puntas de los dedos como si fuera un pianista.

Mi sangre refluyó al enfriarse. Por eso se me entumecieron las manos y los pies y me quedé inmóvil. Uno tras otro, nos venían a la cabeza conceptos como «pesadilla, “suceso brutal”, infierno» para describir lo que estábamos viviendo en la parte posterior de la sala. Incapaces de pensar en otra cosa, sólo éramos conscientes de que sentíamos lo mismo: quién sería el próximo que iba a ser atacado. El oni avanzó en línea recta hacia la ventana; parecía dirigirse al último asiento de la fila de la izquierda. Pero no, quizá pensaba atacar al segundo de la fila derecha, que estaba más próximo a él en ese momento. Todo hacía indicar que los sentimientos de mis compañeros no diferían mucho de los míos, ya que todos fijamos en silencio la vista sobre el oni, pensando quizá que si dejábamos de mirarlo podíamos perder la vida en cualquier instante.

El oni se volvió hacia Mita[15], el compañero que estaba sentado en el asiento del medio de la fila de la derecha, y de nuevo levantó la barra de hierro, que estaba teñida de rojo por la sangre. Mita era un hombre de piel blanca y baja estatura, al que se consideraba el «payaso» de la oficina. Sus grandes gafas de montura negra acrecentaban si cabe su aspecto de bufón. Como todo el mundo sabía que él era consciente de su propia cobardía y que por eso tenía esa actitud burlona, nadie le hacía caso. Por eso mismo no se inmiscuía en las luchas entre facciones que se libraban dentro de la empresa. Era el momento de que Mita demostrara su única técnica de defensa personal. Se encaramó a la mesa, adoptó una ridícula pose pegando su entrepierna a las rodillas y, con gran afectación, levantó una mano temblorosa.

—Bueno, bueno, señor oni. No se me acerque, ¿eh? Ni se le ocurra —dijo contoneándose—. Le he dicho que no se me acerque.

El oni avanzó un paso en dirección a Mita.

Mita se puso a cantar con los ojos abiertos de par en par:

—Momotarō. El hombre nacido de un melocotón[16]… No me das ni pizca de miedo, que lo sepas. —Se sentó a la japonesa[17] encima de la mesa y se dispuso a contar un chascarrillo[18]—: Normalmente, al oni del cuento se le llama oni, pero en su origen era un ovni, es decir, un platillo volante. El caso es que venía en la dirección «buey-tigre», es decir, por «la puerta del oni»[19]. Y bueno, en esos momentos llevaba puesto un taparrabos de piel de tigre.

Antes de que se le ocurriera el desenlace del cuento, Mita quedó aplastado por la barra de hierro del oni. De la masa informe que quedó machacada sobre la mesa sobresalían dos brazos y dos piernas apuntando en todas direcciones. El oni sacudió el extremo de la barra de hierro, donde se habían quedado enganchadas las gafas, que, por lo visto, le molestaban.

Llegados a este punto, ¿a por quién iría a continuación? Nadie podía saberlo, hasta que se fijó en Yonke[20], el que se sentaba en la primera mesa de la fila de la derecha. Era un varón de unos cuarenta años muy serio y formal, del que se diría que había nacido para calcular. Era eso lo que le hacía arrugar la frente cuando oía algún chascarrillo, y se extrañaba cuando alguien le gastaba una broma. Por ejemplo, cuando surgía un tema de conversación irreal, como un fenómeno misterioso, Yonke mostraba sin tapujos un semblante de desprecio. Pero el caso es que el oni había aparecido de verdad, y como ya había asesinado a varios compañeros delante de todos, seguro que ni el mismo Yonke podía negar que la situación fuese real en esos momentos, y tampoco podía escapar. Si era fiel a sí mismo y negaba la existencia del oni, no podría mostrar ninguna reacción ante él, ni tampoco poner pies en polvorosa. Y si era fiel a sí mismo hasta el final ignorando la existencia del oni, no tendría más remedio que ser asesinado.

«¿Qué pensará hacer?», discurrí yo. «¿Reconocerá la existencia del oni y escapará a la muerte, o bien la negará hasta el final y pensará morir en silencio, aplastado por la barra de hierro?».

Me quedé admirado por el hecho de que la estructura mental del ser humano se ajuste sin contratiempos al dilema de escoger entre dos opciones: la propia opinión y la autoprotección. Yonke buscó un pretexto para huir de esta situación negando la existencia del oni, como había hecho hasta entonces. Había permanecido inmóvil observando la conducta del oni hasta que asesinó a Mita, y al darse cuenta de que le acababa de dirigir una mirada hostil, fijó la vista en los documentos que tenía en la mesa y ladeó visiblemente la cabeza.

—¡Qué raro! Este coste vuelve a estar equivocado. Probablemente el tipo del departamento de materiales ha escrito el precio del mes pasado —dijo Yonke en voz alta para que lo oyeran todos los del departamento y, por supuesto, para que llegara también a oídos del oni. Se levantó llevándose los documentos—. Nada, voy al departamento de materiales a preguntarles qué ha pasado.

Realmente, mantenía la calma como si el oni no estuviera allí, y una vez más miró los documentos y ladeó la cabeza. Se puso a caminar con paso rápido al lado de la pared y se dispuso a ir hacia la puerta pasando por delante del oni.

A diferencia de como había hecho hasta entonces, el oni no levantó la barra, sino que, al estar Yonke en movimiento y resultarle difícil fijar su objetivo, blandió la barra horizontalmente como si cortara el aire, para acabar atizándole a Yonke en la mejilla con la parte de la barra cercana al extremo. El hueso temporal y el pómulo de Yonke se estrellaron contra la pared hechos añicos. La cabeza quedó totalmente aplastada. Se oyó un ruido enorme como no se había oído hasta entonces, la pared retumbó y destelló el fluorescente del techo. La cara aplastada de Yonke se quedó pegada a la pared por la fuerza de adhesión de los músculos; los dos ojos se salieron de sus órbitas y cayeron hasta debajo de la barbilla, y esa cara, que ya no podía considerarse como tal, se quedó mirando la sala con rencor, al tiempo que las extremidades colgaban extenuadas. Los dientes blancos partidos, dispuestos en dos filas sobre la pared, parecían gusanos, y la sangre y los sesos que salían de los orificios nasales abiertos y alineados justo delante, como si se tratara del hocico de un cerdo, estaban desparramados en forma radial dibujando una especie de estrella marina de color marrón rojizo en la pared verde pálido. De aquella cara, que, tanto de frente como de costado, plana o tridimensional, se asemejaba a un personaje picassiano, sólo sobresalía de la pared la lengua rosada, que parecía el pene de un perro empalmado.

Gotō[21], la empleada que se sentaba justo en el centro de la sala, en la segunda mesa de la fila del medio, se levantó y empezó a desnudarse. Salvo que uno no tuviera ojos en la cara, era de una belleza perfecta y tenía una gran confianza tanto en su hermosura como en su cuerpo. Se refería a sí misma diciendo: «Yo, Midori, por aquí; yo, Midori, por allá», y era tal la fuerza de su narcisismo que resultaba bastante insoportable. Lo que hizo fue transmitirle al oni su impaciencia, y enseguida se quedó en ropa interior, tras mantener el tipo como una estríper, dejando a la vista sólo el vientre y las caderas. Después le guiñó un ojo y, precipitadamente, hizo un movimiento con la punta de los dedos para quitarse el sostén.

—Oye, oni —dijo volviéndose hacia él, y le provocó invitándole a tener otro impulso—. ¿No crees que sería una lástima asesinar a una belleza como yo? —Acto seguido se quitó el sostén, dejando al descubierto unos senos del tamaño de un huevo de avestruz; unos senos que yo había visto en una ocasión en la que la llevé a un hotel. Se acostaba con cualquiera de sus admiradores, así que seguro que yo no era el único de la sección que recordaba haberse acostado con ella.

—Venga, ¿qué te parece? Hagámoslo aquí mismo. ¿No te gustaría hacerlo delante de todo el mundo? Al fin y al cabo vas a cargarte a todos, ¿no? Incluida yo. Por eso mismo, antes de que me mates, ¿por qué no lo pasamos bien delante de todos? —dijo, y después se quitó las bragas—. ¿Qué? ¿A que te gusto?

Su confianza se desmoronó cuando el oni levantó su barra metálica. Al darse cuenta de que iba a ser aplastada como todos, como vulgares gusanos, aunque los demás no tuvieran su belleza, le dio la espalda al oni, mostró su furia y, emitiendo un sonido como el de un ave exótica, torció la cara con una mezcla de ira y miedo. Aquel rostro tan hermoso se transformó en algo deforme y extraño.

Un instante después, ese cuerpo rosado y suave con el que yo había disfrutado fue aplastado por la barra del oni, y sobre el suelo sólo quedó una masa informe de carne. La sangre y los órganos humeaban esparcidos por doquier, y los labios abiertos de color negro rojizo apuntaban hacia arriba. Los pechos del tamaño de un huevo de avestruz reventaron y el tejido adiposo se esparció por el lugar.

Un hombre llamado Roppongi[22] de la sección cuarta de ventas, que al parecer había oído los chillidos, abrió la puerta y entró precipitadamente desde el pasillo.

—¿Qué pasa?, ¿qué pasa?, ¿qué pasa? ¿Qué ha pasado?

Mientras repetía sin parar estas preguntas, no dejaba de mirar a derecha e izquierda, y por fin se dio cuenta de que muy cerca había dos o tres cadáveres. Profirió un grito y puso ojos de sorpresa. En esa mirada se adivinaba una expresión de júbilo.

Roppongi era conocido en la empresa por ser el empleado al que más le gustaban los follones. Si, por ejemplo, se enteraba de que había dos tipos peleándose en el pasillo delante de la contaduría, se iba para allá pitando a ver qué pasaba; o si oía que el jefe del departamento de administración general se había resbalado y se había fracturado algo, acudía inmediatamente a la enfermería para ver qué tratamiento recibía. Pero, por supuesto, no lo hacía por filantropía, sino porque era de natural pendenciero y disfrutaba con la desgracia de los demás. Fingía que estaba afligido, pero cualquiera que viera cómo le brillaban los ojos de alegría se daba cuenta enseguida de cuáles eran sus verdaderas intenciones. Independientemente del tipo de alborotos, ya fuera la pifia de un compañero o el hecho de que degradaran a un superior, y aunque a él ni le fuese ni le viniese, se alborozaba abiertamente, así que no había casi nadie que lo tuviera en gran estima. Poseía también un sexto sentido para olfatear los problemas; en cuanto se producía uno, él era el primero en llegar, y eran muchas las ocasiones en que ya estaba presente en el lugar de los hechos antes de que éstos se consumaran. El caso es que, cuando Roppongi abrió la puerta y entró en la sala, seguro que a más de uno de los supervivientes se le pasó por la cabeza que era un cierto alivio que hubiera entrado.

Ante un gran acontecimiento como aquél, que probablemente no se repitiera en la vida, Roppongi no cabía en sí de gozo. Se le salían los ojos de las órbitas y, como queriendo olfatear los cadáveres, movía compulsivamente las aletas de la nariz espirando con violencia, y, como relamiéndose, contempló el desastroso panorama de los muertos que había a su alrededor. Pero cuando se topó con el gran acontecimiento que probablemente no se repitiera en la vida, todavía no se había dado cuenta de que su propia vida estaba en peligro. Inclinó la espalda y fue olisqueando cada uno de los cuerpos. Cuando llegó al lado del oni mientras se abría camino lentamente, se apercibió de la causa de aquella situación. Parecía que no acababa de entender que ya no se trataba de alegrarse de la desgracia de los demás. Levantó la vista hacia la barra que el oni dirigía contra él y, mientras fijaba la mirada en el oni negó levemente con la cabeza.

—Yo no tengo nada que ver con esto —empezó a justificarse—. Yo sólo pasaba por aquí. Cruzaba por el pasillo y me he limitado a ver qué sucedía.

El oni se fue acercando cada vez más a Roppongi, levantó la barra verticalmente sobre su cabeza y la dejó caer como si fuera una mano de almirez. El cadáver quedó en un estado horrible, más lamentable que el de todos los que había presenciado Roppongi. Justo cuando se desplomó, el centro de su cuerpo dejó de verse y la sangre se esparció en un metro a la redonda como si de una ducha se tratara. De haberlo visto, el propio Roppongi habría saltado de placer.

Nanao[23] era una empleada altanera que se sentaba en el último asiento de la fila izquierda. Cuando el oni clavó sus ojos en ella, se levantó como un rayo y le devolvió la mirada de arriba abajo mordiéndose el labio inferior. Su semblante reflejaba impotencia y rabia al pensar que iba a ser aplastada por aquel ser. Era una mujer poco agraciada que se preciaba de haberse graduado en una universidad pública y a la que no le gustaba nada recibir órdenes de nadie. Aunque su interlocutor fuera un superior, si recibía una orden con tono imperativo, rehusaba furiosa el trabajo encomendado, y no se quedaba contenta hasta que encontraba un fallo y lo ponía de relieve con agudeza. Las órdenes dirigidas a ella debían adoptar la forma de una súplica. Pero ahora se enfrentaba a una situación en la que iba a morir no por su propia voluntad, sino por la del oni. Se diría que durante todo el tiempo en que sus compañeros habían ido muriendo, ella había estado pensando en los medios para hacer valer su santa voluntad, y parecía que por fin había descubierto el único método de conseguirlo.

—Me mataré yo misma —le espetó—. No hace falta que te molestes en asesinarme.

Su asiento estaba junto a la ventana. De repente, deslizó horizontalmente el cristal de la ventana a través del marco de aluminio, colocó los pies en el alféizar de la ventana y se precipitó al vacío. Aquellas piernas regordetas y blancas que habían pateado el marco se me quedaron grabadas en la retina. Nuestra oficina se encontraba en el piso 22, era un edificio sin ningún saliente, y la acera estaba hecha de baldosas y hormigón. La muerte estaba garantizada. Pensé que la suya había sido una vida a contracorriente.

En el asiento que se encontraba en segundo lugar por la izquierda, o sea, justo detrás de mí, se sentaba Yahashi[24], una empleada que había entrado a trabajar el año anterior. En cuanto el oni la miró, señaló con el dedo a Kujō[25], la compañera que se sentaba en el primer asiento de la fila central.

—¡A ella primero! —gritó sollozando—. Se lo suplico. Total, qué más le da. Mate primero a esa mujer. Luego puede matarme a mí.

Yo pensé: «Ya volvemos a las andadas». Yahashi siempre fracasaba en todo, pero disimulaba sus faltas aunque fuesen evidentes, o bien echaba la culpa a los demás; en resumen, apenas aceptaba reprimendas serias, o bien se esforzaba en vano por dejarlas para más adelante, lo cual suponía un quebradero de cabeza para sus superiores. Por fin, al verse acorralada, sacaba ese as que las mujeres guardan en la manga y prorrumpía en sollozos. Lloraba a lágrima viva como si ella fuera una verdadera víctima y, ante esa actitud victimista, los que la regañaban pensaban que, si seguían haciéndolo, se iba a convertir en una obsesión terrible y no podían menos que sentirse agresores. Por eso sus superiores habían desistido de llamarle la atención.

—¿Por qué tengo que ser yo, y no ella? —Se podría pensar que no había ninguna diferencia en morir primero, pero, al enfrentarse a la muerte, cualquiera quiere vivir un instante más que los demás. Y era una actitud natural en su caso, a juzgar por sus palabras y acciones cotidianas. Se puso a llorar—. Déjeme para después. No hay ningún orden preestablecido, ¿verdad? Por eso precisamente, a usted le da lo mismo, ¿verdad? Déjeme para después. —Se puso a llorar a lágrima viva, dejando claro su victimismo.

Pero por mucho que se lo diera a entender con sus lloros, ella era en ese momento una auténtica víctima y, como el oni era en realidad más que un agresor, ni sus lágrimas ni su cara llorosa hicieron mella en él. Se limitó a machacarla. La sangre salió despedida en todas direcciones y mi camisa blanca, al estar sentado justo delante de ella, se quedó pegajosa por los grumos de sangre que me salpicaron y hasta me entraron en los ojos. Estaba tan caliente que me hizo dar un salto.

Kujō, la empleada que se sentaba en el primer lugar de la fila central, o sea, la que estaba directamente a mi derecha, dejó de presenciar las salvajadas que había estado cometiendo el oni hasta hacía un momento, dirigió la mirada hacia su mesa, agachó la cabeza y, con las manos cruzadas sobre el pecho, siguió rezando. En la empresa se la conocía con el apodo de «Amén». Era una ferviente cristiana y tenía cierta tendencia a excederse cuando alardeaba de ello. Siempre se le dibujaba una amplia sonrisa llena de amor, que dirigía tanto a quienes no sentían simpatía por ella como a quienes la odiaban directamente. Era una sonrisa que mostraba su perdón hacia el interlocutor y que, en apariencia, dejaba claro que estaba rezando de corazón: «Perdónales, Señor». Además, esa sonrisa no sólo iba dirigida a quienes no le tenían simpatía o la odiaban, sino también a los jóvenes varones que se burlaban de ella. Esos jóvenes, que se compadecían de ella, debían avergonzarse de haber pecado al bromear con cosas más o menos eróticas para que se interesara por ellos. En el peor de los casos, dependiendo de la ocasión, esa sonrisa, que era impensable que fuera de desprecio, iba dirigida, intencionadamente o no, a las personas que le advertían de sus descuidos, a quienes le aconsejaban que corrigiera sus defectos y, en especial, a los que prestaban atención a sus fallos. Puesto que nadie se quería acercar a ella para no ser despreciado, y como no tenían nada contra ella, en ese momento todo el mundo prescindió de ella diciéndose para sus adentros: «Vale más no meneallo». En su soledad, su fanatismo iba en aumento, y nadie podía imaginarse si aquella rebosante sonrisa era tanto o más intensa que la que sentía antes en su interior.

Se levantó despacio antes de que el oni volviese la cabeza y se puso frente a él con las manos cruzadas en el pecho para ser asesinada tal como estaba. Entonces, sin titubear ante la mirada del oni y le sonrió asintiendo y ofreció su cabeza de forma que le fuera fácil golpearla con su barra metálica.

La cara del oni, que de por sí tenía un color próximo al rojo vivo, se enrojeció aún más. Por lo visto estaba congestionado de ira, y adquirió un tono próximo al morado. De la boca le sobresalían unos colmillos blancos que parecían aún más largos porque tenía el labio superior arrugado hacia arriba.

Por primera vez, el oni pronunció unas palabras:

—¡Será estúpida!

Las voces de reproche, que sonaron como una campana rota, hicieron que incluso yo, que estaba al lado, a unos 30 centímetros, diese un bote; también ella, por supuesto, recibió un impacto como si hubiera sido alcanzada por un rayo, y se inclinó hacia atrás de manera ostensible. Pero ¡qué gran valor! Irguió el cuerpo, que le temblaba espasmódicamente, recobró fuerzas y volvió a alargar el cuello ofreciéndoselo al oni. Era absolutamente imposible determinar si lo que alentaba a la gente común a tener ese valor y esa ilusión era la insensibilidad propia de los fanáticos, o bien la estupidez de quienes están cerca de Dios.

—¡Groaar!

La barra, que el oni estaba a punto de estrellar contra ella con un rugido, se desvió un poco y le dio en la sien derecha, la que le había ofrecido poniéndose justo enfrente de él arrebatada tal vez por una cólera desmedida. Se desplomó, y su cabellera negra y larga fue precipitándose sobre un lado de la cara junto con la piel del rostro. Se le podían ver los músculos de la cara, como si fuera un espectro; se le dilataron las negras fosas nasales, se le salieron los ojos, que habían perdido sus párpados, y aparecieron a la vista las encías y la doble fila de dientes blancos. La parte superior del cuerpo se ladeó a la derecha y, por primera vez, profirió un alarido. Era igual a los gritos de agonía que emiten los roedores en el preciso momento en que son atacados por un halcón, cuando en condiciones normales no emiten sonido alguno. El oni se impacientó un poco y le atizó un segundo golpe. Volvió a desviarse y le partió el hueso del hombro izquierdo. Ella se desplomó en el suelo y quedó tendida al lado mismo de donde yo estaba. Se retorcía por el intenso dolor, al tiempo que daba alaridos.

El oni, por lo que parecía, tenía intención de seguir sacudiéndole, así que, por si acaso dejaba de fallar y me veía envuelto en el asunto, me levanté a duras penas y retrocedí hasta llegar al lado de la ventana. El tercer golpe del oni le dio a la mujer en los blancos muslos, que estaban a la vista tras subírsele la falda de punto, y, dando un alarido, brincó como si fuera una gamba. El cuarto golpe le acertó en el abdomen; por fin, ella se tranquilizó. Aun así, el oni se subió encima de ella, que seguía teniendo convulsiones, y, sin tomarse un respiro, le propinó con todas sus fuerzas el quinto golpe, y después el sexto, y el séptimo, y el octavo. Tanto el uniforme de trabajo como la blusa que llevaba debajo y la falda estaban hechos unos zorros, y del abdomen le rebosaban las entrañas; las costillas le sobresalían a derecha e izquierda del cuerpo como la quilla de un barco. En el extremo de la barra metálica se habían enredado la cadena de oro con el crucifijo y su intestino delgado. Tras haberle propinado varias decenas de golpes, el cuerpo de la mujer quedó hecho picadillo. Luego, el oni, por fin, se tomó un respiro. Quizá por haber quedado en aquel estado tan lastimoso se había atraído el rencor de mucha gente. El caso es que los dioses del Cielo parece que le habían dado de lado.

Al pensar que el próximo podía ser yo, mis piernas se pusieron a temblar y casi no pude sostenerme de pie. «Un momento», pensé. Trazando una línea recta entre el segundo asiento de la fila de la izquierda y el primero de la fila central, y prolongándola, se llegaba a la mesa del jefe. Quizá no fuera yo el siguiente, sino el director, Jūgura[26]. Claro está que eso no cambiaba las cosas: el hecho es que ese día iba a morir. Pero, claro, había una cierta diferencia en morir tras tener la oportunidad de ver, como última experiencia en una vida de tan sólo treinta y dos años, cómo le daban una muerte cruel al jefe. Era algo más que una simple ventaja o desventaja. Puede que parezca absurdo, pero es lo mismo que, por ejemplo, les pasa a los abuelos, que quieren morirse viendo la cara de sus nietos. Por establecer una analogía con las maneras de morir que habían sufrido los demás compañeros, no cabía duda de que la muerte del jefe a manos del oni iba a ser algo digno de verse.

Como yo esperaba, el oni le lanzó una mirada hostil al jefe.

—Guajajajaja. Bueno, verás. Mira. No hay por qué ponerse así. Vamos, hombre. —El jefe se levantó, se dirigió hacia el oni e hizo ademán de apaciguarlo con ambas manos—. Pero ¿por qué te pones así?, digo yo. Vamos, majete. Di algo. ¿No me oyes? De eso se trata. Si hablamos, lo entenderás, ¿no te parece? Si hablamos…

El oni se acercó al jefe.

—Verás. Seguro que hay muchas circunstancias que concurren en ti. Todo eso lo entiendo. En serio. Eso lo entiendo. Por eso mismo… —El jefe continuó haciendo lo que mejor sabía: engatusar a la gente con todas sus fuerzas. De repente, se puso a sudar—. Y al respecto, tiene que haber alguna forma de arreglar este asunto. Claro que sí. Tiene que haber algún modo. Debemos hablar, ¿no te parece? —A medida que el oni se acercaba, la voz del jefe se iba comiendo el final de las palabras—. Vamos, dime algo. Te estoy diciendo que digas algo, hombre. Venga. Di algo. Si no dices nada, no voy a saber qué piensas. Di. —En esto, el jefe se volvió hacia mí y, levantando la vista, me gritó con los ojos rojos por la congestión—: Oye, tú, ¿se puede saber por qué hasta ahora te has estado ahí como un pasmarote sin hacer nada? ¿Eh? ¿Por qué diablos ha entrado este tipo en la sección? Mientras se cargaba al resto, ¿acaso no te has dado cuenta de que había que hacer algo con él? Vamos, di algo.

Mi jefe tenía la manía de ponerse a gritar, echar la culpa a sus subordinados y cargarles con la responsabilidad cada vez que le reprendían sus superiores, ya fuera el director o el subdirector, y se encontraba en un callejón sin salida. Pero, claro, en este caso, echarme la bronca a mí y decirme que yo tenía que hacer algo era bastante absurdo por su parte. Claro que yo entendía perfectamente que me estaba echando la bronca para disimular el miedo que sentía. Por eso mismo, a mí la farsa del jefe destinada a su desahogo, ni me iba ni me venía. Puso cara de abrumado y los músculos de la cara se le crisparon sin remedio.

—Si hubieras telefoneado a seguridad a su debido tiempo, se habría podido hacer algo, ¿no crees? ¿No? Tenías que haber pensado algo. ¿No te parece?

El jefe siguió vociferando, pero entonces la barra del oni se estrelló sobre su cabeza. Se oyó un ruido seco. Las vértebras cervicales se le partieron, dobló el cuello hasta el pecho y, con las dos manos abiertas a una altura un poco más arriba de los hombros, profirió un «Viva» y se quedó sin aliento.

El oni se volvió hacia mí. Yo estaba de pie junto a la ventana. De la garganta me salió un ruido como el de un silbato, algo entre un suspiro y un alarido, y, como estaba agotado, me puse a arrastrarme allí mismo. De los ojos, que casi se me salían de las órbitas por el esfuerzo, me brotaron de repente las lágrimas, y mojé los calzoncillos con la gran cantidad de orina tibia que se me escapó. Me invadía el pensamiento de no querer morir. Aparte del pavor a la muerte, en mi cabeza no había nada más. Le supliqué que me salvara la vida. «Sálvame. No me mates. Te lo suplico». Simplemente me limitaba a repetir estas frases y era incapaz de decir algo más convincente. Pero ni yo mismo entendía muy bien lo que estaba diciendo.

En un momento dado, el oni bajó la barra metálica que empuñaba en alto y, con los ojos brillantes, asintió con la cabeza. Atisbé algo así como una sonrisa de afecto por su parte.

—¡Anda! —dijo como admirado por lo que yo había dicho—. Por fin me he topado con alguien que tiene una reacción normal.

Atónito por las inesperadas palabras del oni, le dije:

—¿Perdón?

—Tú eres el único que me ha suplicado a la cara que le salve la vida porque no quiere morir —dijo el oni, y se puso a reír alegremente mirando hacia arriba.

Albergando ciertas esperanzas, le pregunté tímidamente haciendo de tripas corazón:

—Esto…, entonces, ¿voy a ser el único que se salve?

El oni volvió a mostrar un semblante serio y negó con la cabeza.

—Nada de eso. Por supuesto que te voy a matar.

La barra metálica bramó con un ruido atronador. Justo antes de que mi cráneo quedara reducido a añicos me pregunté por qué había sido yo el único en experimentar una especie de sentimiento de alivio.